lunes, 28 de febrero de 2011

Confesiones de un liberal de derechas

[Esta pieza clásica apareció en Ramparts, VI, 4. 15 de junio de 1968. Fue la culminación de una tendencia ideológica que empezó unos pocos años antes cuando libertarios coherente, liderados por Rothbard, sintieron un distanciamiento de la derecha estadounidense debido a su apoyo al militarismo, el poder policial y ele stado corporativo. Aquí Rothbard presenta una justificación de por qué el y los demás se habían dado cuenta, en 1968,al renunciar a la derecha como un movimiento viable de reforma hacia la libertad, de que la derecha estaba descaradamente del lado del poder y por tanto desarrollaba una historiografía intelectual alternativa. La relavancia de este ensayo en nuestros tiempos apenas necesita explicación, dado el historial respecto de la libertad del presidente republicano, el congreso y el poder judicial, por no hablar de los medios de comunicación conservadores y de derechas]


Hace veinte años, yo era un republicano de extrema derecha, un joven y solitario “neandertal” (como solían llamarnos los liberales) que creía, como decía mordazmente un amigo, que “el senador Taft se había vendido a los socialistas”. Hoy es más probable que se me califique como extremista de izquierdas, ya que estoy a favor de una retirada inmediata de Vietnam, denuncio el imperialismo de EEUU, defiendo el Black Power y me acabo a afiliar al nuevo Partido de la Paz y la Libertad. ¡Y aún así mis opiniones políticas básicas no han cambiado lo más mínimo en estas dos décadas!

Es evidente que algo va muy mal en las viejas etiquetas, en las categorías de “izquierda” y “derecha” y en las formas en que normalmente se aplican estas categorías a la vid apolítica estadounidense. Mi odisea personal no importa: lo importante es que si puedo moverme de la “extrema derecha” a la “extrema izquierda” simplemente quedándome en mi sitio, deben haberse producido cambios drásticos aunque no reconocidos a lo largo del espectro político estadounidense en la última generación.

Me uní la movimiento de la derecha (por dar un nombre formal a un grupo muy laxo e informal de asociaciones) como joven universitario poco después de la Segunda Guerra Mundial. No había dudas de dónde estaba la derecha intelectual de entonces respecto del militarismo y el servicio militar: se oponía a ellos como instrumentos de esclavitud y muerte masivas. El servicio militar, de hecho, se consideraba mucho peor que otras formas de control e incursión estatista, pues mientras éstas solo se apropiaban de la parte de la propiedad del individuo, el servicio militar, como la esclavitud, tomaba su posesión más valiosa: su propia persona. Día tras día, el veterano periodista John T. Flynn (a veces alabado como liberal y luego condenado como reaccionario sin ningún cambio importante en sus opiniones) arremetía implacablemente en la prensa y el la radio contra el militarismo y el servicio militar. Incluso el periódico de Wall Street, el Commercial and Financial Chronicle, publicó un largo ataque contra la idea del servicio militar.

Todas nuestras posturas políticas, del libre mercado en economía a la oposición a la guerra y el militarismo, derivaban de nuestra profunda creencia en la libertad individual y nuestra oposición al estado. De forma simplista, adoptábamos la visión habitual del espectro político: “izquierda” significaba socialismo, o poder total del estado; cuanto más a la “derecha” íbamos menos se favorecía al gobierno. Así que nos calificábamos a nosotros mismos como “derechistas extremos”.


Originalmente, nuestros héroes históricos eran gente como Jefferson, Paine, Cobden, Bright y Spencer, pero a medida que nuestras opiniones se hacían más puras y consistentes, abrazamos a semi-anarquistas, como el voluntarista Auberon Herbert y los anarquistas individualistas estadounidenses Lysander Spooner y Benjamin R. Tucker. Uno de nuestras grandes héros intelectuales era Henry David Thoreau, y su ensayo “Desobediencia civil” una de nuestras estrellas polares. El teórico de derechas Frank Chodorov dedicó todo un número de su revista mensual, Analysis, a un elogio a Thoreau.

En relación con el resto del escenario político estadounidense, por supuesto sabíamos que la extrema derecha del Partido Republicano no estaba compuesta por individualistas antiestatistas, pero estaban suficientemente cerca de nuestra posición como para hacernos sentir parte de un frente unido cuasilibertario. Bastante para que nuestras ideas estuvieran presentes entre los miembros más extremistas del ala de Taft del Partdo Republicano (mucho más que las del propio Taft, que estaba entre los más liberales de esa ala) y en organismos como el Chicago Tribune como para hacer que nos sintiéramos a gusto con este tipo de alianza.

Es más, los republicanos de la derecha fueron grandes opositores a la Guerra Fría. Valientemente, los republicanos derechistas extremos, que eran particularmente fuertes en la Cámara, luchaban contra el servicio militar, la OTAN y la Doctrina Truman. Pensemos, por ejemplo, en el representante de Omaha, Howard Buffett, director de campaña de Taft en el Medio oeste en 1952. Era uno de los más extremos de los extremistas, describiendo una vez a la nación como “un joven capaz cuyas ideas se han fosilizado trágicamente”.

Llegué a conocer a Buffett como un genuino y razonado libertario. Al atacar la Doctrina Truman en el Congreso, declaró: “Aunque fuera deseable, Estados Unidos no es lo suficientemente fuerte como para ser policía del mundo mediante fuerza militar. Si se intentara, las bondades de la libertad se verían reemplazadas por la coacción y la tiranía domésticas. Nuestros ideales cristianos no pueden exportarse a otras tierras con dólares y armas”.

Cuando llegó la Guerra de Corea, casi toda la vieja izquierda, con la excepción del Partido Comunista, se sometió a la mística global de las Naciones Unidas y la “seguridad colectiva contra la agresión” y respaldó la agresión imperialista de Truman en esa guerra. Incluso Corliss Lamont respaldó la postura estadounidense en Corea. Solo los republicanos derechistas extremos continuaron batallando contra el imperialismo de EEUU. Fue el último gran arranque de la vieja derecha de mi juventud.

Howard Buffett estaba convencido de que Estados Unidos era en buena parte responsable del estallido del conflicto en Corea; durante el resto de su vida trató infructuosamente de que el Comité de Servicios Armados del Senado desclasificara el testimonio del jefe de la CIA, el almirante Hillenkoeten, que Buffett me dijo que establecía la responsabilidad estadounidense del estallido coreano. El último movimiento aislacionista conocido se produjo en diciembre de 1950, después de que las fuerzas chinas echaran a los estadounidenses del Corea del Norte. Joseph P. Kennedy y Herbert Hoover realizaron dos rotundos discursos uno detrás de otro pidiendo la evacuación estadounidense de Corea. Como dijo Hoover: “Comprometer a las dispersas fuerzas sobre el terreno de las naciones no comunistas en una guerra territorial contra esta masa territorial comunista [en Asia] sería una guerra sin victoria, una guerra sin una terminación política con éxito (…) que sería la tumba de millones de jóvenes estadounidenses” y el agotamiento de estados Unidos. Joe Kennedy declaró que “si partes de Europa o Asia desean ser comunistas y incluso tienen ofensivas comunistas contra ellas, no podemos detenerlas”.

A esto respondió The Nation con la típica acusación liberal de comunismo: “La línea que están fijando para su país podría hacer que suenen las campanas en el Kremlin como nunca desde el triunfo de Stalingrado”; y la New Republic mostraba realmente a Stalin avanzando “hasta que la camarilla estalinista en la Tribune Tower pueda mostrar en triunfo la primera edición comunista del Chicago Tribune”.

El principal catalizador para transformar a la base de la derecha de un movimiento aislacionista y casi libertario en uno anticomunista fue probablemente el “macarthismo”. Antes de que el senador Joe McCarthy iniciara su cruzada anticomunista en febrero de 1950, no se le había asociado particularmente con el ala derecha del Partido Republicano; por el contrario, su historial era liberal y centrista, estatista en lugar de libertario.

Además, las acusaciones de comunismo y la "caza de brujas" anticomunista fueron iniciados originalmente por los liberales e incluso tras McCarthy los liberales fueron los más eficaces en este juego. Después de todo, fue la liberal Administración Roosevelt la que aprobó la Ley Smith, usada primero con trotskistas y aislacionistas durante la Segunda Guerra Mundial y luego contra los comunistas tras la guerra; fue la liberal Administración Truman la que instituyó los controles de lealtad; fue el eminentemente liberal Hubert Humphrey el que patrocinó la cláusula de la Ley McCarran de 1950 que amenazaba con campos de concentración a los “subversivos”.


Sin embargo McCarthy no solo cambió el enfoque de la derecha hacia la caza del comunista. Su cruzada también atrajo a la derecha una nueva base. Antes de McCarthy. El caladero de la derecha era el Medio Oeste aislacionista de pequeños pueblos. El macarthismo atrajo al partido una masa de católicos urbanos de la costa este, gente cuya opinión de la libertad individual era, en caso de tenerla, negativa.

Si McCarthy fue el principal catalizador para movilizar la base de la nueva derecha, el principal instrumento ideológico de la transformación fue la lacra del anticomunismo, y los principales portadores fueron Bill Buckley y National Review.

En sus primeros tiempos, al joven Bill Buckley le gustaba a menudo referirse a sí mismo como un “individualista”, a veces incluso como un “anarquista”. Pero todos estos ideales libertarios, mantenía, tenían que quedar en total suspenso, solo propios de charlas de salón, hasta que la gran cruzada contra la “conspiración comunista internacional” hubiera llegado a concluirse con éxito. Así, ya en enero de 1952, advertí con desasosiego un artículo que escribió Buckley para Commonweal, “A Young Republican's View”.

Empezaba el artículo de una manera espléndidamente libertaria: nuestro enemigo, afirmaba, era el estadio, que, citando a Spencer, se “engendraba de la agresión y por la agresión”. Pero luego aparecía el gusano de la manzana: tenía que llevarse a cabo la cruzada anticomunista. Buckley continuaba apoyando “las leyes fiscales extensivas y productivas que se necesitan para apoyar una vigorosa política exterior anticomunista”; declaraba que la “hasta ahora invencible agresividad de la Unión Soviética” amenazaba inminentemente la seguridad estadounidense y que por tanto “tenemos que aceptar el Gran Gobierno mientras durara, pues ninguna guerra ofensiva ni defensiva puede realizarse (…) excepto a través de instrumento de una burocracia totalitaria dentro de nuestros márgenes”. Por tanto, concluía (en plena Guerra de Corea), todos debemos apoyar “grandes ejércitos y fuerzas aéreas, la energía atómica, la inteligencia centralizada, los comités bélicos de producción y la correspondiente centralización del poder en Washington”.

La derecha, nunca organizada, no tenía demasiados órganos de opinión. Por tanto, cuando Buckley fundó National Review a finales de 1955, sus eruditos, ingeniosos y claros editoriales y artículos le hicieron fácilmente la única revista políticamente relevante de la derecha estadounidense. Inmediatamente empezó a cambiar radicalmente la línea ideológica de la derecha.

Un elemento que dio un especial fervor y conocimiento a la cruzada contra el comunismo fue la prevalencia de excomunistas, excompañeros de viaje y extrotskistas entre los escritores a quienes National Review dio preeminencia dentro de la escena de la derecha. A estos exizquierdistas les consumía un odio eterno por su antiguo amor, junto con la pasión por concederle una enorme importancia a sus años aparentemente perdidos. Casi toda la generación más antigua de escritores y editores de National Review había sido importante en la vieja izquierda. Algunos nombres que me vienen a la mente son: Jim Burnham, John Chamberlain, Whittaker Chambers, Ralph DeToledano, Will Herberg, Eugene Lyons, J. B. Matthews, Frank S. Meyer, William S. Schlamm y Karl Wittfogel.


Una idea de la actitud mental de esta gente aparecía en una carta reciente que recibí de uno de los más libertarios de este grupo: admitía que mi postura en oposición al servicio militar era la única coherente con los principios libertarios, pero, decía, no podía olvidar los desagradable que era la célula comunista en la revista Time en la década de 1930. ¡El mundo se derrumba y aún así esta gente sigue enredada en los pequeños agravios de las luchas de facciones de hace mucho tiempo!

El anticomunismo fue la raíz central de la decadencia de la derecha libertaria, pero no fue la única. En 1953 hubo un gran alboroto con la publicación de The Conservative Mind, de Russell Kirk. Antes, nadie en la derecha se consideraba como un “conservador”: se consideraba a “conservador” como un término insultante de la izquierda. Ahora, de repente, la derecha empezaba a glorificar el término “conservador”, y Kirk empezaba a hacer apariciones en conferencias, a menudo en una especie de tándem de “control vital” con Arthur Schlesinger Jr.

Iba a ser el inicio del floreciente fenómeno de diálogo amistoso-aunque-crítico entre las ramas liberal y conservadora del Gran Consenso Patriótico Estadounidense. Empezó a emerger una nueva generación más joven de derechistas, de “conservadores” que pensaban que el problema real del mundo moderno no era algo tan ideológico como el estado frente a la libertad individual o la intervención del gobierno frente al libre mercado; el problema real, declaraban, era la preservación de la tradición, el orden, el cristianismo y las buenas costumbres contra los modernos pecados de la razón, el libertinaje, el ateísmo y la grosería.

Uno de los primeros pensadores dominantes de esta nueva derecha fue el cuñado de Buckley, L. Brent Bozell, que escribía fieros artículos en National Review atacando a la libertad, incluso como principio abstracto (y no solo como algo sacrificado temporalmente a favor de la emergencia anticomunista. La función del estado era imponer y aplicar principios morales y religiosos.

Otro teórico político repelente que dejó su impronta en National Review fue el veterano Willmoore Kendall, editor de NR durante muchos años. Su principal argumento era el derecho y obligación de la mayoría de la comunidad (encarnada, digamos en el Congreso) de suprimir a cualquier individuo que perturbe a la comunidad con doctrinas radicales. De Europa, la gente “in” eran ahora reaccionarios despóticos como Burke, Metternich, DeMaistre; en Estados Unidos, lo “in” eran Hamilton y Madison, con su acento en la imposición de orden y un gobierno central fuerte y elitista, que incluyera a la “esclavocracia” del sur.

Durante los primeros años de su existencia, me moví en círculos del National Review, acudía a sus comidas editoriales, escribía artículos y críticas de libros para la revista; de hecho alguna vez se comentó que me uniera a la plantilla como articulista de economía.

Sin embargo, estaba cada vez más alarmado a medida que NR y sus amigos ganaban fuerza, porque sabía, por innumerables conversaciones con intelectuales de derechas, cuál era si objetivo en política exterior. Nunca se llegaron a atrever a declararla públicamente, aunque se implicaba solapadamente y trataban de empujar a la opinión pública a que lo demandara con fuerza. Lo que querían (y siguen queriendo) era la aniquilación nuclear de la Unión Soviética. Querían arrojar la Bomba sobre Moscú. (Por supuesto, también sobre Pekín y Hanoi, pero para un veterano anticomunista – especialmente entonces – es Rusia quien es el principal foco de ponzoña). Un importante editor de National Review me dijo una vez: “Tengo una visión, una gran visión del futuro: una Unión Soviética totalmente devastada”. Yo sabía que era su visión la que animaba realmente al nuevo conservadurismo.

En respuesta a todo esto y considerando a la paz como el asunto político esencial, junto con unos pocos amigos, nos convertimos en demócratas stevensonianos en 1960. Veía con creciente horror como la derecha, liderada por National Review continuaba ganado fuerza y se acercaba cada vez más al poder político real.

Al haber roto emocionalmente con la derecha, nuestro pequeño grupo empezó a revisar muchas de nuestras viejas premisas no examinadas. Primero, revisamos los orígenes de la Guerra Fría, leímos a nuestro D.F. Fleming y concluimos, para nuestra gran sorpresa, que era solo Estados Unidos en responsable en la Guerra Fría y que Rusia era la parte agredida. Y esto significaba que el gran peligro para la paz y la libertad del mundo no venía de Moscú o del “comunismo internacional”, sino de EEUU y su imperio que se extendía y dominaba el mundo.

Y luego estudiamos el infecto conservadurismo europeo que había ocupado la derecha: aquí tenemos estatismo en una forma virulenta y aún así nadie podría pensar que estos conservadores fueran “izquierdistas”. Pero esto significaba que nuestro sencillo dicho “izquierda/gobierno total-derecha/no gobierno” era completamente erróneo y que toda nuestra identificación como “derechistas extremos” debe contener algún defecto básico. Remitiéndonos a la historia, nos concentramos de nuevo en la realidad de que en el siglo XIX, los liberales y radicales del laissez faire estaban en la extrema izquierda y nuestros antiguos enemigos, los conservadores, en la derecha. Mi viejo amigo y colega libertario Leonard Liggio llegó más tarde al siguiente análisis del proceso histórico.

Al principio estaba el viejo orden, el ancien régime, el régimen de castas y estatus fijo, de explotación por una clase dirigente despótica, utilizando la iglesia para embaucar a las masas para que acepten su gobierno. Era un estatismo puro, eso era la derecha. Luego, en la Europa occidental de los siglos XVII y XVIII, apareció un movimiento radical de oposición, nuestros héroes, que defendieron un movimiento revolucionario popular a favor del racionalismo, la libertad individual, el gobierno mínimo, los mercados libres, la paz internacional y la separación de iglesia y estado, en oposición al trono y el altar, la monarquía, la clase dirigente, la teocracia y la guerra. Éstos (“nuestra gente”) eran la izquierda y cuanto más pura era su versión, más “extremistas” eran.

Hasta aquí, bien, pero ¿qué pasa con el socialismo, siempre habíamos considerado la extrema izquierda? Liggio analizaba el socialismo como un confuso movimiento intermedio, influido históricamente tanto por la izquierda libertaria como por la derecha conservadora. De la izquierda individualista, los socialistas tomaron los objetivos de la libertad: la eliminación del estado, el reemplazo del gobierno de hombres por la administración de cosas, la oposición a la clase dirigente y una búsqueda de su derrocamiento, el deseo de establecer la paz internacional, una economía industrial avanzada y un alto nivel de vida para la masa de la gente. De la derecha los socialistas adoptaron los medios para alcanzar esos objetivos: el colectivismo, la planificación estatal, el control comunitario del individuo. Esto ponía al socialismo en medio del espectro ideológico. También significaba que el socialismo era una doctrina inestable y contradictoria condenada a explotar por la contradicción interna entre sus medios y sus fines.


Nuestro análisis se reforzó mucho al familiarizarnos con el nuevo y excitante grupo de historiadores que estudiaban jusnto al historiador William Appleman Williams, de la Universidad de Wisconsin. De ellos descubrimos que todos los que somos librecambistas habían errado en que de alguna forma, en el fondo, los grandes empresarios estaban realmente a favor del laissez faire y que sus desviaciones, evidentemente claras y notorias en los últimos años, eran o bien “traiciones” del principio por conveniencia, o bien el resultado de astutas maniobras por parte de los intelectuales liberales.
Es la opinión general de la derecha: en la notable expresión de Aun Rand, la gran empresa “la minoría más perseguida de Estados Unidos”. ¡Minoría perseguida, sí! Sin duda hubo ataques contra la gran empresa en el antiguo Chicago Tribune de McCormick y en los escritos de Albert Jay Nock, pero hizo falta el análisis de Williams-Kolko para retratar la verdadera anatomía y psicología del escenario estadounidense.


Como apuntaba Kolko, todas las distintas medidas de la regulación federal y el estado del bienestar que tanto izquierda como derecha han creído siempre que eran movimientos de masas contra las grandes empresas no solo están ahora respaldadas incondicionalmente por las grandes empresas, sino que las originan éstas para el propio fin de cambiar de un mercado libre a una economía cartelizada que les beneficiaría. La política exterior imperialista y el permanente estado acuartelado originado en la gran empresa buscan inversiones extranjeras y contratos bélicos domésticos.


El papel de los intelectuales liberales es servir como “liberales corporativistas”, tejedores de complejas apologías para informar a las masas de que las cabezas del estado corporativista estadounidense gobierna por el “bien común” y el “bienestar general”, como el sacerdote del despotismo oriental que convencía a las masas de que su emperador era omnisciente y divino.


Desde principios de los 60, a medida que la National Review se aproximaba cada vez más al poder político, se deshacía de sus viejos remanentes libertarios y se acercaba cada vez más a los liberales del Gran Consenso Estadounidense. Abunda la evidencia de esto. Está la cada vez mayor popularidad de Bill Buckley en los medios de comunicación de masas, así como la extendida admiración de la derecha intelectual por gente y grupos hasta entonces desdeñados: por The New leader, por Irving Kristol. por el veterano Felix Frankfurter (que siempre se opuso a la restricción judicial sobre las innovaciones del gobierno a la libertad individual), por Hannah Arendt y Sidney Hook. A pesar de inclinaciones ocasionales por el libre mercado, los conservadores han llegado estar de acuerdo en que los asuntos económicos no importan; por tanto aceptan (o al menos no les preocupan) las líneas maestras del estado keynesiano de bienestar-guerra del corporativismo liberal.


En el plano doméstico, prácticamente los únicos intereses de los conservadores son eliminar a los negros (“disparar a los saqueadores”, “aplastar esos disturbios”), pedir más poder para la policía para que no se “proteja al criminal” (es decir, no proteger su derechos libertarios), obligar a rezar en las escuelas públicas, poner a los rojos y otros subversivos y “sediciosos” en la cárcel y desarrollar una cruzada en el exterior. Hay pocas cosas en el impulso de este programa con lo que los liberales puedan ahora estar en desacuerdo; los desacuerdos son tácticos o solo en materia de grado. Incluso al Guerra Fría (incluyendo la Guerra de Vietnam) se empezó y mantuvo y escaló por parte de los propios liberales.


No sorprende que el liberal Daniel Moynihan (un miembro del consejo nacional de ADA indignado por el radicalismo de los actuales movimientos anti-guerra y Black Power) haya debido recientemente pedir una alianza formal entre liberales y conservadores, ya que ¡después de todo están básicamente de acuerdo en esto, los dos temas cruciales de nuestro tiempo! Incluso Barry Goldwater ha entendido el mensaje: en enero de 1968, en el National Review, Goldwater concluía un artículo afirmando que no está contra los liberales, que los liberales eran necesarios como contrapeso al conservadurismo y que tenía en mente a buenos liberales como Max Lerner, ¡Max Lerner, el epítome de la vieja izquierda, el odiado símbolo de mi juventud!


En respuesta a nuestro aislamiento de la derecha y advirtiendo las prometedoras señales de actitudes libertarias en la emergente nueva izquierda, una pequeña banda de exderechistas libertarios fundamos la “pequeña revista” Left and Right, en la primavera de 1965. Teníamos dos propósitos principales: tomar contacto con libertarios ya en la nueva izquierda y persuadir a la mayoría de los libertarios o cuasi-libertarios que permanecían en la derecha a seguir nuestro ejemplo. No vimos satisfechos en ambos sentidos: por el notable cambio hacia posturas libertarias y antiestatistas en la nueva izquierda y por el significativo número de jóvenes que abandonaron el movimiento derechista.

Esta tendencia izquierda/derecha ha empezado a ser noticiable en la nueva izquierda, alabada y condenada por los conscientes de la situación. (Nuestro antiguo colega Ronald Hamowy, historiador de Stanford, estableció la postura izquierda/derecha en la colección Thoughts of the Young Radicals, de New Republic de 1966). Hemos recibido los gratificantes ánimos de Carl Oglesby, que, en su Containment and Change (1967), defendía una coalición de la nueva izquierda y la vieja derecha y de los jóvenes intelectuales agrupados alrededor de la desgraciadamente difunta Studies on the Left. También hemos sido criticados, aunque indirectamente, por Staughton Lynd, que se preocupa porque nuestros objetivos finales (libre mercado contra el socialismo) difieren.


Finalmente, el historiador liberal Martin Duberman, en un número reciente de Partisan Review, critica al SNCC y el CORE por ser “anarquistas”, por rechazar la autoridad del estado, por insistir en que la comunidad sea voluntaria y por destacar, junto con la SDS, la democracia participativa, en lugar de la representativa. Agudamente, aunque estando en el lado erróneo de la valla, Duberman liga luego a la SNCC y la nueva izquierda con nosotros, los viejos derechistas: “SNCC y CORE, como los anarquistas, hablan cada vez más de la suprema importancia del individuo. Lo hacen, paradójicamente, con una retórica que recuerda con la asociada con la derecha desde hace mucho tiempo. Podría ser Herbert Hoover (…) pero en realidad es Rap Brown el que ahora reitera la necesidad del negro de mantenerse en pie por sí mismo, de tomar sus propias decisiones, de desarrollar autoconfianza y un sentido de dignidad propia. SNCC puede ser desdeñado por los liberales y el ‘estatismo’ de hoy en día, pero parece difícil darse cuenta de que la retórica de laissez faire que prefiere deriva casi literalmente del liberalismo clásico de John Stuart Mill”. Difícil. Sostengo que podría ser mucho peor.


Espero haber explicado por qué unos pocos compatriotas y yo nos hemos movido, o más bien nos han movido, de la “extrema derecha” a la “extrema izquierda” en los últimos 20 años simplemente estando en el mismo lugar ideológico. La derecha, en un tiempo determinada en su oposición al Gran Gobierno, se ha convertido ahora en la rama conservadora del estado corporativista estadounidense y de su política exterior de imperialismo expansionista. Si debemos rescatar a la libertad de esta mortal fusión izquierda/derecha en el centro, ha de hacerse a través de una fusión contraria de la vieja derecha y la nueva izquierda.

James Burnham, un editor de National Review y su principal pensador estratégico en promover la “Tercera Guerra Mundial” (como titula su columna), el profeta del estado gestor (en The Managerial Revolution), cuya única traza de interés real en la libertad en toda una vida de escritos políticos fue una llamada a legalizar los petardos, atacó recientemente la peligrosa tendencia entre los jóvenes conservadores a hacer causa común con la izquierda en oponerse al servicio militar. Burnham advertía que aprendió en su época trotskista que esto sería una coalición “sin principios” y advertía que si uno empieza estando en contra del servicio militar acabaría oponiéndose a la Guerra de Vietnam: “Y más bien pienso que algunos están de corazón, o van a estarlo, contra la guerra. Murray Rothbard ha demostrado cómo el libertarismo de derechas puede llevar a una postura casi anti-EEUU como hace el libertarismo de izquierdas. Y en la derecha estadounidense siempre ha habido una rama endémica de aislacionismo”.

Este pasaje simboliza lo profundamente que ha cambiado todo el impulso de la derecha en las últimas dos décadas. Los vestigios de interés en la libertad o en oposición a la guerra y el imperialismo son considerados ahora desviaciones a eliminar sin dilación. Estoy convencido de que hay millones de estadounidenses que siguen sintiendo devoción por la libertad individual y se oponen al estado leviatán en el interior y el exterior, estadounidenses que se califican de “conservadores” pero sienten que algo ha ido muy mal en la antigua causa anti-New Deal y anti-Fair Deal.

Algo ha ido muy mal: la derecha ha sido capturada y transformada por elitistas y devotos de los ideales conservadores europeos del orden y el militarismo, por cazadores de brujas y cruzados globales, por estatistas que desean coaccionar la “moralidad” y suprimir la “sedición”.

Estados Unidos nació de una revolución contra el imperialismo occidental, nació como un refugio de libertad contra las tiranías y el despotismo, las guerras y las intrigas del viejo mundo. Aún así nos hemos permitido sacrificar los ideales estadounidenses de paz y libertad y anticolonialismo en el altar de una cruzada para matar comunistas en todo el mundo, hemos entregado nuestro derecho libertario de nacimiento a manos de quienes ansían restaurar la Edad de Oro de la Sagrada Inquisición. Es el momento de que despertemos y nos levantemos para restaurar nuestra herencia.
Por Murray N. Rothbard. (Publicado el 10 de junio de 2005)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/Community/blogs/euribe/archive/2011/04/17/confesiones-de-un-liberal-de-derechas.aspx.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Cincuenta años de revolución cubana

¿Cómo vamos a decir: "Ésta es nuestra patria", si de la patria no tenemos nada? Mi patria, pero mi patria no me da nada, mi patria no me sostiene, en mi patria me muero de hambre. ¡Eso no es patria! Será patria para unos cuantos, pero no será patria para el pueblo (Aplausos). Patria no solo quiere decir un lugar donde uno pueda gritar, hablar y caminar sin que lo maten; patria es un lugar donde se puede vivir, patria es un lugar donde se puede trabajar y ganar el sustento honradamente y, además, ganar lo que es justo que se gane por su trabajo (Aplausos). Patria es el lugar donde no se explota al ciudadano, porque si explotan al ciudadano, si le quitan lo que le pertenece, si le roban lo que tiene, no es patria. Precisamente la tragedia de nuestro pueblo ha sido no tener patria. Y la mejor prueba, la mejor prueba de que no tenemos patria es que decenas de miles y miles de hijos de esta tierra se van de Cuba para otro país, para poder vivir, pero no tienen patria. Y no se van todos los que quieren, sino los pocos que pueden. Y eso es verdad, y ustedes lo saben (Exclamaciones). Luego, hay que arreglar la República. ¿Aquí algo anda mal o todo anda mal? (gritos de: "¡Todo!").
Fidel Castro Ruz. Camagüey, 4 de enero de 1959.

Hace cincuenta años, el primero de enero de 1959, Cuba, una no tan pequeña isla del Caribe de 114.000 kilómetros cuadrados (mayor que Bélgica, Holanda y Dinamarca combinadas), que entonces tenía unos seis millones de habitantes y hoy tiene once, apareció en la primera página de todos los diarios importantes del mundo de una manera muy esperanzadora: el dictador Fulgencio Batista, militar de mano dura con fama de corrupto que ocupaba el poder desde 1952 como consecuencia de un golpe de estado, había huido del país junto a su familia y algunos de sus colaboradores principales.

Aquello fue una fiesta. El dictador Batista había sido derrotado por un movimiento guerrillero encabezado por un joven abogado llamado Fidel Castro y una pintoresca tropa de improvisados combatientes barbudos que aportaban a los medios de comunicación y a la imaginación popular los dos elementos más apreciados por cualquier periodista: unas imágenes muy poderosas y un elemental relato de buenos contra malos. En ese país, pensó todo el mundo, incluida la inmensa mayoría de los cubanos, la justicia se había abierto paso a base de heroísmo y sacrificio.

De entonces a hoy ha pasado medio siglo, y aquel gobierno revolucionario de 1959 continúa en el poder bajo la autoridad, esencialmente, de las mismas personas que organizaron la insurrección contra Batista y luego crearon una dictadura comunista. Este es un hecho insólito en la historia política contemporánea. Las dos terceras partes de las personas que pueblan el planeta han nacido después de que los hermanos Fidel y Raúl Castro ocuparan el gobierno cubano. Sólo por la Casa Blanca han pasado once presidentes norteamericanos. Es verdad que en América Latina ha habido dictaduras muy largas, pero ninguna ha durado tanto tiempo. El paraguayo Alfredo Stroessner estuvo 35 años en el poder; el dominicano Rafael Leónidas Trujillo, 31; el venezolano Juan Vicente Gómez, 27. Ninguno, ni remotamente, se ha acercado a las cinco décadas: eso quiere decir que tres generaciones consecutivas de cubanos no han conocido otra cosa que el gobierno comunista de los hermanos Castro.

Este artículo se propone responder velozmente a las seis preguntas clave que hoy se hace cualquier persona interesada en explicarse este largo proceso histórico conocido como "la revolución cubana":

•Por qué y cómo fue derrotado Batista por un puñado de jóvenes rebeldes que carecían de adiestramiento.
•Por qué Fidel Castro, su hermano Raúl, el Che Guevara y otros pocos revolucionarios convirtieron Cuba en una nación comunista.
•Cómo fue la transformación del país a lo largo de este periodo.
•Cuáles han sido las consecuencias reales de esos cambios para el pueblo cubano.
•Por qué el comunismo cubano no desapareció tras el colapso de la URSS y sus satélites europeos a partir del derribo del Muro de Berlín, en el 1989.
•Qué sucederá cuando la dictadura cubana, como todas, llegue a su final.

De alguna manera, en las respuestas a esas seis preguntas hay un balance completo de lo que fue, ha sido y tal vez será lo que allí llaman, pomposamente, "el proceso revolucionario cubano".

El triunfo de la revolución
La caída y fuga de Batista en enero de 1959 fue un suceso raro, pero no único en la violenta historia de Cuba. En agosto de 1933, 26 años antes, otro dictador militar, el general Gerardo Machado, huyó del país tras una cruenta revolución armada impulsada por los estudiantes y las clases medias y secundada en la fase final por el ejército. Incluso fue al calor de esos hechos y en la cresta de aquella revolución que surgió Fulgencio Batista como un meteoro: de joven y humilde sargento taquígrafo, pobre y mestizo, había pasado primero a coronel y luego a general y hombre fuerte de la república, presentándose como un líder de izquierda, muy cercano en su momento a los comunistas, aunque capaz de entenderse muy bien con los norteamericanos y de reorganizar el desorden institucional posrevolucionario, operación que duró aproximadamente siete años: desde 1933 hasta 1940. En este último año se aprobó una Constitución democrática que no permitía la reelección, y Batista fue elegido presidente para los siguientes cuatro años.
Sin embargo, el grueso de la sociedad, producto de los esquemas revolucionarios de la época, comenzó a acercarse a un movimiento de masas de corte socialdemócrata, llamado Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), que manejaba una retórica antiamericana y anticapitalista, dirigido por un médico llamado Ramón Grau San Martín. En 1944 y 1948, en dos elecciones consecutivas ese partido auténtico ganó limpiamente los comicios, y parecía que una democracia de centro-izquierda o socialdemocracia (entonces, en América Latina utilizaban la denominación "izquierda democrática") se había estabilizado en el país. Fue el segundo de estos dos gobiernos auténticos, legítimamente presidido por el Dr. Carlos Prío Socarrás, el derrocado por Fulgencio Batista.

En efecto, el 10 de marzo de 1952, poco antes de las elecciones pautadas para ese año, donde según las encuestas de la época hubiera ganado el Partido Ortodoxo (un desprendimiento de los auténticos), Batista, que entonces era un candidato prácticamente sin ningún apoyo popular, dio un golpe militar, el segundo de su vida, e interrumpió el curso democrático del país, abriendo con ello la puerta a la aventura revolucionaria.
Poco después comenzó la insurrección para desalojarlo del poder, más o menos como había ocurrido contra Machado un cuarto de siglo antes: atentados terroristas, ataques a cuarteles, asesinatos de militares, conspiraciones políticas, y una severa crítica al gobierno en los medios de comunicación. A todo esto respondió la dictadura de Batista con asesinatos selectivos, torturas a los detenidos y censura esporádica y persecución de los periodistas y políticos críticos.

En ese clima de crispación surgió Fidel Castro como uno de los cabecillas de la insurrección. Primero atacó, sin éxito, el cuartel Moncada (26-VII-1953). Tras pasar casi dos años en la cárcel se fue a México, donde aprovechó para adiestrar a unas cuantas docenas de partidarios, con el objeto de desembarcar en la Isla y sublevarla contra Batista. Para ello contaba con que se produjera un levantamiento en Santiago de Cuba.
Pero las cosas sucedieron de otro modo: el levantamiento de Santiago, dirigido por Frank País, no produjo los resultados previstos, y su expedición, en la que tomaban parte unas ochenta personas, fue prácticamente aniquilada a poco de arribar a las costas cubanas (diciembre de 1956). La veintena de sobrevivientes que no fueron capturados, entre los que estaban Fidel, Raúl y Guevara, se refugiaron en las montañas de Sierra Maestra y comenzaron una prolongada guerra guerrillera de incierto destino.

¿Quién era Fidel Castro? Era un abogado joven, violento y carismático, acusado a fines de los años cuarenta de crímenes políticos e intentos de asesinato en la etapa democrática de Cuba, aunque nunca lo condenaron en los tribunales. Se sabía que era confusamente radical y audaz y que poseía una gran capacidad de intimidación frente a partidarios y adversarios, de manera que impuso su liderazgo y se convirtió en la cabeza más visible de una oposición dividida en varios grupos y dos estrategias: los electoralistas, que deseaban salir de Batista por la vía política, y los insurreccionalistas, que pretendían sacarlo a tiros del poder. Fidel acabó imponiendo la línea dura: la lucha armada como única estrategia válida y patriótica.

¿Cómo los hombres de Fidel y de otros grupos de oposición hicieron huir a Batista y pusieron fin a la superstición de que era imposible derrotar a un ejército convencional oponiéndole un pequeño grupo de insurrectos sin preparación militar?

•Primero, porque Batista era inmensamente impopular, especialmente entre los estudiantes universitarios, las clases medias y altas del país, los profesionales y los pequeños empresarios.
•Segundo, porque la mayor parte de la alta oficialidad del ejército y de la policía, más casi toda la clase política batistiana, estaba profundamente corrompida y se interesaba más en enriquecerse al amparo del poder que en defender un régimen ilegítimo. Se sabe, por ejemplo, que una de las razones que tuvo Batista para no aplastar a los expedicionarios del yate Granma era que ese foco insurreccional le permitía aprobar presupuestos extraordinarios de guerra que iban a parar al bolsillo de los mandamases.
•Tercero, porque la oposición peleó valientemente y el grueso del ejército, aunque estaba mucho mejor armado, se desmoralizó cuando le infligieron unas cuantas derrotas menores.

No obstante, el golpe definitivo contra Batista, como le había ocurrido a Machado en 1933, fue la pérdida del apoyo de Estados Unidos. En abril de 1958 el gobierno republicano de Ike Eisenhower, presionado por una hábil campaña de los exiliados cubanos, decretó un embargo de armas al gobierno de Batista para obligarlo a buscar una solución política a la guerra desatada en el país.

Pero las consecuencias de ese embargo norteamericano de armas, no obstante, fueron otras: en lugar de precipitar una salida pacífica al conflicto, Washington provocó o aceleró el triunfo de los insurrectos. Los jefes de las Fuerzas Armadas interpretaron, correctamente, que Batista había perdido el favor de los americanos y dieron por sentado que era un régimen condenado a muerte, así que surgieron conspiraciones y comenzaron a establecer relaciones secretas con Fidel Castro. Batista lo supo y, convencido de que estaba rodeado de traidores, decidió escapar de Cuba exactamente como había hecho el general Machado en 1933, y por más o menos las mismas razones. Cuando huyó, el 90 por ciento de las fuerzas armadas y el 95 por ciento del territorio seguían teóricamente bajo su control. Pero él y su gobierno estaban profunda e irremediablemente desmoralizados. Por eso perdieron el poder.

El total de muertos de ambos bandos, gobierno y oposición, a lo largo de los seis años de lucha fue de 2.771. La mayor parte cayó en las ciudades, no en las montañas. Sin duda, se trataba de un número alto de caídos en combate o ejecutados, pero infinitamente menor que los habidos en las guerras revolucionarias de El Salvador, Guatemala o Nicaragua.

Rumbo al comunismo
Una vez ocupada la casa de gobierno, el verdadero Fidel Castro comenzó a mostrarse a los cubanos y al mundo. Supuestamente, la revolución se había llevado a cabo para restaurar la democracia y las libertades individuales garantizadas en la Constitución de 1940 y conculcadas por Batista, pero Fidel Castro, que había asegurado varias veces que no era comunista, muy rápidamente, en apenas dos años, comenzó a confiscar las empresas privadas nacionales y extranjeras, se acercó a los soviéticos, atacó a Estados Unidos con gran vehemencia, nacionalizó sin compensación las propiedades de las compañías nacionales y extranjeras, muchas de ellas pertenecientes a norteamericanos y españoles, se apoderó de los medios de comunicación y estableció un gobierno de partido único.

¿Por qué lo hizo? Fundamentalmente, porque desde sus años universitarios había desarrollado simpatías por las ideas comunistas y un odio sin límites contra Estados Unidos. Esa tendencia se había reforzado a partir de su contacto en México, en 1956, con el argentino Ernesto Guevara, conocido como el Che, también de convicciones comunistas, doctrinariamente mejor formado que Fidel en el marxismo; los dos, además, recibían el aliento de Raúl, el hermano menor de Fidel, afiliado a las juventudes comunistas cubanas desde 1953, aunque sin demasiado interés en las cuestiones teóricas del marxismo.

No es verdad, pues, que Fidel Castro se arrojó en brazos del comunismo por la hostilidad norteamericana. Él mismo se ha encargado cien veces de desmentir esa hipótesis aclarando que es un revolucionario con convicciones, no un aventurero. Él tenía la capacidad de leer a Marx y a Lenin, y podía suscribir sus ideas, como cualquier otra persona educada de la izquierda, de manera que pensar que había sido empujado hacia el comunismo no dejaba de ser una expresión despreciable de racismo.

En realidad, el embajador norteamericano en La Habana Philip Bonsal, nombrado tras el triunfo de los barbudos, llevaba instrucciones de forjar las mejores relaciones posibles con una revolución que, pensaban en Washington, sería nacionalista y estatista, como lo habían sido la mexicana de 1910 y la boliviana de 1953, pero no necesariamente comunista. Al fin y al cabo, en aquella época la sociedad norteamericana estaba bajo la influencia de las ideas keynesianas, y en Estados Unidos eran muchos los que veían con simpatías una mayor intervención del Estado en los asuntos económicos. Es verdad que los gobiernos de Eisenhower y Kennedy decretaron serias restricciones al comercio entre los dos países, conocidas como "el embargo", pero esas medidas fueron el resultado de las confiscaciones sin compensación de las propiedades norteamericanas y del acercamiento de La Habana a Moscú, y no la causa del comportamiento socialista de Fidel Castro.

Éste, además, tenía otros argumentos y razones para abrazar el comunismo. A pesar de que había militado en una formación socialdemócrata, el llamado Partido Ortodoxo, y hasta había aspirado a una curul en la Cámara de Representantes en las elecciones que debieron celebrarse en 1952, sentía un profundo desprecio por el multipartidismo. Para él, la confrontación política era politiquería, y los políticos de la república unos tipos corruptos a los que debía erradicarse. Por otra parte, el comunismo le daba la coartada perfecta para establecer una dictadura personal interminable basada en la hegemonía de un partido único controlado férreamente por él desde la cúspide, y le entregaba, además, una metodología de gobierno y una forma muy eficaz de organizar la policía política y los órganos represivos, como se había demostrado en la URSS y en el este de Europa.

¿Cómo Fidel Castro y un puñado de seguidores fanáticos pudieron llevar a los cubanos a una dictadura marxista-leninista y colocar el país en la órbita soviética, si los comunistas apenas tenían simpatías en la sociedad y jamás alcanzaron el cinco por ciento de apoyo electoral? Eso pudo ocurrir porque los cubanos, en general, aunque distaban mucho de tener simpatías por los comunistas, tampoco sentían mucho respeto por las instituciones republicanas, tal vez porque la clase política tradicional, a su vez, había dado muestras de muy poco respeto por el imperio de la ley. Los cubanos, en suma, se llamaban revolucionarios con un tinte de orgullo, y esperaban ansiosamente a que un líder bien intencionado, rodeado de otros como él, estableciera en el país el reino de la justicia y la equidad. Ese Mesías era Fidel Castro, y sus apóstoles eran los barbudos que le obedecían, de manera que una buena parte de la sociedad se entregó en sus manos sin medir las consecuencias de ese acto de fe ciega en el caudillo venerado.

Naturalmente, en los primeros años hubo una gran resistencia popular a la entronización del comunismo, con alzamientos campesinos generalmente protagonizados por guerrilleros que habían luchado contra Batista y una invasión de exiliados, en abril de 1961, auspiciada por el gobierno norteamericano (unos 1.500 hombres desembarcaron por Bahía de Cochinos en el sur de Cuba, y fueron derrotados en 48 horas), pero Fidel Castro, a base de mano dura, leyes draconianas, numerosos fusilamientos, una gran determinación y mucho armamento soviético, logró sortear todos esos obstáculos iniciales, se apoderó del aparato productivo, encarceló o puso en fuga a la mayor parte de sus adversarios, consiguió liquidar a la oposición y consolidó la dictadura. A mediados de la década de los setenta, casi veinte años después del triunfo revolucionario, todavía había en la cárcel unos cuarenta mil presos políticos, se habían llevado a cabo unos siete mil fusilamientos y más de un millón de personas se habían exiliado.

Por supuesto, nada de esto hubiera sido posible sin la ayuda soviética. Moscú vio en la revolución cubana una oportunidad de conseguir un aliado a pocos kilómetros de Estados Unidos, lo que le daba una gran fuerza dentro de los esquemas de la Guerra Fría, así que, además de armar y adiestrar a las Fuerzas Armadas cubanas, a partir de mediados de 1961 comenzó a desplegar en la Isla unos cuarenta mil soldados y oficiales soviéticos, mientras colocaba sigilosamente misiles atómicos capaces de destruir en pocos minutos las principales ciudades norteamericanas.

Descubiertos estos cohetes en octubre de 1962 por la inteligencia norteamericana, el gobierno de John F. Kennedy decretó el bloqueo marítimo de Cuba y exigió a Moscú la retirada de ese armamento, cosa a la que se avino Nikita Kruschev, entonces primer ministro de la URSS. Sin embargo, como parte de la negociación que puso fin a esta peligrosa crisis, la Casa Blanca aceptó no invadir a Cuba directamente, ni permitir que otra nación latinoamericana lo hiciera, al tiempo que retiraba de Turquía unas cuantas docenas de cohetes con cabeza nuclear.

Si la fallida invasión de Bahía de Cochinos de abril de 1961 había provocado el fin de la resistencia armada cubana contra el comunismo, el acuerdo Kennedy-Kruschev de octubre de 1962 tuvo el efecto de garantizar que Estados Unidos no intentaría liquidar violentamente al gobierno de Castro, compromiso que resultó reforzado un año más tarde, tras el asesinato en Dallas de John F. Kennedy. El gobierno cubano desde entonces tuvo vía libre para crear una sociedad comunista prácticamente sin oposición.

La creación de una sociedad comunista
¿Cómo se hizo? En octubre de 1960 se produjo la confiscación y estatización de todas las empresas medianas y grandes del país. A partir de ese momento comenzó a marcha forzada la construcción de un Estado comunista en el que el gobierno controlaba la mayor parte del aparato productivo.
Casi toda la propiedad agraria fue a parar a manos del gobierno, entonces dispuesto a convertir Cuba en un emporio azucarero aún mayor de lo que entonces era. Para lograr ese objetivo creó unas comunas agrícolas que muy pronto comenzaron a mostrar sus deficiencias, con la excepción de pequeñas parcelas de tierra capaces de sustentar a algunas familias laboriosas.

En el orden comercial e industrial sucedió lo mismo. En 1959, en Cuba se fabricaban unos diez mil productos y existía un denso tejido comercial en manos privadas. El Estado confiscó todas esas empresas y decretó la industrialización forzosa del país. Cuba saltaría sobre las previsiones de Marx y construiría el comunismo sin pasar por la etapa del capitalismo desarrollado. ¿Cómo? Lo haría bajo la dirección de Fidel Castro y el Che Guevara, con el ímpetu revolucionario del hombre nuevo, movido por resortes emocionales y no por recompensas económicas.

Obviamente, todo ese voluntarismo resultó desastroso. Los líderes revolucionarios no tenían experiencia empresarial. La producción agrícola e industrial cayó en picado. Casi inmediatamente se produjo un severo desabastecimiento que obligó al gobierno a repartir libretas de racionamiento (que todavía se mantienen), mientras se desataba un grave proceso inflacionario que estremecía al país. Sin embargo, la respuesta de Fidel Castro fue incrementar la presencia del Estado en la producción, decretando en 1968 lo que llamó la "ofensiva revolucionaria", otro espasmo confiscatorio que acabó con cualquier vestigio de actividad privada, mientras ordenaba la producción de diez millones de toneladas de azúcar durante la zafra (cosecha) de 1970, mucho más de la cantidad que razonablemente el país podía cultivar, esfuerzo económico que produjo un enorme descalabro en el resto de los renglones de la producción nacional.

La consecuencia de aquellos planes improvisados, casi todos basados en la afiebrada imaginación de Fidel Castro, fue la quiebra financiera del país, una reducción sustancial de la capacidad de consumo de los cubanos y el fracaso de lo que se llamó el "idealismo revolucionario", inaugurándose a partir de 1970 una total sovietización del modelo administrativo cubano, mediante el calco de cuanto se hacía en Moscú. Lo que entonces se dijo era que terminaba la etapa del "gobierno carismático unipersonal" y se pasaba a la era del "pragmatismo institucional", guiado por el Partido, algo que, en realidad, nunca sucedió, porque Fidel mantuvo totalmente las riendas del poder.

Paradójicamente, el desastre económico provocado por la revolución no impidió que una de las principales funciones del gobierno fuera tratar de crear en todas partes regímenes similares. En América Latina prácticamente todos los países, con la excepción de México, ya fueran dictaduras o democracias, sufrieron las intervenciones militares cubanas, directa o indirectamente, y la Isla se convirtió en el santuario de guerrilleros y subversivos de todas partes del mundo, incluidos los terroristas vascos de ETA, los tupamaros uruguayos, los montoneros argentinos, los macheteros puertorriqueños, los miricos chilenos; el FMLN de El Salvador, los sandinistas nicaragenses o los narcoterroristas de las FARC colombianas. Dentro de esa atmósfera de aventurerismo y violencia fue que, en 1967, el Che Guevara perdió la vida en Bolivia, tras haber intentado crear guerrillas en el Congo pocos años antes.

Fue precisamente en África, y con armamento y apoyo logístico soviéticos, donde con mayor intensidad se hizo notar la voluntad de Fidel Castro de convertirse en uno de los líderes mundiales a cualquier costo. Primero en Angola y luego en Somalia, las Fuerzas Armadas cubanas, durante quince años, entre 1975 y 1990, participaron en guerras africanas y desplegaron varias decenas de miles de hombres en la más larga intervención militar protagonizada en el exterior por un país del Nuevo Mundo, incluido Estados Unidos.
Mientras todo esto sucedía, la dictadura cubana, con el auxilio de los subsidios soviéticos, llevaba a cabo un gran esfuerzo en tres campos de acción en los que alcanzó cierto nivel de excelencia: la educación, la salud y las prácticas deportivas. Es cierto que en esos tres sectores el punto de partida era alto, dado que Cuba en 1959 formaba parte de los países más desarrollados de América Latina, pero no hay duda de que el gobierno de Castro redujo el porcentaje de analfabetos (similar al de España en 1959), multiplicó el número de graduados universitarios, creó una notable red sanitaria y consiguió que un alto número de atletas cubanos alcanzara medallas olímpicas.

Paralelamente, el Estado comunista, a la manera soviética, creaba las instituciones adecuadas para mantener el control de la sociedad: en cada calle y en cada barrio se instalaban Comités de Defensa de la Revolución, que eran organismos dedicados a la vigilancia de todos los vecinos, acompañados por milicias populares y una fortísima presencia de la Seguridad del Estado, la temida policía política. En el terreno laboral, el control de la ciudadanía lo ejercían el aparato sindical y el Partido Comunista, mientras que otras organizaciones de masas, como la Federación de Mujeres y la Federación Estudiantil Universitaria, se utilizaban para mantener el orden y la obediencia entre sus millones de afiliados. Más que instituciones para servir a la sociedad, se trataba de verdaderos establos en los que se recluía a las personas para asegurar su obediencia a las directrices del gobierno. Toda manifestación de inconformidad era severamente reprimida.

Las consecuencias del comunismo
Naturalmente, las peores consecuencias de la entronización del comunismo en Cuba se dieron con la pérdida violenta de vidas humanas. El Dr. Armando Lago y la investigadora María Werlau, en el único recuento metódico de víctimas que se conoce, atribuyen al gobierno la muerte directa de 10.305 personas, la mayor parte fusiladas o asesinadas en los presidios, mientras calculan los balseros ahogados en 77.789. Si a estas cifras se le agrega el altísimo número de presos políticos -decenas de millares a lo largo de medio siglo, de los que todavía hoy existen unos 250-, se podrá suponer el inmenso quebranto que ha padecido el país a lo largo de este periodo.

En el terreno económico, las consecuencias del establecimiento del comunismo desataron una terrible catástrofe. Paulatinamente, Cuba dejó de ser una de las naciones más prósperas de América Latina para convertirse en una de las más pobres e improductivas, pese a haber contado durante treinta años con el masivo subsidio de los soviéticos, calculado en algo más de cien mil millones de dólares. Ello ha provocado una disminución notable de la calidad de vida de los cubanos y un visible deterioro de sus condiciones de vida en los cinco renglones básicos de cualquier sociedad moderna: alimentación, vivienda, agua potable, comunicaciones y transporte.

Esto se explica por la destrucción y dispersión de la clase empresarial, el aniquilamiento del capital acumulado a lo largo de siglos de economía capitalista, la súbita interrupción de los lazos comerciales con Occidente, y sobre todo por la incapacidad total de la planificación y del Estado empresario para satisfacer las necesidades más elementales de las personas. El comunismo pudo, incluso, diezmar la industria azucarera, provocando que a principios del siglo XXI el país produjera la misma cantidad de azúcar que a fines del siglo XIX, cuando no existían la electricidad o los tractores y Cuba tenía la décima parte de la población con que hoy cuenta. A lo que se añade el elemento destructivo de los huracanes que con cierta frecuencia barren la Isla, dejando una estela de destrucción que la débil economía colectivista es incapaz de contrarrestar.

En el ámbito social, la dictadura comunista –cuya homofobia explica el encarcelamiento de miles de homosexuales, para reprogramarlos– provocó una dolorosa ruptura familiar, con el agravante de que los cubanos escapados de la Isla durante muchos años ni siquiera podían mantener relaciones por carta o por teléfono con sus parientes, porque a éstos se les exigía romper sus vínculos con los "traidores" que habían abandonado a Cuba. Hoy hay cerca de tres millones de cubanos y descendientes de cubanos radicados fuera del país, pese a las enormes dificultades que la población debe enfrentar tanto para salir como para ingresar en la Isla, operaciones para las que siempre se requiere un permiso especial del Estado.
En el tema religioso, bajo la prédica militante del ateísmo, la sociedad se fue alejando de la tradición judeocristiana de donde provenía por su origen cultural español, esencialmente católica, factor que acaso contribuye a explicar la relajación de las costumbres sexuales, el aumento vertiginoso de la prostitución, incluida la infantil, el número de abortos y suicidios (el mayor, con mucho, de América Latina) y la constante apropiación indebida o robo de los bienes del Estado por parte de la sociedad.

La educación masiva universitaria ha generado un número importante de graduados, unos ochocientos mil, entre los que hay sesenta y cinco mil médicos y millares de ingenieros, que hacen de Cuba el país latinoamericano con mayor capital humano con arreglo a la población. Sin embargo, ese alto nivel educativo aumenta la frustración de las gentes, en la medida en que éstas comprueban que la educación y el esfuerzo individual no traen aparejado un mejor nivel de vida, dado que el salario promedio de los graduados en las universidades no excede los veinticinco dólares mensuales.

Pese a la penuria general en que viven los cubanos, sometidos al racionamiento y a las mayores carencias, el país posee un extendido sistema de salud, atendido, en general, por médicos competentes, dato que se confirma en los buenos índices sanitarios en materia de criaturas nacidas vivas, longevidad y morbilidad. Lamentablemente, junto a esta estructura médica hay una casi total carencia de medicinas, equipos y material, al extremo de que los pacientes muchas veces tienen que llevar sus propias sábanas y en los salones de cirugía faltan el hilo de sutura y los jabones, mientras suele escasear hasta la anestesia.

Las manifestaciones culturales, siempre muy reguladas por el Estado y regidas por el principio, dictado por Castro en 1961, de "Fuera de la revolución, nada", ha cultivado con cierta intensidad (aunque sin demasiado éxito) el cine, la danza, la música y la literatura, pero inevitablemente en medio de tensiones causadas por las protestas de los espíritus independientes, como recuerdan los sonados casos de algunos de los escritores perseguidos: Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, María Elena Cruz Varela o Raúl Rivero.

Tal vez en el deporte es donde la revolución ha cosechado sus mejores frutos. No hay otro país latinoamericano, incluidos Brasil, México y Argentina –los tres grandes de América Latina–, que haya obtenido tantas medallas como Cuba en los torneos internacionales. Sin embargo, junto a esa innegable verdad está la de un Estado que se proclama dueño de la voluntad y la vida de sus atletas y no los deja salir al exterior a convertirse en profesionales y perseguir sus propios fines, lo que provoca el espectáculo grotesco de jugadores de béisbol que tienen que escapar en balsa para poder desarrollar su potencial deportivo como libremente hacen los atletas del resto del mundo.

Cómo se sostiene el sistema
Si el balance final de medio siglo de comunismo cubano, objetivamente, es tan negativo como se desprende de este recuento, ¿por qué el régimen de los Castro ha sido uno de los pocos que ha sobrevivido a la debacle que acabó con la URSS y sus satélites, pese a que este episodio significó, además, el fin, en 1991, del cuantioso subsidio soviético a Cuba, entonces calculado en cinco mil millones de dólares anuales, y la caída súbita de la capacidad de consumo de los cubanos en un cuarenta por ciento?

Según el gobierno de La Habana, esa capacidad de resistencia se debe a la adhesión casi unánime de los cubanos al régimen y al origen autóctono del comunismo cubano. De acuerdo con esta explicación, no fue un sistema impuesto por el Ejército Rojo como los que existían en Europa, sino el resultado de una revolución surgida de la voluntad del propio pueblo.

Sin embargo, tal vez la razón sea otra. El régimen ha resistido porque Fidel y Raúl Castro no han permitido la menor fisura, nada que pudiera poner en peligro el control que ejercen sobre absolutamente todas las instituciones y órganos del poder, como sucede en Corea del Norte, país que tampoco modificó su modelo esencialmente estalinista y tampoco ha visto cambios sustanciales. En Cuba no hay espacio para la discrepancia organizada en ninguna zona del poder. Ningún funcionario puede expresar un criterio discrepante sin ser inmediatamente apartado de su cargo y, en el mejor de los casos, condenado al ostracismo. El Partido, el aparato administrativo, los militares y la policía, la prensa, los jueces y fiscales: absolutamente todos los órganos de gobierno están en las manos de los Castro, y no existe el menor vestigio de instituciones independientes.

Es cierto que existen unos cuantos centenares de opositores demócratas dispuestos a expresar su inconformidad con la dictadura, pero el gobierno, aunque no los aplasta, les impide manifestarse dentro de las instituciones o participar legalmente en la vida pública del país, limitando la actuación de estas personas o grupos a pequeñas reuniones privadas y a comunicaciones periódicas con los corresponsales extranjeros radicados en Cuba, o con los viajeros que se asoman al país, para dar la sensación de que en la Isla existe una oposición artificialmente mantenida desde el exterior, rechazada por el conjunto de la sociedad.

Cuando los disidentes se extralimitan, el gobierno utiliza contra ellos diversas formas de represión. En primer término, pueden perder sus trabajos, les cortan las líneas telefónicas, les confiscan los libros, las computadoras o máquinas de escribir. Si no escarmientan, el gobierno lanza las turbas contra sus casas en los llamados actos de repudio, como el que padeció la excelente escritora María Elena Cruz Varela, a quien la turba arrastró hasta el centro de la calle y allí fue obligada a comerse, literalmente, unos poemas que había escrito, acusada de escándalo. El próximo paso es la cárcel, como sucedió en 2003, cuando 75 activistas de derechos humanos, periodistas y bibliotecarios independientes fueron enviados a prisión y sentenciados a penas de hasta hace 25 años de cárcel.

Naturalmente, este ambiente de terror paraliza a la mayor parte de la sociedad e impide que las fuerzas que desean el cambio, aunque constituyan la inmensa mayoría, consigan hacerse oír y logren redefinir el destino colectivo de los cubanos en dirección del pluripartidismo, la democracia representativa y un sistema económico que reconozca los derechos de propiedad a los individuos.

El postcomunismo
En todo caso, lo probable es que, con la desaparición de los hermanos Castro (Fidel tiene 82 años y está muy enfermo, Raúl cumplió 77 y también circulan rumores sobre la salud de su castigado hígado), el comunismo cubano llegará a su fin. ¿Por qué? Por cuatro razones básicas:

•Porque en Cuba no hay otro heredero y las instituciones del sistema –el Partido y el Parlamento, fundamentalmente– son cascarones vacíos, carentes de cualquier elemento de legitimidad que les permita transmitir la autoridad de una forma aceptable para el conjunto de la sociedad y para la propia estructura de poder.
•Porque esa estructura de poder ya no cree en el sistema, como confirman una y otra vez los desertores de alto rango o los familiares de los dirigentes que logran salir del país. Medio siglo de fracasos es un periodo demasiado largo para que cualquier persona medianamente inteligente pueda mantener la fe en ese minucioso desastre.
•Porque un país no puede excluirse permanentemente de la influencia de su entorno. Tras la desaparición de la URSS y la conversión de China a un capitalismo salvaje de partido único, el comunismo dejó de ser una opción viable en el mundo contemporáneo. Cuba no puede ser permanentemente la excepción marxista-leninista en una época en la que ese modelo se extinguió por su propia crueldad e incapacidad.
•Porque los cubanos saben que hay salida a la crisis. No ignoran que en el momento en que comience la transición el país va a recibir una ayuda caudalosa de Estados Unidos y del resto del primer mundo, lo que permitirá que la sociedad vea a muy corto plazo las consecuencias positivas del cambio.

Obviamente, la recuperación en Cuba no será sencilla, como no lo ha sido en ninguno de los países europeos que abandonaron el comunismo, pero la infusión de capital económico y el notable capital humano con que cuenta la Isla, aunados tras un cambio de sistema, auguran un futuro muy prometedor para los cubanos si consiguen un grado razonable de sosiego político. Cuando se llegue a ese punto, va a parecer casi inexplicable que durante cincuenta años tres generaciones de cubanos vieran sus vidas consumirse al calor del error, la dictadura y la sinrazón de la revolución cubana.
Por Carlos Alberto Montaner