lunes, 22 de diciembre de 2008

Las restricciones del ingreso irrestricto

Según Marcos Aguinis, desde hace décadas, los argentinos transformamos en tabú el tema del ingreso irrestricto. No se puede ni siquiera analizar. Quienes apenas insinúan alguna variación, reciben el automático anatema de reaccionarios. Por mi parte, so pena de esta obcecación, que habita como un dogma en el macrocosmo político universitario, me animaré a razonarlo desde una perspectiva abierta y crítica. Y que mejor época que ésta, en donde los jóvenes, que finiquitan sus estudios secundarios, comienzan a avizorar la carrera a seguir el año entrante, o a prepararse, según la disciplina elegida, en los cursos de ingreso de los meses de febrero y marzo.En el altercado estudiantil argentino, ingreso “irrestricto”, brinda disímiles ataderos conceptuales, según sea la “afinidad electiva” que se perciba.
Para algunos, ingreso “irrestricto/mayor número de alumnos”, se vincula con ideas como de “democratización/igualdad”. Para otros, el mismo concepto está relacionado con “baja calidad/despreocupación”. En este último caso, “examen de ingreso/calidad/excelencia” parecen constituirse como conceptos que se atraen.La forma más eficiente de mejorar la aptitud del debate, sobre este tema, es “desanudar”, esas supuestas afinidades electivas de dichos conceptos. Como veremos, ni el ingreso irrestricto mejora la igualdad de las posibilidades de inserción de los ingresantes a las Universidades; ni los exámenes de ingreso se enlazan, necesariamente, con el mejoramiento de la calidad o excelencia académica. Numerosas instituciones universitarias tienen limitado su ingreso y no por ello su calidad resulta tan evidente.Hubo un momento, en que el ingreso irrestricto sirvió para romper el monopolio de una limitada franja social, con censuras en las cátedras, bolillas negras en los concursos e impúdicas discriminaciones étnicas y clasistas, tanto para los estudiantes como para los docentes. “El ingreso irrestricto fue un antídoto contra la ponzoña de los cavernarios” (Aguinis). De manera, que se mantuvo la noción generalizada, de que ingreso irrestricto es sinónimo de justicia.
Así de claro, como de discutible. Sin embargo, habría que plantearse varias cuestiones: en alguna parte de la Universidad, ¿es exitoso el ingreso irrestricto? Vale tomar como ejemplo a la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Tucumán, la más grande del norte argentino, que cuenta en su haber con 17.000 inscriptos y un ingreso de 6.000 alumnos anuales. El ingreso irrestricto, ¿mejoró la calidad academia en esa facultad? Como alumno de esa casa de estudio, debo decir que, lamentablemente, no. El ingreso irrestricto, ¿bajó el nivel de deserción? Definitivamente no. De 6.000 alumnos ingresantes, solo la mitad pasa a segundo año.

Cuestiones con la calidad académica y la deserción.
Para una postura, masividad es inversamente proporcional a calidad académica. Lo cual, en gran parte es cierto. Ningún establecimiento, está en condiciones de brindar excelencia cuando se atiborra. Está comprobado que para dar buenas clases, el número de alumnos por curso no puede superar los 25 ó 30 cursantes. ¿Por qué? Porque, como sostienen destacados maestros de la pedagogía, dar clases no consiste en que un profesor sea parte ante cientos de alumnos y hable durante una hora y media o dos. Eso no es dar clases. Eso es dar conferencias, donde la participación del público es mínima. Una clase bien dada, consiste en que el profesor plantee temas a los alumnos, que los estimule a su razonamiento y contribución. Un buen profesor dicta clases que van más allá de lo que necesariamente tienen que leer los alumnos como lecturas obligatorias.
Sin embargo, es peligroso, que éste sea el único argumento a favor del examen de ingreso, pues implicaría, considerar al examen como un elemento exclusivo de eliminación, para que unos pocos estudien mucho y bien. Los cursos de nivelación y exámenes de ingreso, tienen otros objetivos.
Al problema de la masividad, los sectores llamados progresistas, responde con la propuesta de un mayor presupuesto universitario. Hay que elevar la oferta, y tornarla acorde a las exigencias sociales. Es decir, más presupuesto para más aulas y profesores. Sin embargo, es una lástima que este tema no sea tan sencillo. Equivocan el enfoque. Presupuesto universitario, que es inversión y gasto (pues toda inversión, en un primer momento, implica un gasto), tiene que estar destinada a incentivar las condiciones de preparación del alumnado y de los sectores docente, y a mejorar la calidad y situación de estudio de aquellos que tiene ganas de estudiar y que efectivamente estudian, o de aquellos que tienen ambiciones de estudiar, y por cuestiones económicas, no lo pueden hacer. El dinero no debe estar sentenciado a engrosar, la caja de la burocracia universitaria, y de la militancia rentada. Además, por más alto que sea el presupuesto, el examen de ingreso siempre será necesario, pues este último tiene otros objetivos, como veremos más adelante.
En fin, los sectores llamados “conservadores” resuelven el problema de la masividad, con exámenes de ingreso y cupo. Los sectores llamados “progresistas” con mayor presupuesto.

Ambos equivocan el enfoque.
El estudio llamado P.I.S.A (Programme for Internacional Student Assessment), realizado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), es uno de los más importante en cuanto a escala y profundidad. Sus resultados, muestran que en la Argentina el 69% de los jóvenes de 15 años no puede comprender textos extensos o relacionar cortos con distintos temas. Tales resultados, corroboran las quejas de varias universidades e institutos terciarios, acerca del bajo nivel de los alumnos que quieren ingresar en ellos. Aquí reside, creo yo, el quid de la cuestión. En la Facultad de derecho de la UNT, las agrupaciones mayoritarias se oponen a la introducción de un examen de ingreso o cursillo de nivelación, por que consideran que este ya está dado en el mismo primer año de la carrera, en donde los ingresantes, cursan materias de estricto carácter propedéutico. Paradójicamente, las agrupaciones que basan sus campañas en el ingreso irrestricto, son los propulsores de la barrera más perniciosa para el alumnado. De cada 6000 ingresantes en la Facultad de Derecho, menos de la mitad pasa a segundo año. Y esto se debe, principalmente, a que los estudiantes, con nivel académico bajo, dado por el apresto secundario, se topan con materias de contenidos universitarios. Evidentemente, es problema de la escuela media. Pero, ¿que debemos hacer desde los estratos universitarios? En fin, darles a los estudiantes una herramienta, para que con ella, acerquen su nivel al universitario, y de ese modo estén más preparados para el cursado. Las materias de primer año de la Facultad de Derecho, así sean de carácter propedéutico, tienen estricto contenido universitario. Vale decir, son parte de la misma carrera. Jamás podrían funcionar como exámenes de ingreso o cursos de nivelación, por que un auténtico curso de nivelación, debe contener un nivel intermedio. Ni secundario, ni de grado.
Que un examen de ingreso (así llaman las agrupaciones mayoritarias a primer año), tenga contenido universitario, es una crueldad académica, traducido en la práctica como, la restricción más grande al alumnado. Sin embargo, incongruentemente, éstas cofradías, que supuestamente están en contra del examen de ingreso y del cursillo de nivelación, por considerarlas medidas restrictivas, que solo sirven como un burdo obstáculo para el publico universitario, apoyan esta mesura. Esto demuestra que sus propuestas, se basan más en la demagogia, que en la razón.

Conclusión.
En nuestro país, el ingreso universitario, es un campo de análisis poco estudiado, que solo funciona como generador de grandes debates en los medios de comunicación. Por su parte, el ingreso irrestricto, tiene como principio fundamental, brindar la igualdad de oportunidades en el acceso a la universidad, a todos los egresados del nivel medio. Pero, al no tener políticas compensatorias de las diferencias de base, hay un gran porcentaje de alumnos que desertan del sistema. El aumento de la matrícula como consecuencia del ingreso irrestricto, no significa una mayor cantidad, y mucho menos calidad, de graduados. Como queda claro, el fin del examen de ingreso, no es reducir la masividad, por más que sea, en algunos casos, una consecuencia indirecta de su implantación, sino principalmente crear las herramientas, para acercar la escuela media a los ámbitos universitarios y de esa manera aumentar la calidad de estudio y bajar la deserción. Es precisamente una medida en contra de las propias restricciones del alumno, signada por su pobre condición académica, provocada por su paso por la escuela media. Desde luego, deberíamos hacer exámenes trasparentes y quitarles el odioso habito del eufemismo.
En fin, el examen de ingreso, es una medida a favor del alumno, y no en contra de éste.

Por José Guillermo Godoy para Agencia NOVA
Es estudiante de Derecho de la Universidad Nacional de Tucumán. Secretario de Asuntos pedagógicos del Centro Único de Derecho de la UNT, por la agrupación FED pro. Presidente de CEIN TUCUMÁN. Integrante del programa de líderes locales de la Fundación Atlas 1853.

viernes, 19 de diciembre de 2008

1983-2005: Ahora Necesitamos Más República

El año 1983 me encontró junto a millones de argentinos asimilando las heridas de una guerra totalmente innecesaria y, por otro lado, con la contracara del festejo por el ansiado regreso de la Democracia y las Instituciones de la República a nuestra Patria.
Como la inmensa mayoría, tenía las lógicas expectativas e ilusiones que da el saber que -luego de tantos años de miedo, angustias y desesperanzas de no poder elegir ni discutir libremente y de vivir sin expresar nuestras ideas por temor a la violencia política- podríamos disfrutar de las ventajas de vivir en una Sociedad libre donde «participar» era un verbo que podía volver a conjugarse y donde todas las ideas -aún las más minoritarias- iban a ser respetadas dentro del marco de la Ley.Pasaron veinticinco años. Muchas son las cuestiones que hemos enfrentado desde entonces y -más allá de todo- hoy podemos afirmar que realmente la Democracia llegó para quedarse. El principal logro que ha tenido la democracia en este cuarto de siglo ha sido fundamental y precisamente su propia consolidación.Hoy ya nadie duda de que el mecanismo que los argentinos hemos elegido para tomar nuestras decisiones más trascendentes es a través de la soberana expresión de sus ciudadanos mediante el voto y no por los violentos métodos de antaño.También han sido considerables los avances, aún con altibajos, en términos de libertad de expresión, respeto a los derechos humanos y libertades fundamentales.Obviamente, la Democracia del siglo XXI enfrenta arduos desafíos y en el tintero quedaron -claramente- aspectos no menos importantes que los que ya han sido instaurados. Sobre todo quedan pendientes cuestiones como el acceso a una Educación y una Salud de excelencia, una mayor Seguridad, una mejor Infraestructura y Calidad de Vida y especialmente Igualdad de Oportunidades para Todos sin importar su origen. Todas estas cuestiones seguramente lograremos resolverlas mediante el afianzamiento de la República tal cual lo establece nuestra sabia Constitución Nacional y no enfrentándolas con recursos gastados y probadamente ineficaces como muchas veces se ha intentado.
Con respecto al futuro soy optimista. Pienso que la Democracia es un cuerpo vivo y en permanente desarrollo que evolucionará hacia formas e instrumentos que permitan a quienes ejerzan la función pública una mayor legitimidad y representatividad que hasta ahora. Dentro de veinticinco años las nuevas tecnologías representarán un papel más importante que hasta el momento y eso debe llevarnos necesariamente a gestiones de gobierno más cristalinas y articuladas con la sociedad y también a una ciudadanía claramente comprometida e involucrada con el sistema mediante la participación y el ejercicio de sus derechos. Y también de sus obligaciones.Debemos dar respuesta a estas genuinas demandas utilizando como eje los derechos individuales que emanan del Artículo 14 de nuestra Constitución Nacional; mejorando la calidad de las Instituciones en términos de legitimidad, transparencia y eficacia a través de la consolidación de las organizaciones políticas como genuinas herramientas para la elección de candidatos y avanzando resueltamente en términos de representatividad y utilización de nuevas tecnologías; evitando nuevos avances del Ejecutivo sobre los otros Poderes republicanos e instituyendo definitivamente y para siempre el respeto por la Ley y haciendo un llamando a la concordia mediante la restauración del diálogo y el debate fecundos.
Diputado Sergio Nahabetian
Presidente Recrear
Provincia de Buenos Aires

jueves, 4 de diciembre de 2008

¿Imperialismo capitalista?

Cuando los liberales queremos criticar la teoría leninista del imperialismo como la fase superior del capitalismo, nos encontramos con la trampa de la polisemia. ¿Qué significa "imperialismo"? ¿Es una actitud o es una acción? ¿Es propio de un afán político o más bien económico? ¿Es producto del totalitarismo, del nacionalismo o del capitalismo?
La tradición imperialista es milenaria y abarca, por poner los clásicos ejemplos, desde los imperios chino, mesopotámico o romano –y sus diversas "reconstrucciones"– hasta los modernos imperios europeos occidentales, esencialmente colonialistas –en competencia con los "orientales" mongol, japonés, otomano...–, sin olvidar la "Doctrina Monroe" y, sobre todo, los totalitarismos nacidos en el primer tercio del siglo XX (paradójicamente, muchos de ellos, fueron las autodenominadas "potencias antiimperialistas": la China maoísta, la URSS estalinista y postestalinista, la Ghana de Nkrumah o el Egipto de Nasser). Hasta este punto, a pesar de las muy heterogéneas realidades que el término abarca, las diferentes corrientes de pensamiento aceptan la validez del concepto "imperialismo", en base al denominador común de las ansias de dominio per se; lo que nos da una idea de que, en gran medida, subyacía en todos estos casos todo un complejo nacionalista y/o ideológico consciente.
El debate no está, por lo tanto, en determinar los imperios clásicos y sus características, asunto en el que hay relativo consenso, sino en otras dos cuestiones mucho más sugestivas: la primera es la de si entra el imperialismo en la lógica del liberalismo; la segunda es la de si puede hablarse de imperio si no hay dominio político o militar efectivo.
Respecto a si el imperialismo es intrínsecamente liberal o capitalista, es cierto que entre 1885 y 1914, período de liberalismo económico más o menos acusado (aunque intermitente; y, además, el liberalismo político era muy censitario), se afianza un nacionalismo radical y hegeliano que se concretará en la competencia entre estados-nación, que desembocará en la Primera Guerra Mundial (y, en última instancia, también en la Segunda Guerra Mundial, por la reacción revanchista al revanchista Tratado de Versalles). Sin embargo, lo que hay que preguntarse es si esto se correspondía con una ideología efectivamente liberal, tanto en lo político como en lo económico, o más bien con una perversión total del término en aras de lo que se ha venido a llamar "capitalismo de Estado", basado en una discrecional alternancia entre librecambio y proteccionismo y en un sufragio censitario que, por lo tanto, acababa en la práctica con la retórica de la garantía de los derechos individuales.
En este sentido, el imperialismo no puede ser liberal, por varios motivos. En primer lugar, porque gira en torno a la idea de estados rivales (cada uno de los cuales enarbola su propio "designio histórico" y sus "necesidades vitales" de expansión territorial), cuyas relaciones tienden a ser de suma cero, bien porque son de conflicto –a veces sólo periférico–, bien porque sus relaciones comerciales están intervenidas: el Estado se entiende como ente a todas luces superior al individuo, que sólo es un punto ínfimo de la masa, de la "comunidad" cultural, política y lingüística común. En segundo lugar, porque se basa en una ideología totalmente contraria a las premisas liberales de igualdad ante la ley y de ley garantista del derecho a la propiedad privada y otros derechos individuales: la superioridad civilizatoria y el deber moral de la expansión ("white man’s burden", que diría Joseph Rudyard Kipling y que, incluso, impregnó la lucha antiesclavista). En tercer lugar, si lo que caracteriza al capitalismo es precisamente la coordinación y la eficiencia que la libertad individual permite, hay que ser mucho más escépticos respecto a los beneficios económicos de los imperios y sus supuestos saqueos sistemáticos: los beneficios de la "ampliación de mercados" se vieron en la mayoría de los casos estrangulados por los altos costes de implantar estructuras burocráticas, de la incertidumbre por la deficiencia de las instituciones y de la subdesarrollada demanda de los indígenas, entre otros factores. Tal y como explica Joseph Schumpeter (como plena refutación a la teoría de Rosa Luxemburgo –y también de John Hobson– de que el imperialismo es fruto de la necesidad de ampliar mercados por estancamientos de la demanda interna), el imperialismo, definido como "propensión, sin objetivo, por parte de un Estado, a la expansión violenta ilimitada", no se corresponde con el espíritu racionalista y de cálculo económico del capitalismo: en general, los imperios son, a la postre, económicamente ruinosos. Recordemos que los colonos estaban fuertemente subvencionados.
El segundo debate que he señalado se debe a la inflación de acusaciones a Occidente y, en particular, a Estados Unidos, de "imperialismo cultural", agujero negro en el que caben toda suerte de demagogias, exageraciones y falsedades. ¿Tiene algún sentido este concepto, dentro de la lógica del imperialismo tal y como lo hemos definido?
Según Paloma García Picazo, el imperialismo es "una especie de hipertrofia o desarrollo exagerado de una determinada conciencia nacional" o, dicho de otra manera, una "expansión de una comunidad política que, mediante la imposición de un dominio efectivo, somete a otros territorios y poblaciones a su soberanía, lo que se asegura no sólo con medios militares, políticos, económicos y sociales, sino también con procedimientos ideológicos y culturales". Es decir, tal y como hemos concluido antes: el imperialismo, si bien puede justificarse con argumentos económicos que a la postre se desvanecen o, al menos, se relativizan, se caracteriza por ser político. ¿Qué sucede cuando no existe ya ese elemento de ligazón política? ¿Es razonable acusar a Estados Unidos de "imperialismo cultural" por beber su Coca Cola, copiar sus centros comerciales y supermercados, ver sus películas e imitar su modo de vida?
Este tipo de acusaciones desconocen la lógica de las instituciones espontáneas y la descentralización propia del mercado libre. La moda es un fenómeno natural: nunca hemos sido iguales, siempre hemos tratado de diferenciarnos, y siempre ha habido "diferencias" (características, cualidades, formas) que han sido más valoradas que otras, de forma masiva y por motivos difícilmente delimitables, en tanto que la subjetividad y los mecanismos de socialización y aceptación grupal juegan un papel esencial: si pudiera conocerse a priori la moda (que es, sencillamente, el valor más repetido en un momento dado, presente o pasado, nunca futuro), si pudiera controlarse de antemano lo que va a triunfar, ninguna empresa quebraría jamás.
Prudentes escépticos en muchos otros ámbitos, caen alegremente en la falacia de la omnipotencia de los medios de comunicación y las empresas. Hace medio siglo aún era "lo francés", y ahora es "lo americano", aunque, gracias precisamente a la libertad, la soberanía del consumidor y la variedad propia de la globalización económica y cultural, en la actualidad el abanico de posibilidades de consumo (¡e incluso de no consumo!) se ha multiplicado maravillosamente, y uno puede decidir articular su modo de vida, si quiere, en torno a los valores y la estética más variados. La idea de la conspiración no tiene la menor credibilidad: no podría imponerse la cultura "desde arriba" ni aunque se quisiera, porque tampoco la moda se libra de aquella verdad económica que afirma la imposibilidad de la planificación centralizada y del cálculo económico en la intervención.
El imperialismo, en definitiva, casa muy mal con el liberalismo. Al juicio histórico, para que no resulte apresurado e imprudente, hay que añadirle teoría económica. Las teorías del imperialismo, como teorías de las relaciones internacionales, han resultado impotentes a la hora de ligar liberalismo e imperialismo, fundamentalmente por su terco y desafortunado empeño en encadenar liberalismo y pobreza y liberalismo y coacción.

Por Berta García Faet
en http://www.juandemariana.org/comentario/2972/imperialismo/capitalista/

miércoles, 3 de diciembre de 2008

La Teología de la libertad

Los obispos, sacerdotes y otros líderes de la Iglesia Católica en Latinoamérica solían ser un aliado confiable de la izquierda, gracias a la influencia de la "teología de la liberación", la cual trata de ligar al Evangelio a la causa socialista.
Hoy, la Iglesia empieza a reconocer la conexión entre el socialismo y la pérdida de la libertad, lo que está produciendo un cambio en su manera de pensar.
En una región que es más de un 90% católica, este cambio podría tener enormes implicaciones. Una Iglesia que haga hincapié en la libertad podría jugar un papel en Latinoamérica similar al que jugó en Europa del Este durante los años 80, como un contrapeso en defensa de la libertad, durante una época de auge del despotismo.
Una prueba de este cambio se encuentra en un comunicado reciente de los obispos católicos de Venezuela: atacaron la agenda política del presidente Hugo Chávez por su asalto a la libertad bajo el disfraz de ayudar a los pobres. Es moralmente inaceptable, decía el comunicado, y significa un retroceso para el país en términos del respeto a los derechos humanos.
El comunicado de los obispos desde Caracas no fue el primer desafío presentado por la Iglesia a Chávez. El fallecido Cardenal Rosalio Castillo presentó alguna vez la visión de la Iglesia sobre el socialismo bolivariano. El gobierno, explicó, aunque elegido democráticamente, se estaba transformando en una dictadura. Le preocupaban los resultados de este proceso. "Todos los poderes están en manos de una persona que los ejerce de una manera arbitraria y déspota, no con el interés de conseguir el bien común de la nación, sino por un proyecto político arcaico y retorcido: el de implantar en Venezuela un régimen desastroso como el que Fidel Castro ha impuesto en Cuba…"
En México, la Iglesia también se ha enfrentado a la izquierda radical. El mes pasado, un grupo de 150 personas asociadas con el socialista Partido de la Revolución Democrática (PRD) entraron a la catedral de la capital un domingo en la mañana cuando comenzaba la misa. La turba volteó bancos, denunció a los sacerdotes y pronunció arengas anticlericales. El PRD asegura que no fue directamente responsable. Pero el mensaje era claro: cualquiera que no esté a favor de la militancia colectivista está en contra de ella.
Estos son tan sólo dos ejemplos de la creciente tensión entre la Iglesia Católica y la extrema izquierda en Latinoamérica. En Argentina y Cuba, la Iglesia también está asumiendo el rol de la oposición.
Es importante anotar que los líderes de la Iglesia que están desafiando a gente como Chávez no están recomendando que la Iglesia se involucre en política. Su posición, que está de acuerdo con las enseñanzas del Papa Benedicto XVI, es que la relación entre la Iglesia y el Estado en Latinoamérica es compleja y que debería haber una separación clara. Pero también saben la importancia de preservar la libertad y el pluralismo.
Los casos de involucramiento político que hemos leído con más frecuencia tienen que ver con una colaboración con las llamadas "dictaduras de derecha". Pero no se sabe en qué sentido difieren del total control estatal o "dictaduras de izquierda". La teología de la liberación puede apelar al clero con conciencia social, sin embargo también politiza el rol de la Iglesia al bendecir otra forma de control totalitario.
La teología de la liberación apareció hace cerca de tres décadas. La Biblia inculca la preocupación por los pobres, dijeron los teólogos liberacionistas, y luego fueron un paso más allá al decir que Jesús fue un símbolo y defensor de la guerra de clases para expropiar a los ricos en beneficio de los pobres.
Hoy en día, la teología de la liberación aún está de moda y, debido a la confusión intelectual en Latinoamérica, muchos aún creen que el socialismo de Chávez, el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, e incluso de Fidel Castro, ofrece esperanza a los pobres. Cuando Chávez anuncia que "democratizará" las propiedades para golpear a los ricos, puede contar con los vítores de muchos admiradores religiosos.
Los líderes sinceros de la Iglesia, que están justamente convencidos de su misión especial para asistir a lo pobres, a veces son atraídos por la falsa esperanza de que impuestos más altos, la redistribución de la tierra, la nacionalización de las industrias y los grandes proyectos gubernamentales ofrecen una salida. Esto es trágico debido a que amenaza con inmiscuir a la Iglesia en la política, poniendo en riesgo su reputación y el mensaje del Evangelio en una agenda política.
Al menos 100 años de evidencia contradicen la afirmación de que un Estado más poderoso (eso es todo lo que la teología de la liberación ofrece) es el medio adecuado para el avance material. Nadie gana nada al aplastar a los ricos, aparte del Estado. Lo que la sociedad necesita no es la expropiación, sino una ampliación de las oportunidades para que todas las clases mejoren sus estándares de vida.
Sólo hay un camino hacia la liberación y es una genuina liberalización de la vida económica y política, que separe al Estado, no sólo de la Iglesia, sino de la cultura y de la vida comercial de la nación.
En mis viajes por la región he detectado una reconsideración honesta. Los líderes presentes y futuros parecen estar reconociendo que, para que la clase media crezca, se necesita tener una comprensión más vibrante de cómo funciona el mercado, en donde la gente se gana la vida. También existe la necesidad de un entendimiento más profundo de los riesgos morales y las oportunidades que la economía política presenta.
La Iglesia, pese a los terribles golpes a su credibilidad en los últimos años, está en la mejor posición para proveer liderazgo y asumir un rol de enseñanza en este momento. Los textos del Papa Benedicto proveen una base sólida. El Papa advierte sobre los riesgos del poder y sus efectos moralmente corruptores, así como los efectos materialmente corrosivos de las políticas socialistas.
La Iglesia puede proveer un liderazgo independiente en la sociedad. Sobre todo, debe haber una independencia de la política. Expandamos ese modelo de independencia a todos los sectores de la sociedad. Así, Latinoamérica se volvería menos vulnerable a los déspotas, desarrollaría una pujante clase media y aseguraría un futuro de libertad y prosperidad. En el rol de la oposición, la Iglesia Católica puede encontrar su verdadera voz como defensora de los derechos humanos y la libertad.

Por Robert A. Sirico
en http://independent.typepad.com/elindependent/2008/01/la-teologa-de-l.html
y originalmente en The Wall Street Journal

martes, 2 de diciembre de 2008

La inviabilidad del socialismo

Se piensa con frecuencia que si el socialismo actualmente no funciona, ello se debe a que nuestros contemporáneos no poseen aún las necesarias virtudes cívicas, y que los hombres, tal como son actualmente, son incapaces de poner en el desempeño de las tareas que el estado socialista les asigne el mismo celo con que realizan su diario trabajo bajo el signo de la propiedad privada de los medios de producción, pues, en régimen capitalista, saben que es suyo el fruto de su trabajo personal y que sus ingresos aumentan cuanto uno más produce, reduciéndose en caso contrario.

Por el contrario, en un sistema socialista el que personalmente se gane más o menos no depende ya casi de la excelencia del propio trabajo; en efecto, cada miembro de la sociedad tiene teóricamente asignada una determinada cuota de la renta nacional, sin que varíe de forma apreciable por el hecho de que se trabaje con desgana o con ahínco. La gente piensa que la productividad socialista ha de ser por fuerza inferior a la de la comunidad capitalista.
Así es, en efecto. pero no es éste el fondo de la cuestión. Si fuera posible en la sociedad socialista cifrar la productividad del trabajo de cada camarada con la misma precisión con que se puede conocer, mediante el cálculo económico, la del trabajador en el mercado, podría hacerse funcionar el socialismo sin que la buena o mala fe del individuo en su actividad productiva tuviera que preocupar a nadie. Podría entonces la comunidad socialista determinar qué cuota de la producción total corresponde a cada trabajador y, consiguientemente, cifrar la cuantía en que cada uno ha contribuido a ella. El que en una sociedad colectivista no sea posible efectuar semejante cálculo es lo único que, al final, hace que el socialismo sea inviable.
La cuenta de pérdidas y ganancias, instrumento típico del régimen capitalista, es un claro indicativo de si, dadas las circunstancias del momento, se debe o no seguir adelante con todas y cada una de las operaciones en curso; en otras palabras, si se está administrando, empresa por empresa, del modo más económico posible, es decir, si se está consumiendo la menor cantidad posible de factores de producción. Si un negocio arroja pérdidas, ello significa que las materias primas, los productos semielaborados y los distintos tipos de trabajo en él empleados deberían dedicarse a otros cometidos, en los que se produzcan o bien mercancías distintas, que los consumidores valoran en más y estiman más urgentes, o bien idénticos productos, pero con arreglo a un método más económico, o sea, con menor inversión de capital y trabajo. por ejemplo, cuando el tejer manualmente dejó de ser rentable, ello no indicaba sino que el capital y el trabajo invertido en las instalaciones de tejido mecánico eran más productivos, por lo que era antieconómico mantener instalaciones en las que una misma inversión de capital y trabajo producía menos.
En el mismo sentido, bajo el régimen capitalista, si se trata de montar una nueva empresa, fácilmente se puede calcular de antemano su rentabilidad. Supongamos que se proyecta un nuevo ferrocarril; cifrado el tráfico previsto y las tarifas que aquél puede soportar, no es difícil averiguar si resultará o no beneficiosa la necesaria inversión de capital y trabajo. Cuando ese cálculo nos dice que el proyectado ferrocarril no va a producir beneficios, hay que concluir que existen otras actividades sociales que reclaman con mayor urgencia el capital y el trabajo en cuestión; en otras palabras, que todavía no somos lo suficientemente ricos como para efectuar tal inversión ferroviaria. El cálculo de valor y rentabilidad no sólo sirve para averiguar si una determinada operación futura será o no conveniente; ilustra además acerca de cómo funcionan, en cada instante, todas y cada una de las divisiones de las diferentes empresas.
El cálculo económico capitalista, sin el cual resulta imposible ordenar racionalmente la producción, se basa en cifras monetarias. El que los precios de los bienes y servicios se expresen en términos dinerarios permite que, pese a la heterogeneidad de aquéllos, puedan todos, al amparo del mercado, ser manejados como unidades homogéneas. En una sociedad socialista, donde los medios de producción son propiedad de la colectividad y donde, consecuentemente, no existe el mercado ni hay intercambio alguno de bienes y servicios productivos, resulta imposible que aparezcan precios para los aludidos factores denominados de orden superior. El sistema no puede, por tanto, planificar racionalmente, al serle imposible recurrir a un cálculo que sólo puede practicarse recurriendo a un cierto denominador común al que pueda reducirse la inaprehensible heterogeneidad de los innumerables bienes y servicios productivos disponibles.
Contemplemos un sencillo supuesto. Para construir un ferrocarril que una el punto A con el punto B, cabe seguir diversas rutas, pues existe una montaña que separa A de B. La línea ferroviaria podría ascender por encima del accidente orográfico, contornear el mismo o atravesarlo mediante un túnel. Es fácil decidir, en una sociedad capitalista, cuál de las tres soluciones sea la procedente.
Se cifra el costo de las diferentes líneas y el importe del tráfico previsible. Conocidas tales sumas, no es difícil deducir qué proyecto es el más rentable. Una sociedad socialista, en cambio, no puede efectuar un calculo tan sencillo, pues es incapaz de reducir a unidad de medida uniforme las heterogéneas cantidades de bienes y servicios que es preciso tomar en consideración para resolver el problema. La sociedad socialista está desarmada ante esos problemas corrientes, de todos los días, que cualquier administración económica suscita. Al final, no podría ni siquiera llevar sus propias cuentas.
El capitalismo ha aumentado la producción de forma tan impresionante que ha conseguido dotar de medios de vida a una población como nunca se había conocido; pero, nótese bien, ello se consiguió a base de implantar sistemas productivos de una dilación temporal cada vez mayor, lo cual sólo es posible al amparo del calculo económico. Y el cálculo económico es, precisamente, lo que no puede practicar el orden socialista. Los teóricos del socialismo han querido, infructuosamente, hallar fórmulas para regular económicamente su sistema, prescindiendo del cálculo monetario y de los precios. Pero en tal intento han fracasado lamentablemente.
Los dirigentes de la ideal sociedad socialista tendrían que enfrentarse a un problema imposible de resolver, pues no podrían decidir, entre los innumerables procedimientos admisibles, cuál sería el más racional. El consiguiente caos económico acabaría, de modo rápido e inevitable, en un universal empobrecimiento, volviéndose a aquellas primitivas situaciones que, por desgracia, ya conocieron nuestros antepasados.
El ideal socialista, llevado a su conclusión lógica, desemboca en un orden social bajo el cual el pueblo, en su conjunto, sería propietario de la totalidad de los factores productivos existentes. La producción estaría, pues, enteramente en manos del gobierno, único centro de poder social. La administración, por sí y ante sí, habría de determinar qué y cómo debe producirse y de qué modo conviene distribuir los distintos artículos de consumo. Poco importa que este imaginario estado socialista del futuro nos lo representemos bajo forma política democrática o cualquier otra. Porque aun una imaginaria democracia socialista tendría que ser forzosamente un estado burocrático centralizado en el que todos (aparte de los máximos cargos políticos) habrían de aceptar dócilmente los mandatos de la autoridad suprema, independientemente de que, como votantes, hubieran, en cierto modo, designado al gobernante.
Las empresas estatales, por grandes que sean, es decir, las que a lo largo de las últimas décadas hemos visto aparecer en Europa, particularmente en Alemania y Rusia, no tropiezan con el problema socialista al que aludimos, pues todavía operan en un entorno de propiedad privada. En efecto, comercian con sociedades creadas y administradas por capitalistas, recibiendo de estas indicaciones y estímulos que su propia actuación ordenan. Los ferrocarriles públicos, por ejemplo, tienen suministradores que les procuran locomotoras, coches, instalaciones de señalización y equipos, mecanismos todos ellos que han demostrado su utilidad en empresas de propiedad privada. Los ferrocarriles públicos, por tanto, procuran estar siempre al día tanto en la tecnología como en los métodos de administración.
Es bien sabido que las empresas nacionalizadas y municipalizadas suelen fracasar; son caras e ineficientes y, para que no quiebren, es preciso financiarlas mediante subsidios que paga el contribuyente.
Desde luego, cuando una empresa pública ocupa una posición monopolista —como normalmente es el caso de los transportes urbanos y las plantas de energía eléctrica— su pobre eficiencia puede enmascararse, resultando entonces menos visible el fallo financiero que suponen. En tales casos, es posible que dichas entidades, haciendo uso de la posibilidad monopolista, amparada por la administración, eleven los precios y resulten aparentemente rentables, no obstante su desafortunada gerencia. En tales supuestos, aparece de modo distinto la baja productividad del socialismo, por lo que resulta un poco más difícil advertirla. Pero, en el fondo, todo es lo mismo.
Ninguna de las mencionadas experiencias socializantes sirve para advertir cuáles serían las consecuencias de la real plasmación del ideal socialista, o sea, la efectiva propiedad colectiva de todos los medios de producción. En la futura sociedad socialista omnicomprensiva, donde no habrá entidades privadas operando libremente al lado de las estatales, el correspondiente consejo planificador carecerá de esa guía que, para la economía entera, procuran el mercado y los precios mercantiles. En el mercado, donde todos los bienes y servicios son objeto de transacción, cabe establecer, en términos monetarios, razones de intercambio para todo cuando es objeto de compraventa. Resulta así posible, bajo un orden social basado en la propiedad privada, recurrir al cálculo económico para averiguar el resultado positivo o negativo de la actividad económica de que se trate. En tales supuestos, se puede enjuiciar la utilidad social de cualquier transacción a través del correspondiente sistema contable y de imputación de costos. Más adelante veremos por qué las empresas públicas no pueden servirse de la contabilización en el mismo grado en que la aprovechan las empresas privadas. El cálculo monetario, no obstante, mientras subsista, ilustra incluso a las empresas estatales y municipales, permitiéndoles conocer el éxito o el fracaso de su gestión. Esto, en cambio, sería impensable en una economía enteramente socialista no podrían jamás reducir a común denominador los costos de producción de la heterogénea multitud de mercancías cuya fabricación programaran.
Esta dificultad no puede resolverse a base de contabilizar ingresos en especie contra gastos en especie, pues no es posible calcular más que reduciendo a común denominador horas de trabajo de diversas clases, hierro, carbón, materiales de construcción de todo tipo, máquinas y restantes bienes empleados en la producción. Sólo es posible el cálculo cuando se puede expresar en términos monetarios los múltiples factores productivos empleados. Naturalmente, el cálculo monetario tiene sus fallos y deficiencias; lo que sucede es que no sabemos con qué sustituirlo. En la práctica, el sistema funciona siempre y cuando el gobierno no manipule el valor del signo monetario; y, sin cálculo, no es posible la computación económica.
He aquí por qué el orden socialista resulta inviable; en efecto, tiene que renunciar a esa intelectual división del trabajo que mediante la cooperación de empresarios, capitalistas y trabajadores, tanto en su calidad de productores como de consumidores, permite la aparición de precios para cuantos bienes son objeto de contratación. Sin tal mecanismo, es decir, sin cálculo, la racionalidad económica se evapora y desaparece.

Texto de Ludwig von Mises publicado en Viena en 1927, en su obra Liberalismo.

BIBLIOGRAFIA DE LUDWIG VON MISES
1. Ludwig von Mises, "The Theory of Money and Credit" (Indianapolis: Liberty Classics, 1981). Traducción al castellano: Ludwig von Mises, "Teoría del dinero y del crédito" (Madrid: Aguilar, 1936)
2. Ludwig von Mises, "Bureaucracy" (Yale University Press, 1944). Traducción al castellano: Ludwig von Mises, "Burocracia" (Madrid: Unión Editorial, 1974)
3. Ludwig von Mises, "Theory and History" (Yale University Press, 1957). Traducción al castellano: Ludwig von Mises, "Teoría e historia" (Madrid: Unión Editorial, 1975)
4. Ludwig von Mises, "Epistemological Problems of Economics" (Princeton: Van Nostrand, 1960)
5. Ludwig von Mises, "Socialism: An Economic and Sociological Analysis" (Indianapolis: Liberty Fund, 1981). Traducción al castellano: Ludwig von Mises, "El Socialismo" (México: Ed. Hermes, 1961)
6. Ludwig von Mises, "The Free and Prosperous Commonwealth" (Princeton: Van Nostrand, 1962). Traducción al castellano: Ludwig von Mises, "Liberalismo" (Barcelona: Planeta-Agostini, 1994)
7. Ludwig von Mises, "The Ultimate Foundation of Economic Science" (Princeton: Van Nostrand, 1962)
8. Ludwig von Mises, "Human Action: A Treatise on Economics" (Chicago: Henry Regnery, 1966). Traducción al castellano: Ludwig von Mises, "La acción humana. Tratado de economía" (Madrid: Unión Editorial, 1995)
9. Ludwig von Mises, "Nation, State and Economy" (New York University Press, 1983)
10. Ludwig von Mises, "Epistemological relativism in the social sciences" en H. Shoeck y J. Wiggins comps., "Relativism and the Study of Man" (Princeton: Van Nostrand, 1961)
Publicado por Gabriel Gasave el jueves, 01 febrero 2007
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lunes, 1 de diciembre de 2008

El Caudillo, el populismo y la democracia

Hace diez años, escribí un libro titulado “Manual del perfecto idiota latinoamericano” con el escritor colombiano Plinio A. Mendoza y el escritor cubano Carlos A. Montaner. A menudo nos han preguntado cómo logramos ponernos de acuerdo en cada frase. Lo cierto es que no lo hicimos. Tuvimos importantes desavenencias. Como colombiano, Plinio era un gran admirador de Simón Bolívar, el héroe venezolano que liberó a su nación de España a comienzos del siglo diecinueve. Como persona oriunda del Perú, yo sentía recelos ante el hombre que había asumido el título de dictador del país donde nací. En un momento dado, la discusión sobre Bolívar se tornó tan severa que parecía que tendríamos que desistir del capítulo sobre el nacionalismo, en el cual Bolívar--un hombre menudo que bebía poco, bailaba como un dios, jamás fumó, tenía predilección por la hamaca, era un erotómano incurable y apenas empleaba el benigno "carajo" como palabrota--era una figura central. Pero sin ese capítulo, no había libro. Al final, ambos hicimos concesiones para salvarlo.
Este es el tipo de pasiones que Bolívar, el libertador de cinco países sudamericanos (seis si se toma en cuenta a Panamá, que formaba parte de Colombia) sigue despertando. Ni siquiera dos sudamericanos de ideas afines son capaces de coincidir respecto de si fue un gran padre fundador que se adelantó a su época o una de las razones por las cuales América del Sur, dos siglos después de la independencia, vive todavía una infancia política y económica. Mi propia opinión de él se ha vuelto ligeramente más benigna, aunque insisto en que el Libertador fue, además de una fuerza de la naturaleza en términos militares, un déspota peligroso que no comprendía que la mejor manera de evitar aquello que temía--el faccionalismo y la sublevación étnica y clasista contra la elite criolla--era el Estado de Derecho y no un caudillismo ilustrado y autoritario.
La nueva biografía de Bolívar de John Lynch es comprensiva con su personaje--más comprensiva, creo yo, de lo que se justifica por la evidencia que ella misma presenta; pero está impecablemente investigada, es excepcionalmente honesta y genuinamente equilibrada, y está muy bien escrita. La conclusión general a la que nos lleva Lynch es que los fracasos de Bolivar se debieron a factores ajenos a su control, que la gesta del líder de la independencia fue víctima de los tiempos que le tocaron vivir. No estoy tan seguro de esto. Aún cuando superaba a sus pares en muchos aspectos y fue el indiscutible arquitecto del fin de la era colonial, Bolívar personifica el pecado original de las repúblicas latinoamericanas: elitismo, autoritarismo y una pasión sin parangón por lo que denominamos ingeniería social. Bolívar, quien comenzó a luchar por la independencia en 1810 y murió en 1830 solitario, repudiado por las naciones a las que había liberado y desgobernado, fue un mejor imitador de Napoleón que de las instituciones británicas a las que tanto admiraba, un líder en quien el instinto militar ansioso de gloria y orden y el instinto civil favorable a las instituciones de largo plazo convivían en desigual proporción, de modo que el primero doblegó al segundo.
Bolívar fue ciertamente mucho “mejor” caudillo que los demás: más estratégico, visionario, instruido. Pero ocupa un sitial en los anales del caudillismo de América Latina, y el caudillismo es todavía el corazón del problema latinoamericano. Bolívar habría merecido más consideración si hubiese fracasado intentando establecer repúblicas liberales, promoviendo la movilidad social y propiciando la integración desde abajo, en lugar de concentrar el poder en nombre del orden social y dedicar su tiempo a grandiosos -y verticales- proyectos de integración supranacional entre precarios estados sudamericanos forjados sobre sociedades altamente estratificadas.
No hay duda de que Bolívar fue un genio militar, pese a su escasa preparación. Viajó unos 120.000 kilómetros (más que Colón o Vasco da Gama) a través de picos y valles, aprendiendo de sus derrotas, siempre contraatacando, reclutando soldados y reuniendo recursos como fuera posible, explotando las debilidades de sus enemigos y empleando la velocidad para doblegar a fuerzas superiores. Tras dos tentativas fallidas --en 1810 y 1813-- de establecer una república venezolana independiente, regresó de su exilio en Haití en diciembre de 1816 para intentarlo de nuevo. Hacia finales de 1819, Bolívar había liberado a Venezuela y Colombia (por entonces llamada Nueva Granada) y creado una república que comprendía a esos dos países más Ecuador, que todavía se encontraba en manos españolas. En 1822, liberó a Ecuador, eclipsando a José de San Martín, que había liberado a Argentina y Chile, declarado independiente a Perú y puesto los ojos en Guayaquil. En 1824, Bolívar siguió adelante para completar la liberación de Perú antes de sellar la independencia de Bolivia el siguiente año.
La audacia estratégica de Bolívar, combinada con un talento para escoger buenos generales --como Francisco de Paula Santander y especialmente Antonio José de Sucre-- hicieron de él un dirigente irresistible. Como líder militar, tenía fuego en el estómago: él mismo habló del “demonio de la guerra” que lo consumía y de su determinación por ganar de cualquier forma. Pero, por desgracia, el genio militar fue un utópico político y, por ende, un fracaso. Sus grandes designios terminaron en lágrimas. Hacia 1830, Colombia, Perú y Ecuador se habían separado; su intento por crear una confederación andina terminó en una guerra entre varias naciones; y el congreso de Panamá que concibió como el primer paso hacia una federación que abarcase a todo el hemisferio y coordinase la política exterior y resolviese disputas regionales colapsó casi tan pronto como fue inaugurado en 1826.
Pero el “fracaso” de Bolívar no es el problema. Los defensores de Bolívar celebran, más bien, el hecho de que fracasara tratando de unir a América del Sur porque esa derrota hace de él un mártir y convierte a sus enemigos en una versión precoz de la conspiración reaccionaria del siglo veinte contra la revolución progresista. El verdadero problema de Bolívar reside en algunas de sus grandes metas y en su comportamiento político.
Lynch admite que el sueño bolivariano de unir a los distintos países era "ilusorio", pues subestimaba el poder del faccionalismo; pero justifica el esfuerzo de Bolívar por ser un líder supranacional basándose en las necesidades políticas de la hora. "Entendió que la liberación de Venezuela y Nueva Granada no podría ser alcanzada por separado, teniendo en cuenta la capacidad de España para explotar la línea divisoria ...," escribe Lynch. "Un frente unificado tenía entonces que ser protegido contra la contrarrevolución española desde el sur y por lo tanto Ecuador tenía que ser conquistado e incorporado a la unión". Es una interpretación benevolente. Bolívar era un hombre en busca de gloria (dijo que odiaba gobernar tanto como amaba la gloria) con pasión por los asuntos militares que aborrecía la administración y que por tanto desatendió los asuntos de Estado, dejándoselos a sus vicepresidentes para poder continuar con sus aventuras militares. Después de convertirse en presidente de la república de Colombia (conformada por Venezuela, Nueva Granada y buena parte de Ecuador), dejó a cargo a su vicepresidente y no regresó durante cinco años. En ese tiempo, exasperó al gobierno colombiano con constantes solicitudes de dinero del que éste ya no disponía para financiar sus campañas. En medio de esas campañas, se las arregló para enviar cartas dando su opinión sobre toda clase de cuestiones políticas y administrativas de las que se encontraba muy lejos.
En su "Manifiesto de Cartagena", en 1812, Bolívar había hablado de "repúblicas etéreas " en las que las instituciones son edificadas, tal como nos lo recuerda Lynch, sobre "principios abstractos y racionalistas muy alejados de la realidad concreta y de las necesidades de tiempo y lugar". Murió en diciembre de 1830, quebrado y desterrado de su país de origen, refugiado, irónicamente, en la casa de un adinerado español en el norte de Colombia, después de que una serie de rivales políticos explotaran su intento fallido de hacer que la nueva constitución reflejase sus propios intereses políticos y de su efímera asunción de poderes dictatoriales. Para entonces, el legado institucional de Bolívar era precisamente eso: etéreo, alejado de la realidad, una hoja de parra que encubría la autoridad del dictador. "Bolívar no era por naturaleza un dictador", sostiene Lynch, "y no buscaba el poder absoluto como estado permanente". Esto también suena excesivamente benévolo respecto de un hombre que asumió poderes dictatoriales en Caracas en 1813, en Angostura en 1817, en Lima en 1824 y, finalmente, en Bogotá en 1828 después de que fracasara su intento por reformar la constitución de Colombia adoptada en 1821. (Puede discutirse, en cambio, si asumió o no facultades autoritarias en Bolivia durante un muy breve periodo en 1825).
Lynch sugiere que "criticar a Bolívar ... por no ser un demócrata liberal en vez de un conservador absolutista implica dejar las condiciones fuera del argumento". Agrega que de Bolívar "no podía esperarse que consiguiese generar un orden completamente nuevo en la sociedad y la economía dado que éstas estaban fundadas en base a condiciones de largo plazo enraizadas en la historia, el contexto y el pueblo, y no podían ser desafiadas fácilmente por la mera legislación". Una cuestión significativa parece haber quedado de lado aquí: Bolívar no intentó realmente establecer un Estado de Derecho. Sus acciones contribuyeron a ese "caos" general del cual Lynch considera que fue víctima.
Consulté la opinión del historiador Elías Pino Iturrieta, una de las autoridades más respetadas de Venezuela con respecto a Bolívar. Bolívar fue “un aristrócrata bien informado de las tendencias liberales”, me dijo, “pero distanciado del pueblo en términos abismales”. En su carta de Jamaica, en 1815 -explica el historiador-, Bolívar habló de "un nuevo género humano" destinado a ser libre, pero incluía solamente a los aristócratas. Mantuvo esta postura hasta su discurso ante el congreso de Angostura en 1819, cuando confesó su republicanismo y habló de ciudadanía. Mas luego insistió en que los candidatos a la ciudadanía eran ineptos debido a la cultura española. A eso se debe que desease un senado hereditario y un "poder moral" (una cuarta rama gubernativa) cuyo objetivo fuese hacer que los criollos blancos enseñasen virtudes sociales al resto. Aunque sus ideas no eran compartidas por las elites liberales, intentó una reforma institucional que lo hubiese convertido en el "padre de familia" en torno a quien habría girado el destino de la sociedad.
Cuando Bolívar regresó a Colombia tras su largo periplo por Ecuador, Perú, y Bolivia, intentó cambiar la constitución e introducir elementos autoritarios como la presidencia vitalicia y la senaduría hereditaria. Coqueteó también con la idea de coronarse rey. Al final no lo hizo y merece admiración por haber contenido las ínfulas de sus simpatizantes. Pero hay prueba escrita--y Lynch hace referencia a ella— que indica que no era del todo reacio a la idea monárquica (en este aspecto, como en muchos otros, no debe ser comparado con George Washington) y que permitió a los monárquicos considerarla durante demasiado tiempo, fomentando por consiguiente pasiones enardecidas.
José García Hamilton, un estudioso argentino de Bolívar, considera que el Libertador fue consistentemente dictatorial: “En su carta desde Jamaica (1815) y en la Convención Constituyente de Angostura (1819), Bolívar postula un sistema político con presidente vitalicio, una cámara de senadores hereditarios integrada por los generales de la independencia…La Convención de Angostura no aprueba este sistema para Venezuela ni tampoco la aprueba para Nueva Granada la siguiente convención de Cúcuta, pero luego Bolívar, en la flamante Bolivia, redacta personalmente una constitución con esas características, que luego es aprobada para el Perú. Luego pretende que ese sistema se extienda a la Gran Colombia, pero Santander rechaza que esa sanción se haga mediante atas populares, por no ser un procedimiento legal. “No será legal”, contesta Bolívar, “pero es popular y por lo tanto propio de una república eminentemente democrática”.
Hay algo de cierto en la afirmación de García Hamilton de que Bolívar "fue el creador del populismo militar en América Latina, al cual Santander en Bogotá y Bernardino Rivadavia [el presidente de Argentina] en Buenos Aires se oponían". Agregaría que Bolívar menospreciaba a los caudillos y caciques locales que se interponían en su camino solamente cuando éstos no satisfacían sus propósitos. De lo contrario, estaba feliz de ser su aliado. El propio Lynch señala que en 1821 Bolívar "emitió un decreto que en efecto institucionalizaba el caudillismo" mediante el establecimiento de dos regiones político-militares, una al este y la otra al oeste, controladas por dos caudillos que más tarde lo atormentaron a él y al país. Ambos usurparon grandes extensiones de tierra y crearon virtuales dictaduras en sus respectivos feudos.
Bolívar entendía bien las realidades políticas de su época. Arremeter contra todos los caudillos y caciques locales no era una opción. Pero muy a menudo les hizo concesiones que iban más allá de lo que la necesidad política exigía. Hacia el final de su vida, Bolívar se alió con José Antonio Páez, uno de los caudillos a los que había legitimado en 1821, contra los esfuerzos de Santander por institucionalizar la república de Colombia. Santander tenía muchos defectos, pero estaba apuntando en la dirección correcta; Páez era un típico caudillo.
Otros historiadores tienden a coincidir con el tipo de argumento que brinda Lynch en apoyo de los esfuerzos políticos de Bolívar. La historiadora venezolana Inés Quintero me dijo que “su fracaso político se debe a la complejidad de las contradicciones que desató el proceso de independencia. No creo que la dimensión y envergadura de los conflictos que se originaron con la independencia podían ser atendidos ni resueltos de inmediato. Bolívar era un ilustrado con todo lo bueno y lo malo de la Ilustración”.
Pienso que Bolívar agravó en vez de contener esas fuerzas anárquicas y violentas desencadenadas por la lucha independentista. Estaba obsesionado con evitar la pardocracia --una revolución de los mestizos, pardos y negros contra las elites blancas que siguieron gobernando tras la independencia. Siempre había sido consciente de esta división social y de la desventaja numérica de su raza y su clase en una sociedad en la que los negros, mestizos e indios constituían tres cuartas partes de la población. La rebelión de José Tomás Boves y sus sanguinarios llaneros en las llanuras de Venezuela en 1814 —causa del colapso de la segunda república independiente— dejó una marca profunda en Bolívar.
Vivía también obsedido por la revolución haitiana. Dessalines, el ex esclavo, había decapitado a todos los blancos que se interpusieron en su camino antes de ser asesinado en 1806; una guerra civil había producido luego un régimen despótico en el norte y uno más moderado en el sur. Bolívar hablaba en distintas ocasiones acerca de su temor a que una guerra de colores pudiese destruir la república. La obsesión con la prevención de la pardocracia en Venezuela se volvió la fuerza impulsora de todo lo que Bolívar hizo militar y políticamente, incluyendo la decisión de combatir en otros países después de la independencia del suyo, la ejecución de ex lugartenientes como Manuel Piar, su alianza con caudillos locales como Páez y, fundamentalmente, la concentración de excesivas facultades en sus propias manos.
La biografía de Lynch trata muy bien este tema a la vez que justifica el temor de Bolívar a la pardocracia. Un punto importante que no se enfatiza lo suficiente es que el gran logro de Bolívar a comienzos de la lucha independentista fue poner a los pardos, que al comienzo se habían opuesto violentamente a las elites criollas, en contra de España. Juan Bosch, el desaparecido escritor y político dominicano, dedicó un libro entero a esta cuestión, titulado “Bolívar y la Guerra Social”. Hay elementos marxistas en su argumento, pero sugiere de manera convincente que Bolivar desvió la energía de las masas de color de su objetivo inicial--las elites—hacia el enemigo común, el régimen colonial español. Estimaba que mantenerlas en un estado de guerra constante era la mejor forma de gastar esa energía y de alejarla de los líderes de la nueva república. Bosch atribuye a este temor la extralimitación militar de Bolivar. Yo agregaría que su incapacidad para soltar las riendas del poder y establecer instituciones sólidas derivaba parcialmente de esta fijación.
Antes de la independencia, la monarquía española había estado durante años del lado de las clases más bajas y promovido alguna movilidad social, lo que incomodaba mucho a los criollos blancos. Bosch sostiene que "la Guerra a Muerte", una campaña de terror anunciada por Bolívar en 1813 en la que declaraba que incluso los españoles neutrales serían ejecutados, fue un intento por parte del joven general de convertir “la guerra social”—la anarquía, como la él llamaba—en “una guerra de independencia”. A pesar de que la segunda república que resultó de ese esfuerzo fue efímera, la estrategia de Bolívar dio resultado más adelante. Su genio consistió en reencauzar hacia el enemigo la hostilidad popular que se había desatado contra las elites.
Pero al final este encono se volvería contra Bolívar, en parte debido a que boicoteó los esfuerzos liberales por establecer instituciones durables que pudiesen controlar a estas fuerzas, y en parte porque su estructura de poder dictatorial reforzaba, a menudo sin quererlo, la estratificación social de las que esas masas se resentían. El temor a una revuelta racial y clasista llevó al Libertador a adoptar medidas absurdas, como la abolición de las comunidades indígenas en Perú. Pensaba que la abolición de esta forma de posesión comunal de la tierra y la distribución de pequeñas parcelas individuales fortalecería a los indios. Provocó exactamente lo opuesto: el rompimiento de esas estructuras abrió las puertas a través de las cuales las elites locales lograron usurpar las propiedades y concentrar la tierra en muy pocas manos.
En su libro “El Culto a Bolívar”, el académico venezolano Germán Carrera Damas sostiene que de 1812 a 1814 la guerra fue librada por los ricos, de 1814 a 1817 por los pardos y los esclavos, y de 1819 en adelante nuevamente por los ricos, los terratenientes y los monopolistas comerciales. Los caudillos se encontraban bajo su control. En algunos casos, adquirieron tantas propiedades que ellos mismos se volvieron parte de la elite rica. El desatino de Bolivar consistió en contener, en vez de abrir, las puertas de la movilidad social. No reconocía bien la separación existente entre las constituciones teóricas que él y sus hombres sancionaron y la clase de sociedad estratificada que las subyacía. En su visión elitista de la economía, los tenderos y los pequeños comerciantes eran "gente vulgar".
La riqueza estaba atada a la tierra. Como Lynch afirma acertadamente, "en Venezuela, donde la aristocracia colonial se encontraba reducida tanto en número como en importancia, las grandes fincas pasaron a manos de una nueva oligarquía criolla y mestiza, los exitosos jefes militares de la independencia". Así que las caras pueden haber cambiado, pero el sistema permaneció casi intacto, a pesar de alguna movilidad entre los pardos en los campos de la educación y el gobierno. Tras la independencia, unos diez mil blancos de ascendencia española eran los dueños de Venezuela. Medio millón de pardos y mestizos fueron excluidos, muchos de ellos hacinados por la nueva elite en las haciendas y ranchos por una paga mínima.
Algunas de las medidas tomadas por Bolívar fueron justas, como la abolición del tributo indio y de las prestaciones laborales no rentadas, pero para muchos indios esto simplemente significó tener que pagar más impuestos como ciudadanos normales. El verdadero problema residía en que en la práctica ellos no eran iguales ante la ley, eran dueños de muy pocas propiedades y no podían participar de actividades productivas y comerciales propias debido a que los derechos de propiedad dependían esencialmente de la elite gobernante. Bolívar, distraído por las cuestiones militares y obsesionado con contener a la pardocracia, nunca trató de modificar este estado de cosas. Cuando intentó alguna reforma, como en Colombia al restituir a los indios las tierras de las reservaciones, no la hizo cumplir, dejando que los legisladores y administradores lidiaran con los detalles mientras él conquistaba más tierras. Lo que ocurrió en la práctica, tal como Lynch lo demuestra cabalmente, es que la tierra fue enajenada y terminó en manos de los grandes terratenientes. Se perdió una gran oportunidad de crear una sociedad de propietarios. Sin ella, no había esperanza alguna de forjar una república liberal bajo el Estado de Derecho. Los Whigs británicos y los Padres Fundadores de los Estados Unidos, a quienes Bolivar admiraba mucho, comprendían los fundamentos de una sociedad libre de un modo que a él lo eludía.
Lynch atribuye estos defectos a la circunstancia. Pero filosófica y políticamente, las prioridades de Bolívar deberían haber sido distintas. La fijación de límites a la acción del Estado y la descentralización del poder fueron los grandes logros de los Padres Fundadores. El ominoso legado de las luchas por la independencia de América Latina fueron la concentración y la centralización del poder. Cualesquiera hayan sido los otros logros de Bolívar, y tuvo muchos, éste fue un defecto fundamental de su visión y liderazgo.
A diferencia de otros admiradores de Bolívar, John Lynch es justo con respecto de las cuatro sombras que oscurecieron su reputación entre los observadores menos fervientes: su traición a Francisco de Miranda, el precursor de la independencia de América del Sur; la ejecución de cientos de prisioneros en la prisión de La Guaira; la "Guerra a Muerte" en el inicio de la campaña que lo llevó a establecer la segunda república; y la ejecución de Manuel Piar, uno de sus propios hombres, por insubordinación.
Al colapsar la primera república, Miranda fue capturado por Bolívar justo cuando se aprestaba a abandonar Venezuela y entregado a los realistas (moriría pocos años después en una prisión española). La justificación de Bolívar fue que Miranda había capitulado demasiado pronto y que su partida hubiese permitido a los realistas dar marcha atrás en los términos de la capitulación. Lynch no lo justifica y está en lo correcto. El historiador británico es más comprensivo respecto del decreto de la Guerra a Muerte, cuando, habiendo aprendido la lección del colapso de la primera república, Bolívar decidió librar una despiadada campaña a efectos de infundir temor en el enemigo. El decreto finalmente se volvió una autorización general para la represión indiscriminada. Bolívar alentó o toleró la ejecución y la persecución de los españoles y americanos que habían cometido el pecado de permanecer neutrales o no haber sido lo suficientemente serviciales.
La guerra nunca es amable. Pero las tácticas de Bolívar eran particularmente despiadadas: liberó a los esclavos solamente cuando prestaban servicios en el ejército de liberación, saqueó el tesoro y se apoderó de las fincas de otros para financiar sus campañas, decretó la ley marcial para cubrir sus filas con aquellos que no tenían apetito alguno por la guerra y ejecutó a mucha gente. Cuando se enfrentaba a la revuelta de los llaneros que llevaron finalmente al colapso de la segunda república, ordenó la ejecución de unos ochocientos prisioneros en La Guaira. Lynch le dedica poca atención a este episodio y adopta un tono neutral, explicando que fue una acción tomada a la luz de las atrocidades cometidas por el bando contrario.
Más justificada, aunque igualmente ilustrativa acerca de la falta de compasión por parte de Bolivar, fue la ejecución de su aliado Piar, un mulato que había combatido a los españoles en el este. Piar gozaba de su propia base de poder y no deseaba obedecer al liderazgo de Bolívar. El Libertador lo hizo ejecutar, lo que justificó años más tarde con el argumento de que la muerte de Piar era una “necesidad política” porque de lo contrario el ejecutado hubiese iniciado una guerra de “pardos contra blancos". Nuevamente, el temor de Bolívar a un conflicto racial lo llevó a actuar contra Piar de un modo que no empleó contra Santander años después, cuando el revolucionario criollo de raza blanca permitió un intento de asesinato en contra de Bolívar siguiera adelante en Colombia.
Estas acciones fueron parte de una guerra librada por las buenas razones, pero fueron también las características de un líder para quien los fines a menudo justificaban los medios y cuyas metas se confundían con consideraciones atinentes a la construcción de bases de poder en lugar de instituciones. Bolívar veía a Santander, su vicepresidente, como "el hombre de las leyes" y a sí mismo como "el hombre de las dificultades". Es una distinción contundente.
El culto de Bolívar es un fenómeno fascinante—y aterrador—en América del Sur. Ha sido ahora capturado por Hugo Chávez por razones de conveniencia política. (Mientras tanto, Chávez se dedica a socavar la Comunidad Andina de Naciones debido a que este bloque regional no es funcional a su objetivo de abandonar los tratados de libre comercio que algunos de los países andinos han suscripto con los Estados Unidos. Bolívar, que era pro-estadounidense y pro-integración, se estremecería). Durante gran parte del siglo veinte, el culto de Bolívar era de derechas; pero ya no lo es, como lo demuestra la campaña de Chávez en torno al mito de Bolívar. Quintero, que ha escrito acerca de la utilización de las ideas de Bolívar por parte de la derecha y la izquierda, considera que “en los dos casos el procedimiento es exactamente el mismo: la utilización interesada y descontextualizada de las ideas de Bolívar para ponerlo al servicio: unos de la derecha Cesarista; otros de la izquierda revolucionaria”.
Como lo ha demostrado Pino Iturrieta, autor de importantes trabajos sobre la "deificación" de Bolívar, el culto a Bolívar se inició en 1842, cuando sus restos fueron llevados a Caracas. Entonces se convirtió en un profeta que había prefigurado el surgimiento del dictador Antonio Guzmán Blanco en el siglo diecinueve, la tiranía de Juan Vicente Gómez entre 1908 y 1935, la dictadura de Pérez Jiménez entre 1952 y 1958, los gobiernos democráticos que lo sucedieron y, ahora, el chavismo. El vínculo entre el "cesarismo" y el "bolivarianismo" -piensa Iturrieta- comenzó durante el régimen de Gómez en Venezuela, como resultado de un libro de Laureano Vallenilla intitulado “Cesarismo Democrático”, aparecido en 1919 y traducido al italiano durante la era fascista, y aplaudido por Mussolini. Fue también admirado por los publicistas de la Falange en España, entre ellos Giménez Caballero, quien sostuvo que Bolívar fue un precursor de Franco. Por lo tanto, Chávez simplemente ha retomado el culto y transformado a Bolívar en el precursor de su propia revolución. Y ha ligado este artilugio a la liturgia popular que rodea a Bolívar desde el siglo diecinueve. Si Bolívar viviese hoy día, observa Iturrieta, se sorprendería de ver a un zambo, un individuo de origen negro y amerindio, habitando el palacio presidencial y hablando en su nombre.
Uno podría agregar, en contra del culto de la izquierda a Bolívar, que el Libertador no fue un antiimperialista. Constantemente solicitó la protección británica, llegó a ofrecerle a Londres el control de Nicaragua y Panamá a cambio de ayuda contra España, y aplaudió la doctrina Monroe como una forma de mantener a raya las ambiciones francesas y españolas. En un gran ensayo llamado "Marx y Bolívar," el escritor venezolano Ibsen Martínez cita una carta de Marx a Engels en la cual sostiene que Bolívar "era el verdadero Soulouque". (Soulouque fue el revolucionario haitiano que se coronó emperador y estableció un reino de terror en su país). En otros escritos, Marx acusa a Bolívar de ser incapaz de "cualquier esfuerzo de largo plazo".
Martínez documenta el entusiasmo por Bolívar entre los simpatizantes de la dictadura en otros países, y concluye: “Era sólo cuestión de tiempo para que en el país de la teología bolivariana…un teniente coronel demagogo y populista, apoyado por la izquierda militarista…educado en una Academia militar...terminase por cambiarle el nombre a la República de Venezuela”. Se refiriere a la circunstancia de que Chávez ha cambiado el nombre de su país por el de República Bolivariana de Venezuela. El Libertador, un hombre de la elite que creía en las instituciones oligárquicas y que pasó gran parte de su vida procurando evitar la revolución social, es en la actualidad el icono del populismo de izquierda. Debe estar retorciéndose en la tumba.

por Alvaro Vargas Llosa
Este trabajo fue originalmente publicado en inglés por la revista The New Republic bajo el titulo de THE FLIP SIDE OF POPULISM--Democracy s Caudillo, en su edición del 19/06/06.
Traducido por Gabriel Gasave