lunes, 26 de enero de 2009

¿Por qué Estados Unidos es rico y América Latina pobre?

Por qué algunos países se desarrollan y otros no? Para el caso de América, algunos creen que las causas deben buscarse en el proceso de colonización...A raíz de una entrada, y la consiguiente y apasionante discusión de los blogueros, que realicé el 5 de febrero en el blog http://economy.blogs.ie.edu titulada "¿Se puede culpar a España de los problemas de Hispanoamérica?" algunos alumnos del IE Business School, manifestaron su disconformidad sobre las causas del atraso latinoamericano.

Se sintieron heridos en su sensibilidad. España, según un artículo de Gonzalo Anes realizado en el Banco de España con motivo de la entrega de la última edición del PREMIO DE ECONOMÍA REY JUAN CARLOS, que citaba y recogía en mi post, no tenía la culpa del atraso. La culpa del atraso endémico, histórico y actual de América Latina con respecto a los Estados Unidos era de los que se independizaron que no consiguieron obtener regímenes parlamentarios estables.Según Anes, en la América Latina independiente no se respetaron preceptos constitucionales que, como en Estados Unidos, asegurasen el respeto a la propiedad privada y tampoco consiguieron establecer una justicia independiente que garantizara el cumplimiento de los contratos.La tesis de Anes es muy diferente a la de Douglass C. North (Premio Nobel de Economía 1993 con R.W. Fogel).

Para North, América del Norte fue colonizada por colonos británicos, que llevaron consigo la estructura de los derechos de propiedad y la Primera Revolución Industrial que se había desarrollado por aquel tiempo en Gran Bretaña.Dado que los británicos no consideraban a las colonias de América del Norte como importantes para su propio desarrollo, les permitieron una gran libertad en sus gobiernos. Así, en un contexto de relativa libertad política y económica, con recursos casi infinitos y buenas instituciones, el resultado fue la gradual evolución de una sociedad libre en las décadas que siguieron a la independencia.Para North, Latinoamérica, por el contrario, fue colonizada por españoles (y portugueses) para explotar el oro, la plata y otras riquezas. La estructura institucional resultante fue el monopolio y el control político por parte de Madrid (y Lisboa).La independencia de los países de América Latina, en el siglo XIX, condujo a seguir el ejemplo de los Estados Unidos y las constituciones de los países latinoamericanos fueron escritas con ese objetivo.

Los resultados, sin embargo, fueron radicalmente diferentes. América Latina, sin una herencia de gobiernos relativamente libres (políticos y económicos), tuvo como resultado medio siglo de guerras civiles que intentaron llenar el vacío dejado por los gobiernos ibéricos (España y Portugal). Otra reciente discusión que hemos tenido en el foro se tituló "¿Por qué hay países que son pobres y otros que son ricos? ¿Qué son las instituciones?" Allí, se concluía que los países ricos son ricos porque cuentan con instituciones sólidas y creíbles mientras que la valoración de las instituciones para muchos de los países más pobres del mundo es negativa. Pues bien, la creación de instituciones económicas y políticas dominadas por los españoles y portugueses que fueron al Nuevo Mundo también fue lo que llevó a la inestabilidad política y a los monopolios económicos que todavía persisten en gran parte del continente hoy en día, con consecuencias adversas para un crecimiento económico dinámico.

Por tanto para North, al contrario que para Gonzalo Anes, la culpa de que América Latina esté mal es de España y Portugal. No sé si a mis estudiantes latinoamericanos les habrá gustado más este post que el otro "¿Se puede culpar a España de los problemas de Hispanoamérica?".En todo caso, me asaltan las siguientes preguntas: ¿Cómo podemos conciliar las tesis de Anes con las de North? ¿Es cierto o falso lo que dice Douglass North? ¿Es, por tanto, España la culpable de los problemas de Hispanoamérica? ¿Fue la colonización inglesa en América mejor que la española, tal como defiende Douglass North?
por Rafael Pampillón Olmedo
Catedrático de la Universidad CEU-San Pablo y profesor del Instituto de Empresa
en http://www.materiabiz.com/mbz/economiayfinanzas/nota.vsp?tok

viernes, 23 de enero de 2009

En este discurso, pronunciado al recibir el premio Irving Kristol, que otorga anualmente el Instituto American Enterprise a las personalidades que contribuyen a defender la democracia en el mundo, Mario Vargas Llosa hace una apasionada defensa de la libertad, al tiempo que explica su credo político.

Estoy especialmente reconocido a quienes me han otorgado este premio porque, según sus considerandos, se me confiere no sólo por mi obra literaria sino también por mis ideas y tomas de posición política. Eso es, créanme ustedes, toda una novedad. En el mundo en el que yo me muevo más, América Latina y España, lo usual es que, cuando alguien o alguna institución elogia mis novelas o mis ensayos literarios, se apresure inmediatamente a añadir "pese a que discrepe de", "aunque no siempre coincida con", o "esto no significa que acepte las cosas que él (yo) critica o defiende en el ámbito político". Acostumbrado a esta partenogénesis de mí, me siento, ahora, feliz, reintegrado a la totalidad de mi persona, gracias al Premio Irving Kristol que, en vez de practicar conmigo aquella esquizofrenia, me identifica como un solo ser, el hombre que escribe y el que piensa y en el que, me gustaría creer, ambas cosas son una sola e irrompible realidad.

Pero, ahora, para ser honesto con ustedes y responder de algún modo a la generosidad de la American Enterprise Institute y al Premio Irving Kristol, siento la obligación de explicar mi posición política con cierto detalle. No es nada fácil. Me temo que no baste afirmar que soy —sería más prudente decir "creo que soy"— un liberal. La primera complicación surge con esta palabra. Como ustedes saben muy bien, "liberal" quiere decir cosas diferentes y antagónicas, según quién la dice y dónde se dice. Por ejemplo, mi añorada abuelita Carmen decía que un señor era un liberal cuando se trataba de un caballero de costumbres disolutas que, además de no ir a misa, hablaba mal de los curas. Para ella, la encarnación prototípica del "liberal" era un legendario antepasado mío que, un buen día, en mi ciudad natal, Arequipa, dijo a su mujer que iba a comprar un periódico a la Plaza de Armas y no regresó más a su casa. La familia sólo volvió a saber de él treinta años más tarde, cuando el caballero prófugo murió en París. "¿Y a qué se fugó a París ese tío liberal, abuelita?" "A qué iba a ser, hijito. ¡A corromperse!" No sería extraño que aquella historia fuera el origen remoto de mi liberalismo y mi pasión por la cultura francesa.

Aquí, en Estados Unidos, y en general en el mundo anglosajón, la palabra liberal tiene resonancias de izquierda y se identifica a veces con socialista y radical. En América Latina y en España, donde la palabra liberal nació en el siglo XIX para designar a los rebeldes que luchaban contra las tropas de ocupación napeolónicas, en cambio, a mí me dicen liberal —o, lo que es más grave, neoliberal— para exorcizarme o descalificarme, porque la perversión política de nuestra semántica ha mutado el significado originario del vocablo —amante de la libertad, persona que se alza contra la opresión— reemplazándolo por la de conservador y reaccionario, es decir, algo que en boca de un progresista quiere decir cómplice de toda la explotación y las injusticias de que son víctimas los pobres del mundo.

Ahora bien, para complicar más las cosas, ni siquiera entre los propios liberales hay un acuerdo riguroso sobre lo que entendemos por aquello que decimos y queremos ser. Todos quienes han tenido ocasión de asistir a una conferencia o congreso de liberales saben que estas reuniones suelen ser muy divertidas, porque en ellas las discrepancias prevalecen sobre las coincidencias y porque, como ocurría con los trotskistas cuando todavía existían, cada liberal es, en sí mismo, potencialmente, una herejía y una secta. Como el liberalismo no es una ideología, es decir, una religión laica y dogmática, sino una doctrina abierta que evoluciona y se pliega a la realidad en vez de tratar de forzar a la realidad a plegarse a ella, hay, entre los liberales, tendencias diversas y discrepancias profundas. Respecto a la religión, por ejemplo, o a los matrimonios gay, o al aborto, y así, los liberales que, como yo, somos agnósticos, partidarios de separar a la iglesia del Estado, y defendemos la descriminalización del aborto y el matrimonio homosexual, somos a veces criticados con dureza por otros liberales, que piensan en estos asuntos lo contrario que nosotros. Estas discrepancias son sanas y provechosas, porque no violentan los presupuestos básicos del liberalismo, que son la democracia política, la economía de mercado y la defensa del individuo frente al Estado.

Hay liberales, por ejemplo, que creen que la economía es el ámbito donde se resuelven todos los problemas y que el mercado libre es la panacea que soluciona desde la pobreza hasta el desempleo, la marginalidad y la exclusión social. Esos liberales, verdaderos logaritmos vivientes, han hecho a veces más daño a la causa de la libertad que los propios marxistas, los primeros propagadores de esa absurda tesis según la cual la economía es el motor de la historia de las naciones y el fundamento de la civilización. No es verdad. Lo que diferencia a la civilización de la barbarie son las ideas, la cultura, antes que la economía y ésta, por sí sola, sin el sustento de aquélla, puede producir sobre el papel óptimos resultados, pero no da sentido a la vida de las gentes, ni les ofrece razones para resistir la adversidad y sentirse solidarios y compasivos, ni las hace vivir en un entorno impregnado de humanidad. Es la cultura, un cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas —entre las que, desde luego, puede incluirse la religión— la que da calor y vivifica la democracia y la que permite que la economía de mercado, con su carácter competitivo y su fría matemática de premios para el éxito y castigos para el fracaso, no degenere en una darwiniana batalla en la que —la frase es de Isaiah Berlin— "los lobos se coman a todos los corderos".

El mercado libre es el mejor mecanismo que existe para producir riqueza y, bien complementado con otras instituciones y usos de la cultura democrática, dispara el progreso material de una nación a los vertiginosos adelantos que sabemos. Pero es, también, un mecanismo implacable, que sin esa dimensión espiritual e intelectual que representa la cultura, puede reducir la vida a una feroz y egoísta lucha en la que sólo sobrevivirían los más fuertes. Pues bien, el liberal que yo trato de ser, cree que la libertad es el valor supremo, ya que gracias a la libertad la humanidad ha podido progresar desde la caverna primitiva hasta el viaje a las estrellas y la revolución informática, desde las formas de asociación colectivista y despótica, hasta la democracia representativa. Los fundamentos de la libertad son la propiedad privada y el Estado de Derecho, el sistema que garantiza las menores formas de injusticia, que produce mayor progreso material y cultural, que más ataja la violencia y el que respeta más los derechos humanos. Para esa concepción del liberalismo, la libertad es una sola y la libertad política y la libertad económica son inseparables, como el anverso y el reverso de una medalla.

Por no haberlo entendido así, han fracasado tantas veces los intentos democráticos en América Latina. Porque las democracias que comenzaban a alborear luego de las dictaduras, respetaban la libertad política pero rechazaban la libertad económica, lo que, inevitablemente, producía más pobreza, ineficiencia y corrupción, o porque se instalaban gobiernos autoritarios, convencidos de que sólo un régimen de mano dura y represora podía garantizar el funcionamiento del mercado libre. Ésta es una peligrosa falacia. Nunca ha sido así y por eso todas las dictaduras latinoamericanas "desarrollistas" fracasaron, porque no hay economía libre que funcione sin un sistema judicial independiente y eficiente, ni reformas que tengan éxito si se emprenden sin la fiscalización y la crítica que sólo la democracia permite. Quienes creían que el general Pinochet era la excepción a la regla, porque su régimen obtuvo algunos éxitos económicos, descubren ahora, con las revelaciones sobre sus asesinados y torturados, cuentas secretas y sus millones de dólares en el extranjero, que el dictador chileno era, igual que todos sus congéneres latinoamericanos, un asesino y un ladrón.

Democracia política y mercados libres son dos fundamentos capitales de una postura liberal. Pero, formuladas así, estas dos expresiones tienen algo de abstracto y algebraico, que las deshumaniza y aleja de la experiencia de las gentes comunes y corrientes. El liberalismo es más, mucho más que eso. Básicamente, es tolerancia y respeto a los demás, y, principalmente, a quien piensa distinto de nosotros, practica otras costumbres y adora otro dios o es un incrédulo. Aceptar esa coexistencia con el que es distinto ha sido el paso más extraordinario dado por los seres humanos en el camino de la civilización, una actitud o disposición que precedió a la democracia y la hizo posible, y contribuyó más que ningún descubrimiento científico o sistema filosófico a atenuar la violencia y el instinto de dominio y de muerte en las relaciones humanas. Y lo que despertó esa desconfianza natural hacia el poder, hacia todos los poderes, que es en los liberales algo así como nuestra segunda naturaleza.

No se puede prescindir del poder, claro está, salvo en las hermosas utopías de los anarquistas. Pero sí se puede frenarlo y contrapesarlo para que no se exceda, usurpe funciones que no le competen y arrolle al individuo, ese personaje al que los liberales consideramos la piedra miliar de la sociedad y cuyos derechos deben ser respetados y garantizados porque, si ellos se ven vulnerados, inevitablemente se desencadena una serie multiplicada y creciente de abusos que, como las ondas concéntricas, arrasan con la idea misma de la justicia social. La defensa del individuo es conse cuencia natural de considerar a la libertad el valor individual y social por excelencia. Pues la libertad se mide en el seno de una sociedad por el margen de autonomía de que dispone el ciudadano para organizar su vida y realizar sus expectativas sin interferencias injustas, es decir, por aquella "libertad negativa" como la llamó Isaiah Berlin en un célebre ensayo.

El colectivismo, inevitable en los primeros tiempos de la historia, cuando el individuo era sólo una parte de la tribu, que dependía del todo social para sobrevivir, fue declinando a medida que el progreso material e intelectual permitían al hombre dominar la naturaleza, vencer el miedo al trueno, a la fiera, a lo desconocido, y al otro, al que tenía otro color de piel, otra lengua y otras costumbres. Pero el colectivismo ha sobrevivido a lo largo de la historia, en esas doctrinas e ideologías que pretenden convertir la pertenencia de un individuo a una determinada colectividad en el valor supremo, la raza, por ejemplo, la clase social, la religión, o la nación. Todas esas doctrinas colectivistas —el nazismo, el fascismo, los integrismos religiosos, el comunismo—, son por eso los enemigos naturales de la libertad, y los más enconados adversarios de los liberales. En cada época, esa tara atávica, el colectivismo, asoma su horrible cara y amenaza con destruir la civilización y retrocedernos a la barbarie. Ayer se llamó fascismo y comunismo, hoy se llama nacionalismo y fundamentalismo religioso.

Un gran pensador liberal, Ludwig von Mises, fue siempre opuesto a la existencia de partidos liberales, porque, a su juicio, estas formaciones políticas, al pretender monopolizar el liberalismo, lo desnaturalizaban, encasillándolo en los moldes estrechos de las luchas partidarias por llegar al poder. Según él, la filosofía liberal debe ser, más bien, una cultura general, compartida por todas las corrientes y movimientos políticos que coexisten en una sociedad abierta y sostienen la democracia, un pensamiento que irrigue por igual a socialcristianos, radicales, socialdemócratas, conservadores y socialistas democráticos. Hay mucho de verdad en esta teoría. Y así, en nuestro tiempo hemos visto el caso de gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y José María Aznar, que impulsaron reformas profundamente liberales, en tanto que, en nuestros días, corresponde más bien a dirigentes nominalmente socialistas, como Tony Blair en el Reino Unido y Ricardo Lagos, en Chile, llevar a cabo unas políticas económicas y sociales que sólo se pueden calificar de liberales.

Aunque la palabra "liberal" sigue siendo todavía una mala palabra de la que todo latinoamericano políticamente correcto tiene la obligación de abominar, lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, ideas y actitudes básicamente liberales han comenzado también a contaminar tanto a la derecha como a la izquierda en el continente de las ilusiones perdidas. No otra es la razón de que, en estos últimos años, pese a las crisis económicas, a la corrupción, al fracaso de tantos gobiernos para satisfacer las expectativas puestas en ellos, las democracias que tenemos en América Latina no se hayan desplomado ni sido reemplazadas por dictaduras militares. Desde luego, todavía está allí, en Cuba, ese fósil autoritario, Fidel Castro, quien ha conseguido ya, en los 46 años que lleva esclavizando a su país, ser el dictador más longevo de la historia de América Latina. Y la desdichada Venezuela padece ahora a un impresentable aspirante a ser un Fidel castro con minúsculas, el comandante Hugo Chávez. Pero ésas son dos excepciones en un continente en el que, vale la pena subrayarlo, nunca en el pasado hubo tantos gobiernos civiles, nacidos de elecciones más o menos libres, como ahora. Y hay casos interesantes y alentadores, como el de Lula, en el Brasil, quien, antes de ser elegido Presidente, predicaba una doctrina populista, el nacionalismo económico y la hostilidad tradicional de la izquierda hacia el mercado, y es, ahora, un practicante de la disciplina fiscal, un promotor de las inversiones extranjeras, de la empresa privada y de la globalización, aunque se equivoca al oponerse al ALCA, Área de Libre Comercio de las Américas (Free Trade Area of the Americas).

En Argentina, aunque con una retórica más encendida y llena a veces de bravatas, el Presidente Kirchner está siguiendo sus pasos, afortunadamente, aunque a veces parezca hacerlo a regañadientes y dé algún tropezón. Y, asimismo, hay indicios de que el gobierno que asumirá el poder próximamente en Uruguay, presidido por el doctor Tabaré Vázquez, se dispone, en política económica, a seguir el ejemplo de Lula en vez de la vieja receta estatista y centralista que tantos estragos ha causado en nuestro continente. Incluso, esa izquierda no ha querido dar marcha atrás en la privatización de las pensiones —que han llevado a cabo hasta el momento once países latinoamericanos—, en tanto que la izquierda de Estados Unidos, más atrasada, se opone a privatizar aquí el Social Security.

Son síntomas positivos de una cierta modernización de una izquierda que, sin reconocerlo, va admitiendo que el camino del progreso económico y de la justicia social, pasa por la democracia y por el mercado, como hemos sostenido los liberales siempre, predicando en el vacío durante tanto tiempo. Si en los hechos, la izquierda latinoamericana comienza a hacer en la práctica una política liberal, aunque la disfrace con una retórica que la niega, en buena hora: es un paso adelante y significa que hay esperanzas de que América Latina deje por fin, atrás, el lastre del subdesarrollo y de las dictaduras. Es un progreso, como lo es la aparición de una derecha civilizada que ya no piense que la solución de los problemas está en tocar las puertas de los cuarteles, sino en aceptar el sufragio, las instituciones democráticas y hacerlas funcionar.

Otro síntoma positivo, en el panorama tan cargado de sombras de la América Latina de nuestros días, es el hecho de que el viejo sentimiento antinorteamericano que alentaba en el continente, ha disminuido considerablemente. La verdad es que el antinorteamericanismo es hoy día más fuerte en países como España y Francia, que en México o en el Perú. De hecho, la guerra en Iraq, por ejemplo, ha movilizado en Europa a vastos sectores de casi todo el espectro político, cuyo único denominador común parecía ser, no el amor por la paz, sino el rencor o el odio hacia los Estados Unidos. En América Latina, esa movilización ha sido marginal y prácticamente confinada a los sectores más irreductibles de la ultra izquierda. El cambio de actitud hacia Estados Unidos obedece a dos razones, una pragmática y otra principista. Los latinoamericanos que no han perdido el sentido común entienden que, por razones geográficas, económicas y políticas, una relación de intercambios comerciales fluida y robusta con los Estados Unidos es indispensable para nuestro desarrollo. Y, del otro lado, el hecho de que, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, la política exterior norteamericana, en vez de apoyar a las dictaduras, mantenga ahora una línea constante de sostén a las democracias y de rechazo a los intentos autoritarios, ha contribuido mucho a reducir la desconfianza y hostilidad de los sectores democráticos de América Latina hacia el poderoso vecino del Norte. Este acercamiento y colaboración son indispensables, en efecto, para que América Latina pueda quemar etapas en su lucha contra la pobreza y el atraso.

El liberal que les habla se ha visto con frecuencia en los últimos años enfrascado en polémicas, defendiendo una imagen real de los Estados Unidos que la pasión y los prejuicios políticos deforman a veces hasta la caricatura. El problema que tenemos quienes intentamos combatir estos estereotipos es que ningún país produce tantos materiales artísticos e intelectuales antiestadounidenses como el propio Estados Unidos —el país natal, no lo olvidemos de Michael Moore, Oliver Stone y Noam Chomsky—, al extremo de que a veces uno se pregunta si el antinorteamericanismo no será uno de esos astutos productos de exportación, manufacturados por la CIA, de que el imperialismo se vale para tener ideológicamente manipuladas a las muchedumbres tercermundistas. Antes, el antiamericanismo era popular sobre todo en América Latina, pero ahora ocurre más en ciertos países europeos, sobre todo aquellos que se aferran a un pasado que se fue, y se resisten a aceptar la globalización y la interdependencia de las naciones en un mundo en el que las fronteras, antes sólidas e inexpugnables, se van volviendo porosas y desvaneciendo poco a poco.

Desde luego, no todo lo que ocurre en Estados Unidos me gusta, ni muchos menos. Por ejemplo, lamento que todavía haya muchos estados donde se aplique esa aberración que es la pena de muerte y un buen número de cosas más, como que, en la lucha contra las drogas, se privilegie la represión sobre la persuasión, pese a las lecciones de la llamada Ley Seca (The Prohibition). Pero, hechas las sumas y las restas, creo que, entre las democracias del mundo, la de Estados Unidos es la más abierta y funcional, la que tiene mayor capacidad autocrítica, y la que, por eso mismo, se renueva y actualiza más rápido en función de los desafíos y necesidades de la cambiante circunstancia histórica. Es una democracia en la que yo admiro sobre todo aquello que el profesor Samuel Huntington teme: esa formidable mezcolanza de razas, culturas, tradiciones, costumbres, que aquí consiguen convivir sin entrematarse, gracias a esa igualdad ante la ley y a la flexibilidad del sistema para dar cabida en su seno a la diversidad, dentro del denominador común del respeto a la ley y a los otros.

La presencia, en Estados Unidos, de unos cuarenta millones de ciudadanos de origen latinoamericano, desde mi punto de vista, no atenta contra la cohesión social ni la integridad de la nación; más bien, la refuerza añadiéndole una corriente cultural y vital de gran empuje, donde la familia es sagrada, que, con su voluntad de superación, su capacidad de trabajo y deseo de triunfar, esta sociedad abierta aprovechará exitosamente. Sin renunciar a sus orígenes, esta comunidad se va integrando con lealtad y con amor a su nueva patria y va forjando un vínculo creciente entre las dos Américas. Esto es algo de lo que puedo testimoniar casi en primera persona. Mis padres, cuando ya habían dejado de ser jóvenes, fueron dos de esos millones de latinoamericanos que, buscando las oportunidades que no les ofrecía su país, emigraron a los Estados Unidos. Durante cerca de veinticinco años vivieron en Los Ángeles, ganándose la vida con sus manos, algo que no habían tenido que hacer nunca en el Perú. Mi madre trabajó muchos años como obrera, en una fábrica textil llena de mexicanos y centroamericanos, entre los que hizo excelentes amigos. Cuando mi padre falleció, yo creí que ella volvería al Perú, como yo se lo pedía. Pero, por el contrario, decidió quedarse aquí, viviendo sola e incluso pidió y obtuvo la nacionalidad estadounidense, algo que mi padre nunca quiso hacer. Más tarde, cuando ya los achaques de la vejez la hicieron retornar a su tierra natal, siempre recordó con orgullo y gratitud a Estados Unidos, su segunda patria. Para ella nunca hubo incompatibilidad alguna, ni el menor conflicto de lealtades, entre sentirse peruana y norteamericana.

Quizás este recuerdo sea algo más que una evocación filial. Quizás podamos ver en este ejemplo un anticipo del futuro. Soñemos, como hacen los novelistas: un mundo desembarazado de fanáticos, terroristas, dictadores; un mundo de culturas, razas, credos y tradiciones diferentes, coexistiendo en paz gracias a la cultura de la libertad, en el que las fronteras hayan dejado de serlo y se hayan vuelto puentes, que los hombres y mujeres puedan cruzar y descruzar en pos de sus anhelos y sin más obstáculos que su soberana voluntad. Entonces, casi no será necesario hablar de libertad porque ésta será el aire que respiremos y porque todos seremos verdaderamente libres. El ideal de Ludwig von Mises, una cultura planetaria signada por el respeto a la ley y a los derechos humanos, se habrá hecho realidad. -
Mario Vargas Llosa
Washington, D.C., 2 de marzo de 2005.

viernes, 16 de enero de 2009

Liberalismo: El derecho a la búsqueda de la felicidad

“Creemos que estas verdades son evidentes en sí mismas; que todos los hombres han, sido creados iguales, que su Creador les ha conferido ciertos derechos inalienables, que entre estos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Que para garantizar estos derechos, se instauraron, gobiernos entre los hombres que obtienen sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Que cuando un gobierno se convierte en obstáculo para esos fines, el pueblo tiene el derecho de alterarlo o abolirlo.”
Thomas Jefferson.

La confusión con respecto a lo que es el liberalismo sólo puede obedecer a dos razones, ignorancia o mala fe. El liberalismo es apenas una forma de vida basada en el respeto del derecho del otro con respecto a su propio proyecto de vida, ni más, ni menos que eso. Thomas Jefferson lo dice muy claramente "el derecho a la búsqueda de la felicidad".

El liberalismo aparece en el mundo como limitación al poder de los reyes absolutistas. Es un reconocimiento de la igualdad de los hombres ante la ley, un límite a la arbitrariedad de los gobernantes, el reconocimiento de que nadie puede disponer de la vida ni los bienes del otro. La vida y los bienes se asimilan pues lo que uno crea con el fruto de su propio trabajo le pertenece, como le pertenece su tiempo, y sus decisiones acerca de como debe vivir. El único límite que el hombre tiene para desarrollarse es el idéntico derecho del otro.

El pensamiento liberal queda asentado en la Argentina en la Constitución promulgada en 1853, cuyas bases sienta Alberdi y que da lugar al espectacular período de crecimiento que llega hasta 1930, cuando la Constitución queda de hecho derogada por el quiebre institucional que supone el derrocamiento de Yrigoyen y una sucesión de leyes que, a pesar de la advertencia de Alberdi, se promulgan violando el espíritu de respeto del derecho individual que defendía la Constitución del '53 y trasladando al estado potestades que la Constitución prevenía no debían serle trasladadas.

La crisis económica actual dio lugar a opiniones que son difíciles de comprender si no se consideran debidas a interés o a ignorancia. La crisis económica actual no hizo necesaria, en el campo de los mercados financieros, "una intervención de los estados de tal magnitud que amenaza con pulverizar la idolatría de que aquellos eran objeto", como dice Enrique Tomás Bianchi, en un reciente artículo publicado en La Nación, el 27 de octubre de 2008. La crisis financiera actual se debe a la brutal intervención del estado en la economía. No se debe a la falta de regulaciones, a la ausencia del estado, sino precisamente por lo contrario a un estado que intervino en los mercados afectando la calidad de la información, interfiriendo con la toma de decisiones, llevando a los actores a asumir riesgos que, sin su activa participación, jamás hubieran tomado. La crisis de las hipotecas se debe a la distorsión que el estado introduce en la economía cuando Alan Grenspan baja las tasas de interés al 1% con el objetivo político de "estimular" la actividad. Las órdenes eran además crear los instrumentos que condujeran la inversión hacia el mercado inmobiliario con la convicción de que cada norteamericano debía tener su propia vivienda. Loable ciertamente, pero falaz.

El texto constitucional que defiende el derecho a la búsqueda de la felicidad no dice que uno tiene derecho "a la felicidad". Donde dice derecho a aprender, no dice que por ello alguien tiene obligación de enseñar, no dice que porque usted tiene derecho a trabajar otro tiene la obligación de darle trabajo. El artículo 14 bis, incorporado en la reforma constitucional del '49 y mantenido luego por los gobiernos sucesivos, es claramente contrario al espíritu alberdiano, al espíritu liberal. Pues una cosa es defender el derecho de que nadie interfiera en mi proyecto de vida, en tanto y en cuanto, en mi quehacer no haya yo violentado igual derecho del otro, y otra muy diferente es crear un derecho a que algo me sea dado. Este derecho, un derecho positivo, es una moneda que en la otra cara lleva una obligación, una obligación cargable en las cuentas de otros.

El derecho a una vivienda digna, ¿qué significa?, el derecho a la salud, la educación, el trabajo, todos esos derechos "sociales" consagrados por el 14 bis, ¿qué significan? ¿Significan acaso que puedo construirme una casa, que puedo leer un libro, contratar un cirujano, ser contratado en un restaurante? Para eso no hace falta el 14bis, para eso no hace falta ninguna ley, ninguna norma. Mientras la construcción de mi casa, la lectura de ese libro, la contratación de un cirujano o mi propia contratación en un restaurante no hayan violado derechos de otro no hay razón para que nadie reclame. Pero si para tener una vivienda digna, educación, salud, trabajo necesito que alguien me lo de, y el otro no quiere dármelo, lo estoy obligando. Y al obligarlo lo esclavizo. Parece exagerado, pero no lo es. Puede argumentarse que en realidad no es esclavitud, pero los impuestos son obligaciones, impuestas mediante la amenaza de ejercer violencia física contra los que se resistan a pagarlos, a usar el uso de la fuerza pública contra los que no quieran "contribuir". Ah, no, contribuir es otra cosa. contribuir es voluntario, los impuestos, son impuestos.

Se podrá decir que los impuestos son imprescindibles para el mantenimiento del estado, para pagar las "cuentas comunes". Bueno, en esto también disiento. Los impuestos son impuestos, son violencia desde el estado sobre el individuo, obligaciones creadas bajo amenaza. Una contribución es otra cosa. Pero sin impuestos no tendríamos caminos, puentes, puertos. No necesariamente. Si queremos un amarradero frente a la casa de la isla, podemos hacerlo. Si queremos empedrar la senda que lleva de la tranquera hasta la casa, también podemos. Si queremos tender un puente que nos permita pasar de una orilla a la otra del río, nada nos lo impide. No es necesario el estado para nada de todo esto. Puede argumentarse sin embargo que algunas obras son demasiado grandes como para que las haga un individuo.

Una cosa es un puentecito para cruzar un arroyo y otra muy diferente uno que cruce el Río de la Plata. Bueno, para ese tampoco es necesario el estado. Lejos estamos de los tiempos en que si una empresa no era financiada por la corona, era irrealizable. Actualmente los recursos financieros en manos privadas son enormes y capaces de financiar prácticamente cualquier cosa, inclusive estados monstruosos como el norteamericano. Porque el estado se financia con el dinero de la gente.

El estado no es otra cosa que la administración del dinero de la gente. Es como si quisiéramos comprar las camisetas para el equipo de fútbol de los domingos y cada uno pusiera $10. ¿Quién las compra? ¿Quién se tomará la molestia de juntar la plata, ir hasta el local, elegir la tela, el largo de las mangas, regatear, decidir si compra pantaloncitos y medias? ¿Quién decidirá si le pone números o no? ¿Y los colores? Se elige a alguien, alguien se ofrece y los demás aprueban. Y ese va. Ese administrará el dinero y rendirá cuentas de lo que compró. El estado no es más que ese administrador. Lástima que, en lugar de las camisetas, se gastó la plata en Louis Vuiton y ni siquiera nos rinde lo que gastó! Lentamente los estados, acá, en nuestro país, pero también en Europa e inclusive en los EEUU han ido asumiendo más y más funciones que en realidad no le corresponden.

Enrique Bianchi dice que por mala fe o por ignorancia hay quienes mezclan capitalismo financiero irrestricto con liberalismo. Ciertamente. El capitalismo no es financiero, ni es irrestricto. Pero la libertad no es libertad si no es completa. La libertad política sin libertad económica no es libertad. Lea a Alberdi mi amigo. Bianchi pretende destacar el pensamiento de Raymond Aron como una oposición del liberalismo predominantemente político al otro, al pernicioso liberalismo económico. Bueno, no hay tal distinción para el goce de la libertad.

¿En qué consiste el liberalismo político sin liberalismo económico? ¿En la libertad de elegir nuestros propios tiranos? ¿En la libertad de elegir quienes habrán de quedarse con nuestra renta, nuestras jubilaciones, la educación de nuestros hijos, nuestro presente y nuestro futuro? La libertad es libertad de hacer y deshacer siempre y cuando me limite a lo que no afecta el derecho del otro. Punto. La libertad de ir y venir, de estudiar y aprender, de contratar y ser contratado, de ejercer industria lícita, asociarme, etc es libertad también de disponer del fruto de mi trabajo, de intercambiarlo con quien yo quiera y del modo que yo prefiera. El mercado, no "los mercados", es un proceso, un espacio donde los hombres interactúan, ofrecen y demandan, dan a cambio de algo. Las cantidades de lo que se da y lo que se recibe establecen un sistema de relaciones que se expresa magnífica y resumidamente en el precio.

No existe en todo el resto de relaciones posibles algo similiar al precio como síntesis de toda la información que incluye cuanto se ofrece, cuanto se demanda, de qué cosas, con qué calidades. El precio es el reflejo de cuánto se aprecia el trabajo del otro. No tiene que ver con cantidad de trabajo, tiene que ver con cuánto aprecia el que demanda la solución que la oferta le provee. El precio no se fija en la oferta, se fija en el momento de la transacción. Por eso el mercado, para encontrar el precio requiere libertad, la más completa libertad, que es la única libertad posible. Sin restricciones, sin interpretaciones de terceros acerca de lo que "debería" ofrecerse y a qué precio. Lo único que esas intervenciones hacen en el mercado es ruido. Nadie puede entonces saber a ciencia cierta que es lo que se ofrece, ni lo que se demanda, los precios que aparecen no son fieles, están interferidos, no satisfacen.

El mercado no puede funcionar sino en libertad. El liberalismo pretende limitar al máximo el poder del estado de interferir en las decisiones personales. Pretende limitar la capacidad arbitraria de los gobernantes de decirle a la gente lo que deben hacer. Nada más alejado a la aseveración que Bianchi atribuye a Aron de que el liberalismo económico requiere un sistema político autoritario. Requiere libertad, y justicia. Requiere un marco legal predecible. Requiere que las promesas incumplidas encuentren su castigo. Requiere que el fraude encuentre su castigo.

Es cierto que los grupos de interés tienden a buscar en la política aquello que no pueden obtener en los mercados. Por ello es imprescindible que el sistema político se atenga a derecho. Por ello es imprescindible que la democracia liberal funcione, y que la justicia limite las atribuciones de los gobernantes, la capacidad de los gobernantes de, cediendo a dichas presiones de los grupos de interés, elegir ganadores y perdedores. La democracia es un sistema que permite el recambio pacífico de autoridades.

La división republicana del gobierno en sus tres poderes, un límite al antiguo poder de los reyes de ser legisladores, jueces y ejecutores. Quizá sea insuficiente, como dice Hayek. Quizá que el mismo poder que dice lo que está bien y lo que está mal, sea el que fija las funciones del gobierno, sea una función que debería separarse. No lo creo. Posiblemente ya está separada, posiblemente sea la Justicia, y muy particularmente la Corte Suprema, de la cual el autor es secretario letrado, la que deba ponerle un límite a los gobiernos y a los legisladores, y ceñirlos a gobernar respetando el derecho. La libertad no requiere del estado. La libertad se expande aún a pesar del estado. La gente elige, prefiere no pagar los impuestos, no pagar las "contribuciones laborales", las cargas previsionales, prefiere trabajar en negro, fuera de la ley. Claro se convierte en polizón de los que mantienen el sistema funcionando. Pero claramente están diciendo que no están de acuerdo con dejar al estado la administración de sus bienes. La gente no cree en el estado. No quita esto que se junte, se organice, que pretenda obtener del estado lo que no puede obtener sin él.

El mercado es inevitable. La única alternativa es el mundo planificado desde un puesto central que le dice a cada uno lo que debe dar y lo que va a recibir. "Cada cual según su posibilidad y a cada cual según su necesidad", dice el viejo Karl. Pero este ideal utópico simplemente no funciona. No puede funcionar. No puede porque olvida que la gente tiene preferencias diversas y que nadie tiene el conocimiento de lo que cada uno puede, ni de lo que cada uno necesita, o prefiere. Entonces, si, como un campo de concentración decidimos que la "provisión" contendrá, camisas, medias, chocolates y cigarrillos, alguien habrá dispuesto a cambiar sus cigarrillos por chocolates y alguien sus chocolates por cigarrillos. ¿Cuántos cigarrillos por cuantos chocolates? Bueno, eso depende, de cuantos chocolates haya, cuantos cigarrillos haya, cuantos prefieran unos y cuantos los otros. Y eso fija el precio. Y eso es mercado.

El socialismo es sencillamente inviable porque elimina el precio, elimina la información que el precio porta y por lo tanto lleva a una asignación ineficiente de los recursos. El socialismo es esclavitud, pues obliga, no es solidaridad, pues la solidaridad no es obligatoria. "Aseverar que los mecanismos de mercado no difieren en nada de la planificación centralizada" es sencillamente una estupidez. Los mecanismos de mercado son exactamente lo opuesto a la planificación centralizada. La planificación centralizada obliga, decide por uno, elimina la libertad. El proceso de mercado exige libertad, da la posibilidad de elegir, cada uno decide por si mismo. El liberalismo no tiene ceguera sociológica. El "dejar hacer" sin límites no es parte del liberalismo. Los límites los fija la gente, los fija la tradición, los reconoce la justicia, están en el derecho. El orden de mercado, como la lengua es espontáneo, no requiere de nadie que lo planifique. Es fruto de la acción humana, no del designio humano. El mínimo de regulaciones estatales necesarias para que el mercado funcione es el que marca el estado de derecho, el reconocimiento del otro, el castigo del fraude, de la promesa incumplida.

El estado es requerido para eso. El orden jurídico, previsible, es el que hace que el mismo estado se haga, a sí mismo, innecesario, cuando todos saben que una conducta inapropiada será castigada, son pocos los que se aventurarán a recibir dicho castigo. El estado no está para tomar de la gente el fruto de su trabajo y reasignarlo con supuestos criterios reparadores de la "injusticia social" que supone que unos hayan nacido con talento y otros no, que unos sean más laboriosos, o más afortunados. Si quiere ser generoso cada uno puede serlo con el dinero propio. Ser generoso con el dinero ajeno es muy fácil, pero también es una violación al derecho de cada uno de disponer del fruto de su trabajo. Tomar dinero en impuestos y pagarle a la gente para que cave zanjas por la mañana y las tape por la tarde como proponía Keynes, es una pésima forma de asignar los recursos, ningún particular en su sano juicio haría un disparate semejante. Nadie haría eso con dinero propio, sólo alguien como Keynes, gastando dinero ajeno, puede hacer una propuesta semejante. Nadie mandaría quemar cosechas para levantar los precios, Keynes lo hizo.

Estimado Bianchi, no pretenda confundirnos. La crisis económica actual, como la crisis del treinta fueron provocadas por la excesiva intervención del estado en la economía. El New Deal convirtió una crisis financiera en una depresión de una década, y trasladó el problema a la economía real. Los EEUU salieron de la depresión sólo cuando la Corte Suprema le puso un freno a la intervención estatal en la vida privada, y luego cuando la guerra alteró todas las reglas de la oferta y la demanda de los tiempos de paz. Sería muy saludable, que usted, en su calidad de secretario letrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, revisara uno a uno, todos aquellos fallos que, contrariando los principios liberales, los de la defensa del derecho de las personas, los de Alberdi, los de nuestra sabia Constitución de 1853, fueron trasladando atribuciones al estado, e hicieron posible la destrucción del orden institucional de nuestra querida Argentina.

Por Ruy Martínez Allende

martes, 13 de enero de 2009

Haz el comercio y no la guerra

Nadie tiene un trozo de tierra asignado desde el comienzo de la creación. Lo que Dios nos dio fue, si, la razón, para darnos cuenta de las ventajas de la división del trabajo, la propiedad, el libre comercio, el libre intercambio y movilidad de personas y capitales, el respeto a los contratos y la libertad religiosa.
¿Qué importancia tienen entonces las fronteras? ¿De qué mandato divino ha venido que eres de tal o cual nación? De ninguno. Sólo pueden servir como útiles divisiones del trabajo, administrativas, sobre bienes públicos. Nada más.
¿Qué importa entonces si eres palestino o israelí? Tira las armas y comercia. Intercambien libremente sus bienes y servicios, respeten su libertad religiosa, y no importará en absoluto lo demás. ¿Por qué te matas? ¿Porque la tierra era tuya o del otro? No era de nadie. La propiedad es una invención del ingenio humano, útil para economizar los recursos, y que no haya hambrientos, desocupados o sedientos. No es poca cosa. No mates más. Tira las armas, no rebusques en el pasado, acepta, por un sencillo razonamiento práctico, la distribución de recursos desde hoy, punto cero, y sigue de allí en adelante, en paz, en libre comercio. No enseñes más a tus hijos el odio, la venganza, no les digas más que aquellos mataron a éstos o estos otros. Enséñales a comerciar, a respetar los contratos, a invertir y a respetar la religión del otro. No tendrás un paraíso, pero tampoco el infierno en la Tierra que has construido en nombre de Dios.
¿Qué es lo utópico de lo anterior? No el comercio, precisamente. Mi llamado es más realista que los llamamientos a la paz sin denunciar, al mismo tiempo, al sistema que la destruye.
Lo que hay que tener en cuenta es el corazón humano. Tenemos “razón”, si, para advertir las ventajas del comercio, pero después del pecado original, Caín y Abel parecen destinados a la mutua destrucción. Vino Cristo, sí, a redimirnos del pecado, pero su reino no es de este mundo. Este “pero” no es una mala noticia, al contrario. Por eso el reino de Dios no es ninguna (reitero: ninguna) de las naciones de este mundo. Sobre ellas, sólo nos queda seguir rezando: “Mirad, las naciones son gotas de un cuboy valen lo que el polvillo de balanza.Mirad, las islas pesan lo que un grano,el Líbano no basta para leña,sus fieras no bastan para el holocausto.En su presencia, las naciones todas,como si no existieran,son ante él como nada y vacío” (Is 40, 10-17). Y también: “De las espadas forjarán arados,de las lanzas, podaderas,no alzará la espada pueblo contra pueblo,no se adiestrarán para la guerra” (Is 2, 2-5).

Gabriel Zanotti

Principios de la Política Social Liberal: 1.- La Política Liberal es Social

En su esencia, la Política Liberal es Social. En tanto que reivindica el Estado de Derecho, protege las libertades individuales de los débiles ante la arbitrariedad de los fuertes. En tanto que defiende la Economía de Mercado, procura la igualdad de oportunidades para todos. En tanto que propugna la limitación del Estado, impide el abuso que en la lucha por la distribución del poder beneficia sobre todo a los intereses de los poderosos. En tanto que desmantela la excesiva regulación y los cárteles –también en el mercado laboral– sienta las bases de fuentes de empleo para todos. En tanto que asegura la estabilidad del valor monetario, hace de hecho posible una previsión confiable para la vejez y los casos de pobreza. En tanto que se opone a una política redistributiva que sólo sirve a todos los intereses imaginables, asegura los recursos para una ayuda dirigida y sostenible, ahí donde se le requiere. En tanto que reduce la carga tributaria, crea espacios para la solidaridad hacia el prójimo en el sitio que le corresponde: el ámbito privado. En tanto que combate la falsa idea de que esta solidaridad hacia el prójimo sólo puede ser organizada por parte del Estado, refuerza la conciencia de corresponsabilidad entre las personas. En sentido estricto, la Política Social debe reparar en buena parte los daños que se han provocado por el desacato de los postulados liberales.

Estas tesis-postulados se ocupan de la Política Social en su sentido más estricto, es decir, en el de la política de los sistemas de aseguramiento social. Los motivos de ello se encuentran en el desarrollo de la Tesis 2. Pero antes de abordar la que se define como “verdadera” Política Social, resulta útil y esclarecedor hacer algunas precisiones sobre la dimensión social del liberalismo como un todo y, particularmente, fuera del estrecho ámbito de la Política Social. Si empezamos por denominar en términos muy amplios e incluyentes como “social” a todo aquello que protege los derechos e intereses legítimos de los miembros más débiles de la sociedad frente a los más poderosos, entonces el liberalismo se revela ya ante cualquier política social como un proyecto social extraordinario. La explicación de ello se encuentra en la demanda básica del Liberalismo: la mayor libertad posible de cada uno de los ciudadanos. Esta meta sólo es alcanzable asegurando la igualdad de derechos (de libertad) para todos. El Estado de Derecho en el que todos son iguales ante la ley, en el que los grandes y poderosos no tienen más derechos que los pequeños y débiles –¡y en el que los pequeños pueden defenderse de los excesos de los grandes!– es la gran conquista del liberalismo. La otra, es la Economía de Mercado. Que ésta es infinitamente superior a todas las demás alternativas en la producción de un bienestar general y que con ello también libera de manera más confiable y abundante los medios financieros con los que se puede practicar una política social, prácticamente nadie lo discute. 

Por el contrario, la tesis de que la Economía de Mercado también está en el interés de los más débiles, topa con el incrédulo asombro aun de aquellos que tienen buena voluntad: ¿no es precisamente el mercado, la arena de los fuertes que con su poder de capital y de organización ponen a los débiles contra la pared, una rivalidad de animales de rapiña, una competencia que se rige por la ley de la selva? Este prejuicio, porque es un prejuicio, está tan difundido como equivocado. La mayoría de los seres humanos (aunque reconozca la alta productividad de la Economía de Mercado) cree que el mercado favorece ante todo a los más fuertes. Quizás tendrían razón si en el mercado realmente prevaleciera la ley de la selva. 

En algunos países de Europa del Este se puede observar lo que sucede cuando se dispara un “mercado” sin ningún tipo de marco legal: en el mejor de los casos, funciona de manera muy deficiente. Para poder desplegar plenamente sus méritos, el mercado necesita orden: reglas de competencia, que impiden ventajas desleales a través del engaño, la violencia o acuerdos contrarios a la libre oferta, una reglamentación confiable en materia de deudas, acuerdos y responsabilidades y otras similares. Dicho de otra forma: también la Economía de Mercado se da mejor bajo un régimen de derecho. 

No hay que confundir, empero, un “marco de ordenamiento” con una “injerencia en el mercado”. El marco normativo sienta las reglas de la competencia, pero no debe presuponer un determinado resultado. Los liberales consideran como justo el resultado de la competencia –también aquella en torno de la repartición del producto social– cuando se apega a reglas justas, es decir, que tratan por igual a todos los participantes. Los socialistas de diferentes colores, en cambio, creen en una “justicia de resultados”, que se obtiene mediante una injerencia manipuladora en el proceso de competencia. (Naturalmente, el concepto de la justicia normativa presupone un alto grado de igualdad de las oportunidades –no en el sentido de que las diferencias de talento o inclusive de capacidad de rendimiento sean simplemente niveladas,- sino de que cada cual pueda aportar a la competencia los talentos o la productividad de que dispone. Es por ello que un sistema educativo eficiente y accesible para todos es otra de las demandas liberales con alto impacto social.)
 
Si después de estas aclaraciones previas retornamos a la pregunta de ¿cómo distribuye el mercado las oportunidades entre los fuertes y los débiles, los grandes y los pequeños? –el prejuicio habitual de que “el mercado favorece a los fuertes” ya no logra sostenerse; no, por lo menos, cuando se trata de un mercado que funciona con una competencia eficiente. En general los débiles y los pequeños (precisamente porque son débiles y pequeños) tienen casi siempre la voluntad y están en condiciones de ofrecer su producto o su fuerza de trabajo a precios y en condiciones particularmente favorables–
¡si se les deja! Y aquí está el meollo del asunto: cuando los fuertes desplazan a los débiles del mercado, casi nunca lo hacen por medio de la competencia en el mercado (haciendo aún mejores ofertas), sino recurriendo al uso del poder político. Éste sí lo detentan ellos por encima de los débiles y lo utilizan para mantener ahorcados a los competidores “débiles” mediante salarios mínimos, subvenciones, aranceles, fondos de contingencia, la obligatoriedad de normas sociales y ambientales estrictas, etc. El término técnico con que se conoce esta modalidad es el de “proteccionismo”. Proteccionismo es la exclusión o la obstaculización de la competencia indeseable, mediante el uso del poder político. El hecho de que siempre es aplicado por los (políticamente) fuertes y en contra de los “débiles”, muestra con claridad quién tiene o tendría en el mercado, ya sin la distorsionante influencia política, las mejores o por lo menos buenas oportunidades: los “débiles”, aquellos que en un mercado verdaderamente libre al final no serían tan débiles. En suma: el mercado da a todos una oportunidad, el mercado es social. Esto, por lo demás, se confirma con los resultados de inequívocos estudios empíricos: mientras mayor sea en un país la libertad de mercado, mayores son, no sólo el crecimiento económico y el ingreso promedio, sino también menor es la pobreza, según el Human Poverty Index de las Naciones Unidas e, inclusive, más alta la esperanza de vida de los ciudadanos.1 Ciertamente todavía existen personas que no alcanzan a beneficiarse de las mayores oportunidades que ofrecen el mercado y la competencia, o las perciben en forma limitada: los discapacitados, por ejemplo. Para ellos, debe aplicarse en efecto la Política Social en el sentido estricto del término. Un ámbito en el que las fuerzas externas al mercado han tenido efectos particularmente devastadores, es el mercado laboral. En Alemania, ni los salarios ni las condiciones de trabajo se derivan de las reglas del mercado, sino parcialmente de leyes y de acuerdos colectivos que tienen un carácter corporativo, persiguen metas proteccionistas y, en parte, resultan simplemente contraproducentes (así, por ejemplo, inflexibles y complicados párrafos que protegen del despido provocan que las empresas se limiten en las contrataciones y prefieran pagar horas extras). Visto más de cerca, el derecho de negociación de acuerdos colectivos se revela como un proteccionismo a favor de los que detentan empleos, en detrimento de los que buscan trabajo (es decir, otra vez, de los más débiles). Aceptado: un libre mercado de trabajo probablemente conduciría en algunas ramas temporalmente a salarios bajos –pero devolvería al trabajo a cientos de miles, quizás millones, que actualmente se encuentran desempleados (y después de una descarga de esta naturaleza, los salarios seguramente volverían a subir pronto). Es difícil de imaginar algo más social que eso. En suma: la injerencia de los factores externos en el mercado, es decir, el quebrantamiento de los postulados liberales, es lo que genera el problema social. El camino liberal es la vía social y cada desviación nos termina resultando muy cara. Estos son entonces los daños que debe reparar la Política Social en sentido estricto, a la que están dedicadas las siguientes seis tesis. Antes de ello, sin embargo, hay otro punto que requiere de aclaración: el tema de la “Solidaridad”. La afirmación en la tesis, de que la Solidaridad con el prójimo se encuentra en el ámbito privado, es vista por muchos como algo difícil de aceptar: ¿es que acaso no vale nada la redistribución de impresionantes sumas millonarias entre los más pobres y débiles de nuestra sociedad que realiza nuestro Estado en nombre de la Solidaridad?

No se trata de eso. Independientemente del monto, ni siquiera se discute que la redistribución deba hacerse en beneficio de los más pobres y débiles; y, por cierto, también y precisamente, con el poder
coercitivo del Estado. La pregunta es más bien sobre la moralidad de la forma en que se lleva habitualmente a cabo, porque el concepto “solidaridad” aparece desde todo ángulo, revestida de una alta calidad moral. El mensaje dice más o menos: quien no esté dispuesto a pagar por ella, debe avergonzarse. Por lo tanto, cada cual decide si paga sus impuestos y otras contribuciones forzosas con gusto o en contra de su voluntad. De todos modos tendrá que pagar; no hay alternativa –y éste es el punto que salta a la vista: porque sólo puede tener calidad moral una conducta acerca de la cual uno puede optar por conducirse así o de otra forma. Dicho de otra manera: sólo lo que se hace voluntariamente tiene un valor moral. Lo que se hace por obligación, sin tener otra alternativa, podrá ser útil y necesario– pero difícilmente tendrá un valor moral. Es por eso que la idea de una solidaridad coercitiva es una contradicción intrínseca, por lo menos, mientras se conciba la solidaridad como una categoría moral. Resulta por lo tanto comprensible que los políticos difícilmente puedan resistirse a esta contradicción; en tanto que utilizan el dinero de otros para “hacer el bien”, fomentan con ello su reelección y, además de todo, lo revisten de un baño de moral. Así, los electores deberían ver con particular recelo los llamamientos políticos a la solidaridad, hechos desde elevadas plataformas morales. En cambio, la solidaridad voluntaria hacia el prójimo, nunca podrá ser suficientemente alabada. La disposición hacia ella será mayor, en la medida en que se sustraiga menos dinero a la fuerza de los bolsillos, con arengas pseudo-morales de solidaridad.
Dr. Gerhart Raichle
Instituto Liberal
Fundación Friedrich-Naumann
libinst@fnst.org

martes, 6 de enero de 2009

El liberalismo como respeto al prójimo

Two worlds exist side by side. In one the struggle for power continues almost as it always has done. In the other it is not power that counts, but respect.
Theodore ZeldinSenior Fellow, Oxford University1994
Todos los seres humanos somos distintos desde el punto de vista anatómico, fisiológico, bioquímico y, sobre todo, psicológico. Tenemos distintas vocaciones, distintas inclinaciones y distintos proyectos de vida. Para que podamos convivir en una sociedad civilizada se hace imperioso el sistema pluralista, es decir, la aceptación de distintas valoraciones, distintos gustos y distintas preferencias siempre y cuando no se lesionen derechos de terceros.

No se requiere que compartamos ni siquiera que comprendamos los proyectos de vida del prójimo, se necesita, eso sí, que se los respete. No cabe aquí el uso de la expresión “tolerancia” puesto que se trata de una extrapolación ilegítima del campo de la religión al del derecho. Los derechos no se toleran, se respetan. El recurrir a la expresión “tolerancia” implica cierto tufillo a arrogancia y presunción del conocimiento. Trasmite la idea de que algunos poseen la certeza y la verdad absoluta y deben tolerar los errores de otros.
La columna vertebral del liberalismo siempre fue el respeto irrestricto al prójimo desde que Adam Smith utilizó por primera vez esa expresión[1]. Desde luego que esta corriente de pensamiento se basó en el método socrático, en la noción del derecho en Roma, en los escritos de Cicerón, y especialmente en la escolástica tardía[2] y las obras de John Locke. De más está decir, que a partir de Adam Smith fueron muchas las teorías y los enfoques nuevos que enriquecieron y siguen enriqueciendo esa columna vertebral de respeto irrestricto al prójimo. La revolución marginalista de 1870 (especialmente a través de los trabajos de Carl Menger y Eugen Böhm-Bawerk[3]) amplió notablemente el horizonte de los estudios de aquello que genéricamente puede llamarse liberalismo. Por esto es que no resulta procedente el recurrir al término “neoliberalismo” puesto que esto implicaría el sinsentido del neo-respeto[4].

El ángulo de donde el liberal mira el conocimiento resulta especialmente importante. Nos encontramos en un mar de ignorancia y los pocos conocimientos que tenemos debemos someterlos a procesos permanentes de refutación y corroboraciones provisorias en un arduo camino que no tiene término[5]. Probablemente la expresión que mejor ilustre la mente abierta del liberal es el lema de la Royal Society de Londres: nullius in verba, un pensamiento resumido de Horacio que significa que no hay última palabra ni hay entre los mortales autoridad final. Del hecho de sostener que debemos estar alertas a refutaciones y corroboraciones siempre provisorias no se sigue una postura relativista o escéptica. Muy por el contrario, ambas posturas filosóficas se contradicen a si mismas. El afirmar que todo es relativo convierte a esa afirmación también en relativa y el sostener que nuestra mente no es capaz de aprehender la realidad, la declara incapaz para sostener esto último. Una cosa es sostener que existe la verdad y que una proposición verdadera significa la concordancia entre el juicio y el objeto juzgado y otra bien distinta es la postura de aquel que afirma poseer con certeza la verdad absoluta. El racionalismo constructivista ha hecho un enorme daño al pretender que el hombre puede diseñar lo que ha dado en llamarse la ingeniería social[6].

Un proverbio latino ayuda a ilustrar la posición liberal de quien no tiene la certeza de la verdad absoluta y por ende deja margen para el debate y la refutación: ubi dubium ibi libertas, es decir, donde hay duda (conciencia de la propia ignorancia) hay libertad; por esto es que el espíritu totalitario cierra todo resquicio y todos los grifos del espíritu libre y la discusión abierta porque siempre “tiene la precisa” e impone sus valores “para bien de los demás”. Tal vez no haya advertencia más sabia que la expuesta en el Génesis en cuanto a los peligros de pretender el reemplazo de Dios por los hombres. Es una advertencia sobre los peligros que encierra la soberbia. Más aún, muchas veces afirmamos que no se debe “jugar a Dios”, pero en realidad se pretende ser más que Dios ya que ha puesto en nuestra naturaleza el libre albedrío que permite la salvación o la condena.

Este planteo sobre el conocimiento nos conduce a la noción de orden natural. Es habitual sostener que no es posible “dejar todo a las fuerzas ciegas del mercado”. Se piensa que si eso fuera así podría ocurrir que todo el mundo decida producir leche y no haya pan disponible o que todo el mundo se incline por la profesión de la ingeniería y no haya médicos. Estas preocupaciones resultan cuando no se comprende el significado del mercado que está basado en la institución de la propiedad privada y trasmite información dispersa a través de los precios. La propiedad privada, es decir, la facultad de usar y disponer de lo propio, se asigna debido a que los recursos son escasos y las necesidades son ilimitadas. Esos recursos escasos pueden asignarse a muy diversas actividades por muy diversas personas. El sentido del primer ocupante y luego la transmisión de la propiedad por medio de arreglos libres y voluntarios hace que se asigne a quienes son más eficientes para atender las necesidades de los demás.

El mercado es como un plebiscito diario en el que la gente decide comprar o abstenerse de hacerlo, con lo que va estableciendo precios. Estos precios hacen de indicadores, precisamente para asignar los siempre escasos recursos a fines prioritarios. Quienes aciertan en el gusto de la gente incrementan sus patrimonios, quienes no lo hacen incurren en quebrantos y, por tanto, vía el cuadro de resultados, transfieren la propiedad a otras manos que puedan más eficientemente atender los requerimientos del público consumidor. Los precios van indicando, entonces, qué áreas o qué campos resultan más atractivos y cuáles no cuentan con el respaldo suficiente por parte de la gente.

Decir que el mercado no puede resolver todo navega entre la perogrullada y el equívoco. Sin duda que el mercado no puede resolver cosas tales como los problemas meteorológicos pero sirve para encauzar las preferencias de la gente. Resulta absolutamente incompatible con una sociedad abierta sostener que la gente no puede ocuparse de sus propios asuntos, lo cual es lo mismo que decir que no debe dejarse en manos del mercado puesto que el mercado son los arreglos contractuales de millones de personas. Seguramente el equívoco proviene de malinterpretar a quienes dicen que “el mercado requiere tal cosa” o que “el mercado considera tal otra” como si se tratara de una persona que habla, piensa y decide. Este antropomorfismo hace aparecer al mercado como algo misterioso y difícil de comprender, lo cual no ocurre si se lo asimila a las decisiones concretas de específicas personas.

Mercado, propiedad privada y precios son términos correlativos. O están los tres o no está ninguno de los tres presentes. Pueden estar en diversos grados pero necesariamente deben coincidir puesto que el precio es la manifestación del uso y disposición de lo propio y el mercado es el proceso por el cual se llevan a cabo las transacciones. Si se decide la abolición de la propiedad privada siguiendo las recetas socialistas, no habría tal cosa como cálculo económico, contabilidad y evaluación de proyectos. En un lugar en donde se ha decidido abolir la propiedad privada, si se le interroga a la gente si conviene construir las carreteras con oro o con pavimento, no habrá respuesta posible puesto que no hay precios. Si se tiene la idea de que construir carreteras con oro resulta un despilfarro es porque se recordaron los precios relativos antes de la socialización.

Muchos fueron los procedimientos que se intentaron para sustituir el sistema de precios[7]. En algunos casos se sostuvo que las decisiones debían de basarse en razones “técnicas”, pero es bien sabido que se puede hacer agua con dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno, lo cual resulta antieconómico. Y podemos decir que resulta antieconómico en la medida en que contamos con precios. En otros casos se sostuvo que igual que sucede con las empresas, se puede tomar al país como una corporación, al gobernante como el gerente y a los ciudadanos como accionistas y proceder en consecuencia. Sin embargo, no se percibió que resulta del todo irrelevante cuántos son los accionistas ni de qué empresa se trata: solamente se requieren precios para poder calcular y evaluar proyectos lo cual necesariamente requiere la institución de la propiedad.

También, siguiendo la teoría marxista del valor, se pretendió el cálculo económico en base a la unidad del trabajo, lo cual hacía que eventualmente un kilo de plata tuviera el mismo valor que un kilo de chatarra si insumía el mismo trabajo. Se sostuvo que el procedimiento para conocer el acierto o el desacierto de las decisiones consistía en realizar un inventario antes y después de las diversas operaciones. Si hubiera más cantidad de bienes quiere decir que el camino seguido era el correcto, sin percibir que cantidad física de bienes no quiere decir nada si no se las pondera por una unidad homogénea (mil botones no necesariamente valen más que un tractor).

Por último, para analizar las teorías de mayor importancia, se sugirió el método de prueba y error haciendo un correlato con lo que sucede en el mercado, pero en el mercado el empresario puede detectar el acierto o el desacierto de sus decisiones a través de diversas pruebas porque existen precios que le proporcionan información y, por tanto, le hacen saber el resultado de la prueba.

La planificación económica, en la medida en que se produzca, distorsiona los precios relativos, es decir, los indicadores que sirven para asignar los siempre escasos factores productivos. Pero, por otra parte, la planificación implica en sí misma una arrogancia y una presunción del conocimiento. Nosotros no sabemos qué sucede en nuestro propio cuerpo. Si tuviéramos que dirigir conscientemente solamente lo que sucede en nuestro hígado, pereceríamos en unos instantes. Lo que sucede en nuestro propio cuerpo excede nuestra capacidad analítica. Si a alguno de nosotros se nos pregunta qué haríamos el año que viene en tales o cuales circunstancias podríamos conjeturar una respuesta pero, llegado el momento, dado que las circunstancias también son otras, la decisión será diferente.

No conocemos lo que sucede en nuestro propio cuerpo y no sabemos lo que nosotros mismos haríamos en el futuro y, sin embargo, se tiene la pretensión de manejar la vida y las haciendas de millones de personas. Por esto es que esta pretensión de “orden” produce el caos. Por esto es que la característica de los regímenes planificados son los sobrantes, los faltantes y el desorden general. Y el problema no es de que el “comité de expertos” o las “juntas de planificación” no cuenten con la suficiente información. Podríamos imaginarnos computadoras con inmensas memorias que almacenen todo tipo de información. El problema no es ese. El problema es que la información no está disponible y que la coordinación de la que se va produciendo requiere del conocimiento disperso de millones de personas que realizan millones de arreglos contractuales.

Como ha demostrado Thomas Sowell[8] el lenguaje, esencial para pensar y para trasmitir nuestros pensamientos, resulta de un orden espontáneo no planificado. Idiomas planificados como el esperanto no resultan útiles para los propósitos del lenguaje. Bruno Leoni[9] ha mostrado que las normas de convivencia civilizada son el producto de procesos evolutivos y Hayek ha puesto énfasis en el orden espontáneo del mercado[10]. El liberalismo necesariamente implica una postura que revela modestia, en contraste con los planificadores que dicen saber lo que en realidad les conviene a los demás y recurren a la fuerza para lograr sus propósitos.

La condición natural del hombre es la pobreza, las hambrunas, las pestes y la consiguiente desolación. Esa fue la condición de los pobladores de este planeta durante milenios. Hasta hace no mucho tiempo, sólo un grupo de privilegiados que vivía a expensas de los demás tenía una condición decente de vida. Recién a partir de la Revolución Industrial[11] comenzó a tenerse conciencia de la “cuestión social”. Recién a partir de entonces comenzaron a recopilarse estadísticas de salarios, condiciones habitacionales, índice de mortandad, etc. Es que la Revolución Industrial abrió las puertas al mejoramiento en las condiciones de vida, un estiramiento en la edad en que la gente moría, una reducción de la mortandad infantil y al comienzo de una educación sistemática que cada vez abarcó mayores porciones de la población. Sin duda que las condiciones iniciales fueron muy duras: mujeres y niños tuvieron que trabajar en condiciones penosas. Pero no cabe suponer que antes del advenimiento de la Revolución Industrial, la gente bailaba y cantaba ociosa en torno a ollas siempre llenas de alimentos. Ya hemos descripto la condición natural de la época pre-capitalista. Esas condiciones duras de los primeros tramos de la Revolución Industrial significó la esperanza para mucha gente de no morir por inanición.

Pobreza y riqueza son conceptos relativos. Todos somos pobres o ricos según con quien nos comparemos. El tránsito de una mayor pobreza relativa a una menor y, a su vez, a lo que se considera riqueza, implica tasas crecientes de capitalización. Los ingresos y salarios en términos reales dependen exclusivamente de la estructura de capital, esto es, maquinarias, equipos, instalaciones, combinaciones de factores productivos que hacen de apoyo logístico al trabajo para aumentar su rendimiento. Si imaginamos hoy el mapa del mundo y con la imaginación recorremos diversos países, encontraremos que allí donde los ingresos y salarios en términos reales son mayores es porque la inversión per capita es también mayor. Personas que hacen las mismas tareas, que se trasladan de un país donde la estructura de capital es más débil a uno en el que es más fuerte, hacen que sus ingresos se eleven y viceversa[12]. A su vez, para lograr tasas crecientes de capitalización se requieren marcos institucionales que, por una parte, establezcan los incentivos necesarios y, por otra, que exista una justicia eficiente. En ambos casos está implícita la asignación de derechos de propiedad. El “dar a cada uno lo suyo” según la célebre definición de Ulpiano, la seguridad de que los contratos serán cumplidos y que el fruto del propio trabajo será respetado, resultan condiciones sine qua non para lograr los antedichos propósitos.

El administrador del nuevo capital, fruto de ahorro externo o interno buscará tener el mayor retorno posible. Para obtener utilidades del nuevo capital es necesario ofrecer bienes y servicios en una cantidad mayor de la que ya existían en el mercado o nuevos bienes y servicios que antes no existían. En cualquier caso, se requiere trabajo intelectual y manual que será atraído en base a condiciones mejores que las que ya disponían los nuevos postulantes. Si a un país llegaran simultáneamente todos los capitales del planeta, los salarios e ingresos en términos reales se elevarían astronómicamente y la gente podría realizar menores esfuerzos en jornadas laborales más cortas. La diferencia entre el trabajador agrícola alemán y el de la India no estriba en que el primero es más organizado y trabaja con mayor intensidad, por el contrario, el trabajador alemán llevará a cabo sus tareas en jornadas más cortas, labrando la tierra en tractores con aire acondicionado y pasacassette, mientras su colega de la India trabaja de sol a sol con moscas en la frente en base a remuneraciones exiguas puesto que su único instrumento de capital es, por ejemplo, un palo en lugar de un tractor.

No es tampoco que las organizaciones sindicales de la India no tengan la suficiente imaginación y la suficiente fuerza para elevar salarios. Si los salarios en términos reales pudieran elevarse por decreto habría que proceder en consecuencia pero, lamentablemente, el efecto será inexorablemente el desempleo. Lamentablemente la legislación moderna ha apuntado en esa dirección, es decir, al establecimiento de llamadas “conquistas sociales” que en verdad han arruinado a los trabajadores, especialmente a los marginales.

Ilustra esta situación lo que ocurre actualmente en los Estados Unidos. En el Este hay un gran desempleo debido a que los salarios mínimos exceden a los salarios de mercado, es decir, a los que establece la relación capital-trabajo. En cambio, muchos de los trabajadores del Oeste son ilegales, son personas muchas veces analfabetas en inglés (y también en español) que cruzan desesperados las fronteras sorteando todo tipo de dificultades. Pero, a pesar de que el mercado laboral es más reducido porque no todos están dispuestos a contratar en negro, no hay tal cosa como desempleo, ya que si alguien denuncia que está trabajando por debajo del salario mínimo será deportado. Paradójicamente, sus colegas del Este, más capacitados, deambulan por las calles sin encontrar empleo.

En no pocos lugares se observa que los costos laborales de contratar un empleado son siderales: por cada unidad monetaria que se le paga en concepto de salario, el empleador debe a veces pagar hasta el doble (además de ello, se le retiene parte del ingreso del trabajador para destinar las diferencias a otras “conquistas sociales” como jubilaciones y seguro de salud que han resultado una verdadera estafa). En cualquier caso el trabajador debería poder decidir el destino del fruto de su trabajo y aportar allí donde considere conveniente. A veces, se presentan proyectos de “privatizar” las jubilaciones lo cual termina significando un mercado cautivo al que los trabajadores deben aportar sin que exista la posibilidad de una elección abierta en el país o en el exterior. Más aún, en muchos casos la prevención de la vejez no necesariamente ocurre con aportes a cajas jubilatorias o seguros de pensión sino, por ejemplo, en inversiones inmobiliarias (como era el caso de la Argentina antes del establecimiento de otra de las “conquistas sociales” como fue el congelamiento de alquileres que produjo la quiebra del mercado inmobiliario).

De más está decir que cuando estamos hablando de procesos de mercado y de empresarios estamos hablando de un sistema donde no hay dádivas, privilegios, mercados cautivos y subsidios. El empresario es un benefactor de la humanidad si está embretado a actuar en el mercado. Sin embargo, como ha señalado ya hace mucho tiempo Adam Smith[13] se convierte en un pseudoempresario, en un barón feudal, en un cazador de privilegios cuando se vincula al poder de turno. En este último caso, la acción de los pseudoempresarios implica inexorablemente la explotación de los consumidores, ya sea vendiendo más caro, de peor calidad o ambas cosas a la vez.

Se ha dicho en reiteradas ocasiones que el estado debe intervenir en las relaciones laborales para evitar “la desigualdad en el poder de contratación”. No es infrecuente que se caricaturice al empresario como un barrigón con una enorme cadena de oro que le cruza el abdomen, bien vestido, enfrentado con una persona descalza y con ropas maltrechas. Es cierto que en una contratación de esta naturaleza cabe suponer que quien ofrece sus servicios no tiene para llegar a fin de mes o a fin de la semana (o eventualmente al fin del día) mientras que el empleador es un multimillonario. Pero esta situación en nada cambia el hecho de que los salarios e ingresos en términos reales están determinados por la estructura de capital. Resulta del todo inatingente cuán abultada sea la cuenta corriente del multimillonario: por definición si no paga el salario de mercado no encontrará empleados.

También se ha dicho que los empleadores pueden suscribir un contrato en el que se comprometen a no aumentar salarios a sus empleados. Aun suponiendo que semejante contrato se llevara a cabo, al momento siguiente, si el empresario no abdica de su condición de tal, continuará esforzándose para obtener ganancias. Una vez que obtenga esas ganancias intentará sacarle el mejor provecho para lo cual, nuevamente, deberá ofrecer bienes y servicios en el mercado que requieren del factor trabajo. Si se ha comprometido o no a aumentar salarios y desea cumplir semejante compromiso deberá tirar el nuevo capital al mar y renunciar a su condición de empresario, para no decir nada de los otros empresarios locales o extranjeros que sacarían partida de la paralización que impone el cumplimiento del acuerdo mencionado.

En otro orden de cosas, se ha sostenido que para reactivar la actividad mercantil resulta indispensable decretar aumentos de salarios porque -se continúa diciendo- de este modo aumentará el poder adquisitivo de las masas con lo cual se incrementarán sus compras que, a su turno, permitirán que las empresas vendan más, ganen más y así sucesivamente. El punto de partida de este razonamiento es equivocado. Al decretar aumentos de ingresos y salarios sobre el nivel del mercado el resultado inexorable es el desempleo con lo que no sólo se perjudica a los empleados sino al mercado en su conjunto debido a que dispondrá de una fuerza laboral conjunta menor.

Por último se ha dicho que quienes ganan más deberán pagar mayores salarios. Dejando de lado que esto es lo que habitualmente ocurre debido a que las empresas más sólidas seleccionan el personal más capacitado, el razonamiento en cuestión conduce a que quienes tienen más, deben pagar más por los bienes y servicios que adquieren. Esto implica que el precio del pan para el millonario no debería ser lo mismo que para el pobre, etc. etc. Esta forma de ver las cosas se traduce en la nivelación de rentas y patrimonios, situación en la que la desigualdad dejaría de jugar el rol vital que desempeña en el mercado.

La desigualdad de rentas y patrimonios en una sociedad abierta implica posiciones relativas según sea la capacidad para servir al prójimo. La administración de los siempre escasos factores de producción deberá estar en manos de quienes mejor sirven los intereses de los consumidores. Conviene otra vez subrayar que donde existen privilegios la desigualdad de rentas y patrimonios no refleja la eficiencia de cada cual para servir al prójimo sino la capacidad del lobby o, si se quiere, la capacidad para explotar al prójimo.

La redistribución de ingresos tendiente a la nivelación produce necesariamente dos efectos: en primer término desaparece la producción de quienes podrían producir arriba de la línea de nivelación pero se abstienen de hacerlo porque saben a ciencia cierta que serán expoliados. En segundo término, quienes se encuentran bajo la aludida marca no se esforzarán por llegar a ella puesto que esperarán que se los redistribuya por la diferencia; redistribución que nunca llegará debido a la caída en la productividad que opera en el primer punto que hemos señalado. Como ha dicho el premio Nobel en economía James M. Buchanan, no hay otro criterio que el del mercado para establecer la eficiencia: “Si no hay criterio obje­tivo para el uso de recursos que pueda aplicarse a la ob­tención de resultados como medida indirecta de com­pro­bar la eficacia del proceso de intercambio, entonces, mientras el intercambio se mantenga abierto y se excluya el fraude y la violencia, el acuerdo a que se llega es, por definición, eficiente”[14].

Se suele hacer un correlato entre la selección de las especies en el reino animal y vegetal y el proceso de selección cultural. A este paralelo se lo ha denominado “darwinismo social”. Esta extrapolación es del todo improcedente: en una sociedad abierta los más fuertes transmiten su fortaleza los más débiles debido a la externalidad positiva que implican tasas crecientes de capitalización, al contrario de lo que sucede con el darwinismo propiamente dicho donde el más fuerte elimina al más débil.

Muchas de las posturas intervencionistas en el mercado adhieren explícita o implícitamente a lo que ha dado en llamarse “socialismo de mercado”[15]. Esta corriente de pensamiento que ha producido una amplia bibliografía, básicamente parte de la premisa que es posible recurrir al mercado para producir y que es necesario recurrir al socialismo para distribuir. Debemos señalar que producción y distribución son dos caras de un mismo proceso. La distribución es la contracara de la producción. En el mismo momento que se produce se asigna la producción a su titular (es decir, se distribuye). Muchos textos de economía han contribuido a este malentendido separando capítulos de producción y distribución como si se tratara de dos fenómenos independientes.

Hace no mucho tiempo me invitó a almorzar el presidente de un banco extranjero de primera línea. Con la mejor buena voluntad me dijo que lo importante era producir “la torta” y luego se podría ver cómo se distribuía “con criterio social”. En esa oportunidad le manifesté que no tenía la suficiente confianza con él y no sabía cuál era el volumen de sus honorarios pero le sugería hacer juntos un ejercicio práctico. Le dije que supusiéramos que el mes entrante yo le dijera que tratara de crear “la torta” más grande posible pero que a fin de mes yo me ocuparía de reasignar sus honorarios. Lo invité a conjeturáramos qué pasaría con la susodicha torta durante el mes entrante: la respuesta es clara, sencillamente no se fabricará. Por esto es que resulta técnicamente más apropiado recurrir a la expresión “redistribución” puesto que en realidad significa que se vuelve a distribuir coactivamente lo que ya había distribuido pacíficamente el mercado. Pero lo realmente importante de esta decisión política es que al asignar en áreas distintas de las que lo hubiera hecho el proceso de mercado según sea la productividad, se termina por reducir ingresos y salarios en términos reales, muy especialmente el de los marginales y más necesitados. En lugar de permitir las capitalizaciones máximas para, a su vez, permitir que entren al mercado los marginales, se procede de modo tal de que no sólo se obstaculiza esto último sino que se amplía la franja de marginales que se eliminan del mercado.

En algunas ocasiones con la intención de fundamentar la política tendiente a la nivelación se recurre a una metáfora tomada del deporte. Se dice que todos deben tener la misma posibilidad en el momento de la largada en la “carrera por la vida” y que no es justo que unos tengan posiciones más favorecidas que otros por el solo hecho de haber nacido en el seno de familias pudientes. A partir de ese momento, se continúa diciendo, quienes son más eficientes se ubicarán primeros en la mencionada carrera. Pero como ha señalado, entre otros, Anthony de Jasay[16], esta metáfora resulta contradictoria puesto que si se nivela en la largada se deberá nivelar también en la llegada ya que el esfuerzo que hace cada uno en su carrera por la vida lo hace motivado también por la idea de transferir sus logros a sus descendientes. Pero en el punto de llegada, al final de la vida, cuando se está por entregar la posta a la próxima generación se vuelve a repartir con el mismo argumento que se esgrimió en el punto de largada.

Tal vez todo este enfoque parta del supuesto tácito que la riqueza es una concepción estática. Que se trata de un procedimiento de suma cero: lo que gana uno lo pierde el otro. Esta era, precisamente, la concepción de Montaigne[17]. Por esto es que esta concepción se denomina “el Dogma Montaigne”. Este dogma sostiene que la riqueza de los ricos es consecuencia de la pobreza de los pobres o, dicho de otro modo, la pobreza de los pobres es debida a la riqueza de los ricos. Montaigne se imaginaba que en toda transacción quien recibe dinero se enriquece a expensas de quien lo entrega, dejando de lado el lado no monetario de la transacción sin percibir que cuando alguien adquiere un bien es porque le otorga mayor valor a ese bien que el dinero que entregó a cambio.

Ningún contador en su sano juicio establecería un ranking de riquezas según el grado de liquidez de las diversas personas o empresas. De lo que se trata es el patrimonio neto. La persona más rica puede no tener nada en caja y bancos y la que tiene más abultado ese rubro puede estar en la quiebra. Esta concepción falaz de Montaigne y sus continuadores es en gran medida responsable de sostener que en el comercio exterior lo importante es sacar la mayor cantidad de bienes y servicios de un país y, con el producido, importar lo menos posible. Con este razonamiento no se percibe que lo que en realidad conviene es exportar lo menos posible en cantidades físicas al mayor valor posible a los efectos de importar la mayor cantidad de bienes y servicios puesto que las exportaciones son el costo de la importación, del mismo modo que nuestro trabajo es el costo que debemos realizar para obtener lo que en definitiva necesitamos.

Buena parte de la visión redistribucionista está basada en la igualdad de oportunidades. Resulta de trascendental importancia señalar que dada la diversidad de talentos y de características generales del ser humano, naturalmente, en una sociedad abierta, las oportunidades son distintas. Las oportunidades de jugar al tenis no son las mismas para el lisiado que para el atleta. Las oportunidades de comprar cosas no son las mismas para el rico que para el pobre, etc. etc. En rigor, si se estableciera la igualdad de oportunidades, necesariamente la gente tendría derechos distintos. Lo importante de mantener en una sociedad abierta es la igualdad de derechos (habitualmente conocida como “igualdad ante la ley”). En otros términos, la igualdad es ante es la ley y no mediante la ley. Una sociedad abierta apunta a que la gente tenga más oportunidades pero nunca iguales.

Sin duda que las innovaciones tecnológicas y de todo tipo producen cambios que, a su vez, se traducen en reasignaciones de recursos humanos y materiales. Es que la vida es una transición permanente: o nos quedamos estáticos y abolimos el progreso o cambiamos. El progreso es cambio. No resulta posible pretender el progreso y, al mismo tiempo, oponerse al cambio. Es posible que todos preferiríamos acogernos a los beneficios del progreso con la condición que otros cambien sin que a uno lo afecte el cambio, pero eso no resulta posible: si todos actuaran del mismo modo el estancamiento sería el resultado inexorable. Debemos tener en cuenta que se dificulta enormemente las etapas de las transiciones si se malasignan recursos puesto que esto compromete los ingresos y salarios de la gente, y muy especialmente de la más necesitada.

Estas conclusiones que estamos exponiendo no son solamente para el largo plazo, se trata de efectos que se suceden de modo inmediato, es decir, en la misma generación de las personas que tienen problemas. La malasignación de factores productivos consecuencia del redistribucionismo aparentemente resuelve problemas en el corto plazo pero, en última instancia, los agrava. Pongamos un ejemplo distinto para ilustrar este problema. Supongamos que en un momento dado observamos gente (como de hecho existe) que tiene problemas graves de salud pero que no puede acceder al antibiótico reparador. Hay la tendencia a sugerir que se establezcan precios máximos a los laboratorios farmacéuticos para que la gente pueda acceder a los remedios que necesita y, de ese modo, evitar las angustias que crean los problemas de salud.

Si se establecen precios máximos sucederán las siguientes consecuencias: en primer término, si sacamos una fotografía del instante en que se establece el precio máximo, dado que el precio bajó, habrá más gente que pueda acceder a esos medicamentos pero no por ello aumentó la cantidad ofrecida, por tanto, se producirá una escasez artificial. Esta situación es consecuencia de que hay más gente que demanda (es decir tiene la necesidad más el poder de compra) pero no hay suficiente cantidad de productos en el mercado. En segundo término, los productores marginales tenderán a retirarse del mercado con lo cual se agudizará la escasez artificial y, por último, los indicadores de mercado mostrarán artificialmente que otras áreas son más atractivas en detrimento de los productos de los laboratorios farmacéuticos. En otros términos, las posiciones relativas de los márgenes operativos harán aparecer como más atractivas áreas que no son tan urgentes, con lo cual se desperdician factores productivos y, sobre todo, se compromete severamente la salud de un mayor número de personas.

La forma de hacer de apoyo logístico a la capitalización para ayudar a los más necesitados y de mitigar y, a veces, resolver problemas críticos es a través de la benevolencia lo cual implica caridad, beneficencia y apostolado. Implica solidaridad con los dolores del prójimo. Pero debe resultar claro que la caridad se realiza con recursos propios y voluntariamente. Si arrancamos billeteras y carteras de otros para entregárselas a terceros no estamos realizando un acto de caridad sino un atraco. Esto no cambia por el hecho de que lo realice el aparato institucional de la fuerza. El llamado “estado benefactor” es una contradicción en términos. Con esta terminología se degrada el significado de la beneficencia. Los llamados “estados benefactores” han producido dos efectos centrales: en primer lugar al succionar recursos de la gente se hace más difícil ayudar a otros y, en segundo lugar, la gente termina pensando que es función del gobierno el ayudar al prójimo. De esta forma se tiende a la reiterada utilización del plural en lugar de cada uno mirar qué es lo que está haciendo concretamente para ayudar al prójimo. Incluso se ha llegado al dislate de aludir a la “solidaridad internacional” recurriendo a agencias internacionales de los gobiernos para transferir fondos de una región a otra. El origen de dichos recursos es siempre el hechar mano coactivamente a los recursos de los contribuyentes para, muchas veces, entregar los fondos a otros gobiernos o realizar préstamos a más largo plazo y a una tasa de interés más baja que la del mercado con lo que, en las dos situaciones, en general se estimula a gobernantes intervencionistas que continúen con su política destructiva especialmente para los intereses de los más necesitados con lo que aumenta la fuga de los mejores cerebros y la fuga de capitales que son reemplazados por recursos obtenidos por la fuerza a ciudadanos de otros lares.

El liberalismo es condición necesaria aunque no suficiente para la actualización de las potencialidades del ser humano en busca del bien. El liberal qua liberal limita su esfuerzo a que no se recurra a la fuerza agresiva. Sostiene que la fuerza debe utilizarse solamente con carácter defensivo. Por más que tenga concepciones distintas de otras personas, considera que todos deben ser respetados de modo irrestricto. Solamente se debe recurrir a la fuerza cuando hay lesión de derechos. Como es sabido a todo derecho corresponde una obligación. Si una persona gana mil, existe la obligación universal de respetar esos mil. Pero si una persona que gana mil considera que tiene “derecho” a dos mil, esto significa que otros tendrían la obligación de proporcionarle la diferencia. Este es el caso de un pseudoderecho puesto que no se puede otorgar sin lesionar derechos de otros. Lamentablemente muchas Constituciones modernas se han convertido en catálogos de aspiración de deseos o pseudoderechos. Así se habla del derecho a la vivienda digna, a una buena educación, a una dieta balanceada, a la felicidad, a la recreación, etc. etc. Por las razones antes apuntadas, estos pseudoderechos, al lesionar el derecho, perjudican gravemente a los más necesitados aunque la intención sea la de favorecerlo.

Entonces, si el liberalismo es condición necesaria pero no suficiente para la realización del ser humano, resulta de gran importancia recurrir a todos los canales persuasivos que estén al alcance de las personas para, a través del consejo, mostrar a las personas la conveniencia de la virtud. En este sentido, deben jugar un papel trascendente las iglesias. En este contexto, no debe confundirse el significado de la pobreza. Con afirmaciones tales como la que sostiene que “la iglesia es para los pobres” puesto que de allí se siguen dos consecuencias. La primera es que resultaría contradictorio el llamado a la caridad y la ayuda al prójimo puesto que, en aquel supuesto, lo conveniente sería mantenerse en la pobreza. Cualquier ayuda al prójimo “lo contaminaría” ya que tendería a sacarlo de la pobreza. La segunda consecuencia de sostener que la iglesia es para los pobres es que debería dedicarse a los ricos ya que los primeros estarían salvados.

Ayuda a aclarar el concepto de pobreza algunas citas bíblicas: “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo V-3) fustigando al que anteponga lo material al amor de Dios, en otras palabras, al que “no es rico a los ojos de Dios” (Lucas XII-21). En la Enciclopedia de la Biblia[18] editada en seis tomos bajo la dirección técnica de los profesores de la Universidad de Barcelona, R.P. Sebastián Bartina (catedrático de Ciencias Bíblicas), R.P. Alejandro Díaz Macho (profesor de lengua hebrea) y bajo la supervisión general del Arzobispo de Barcelona, leemos que “Fuerzan a interpretar la bienaventuranza de los pobres de espíritu, en sentido moral de renuncia y desprendimiento interior de las riquezas”[19]. Y más adelante, en la misma obra, se insiste que “La clara fórmula de Mateo -bienaventurados los pobres de espíritu- da a entender que ricos o pobres, lo que han de hacer es despojarse interiormente de toda riqueza mediante la omnipotente ayuda de Dios y según los deseos de Cristo y, convencidos de la propia debilidad, confiar únicamente en él”[20].

Por otra parte, en el Apocalipsis (XII-9) se dice “Conozco tu tribulación y tu pobreza -aunque eres rico- y las calumnias de los que se llaman judíos sin serlo y son en realidad una sinagoga de Satanás” y en Proverbios (11-18) leemos que “Quien confía en su riqueza ése caerá”. También en Salmos (62-11) se afirma que “A las riquezas, cuando aumenten, no apeguéis el corazón”. En la Biblia con el concepto de pobreza “se recalca entonces la actitud del alma y la disposición interior”[21]. En el Deuteronomio (VIII-18) leemos la advertencia siguiente: “Acuérdate que Yavé, tu Dios, es quien te da la fuerza para que te proveas de la riqueza”. Y en 1 Timoteo V-8 se nos dice que “Si alguno no provee para los que son suyos, y especialmente para los que son miembros de su casa, ha repudiado la fe y es peor que una persona sin fe”. En esa parábola del joven rico se muestra cómo ese rico optó por lo material en lugar de Dios (Marcos X-24, 25, 28 y 29) ya que “Nadie puede servir a dos señores” (Mateo VI-24). En la parábola del joven rico, tantas veces tergiversada, conviene destacar que para aclararle la idea a sus discípulos Jesús dice “¡Cuán difícil es para los que confían en las riquezas entrar en el reino de Dios!” (Marcos X-24) y a continuación concluye “Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja que no entrar un rico semejante en el reino de Dios”[22].

Resulta de gran importancia percatarse que dos de los mandamientos se refieren a la propiedad: no robar y no codiciar los bienes ajenos. La aludida Enciclopedia enseña que “La propiedad, concepto jurídico derivado del legítimo dominio, aparece en la Biblia como inherente al hombre”[23] y que “Los Hechos de los Apóstoles refieren a la que los fieles vendían sus haciendas para provecho de todos, pero no hacen de tal conducta - que sus consecuencias fueron catastróficas, ya que hizo de la Iglesia Madre una carga para las demás iglesias - una norma, y menos pretende condenar la propiedad particular”[24].

Cuando algunas iglesias aluden al “capitalismo salvaje”, se pone de manifiesto que no se comprende el significado del capitalismo que se basa en el respeto a los derechos de las personas. Los abusos no son consecuencia del capitalismo sino de la falta de capitalismo, del mismo modo que cuando se habla de la Inquisición, de la vida licenciosa de algunos Papas o del caso Galileo[25] o cuando Santo Tomás de Aquino -a pesar de sus notables contribuciones filosóficas- recomendaba la quema de los herejes[26], no son manifestaciones de un “cristianismo salvaje” sino de ausencia de cristianismo.

En este contexto, resulta de gran importancia recordar una declaración de la Comisión Teológica Internacional de la Santa Sede[27]: “De por sí, la teología es incapaz de deducir de sus principios específicos normas concretas de acción política; del mismo modo, el teólogo no está habilitado para resolver con sus propias luces los debates fundamentales en materia social [...] Las teorías sociológicas se reducen de hecho a simples conjeturas y no es raro que contengan elementos ideológicos, explícitos o implícitos, fundados sobre presupuestos filosóficos discutibles o sobre una errónea concepción antropológica. Tal es el caso, por ejemplo, de una notable parte de los análisis inspirados por el marxismo y el leninismo. Si se recurre a análisis de ese género, ellos no adquieren suplemento alguno de certeza por el hecho de que una teología los inserte en la trama de sus enunciados”.

En resumen y para concluir, toda persona de bien desea el mayor bienestar y justicia para todos. No hay debates sobre las metas, de lo que se trata es de comprender cuáles son los caminos idóneos para lograr aquellos objetivos. El voluntarismo, la soberbia y la presunción del conocimiento es lo que tiende a establecer ingenierías sociales y otros pretendidos diseños del ser humano sin comprender la sabiduría del orden natural y el significado de la libertad y la responsabilidad individual. Como es sabido, la expresión “moral” no tiene sentido sin libertad. En esta instancia del proceso de evolución cultural donde queda establecido el monopolio de la fuerza, el liberalismo está indisolublemente unido a la división horizontal de poderes, a la independencia de la justicia y a todos los contralores administrativos necesarios para fraccionar y limitar el poder político. A diferencia de la teoría del “filósofo rey” propiciada por Platón, la sociedad abierta “a la Popper” establece marcos ético-institucionales para que los gobernantes hagan el menor daño posible y se encuentren embretados al cumplimiento de su misión específica de la protección del derecho de todos los que viven en su jurisdicción. Más aún, las subdivisiones jurisdiccionales y las consiguientes naciones, siempre desde la perspectiva de la sociedad abierta, sólo tienen sentido para evitar los riesgos del abuso de poder de un gobierno universal. Como ha dicho Robert Nozick[28] los partidarios de la libertad toman seriamente el imperativo categórico kantiano de que nadie debe usar como medio a otros para sus propios fines.

Definido en abstracto el liberalismo como el respeto irrestricto del prójimo es frecuentemente aceptado pero, cuando se tratan temas concretos, la falta de respeto y el consecuente desvío de los postulados liberales se hacen evidentes. Tal vez el ejemplo más claro de esto último sea el tema educativo: no parece comprenderse la importancia decisiva de la competencia en esta materia y, en la mayor parte de los casos, se sigue insistiendo que un “comité de sabios” debe imponer programas y bibliografías a sus conciudadanos en lugar de abrir las puertas de par en par para que entre mucho oxígeno en un proceso evolutivo que requiere de contrastes y alternativas muy diversas para atender la diversidad de potencialidades y de vocaciones de personas que habitualmente son tratadas como una masa de carne y de producción en serie[29]. Este es sólo un ejemplo de la falta de respeto: con la intención de resolver la mayor parte de los problemas habitualmente se propone recurrir a la fuerza manejando la vida y la hacienda del prójimo como si se tratara de una pertenencia personal del gobernante de turno.

Las libertades no se arrancan de una sola vez ni comienzan por sustracciones decisivas, es un proceso lento de acostumbramiento y anestesia. El parámetro para medir el resultado final de la invasión gubernamental en las vidas privadas es, como se ha mencionado, el gasto público y su participación en la renta nacional. Antes de la primera guerra dicha participación era entre el 2 y el 5 porciento en los países civilizado y más prósperos de la tierra, hoy en día navegamos entre el 30 y el 50 porciento[30]. Somos en este sentido como siervos de la gleba con la diferencia de que muchas veces recibimos inseguridad a cambio. Me ha parecido útil cerrar este breve ensayo con una cita de Alexis de Tocqueville a los efectos de estar alerta de lo que podría bautizarse como el efecto anestesia (o el atropello gradual): “Se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin poseer la otra”.[31]
Por Alberto Benegas Lynch (h)
El texto fue escrito para la revista “Contribuciones”, de la Fundación Adenauer de Argentina y gentilmente cedido a los Especiales de LiberPress para su reproducción por el autor.

[1] Indagación acerca de la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones (Madrid: Editorial Aguilar, 1961) p. 468, [1776]. En el mundo hispanoparlante, la primera vez que se recurrió al término “liberal” fue durante las sesiones de las Cortes de Cádiz, en 1812.
[2] Marjorie Grice-Hutchinson, The School of Salamanca (Oxford: Clarendon Press, 1952) y, de la misma autora, Early Economic Thought in Spain (Londres: Allen & Unwin, 1975).
[3] Principles of Economics (South Holland, Illinois: The Free Press, 1950) [1870] y Capital and Interest (South Holland, Illinois: Libertarian Press, 1959) tres volúmenes, [1884] respectivamente.
[4] Después de un seminario en el que participé en la Universidad de Boston -organizado por Peter L. Berger- se publicó un libro titulado El desafío neoliberal (Santa Fe de Bogotá: Grupo Editorial Norma, 1992) en el que aparecieron trabajos de Eduardo Mayora, Octavio Paz, Arturo Fontaine Talavera, Barry Levine, Mario Vargas Llosa, Andrés Van Der Horst y otros (mi ensayo se tituló “La propuesta liberal: los intelectuales y la polí­tica”, p. 455 y ss). El título del libro suscitó airadas protestas ante los edi­tores debido a que se había recurrido a la expresión “neoliberal”; la expli­cación que se nos dio fue que la editorial consideró necesario independizar la obra respecto de la conducta del Partido Liberal de Colombia.
[5] Vid. K. R. Popper Introducción, Conjectures and Refutations (Londres: Routledge & Kegan Paul, 1972).
[6] Ver Alberto Benegas Lynch (h) Prefacio, Poder y razón razonable (Buenos Aires: Editorial El Ateneo, 1991).

[7] Vid. Ludwig von Mises Human Action: A Treatise on Economics (Yale University Press, 1963) cap. XXVI [1949] y Alberto Benegas Lynch (h) Fundamentos de análisis económico (Buenos Aires: Abeledo-Perrot, onceava edición, 1994) p. 183 y ss [1972].
[8] Thomas Sowell A Conflict of Visions (New York: William Morrow & Co, 1987) p. 68 y ss.
[9] Bruno Leoni Freedom and the Law (Los Angeles, CA: Nash Pub, 1992) cap. 5 [1961].
[10] Friedrich A. Hayek “Competition as a Discovery Procedure” New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of Ideas (The University of Chicago Press, 1978) [1968].
[11] Véase, por ejemplo, F. A. Hayek (ed.) Capitalism and the Historians (University of Chicago Press, 1954), Norman J. G. Pounds Hearth and Home: A History of Material Culture (Indiana University Press, 1989) esp. cáp. VI y C. G. Hanson (ed.) The Long Debate on Poverty (Londres: The Institute of Economic Affairs, 1974).
[12] Alberto Benegas Lynch (h) Fundamentos... op. cit., p. 354 y ss.
[13] Indagación acerca..., op. cit., Libro I, cap. XI, Parte III.
[14] “Rights, Efficiency and Exchange: The Irrelevance of Transaction Costs”, Liberty, Markets and State (New York: New York University Press, 1985) p. 95 [1983]. El análisis de Buchanan de la eficiencia “[...] se eleva o sube un escalón más y se ubica en el plano de las instituciones o las normas”, loc. cit.
[15] Véase Alberto Benegas Lynch (h) Socialismo de mercado: ensayo sobre un paradigma posmoderno (Rosario: Fundación Libertad, 1997).
[16] Libertas, N° 14, Año VIII, mayo de 1991.
[17] Michel Montaigne Ensayos (Barcelona: Ediciones Atalaya, 1994) # 22 [1588].
[18] Barcelona: Ediciones Garriga, 1963.
[19] Vol. VI, p. 1145.
[20] Vol. VI, p. 240-241.
[21] Enciclopedia... op. cit., vol. V, p. 1144.
[22] La cursiva es del texto, El Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, Imprimatur Monseñor Antonio Rocca, Vicario General, 1928.
[23] Vol. V, p. 1294.
[24] Loc. cit. véase también Alberto Benegas Lynch (h) “Algunas reflexiones sobre el liberalismo y el cristianismo” (México: Instituto de Integración Iberoamericana, 1982).
[25] En este sentido véase Luigi Accattoli Quando il Papa Chiede Perdono: Tutti Mea Culpa di Giovanni Paolo II (Milán: Arnoldo Mondadori, 1997)
[26] Suma Teológica (Buenos Aires: Club de Lectores, 1988) q. XI, art. III, tomo IX, p. 158-9 [circa 1266]: “La herejía es un pecado por el que merecieron no sólo ser separados de la Iglesia por la excomunión, sino también ser excluidos del mundo por la muerte [...Los] convictos de herejía pueden no sólo ser excomulgados sino también justamente muertos”.
[27] “Declaración sobre la promoción humana y la salvación cristiana”, 30 de junio de 1977.
[28] Anarchy, State and Utopia (New York: Basic Books, 1974) p. 28-33.
[29] Vid. Alberto Benegas Lynch (h) “Education in an Open Society” An Austrian in France - An Autrichien en France. Festschrift in honour of Jacques Garello - Essais rédigés en l’honneur de Jacques Garello (Torino: La Rosa Editore, 1997), Kurt Leube, Angelo M. Petroni y James Sadowsky, eds.
[30] Véase Gordon Tullock “Government Growth”, Taiwan Journal of Political Economy, vol. II, 1991.[31] La democracia en América (México: Fondo de Cultura Económica, 1957) p. 635 [1835].