viernes, 29 de julio de 2011

La filosofía de Karl Popper: Un legado liberal

Karl Popper nos ha legado algunas verdades esenciales y nos ha enseñado, como todos los grandes maestros, el camino que conduce a la verdad y a aprender de estros propios errores.

Nacido en Viena en 1902, creció en un ambiente en quiso ser músico. Es significativo que abandonara el círculo de Schónberg para ingresar en el departamento de obras religiosas de la Academia de Música vienesa. Durante la primera guerra mundial la lectura de las obras de Marx y, más tarde, las negociaciones de paz entre Alemania y Rusia lo llevaron a aceptar el comunismo, error que no tardó en abandonar. Sus estudios científicos y filosóficos concluyeron por decantar sus intereses hacia la filosofía de la ciencia, que en esa época estaba bajo el imperio de las ideas del positivismo lógico del Círculo de Viena. En 1935 se estableció en Gran Bretaña y, después de ocho años en Nueva Zelanda, fue profesor en la Universidad de Londres y en la London School of Economics y alcanzó la ciudadanía y la nobleza británicas. La obra de Popper, en la que destacan sus libros "La lógica de la investigación científica" (1934), "La sociedad abierta y sus enemigos" (1943), "La miseria del historicismo" (1957), "Conjeturas y refutaciones. El desarrollo del conocimiento científico" (1963) y la autobiografía intelectual "Búsqueda sin término" (1972), puede entenderse como una doble crítica contra la metodología y la teoría de la ciencia del positivismo lógico de un lado, y contra el totalitarismo, en su doble versión comunista y fascista, y el nacionalismo, de otro. Sus más memorables aportaciones pertenecen al ámbito de la filosofía de la ciencia y de la filosofía social y política. Su obra entraña una crítica del falso racionalismo, del extravío moderno del sueño de la razón, pero desde los supuestos de la ilustración. Ajenos a Popper son toda suerte de irracionalismo y de relativismo.
 
Las ideas fundamentales del positivismo lógico proceden de su teoría del significado. Una proposición tiene significado, es decir, es verdaderamente una proposición, si describe un hecho que se pueda comprobar a través de la experiencia sensible. El significado es el método de verificación. Todo lo que no es empíricamente constatable no es ni verdadero ni falso; carece de sentido o significado. Las proposiciones de la metafísica son pseudoproposiciones carentes de sentido, son absurdas. En realidad, no dicen nada. La obsesión antimetafísica casi patológica de los neopositivistas acababa por destruir incluso el fundamento de la ciencia natural. Ninguna persona sensata admite que las proposiciones de la física contemporánea sean puramente descriptivas de hechos empíricamente observables. El arbitrario criterio neopositivista de significado no lo cumple ni la ciencia natural.

Popper, en su primer libro "La lógica de la investigación científica", lanza un ataque mortal contra estas ideas. Comienza por considerar casi irrelevante el problema del significado. Lo importante es para él establecer un criterio de demarcación que permita distinguir la ciencia de lo que no es ciencia. Este criterio lo encuentra en el principio de la refutabilidad, sólo en apariencia paradójico. Una proposición o una teoría pertenecen al ámbito de la ciencia cuando son susceptibles de ser refutadas, es decir, si es posible establecer qué hechos las harían falsas. Pertenece al ámbito de la ciencia no ciertamente lo que es falso —esto sería absurdo— sino lo que es "falsable", lo que podría resultar falso. Las teorías científicas son conjeturas refutables. El criterio para establecer el estatus científico de una teoría es su refutabilidad. Las teorías metafísicas no son ni falsas ni absurdas como pretendía el positivismo lógico, sino irrefutables. Pero no lo son por ser verdaderas sino porque no existe ningún hecho que pueda testimoniar en contra de ellas. Teorías como el marxismo y el psicoanálisis, con independencia de su valor, quedan más allá del ámbito de la ciencia, precisamente porque no pueden ser testadas o contrastadas. ¿Qué hecho podría hacer falsa la afirmación de Freud de que los sueños son realizaciones de deseos inconscientes o la tesis marxista (de origen ricardia-no) de que sólo el trabajo humano es la fuente del valor? En cambio, en el caso de las teorías de Einstein sí podemos establecer qué tendría que suceder para que sus tesis resulten falsas.

La ciencia consiste en una búsqueda sin fin, siempre provisoria y nunca acabada, de la verdad. La labor del científico consiste en desconfiar de la verdad de sus teorías y someterlas continuamente a contrastación y no en aferrarse dogmáticamente a ellas. El verdadero método científico es el de la crítica y la discusión permanentes. Aunque existe una verdad objetiva, la falibilidad humana no permite el conocimiento de la verdad definitiva. La ciencia es un camino sin fin. 

Popper rechaza, por tanto, el "inductivismo", ya que la ciencia no consiste para él en una colección de observaciones de las que inferimos leyes o hipótesis generales. Por el contrario, el conocimiento científico parte de un problema, ensaya soluciones posibles y va eli-minando (refutando, "falsando") los errores encontrados. En cierto sentido, la ciencia es el tesoro de los errores. La actividad del científico es una especie de método de ensayo y error. La verdad es lo que de momento ha resistido los intentos de refutación. En absoluto puede decirse que Popper atenúe o borre la diferencia entre los verdadero y lo falso. Siempre afirmó que defendía el realismo epistemológico y metafísico. La revolución metodológica de Popper ha influido decisivamente en la contemporánea filosofía de la ciencia (Hanson, Lakatos, Feyerabend,…).
 
Esta teoría "liberal" del conocimiento científico es la que luego aplica a la política en su batalla contra el totalitarismo y la intolerancia. El tránsito no es difícil. El totalitarismo es el sistema político que anula la libertad individual. Además de negar el fundamento de la dignidad humana, el totalitarismo descansa en un grave error intelectual, cuyo paradigma es el racionalismo moderno: en la pretensión de que al hombre le es dado el conocimiento total de la verdad absoluta, definitiva. La falibilidad humana, la imposibilidad de alcanzar la justicia absoluta, exige la democracia, que no consiste en el gobierno popular, cosa probablemente imposible, sino en aquel sistema político que, a diferencia de las dictaduras, permite sustituir pacíficamente a los gobernantes. En la democracia, las políticas de los gobiernos son sometidas, como las teorías científicas, a un permanente proceso de discusión y crítica, son continuamente refutadas o testadas. Si no resisten la prueba, son sustituidas por otras. Esto es lo que caracteriza a las "sociedades abiertas", a las sociedades capitalistas occidentales, frente a los sistemas totalitarios. Aunque no carecen de fallos y errores son la mejor forma de sociedad conocida por los hombres. Pero la democracia, como pura forma política que es, no puede hacer nada. Sólo los ciudadanos de la democracia pueden actuar. Sólo de ellos cabe esperar el bien y el mal.

La democracia no se fundamenta en el relativismo moral sino en la falibilidad humana para alcanzar la verdad moral objetiva. "El relativismo —afirmó— representa la más grave amenaza que planea sobre nuestra sociedad". "Somos demócratas no porque la mayoría tenga razón, sino porque las tradiciones democráticas son las menos malas que conocemos". Su antidogmatismo incluye a la democracia y al mercado. Sólo excluye a la libertad.

Como buen liberal, Popper sostuvo que el Estado es un mal necesario, pues el poder siempre amenaza a la libertad individual. Pero la defensa del liberalismo y de la democracia no le llevan a negar el valor de la tradición. "Entre las tradiciones que debemos considerar más importantes se cuenta la que podríamos llamar el "marco moral" (correspondiente al "marco legal" institucional) de una sociedad. Este marco moral expresa el sentido tradicional de justicia o equidad de la sociedad , o el grado de sensibilidad moral que ha alcanzado. Es la base que hace posible lograr un compromiso justo o equitativo entre intereses antagóni eos, cuando ello es necesario. No es inmutable en sí mismo, por supuesto, pero cambia de manera relativamente lenta. Nada es más peligroso que la destrucción de este marco tradicional. (El nazismo trató conscientemente de destruirlo). Su destrucción conduce, finalmente, al cinismo y al nihilismo; es decir, al desprecio y la disolución de todos los valores humanos". Popper reconcilia así los valores de la ilustración y de la tradición. El verdadero racionalismo no conduce a la destrucción de la tradición. En cambio, sí es enemigo del utopismo revolucionario, fruto podrido del falso racionalismo, que destruye la realidad para edificar sobre sus ruinas otra peor. Siempre abominó de lo que calificó como "ingeniería social"; es decir, el intento de construir la sociedad desde el poder. Su crítica pertenece a la misma estirpe de la concepción de su amigo Hayek sobre el orden espontáneo de las sociedades. El liberalismo resulta ser más un credo evolucionista que revolucionario.

Aunque comenzada a redactar en la década anterior, en 1943 aparece quizá su obra más popular: "La sociedad abierta y sus enemigos", formidable crítica del marxismo y, en general, de todos los totalitarismos. Muy pronto, y cuando no era fácil hacerlo por la brutal presión de la propaganda y la mentira, Popper se adhirió a la tesis, que entre otros ya había defendido antes Ortega y Gasset, de la vinculación esencial entre el comunismo y el fascismo como formas del totalitarismo antiliberal. Fue de los pocos que, con coraje y lucidez, no sucumbieron a la mentira ni a la estupidez y denunció los siniestros errores del comunismo. Otro de los tremendos errores intelectuales que amenazan a la libertad es el historicismo, del que el marxismo es un buen ejemplo, la tesis de que la historia se encuentra determinada por factores que escapan a la acción de los hombres, la idea de que existen leyes históricas que trascienden a los individuos. Esto es falso. Según Popper, la historia se hace mediante el esfuerzo de los individuos. No hay leyes históricas que anulen la libertad individual. ¿Cómo defenderán la libertad quienes niegan que exista? El historicismo es el sustrato moral del totalitarismo.

No es extraño que cuando el éxito alcanzó a sus ideas, socialistas y social-demócratas intentaran apropiárselo y llevarlo a su terreno. En España, su destino pasó del olvido o el anatema a la apropiación indebida. La necesaria rectificación del- extravío a que ha llevado la modernidad puede encontrar en Popper una certera guía. Cuando el siglo XX camina hacia su fin, sabemos que sólo de los hombres depende el rumbo que puedan tomar los acontecimientos, pues no está el futuro escrito. Sólo de nosotros depende que la revolución liberal de 1989, que sentenció el final del imperio comunista, y que hoy se encuentra amenazada, entre otros peligros, por el auge del tribalis-mo nacionalista, entrañe la definitiva consolidación de las instituciones liberales propias de la "sociedad abierta". En nuestras manos está que triunfe el legado de pensadores como Ortega, Aron, Hayek o Popper y no el de Sartre, Marcuse, Lukács o Chomsky. Quizá el principal defecto de la filosofía de Popper sea la falta de planteamiento, o el planteamiento insuficiente, de los problemas radicales de la existencia humana . Es verdad que, en contra de lo pretendido por el positivismo lógico, Popper siempre pensó que lo que queda más allá del ámbito de la ciencia, lo que se refiere al sentido y finalidad de la vida, la religión y la moral distan de carecer de valor. La ciencia no permite resolver los problemas fundamentales de la vida. 

Pero, demasiado dependiente de la tradición moderna, él se siente apegado en exceso a la concepción científica de la filosofía y a la visión individualista de la sociedad, que descuida el superior ámbito de lo comunitario.
 
Hombres como Popper, que admiraba a Thatcher y no a Castro, han obligado a que hoy quien no se declare liberal, amante de la libertad, deba explicar por qué no lo es. Su nombre quedará grabado en la memoria liberal de un siglo que no lo fue hasta casi su final. Su obra ejemplar ha demostrado además cómo la inteligen-cia suele anticiparse siempre a la realidad. Al final de su vida, se puso de moda después de décadas de incompresión, pero mucho antes tuvo razón y para un pensador lo importante no es estar de moda, sino tener razón. En épocas convulsas supo ejercer el supremo imperativo de la inteligencia: el optimismo. "Es nuestro deber ser optimistas", afirmó. Y es que el optimismo, como la felicidad, es un imperativo. En tiempos oscuros, nos enseñó algunas certidumbres y a aprender de nuestros errores y nos mostró alguna vía hacia la luz.
 
Pese a sus anatemas contra Platón, a quien tal vez no hace justicia, lo mejor del legado de Popper es probablemente su socratismo, su convencimiento de que el ideal de vida consiste en la búsqueda de la verdad mediante la discusión y la crítica. Este ideal de vida en el que consiste auténticamente la filosofía constituye la esencia de la civilización europea y de él se nutre la forma menos imperfecta de sociedad conocida, la sociedad liberal.
Por Tom Burns 
en http://www.cuentayrazon.org/revista/pdf/088/Num088_007.pdf

martes, 26 de julio de 2011

"Estado e Individuo" según Borges

El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado.
Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción (1) lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano.
Aforismos como el de Hegel, "El Estado es la realidad de la idea moral", le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo después a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una mafia, siente que el "héroe" es un incomprensible canalla.
Siente con Don Quijote que "allá se lo haya cada uno con su pecado" y que "no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello"(QUIJOTE I, XXII).
Más de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que diferimos insalvablemente de España: esas dos líneas del Quijote han bastado para convencerme de error: son como el símbolo tranquilo y secreto de nuestra afinidad.
Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro...
Se dirá que los rasgos que he señalado son meramente negativos o anárquicos; se añadirá que no son capaces de explicación política. Me atrevo a sugerir lo contrario.
El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo: en la lucha con ese mal, cuyos hombres son comunismo y nazismo, el individualismo argentino acaso inútil o perjudicial hasta ahora encontraría justificación y deberes (1)
Sin esperanzas y con nostalgia, pienso en la abstracta posibilidad de un partido que tuviera alguna afinidad con los argentinos; un partido que nos prometiera (digamos) un severo mínimo de gobierno.
El nacionalismo quiere embelesarnos con la visión de un Estado infinitamente molesto; esa utopía, una vez lograda en la tierra, tendría la virtud providencial de hacer que todos anhelaran, y finalmente construyeran, su antítesis.

(1) El Estado es impersonal: el argentino sólo percibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen. Compruebo un hecho, no lo justifico o excuso.

Jorge Luís Borges, 
Fragmento de "Otras Adquisiciones"

lunes, 25 de julio de 2011

El mayor peligro, el Estado

Como el Estado es una técnica de orden público y de administración, el "antiguo régimen" llega a fines del siglo XVIII con un Estado debilísimo, azotado de todos los lados por una ancha y revuelta sociedad... El enorme desnivel entre la fuerza social y la del poder público hizo posible la revolución, las revoluciones (hasta 1848).

Pero con la revolución se adueñó del poder público la burguesía y aplicó al Estado sus innegables virtudes, y en poco más de una generación creó un Estado poderoso, que acabó con las revoluciones. Desde 1848, es decir, desde que comienza la segunda generación de gobiernos burgueses, no hay en Europa verdaderas revoluciones.


Y no ciertamente porque no hubiese motivos para ellas, sino porque no había medios. Se niveló el poder público con el poder social. ¡Adiós revoluciones para siempre! . Ya no cabe en Europa más que lo contrario: el golpe de Estado. Y todo lo que con posterioridad pudo darse aires de revolución no fue más que un golpe de Estado con máscara.


En nuestro tiempo, el Estado ha llegado a ser una máquina formidable que funciona prodigiosamente, de una maravillosa eficiencia por la cantidad y precisión de sus medios. Plantada en medio de la sociedad, basta tocar un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social.


El Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización. Y es muy interesante, es revelador, percatarse de la actitud que ante él adopta el hombre-masa. Este lo ve, lo admira, sabe que está ahí, asegurando su vida; pero no tiene conciencia de que es una creación humana inventada por ciertos hombres y sostenida por ciertas virtudes y supuestos que hubo ayer en los hombres y que pueden evaporarse mañana. Por otra parte, el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo y como él se siente a sí mismo anónimo-vulgo, cree que el Estado es una cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país cualquier dificultad, conflicto o problema: el hombre-masa tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directa­mente de resolver con sus gigantescos e incontrastables medios.


Este es el mayor peligro que hoy amenaza la civilización: la estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos. Cuando la masa siente alguna desventura, o simplemente algún fuerte apetito, es una gran tentación para ella esa permanente y segura posibilidad de conseguirlo todo sin esfuerzo, lucha, duda ni riesgo, sin más que tocar el resorte y hacer funcionar la portentosa máquina. La masa se dice: "El Estado soy yo", lo cual es un perfecto error. El Estado es la masa sólo en el sentido en que puede decirse de dos hombres que son idénticos por que ninguno de los dos se llama Juan. Estado contemporáneo y masa coinciden sólo en ser anónimos, pero el caso es que el hombre-masa cree, en efecto, que él es el Estado, y tenderá cada vez más a hacerlo funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con él toda minoría creadora que lo perturbe- que lo perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industrias.


El resultado de esa tendencia será fatal. La espontaneidad vital quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado, ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la máquina de Gobierno. Y como a la postre no es sino una máquina cuya existencia y mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético, muerto con esa muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del organismo vivo.

José Ortega y Gasset
fragmento de "La Rebelión de las Masas"

viernes, 22 de julio de 2011

Tocqueville y el problema de la democracia

La vida de cada uno de nosotros se desenvuelve dentro de aquel habitat político que conocemos con el nombre de “democracia”. Es un marco institucional que, aunque complejo, damos a menudo por descontado y sobre el que sólo nos detenemos a reflexionar cuando no se cumplen las expectativas que despierta en una medida que consideramos insoportable. Es el momento en que, en el intento de descubrir los motivos que han producido las “decepciones” o los “fracasos” que lamentamos, tratamos de someter a análisis los presupuestos, el significado, las ventajas y los inconvenientes del sistema democrático. Así es como la democracia se convierte en problema.

La herencia de la Revolución

Cuando nos encontramos en una situación así, es decir cuando “tropezamos” con el problema de la democracia, podemos encontrar ayuda en numerosas obras. Entre los autores que pueden proporcionarnos un auténtico alimento, ocupa un lugar destacado Alexis de Tocqueville. Lo cual no es fortuito. Como manifiesta en una carta a Henry Reeve, él había “venido al mundo al término de una larga Revolución que, tras haber destruido el Estado antiguo, no [... había] creado nada duradero”.[1] Es evidente que Tocqueville, representante de la primera generación que siguió a la Revolución francesa, recibió del pasado una herencia inquietante: rica en interrogantes y pobre en respuestas. Él la acepta, hace del empeño en responder a esos interrogantes la “vocación” de su propia vida.

Lleva, pues, razón Ortega y Gasset cuando, con su característica agudeza, observa que Tocqueville “era incapaz de escribir por escribir”.[2] Y subraya que “sus dos únicos libros se ocupan de un mismo tema, tomado primero por su anverso y luego por su reverso”.[3] Como si dijéramos que el tema exclusivo de las meditaciones de Tocqueville es el de la democracia. Es el propio Tocqueville quien lo confirma cuando dice que “la institución y la organización de la democracia en el mundo cristiano es el mayor problema político de nuestro tiempo”.[4] Y lo es porque puede ser la base tanto de la libertad como del despotismo.[5] La democracia es, pues, una auténtica “encrucijada” que puede conducir en direcciones opuestas. Tal es el drama político con el que se enfrenta Tocqueville y que coincide con un drama personal, por la opción que él toma a favor de la libertad.[6]

Conviene precisar que Tocqueville es plenamente consciente de que el proceso democrático es imparable, sobre lo cual se expresa en los siguientes términos: “El gradual desarrollo de la igualdad [...] es universal, duradero, se sustrae a diario al poder del hombre; todos los acontecimientos, lo mismo que todos los hombres, favorecen su desarrollo. ¿Sería, pues, razonable que los esfuerzos de una generación detuvieran un movimiento social que tiene orígenes tan lejanos? ¿Hay acaso alguien que pueda pensar que la democracia, después de liquidar al feudalismo y de vencer a los reyes, retrocederá ante los burgueses y los ricos? ¿Es posible que se detenga precisamente ahora que se ha hecho tan fuerte y sus adversario tan débiles?”[7]

Tocqueville comprende también que el desarrollo de la igualdad no es sólo un proceso imparable, sino también un mecanismo capaz de movilizar las más amplias energías: “Por doquier se ha visto cómo los diversos acontecimientos de la vida de los pueblos contribuirán al destino de la democracia. Todos la han ayudado con sus esfuerzos, los que se proponían contribuir a su éxito, y los que en absoluto pensaban servirla, los que combatieron por ella, y los que se declararon enemigos suyos: todos se agolparon en el mismo cauce y trabajaron juntos, unos a su pesar, otros sin que se dieran cuenta.”[8]

Así, pues, Tocqueville, en un momento particularmente difícil de su vida y de su país, repite que la alternativa es entre una articulación “liberal” y una articulación “opresiva” de la democracia.[9] Lo cual suscita un “terrible problema, cuya solución no afecta sólo a Francia, sino a todo el mundo civilizado”.[10] Y aquí Tocqueville explica: “Si nos salvamos, salvaremos al mismo tiempo a todos los pueblos que nos rodean. Si nos perdemos, arrastraremos a todos a la ruina junto con nosotros. Según que tengamos la libertad democrática o la tiranía democrática, el destino del mundo será distinto.”[11]

El objetivo es, pues, librarse de la “tiranía democrática”. Francia había experimentado esta situación, a la que parecía estar fatalmente condenada. En su lugar había que construir una democracia liberal. Por eso, como oportunamente ha puesto de relieve Ortega y Gasset, “antes que todo y sobre todo –sobre el subsuelo de fe cristiana heredada- Tocqueville fue liberal. Lo fue en forma más consciente y depurada que solían serlo sus contemporáneos. Creía que si la historia en cuanto acontecimiento intrahumano tiene un destino y si la evolución de las sociedades tiene una meta, esta meta y aquel destino sólo pueden consistir en establecer una armazón de instituciones políticas y de usos cotidianos que hagan posibles existencias libres.”[12]

Tocqueville contra la Restauración

La percepción del imparable avance de la democracia permitía a Tocqueville comprender además en qué medida la Restauración fue un fenómeno “artificioso”.[13] En una carta de agosto de 1829 a su hermano Eduard, refiriéndose al gabinete Polignac, afirma Tocqueville: “¿Cómo podrá mantenerse? Sólo Dios puede saberlo. O, más bien, sabe ya aquello de lo que nosotros no hacemos más que dudar: que no se mantendrá en modo alguno. Parece que el gobierno quiere inicialmente estar de acuerdo con la Cámara actual, pero es poco probable que pueda encontrar un punto en que apoyarse. Convocar otra Cámara sólo significaría, si la ley electoral sigue siendo la misma, excluir todas las probabilidades de ganar. Cambiar esta ley, con la Cámara actual, no es ni siquiera imaginable. He aquí, pues, al nuevo gobierno lanzado al sistema de los golpes de Estado, de legislar mediante órdenes: de donde el desafío lanzado entre el poder real y el poder popular, una lucha entablada en campo cerrado, una partida en la que, a mi entender, el poder popular sólo se juega su presente, la autoridad real su presente y su futuro. Si este gobierno cae, la monarquía tendrá que soportar sus consecuencias, porque ese gobierno no es más que una emanación directa de la misma [...]. ¡Quiera Dios que la casa de los Borbones no tenga que arrepentirse un día de lo que hoy ha hecho!”[14]

El 6 de mayo de 1830, escribe también a su hermano Eduard: “consideremos fríamente el callejón sin salida en que se metería el Rey si decidiera obrar fuera de la ley. ¿Dónde podría encontrar apoyo? No, desde luego, en la opinión pública: no habría nadie dispuesto a aprobar su comportamiento, sino que más bien con ello reuniría a casi toda la nación en una actitud de condena. ¿En los tribunales? Pero el día en que el Rey reinara por medio de ordenanzas, los tribunales se negarían a aplicarlas [...]. Sería entonces necesario reinar mediante comisiones, avanzar cada vez más por la vía de la ilegalidad por medio de la fuerza militar, mantener continuamente a los soldados en pie de guerra [...]. Nadie en Francia quiere que se gobierne mediante ordenanzas: hay que tener esto muy en cuenta, pues a nadie beneficia. Los cuerpos judiciales perderían con ello su importancia, los Pares su rango, la mayor parte de los hombres de talento sus esperanzas, las clases inferiores sus garantías, la mayoría de los oficiales sus ocasiones de promoción.”[15]

Era una visión certera. Carlos X y Polignac son barridos por la “monarquía de julio”. Y Tocqueville, a diferencia de sus familiares y de muchos de sus amigos, jura fidelidad a Luis Felipe. En una carta a Charles Stoffels, explica así su juramento: “Al obrar de este modo, he considerado que cumplía con mi estricto deber de francés. En el Estado en que nos encontramos, si Luis Felipe fuera derrocado, ello no redundaría ciertamente en favor de Enrique V, sino [...] de la anarquía. Quienes aman a su país deben, pues, unirse francamente al nuevo Rey, ya que sólo Él puede salvar a Francia de sí misma. Yo desprecio al nuevo soberano y pienso que su derecho al trono es más que dudoso; sin embargo, le apoyaré con mayor firmeza, creo, que quienes le han preparado el camino de la conquista del poder y que no tardarán en aparecer como sus amos y sus enemigos. He tomado mi decisión con absoluta tranquilidad de conciencia, porque tengo la convicción de que no obtendré con ello ninguna ventaja.”[16]

Así pues, Tocqueville despreciaba a Luis Felipe y pensaba también que su derecho al trono era dudoso. Temía también que una recuperación del poder por parte de los legitimistas podría expulsarle de la magistratura en la que por entonces prestaba servicio. Escribe: “El movimiento de reacción que ya se está manifestando me echará o me pondrá en tales condiciones que el disgusto me obligará a dimitir.”[17] A pesar de todo, no se adhiere a la postura de quienes pensaban que Francia podía volver atrás. Si Luis Felipe no es la solución, menos aún lo será una restauración legitimista.

¿Qué hacer? Tocqueville confía a su amigo Beaumont que “es preciso estudiar la historia de los hombres y sobre todo la de aquellos que nos han precedido más inmediatamente en este mundo”.[18] Afirma que conoce los acontecimientos, pero admite que no sabe “qué es lo que los ha provocado, los recursos que los hombres han proporcionado a quienes los han gobernado desde hace doscientos años, el estado en que las revoluciones encontraron a los pueblos de entonces, y en el que los dejaron, su clasificación, sus costumbres, sus instintos, sus recursos actuales, la división y la disposición de estos recursos”.[19] Y llega luego al punto decisivo: “Existe una ciencia que en otro tiempo desprecié y que ahora reconozco no sólo que es útil sino absolutamente esencial: la geografía. No el conocimiento del meridiano exacto de una determinada ciudad, sino el conocimiento de todo lo que se refiere a lo que hace poco mencionaba [...]. Admito que no es esta la geografía que se aprende en la escuela, pero imagino que es la única que podemos comprender y recordar.”[20]

La geografía a que se refiere Tocqueville es el instrumento con el que podemos contemplar el horizonte histórico del propio tiempo. En este horizonte, los Estados Unidos son el país en que el problema de la democracia se ha planteado con más fuerza y donde se le ha dado la respuesta más adecuada. Y Tocqueville dice: “Hace mucho tiempo que tengo un gran deseo de visitar América del Norte: iré, pues, para ver de cerca cómo funciona una gran república. ¡Lo único que temo es que mientras tanto se forme una en Francia!”[21]

La lección de Constant y Guizot

Tocqueville va a los Estados Unidos con una penetrante dotación teórica. Los excesos y crímenes de la Revolución francesa y del régimen napoleónico habían evidenciado que, para resolver el problema de la democracia, no basta sustituir el principio de la soberanía monarco-aristocrática por el de la soberanía popular. Benjamin Constant había proyectado una poderosa luz sobre el hecho de que, sin una adecuada limitación del poder, no es posible la libertad. En sus Principes de Politique, Constant había escrito que “el reconocimiento abstracto de la soberanía popular no incrementa en nada la libertad de los individuos”.[22] En efecto, “si atribuimos a la soberanía una extensión que no debe tener, la libertad puede perderse a pesar de ese principio o incluso en razón del mismo”.”[23]

Constant también había precisado: “Cuando se establece que la soberanía de ciertos individuos es ilimitada, se crea y se echa a la ventura, dentro de la sociedad humana, un coeficiente de poder que es en sí mismo demasiado elevado y que está destinado a ser un mal, sean cuales fueren las manos en que se encuentre. Confiarlo a un hombre, a diversos hombres o a todos es igualmente malo. Acaso se piense que ello se debe a la imperfección de quienes detentan ese poder, y, según las circunstancias, se acusará a la monarquía, a la aristocracia, a la democracia, a los gobiernos mixtos o a los sistemas representativos. Y será un error, pues no hay que denunciar a quienes ejercen el poder sino su extensión.”[24]

El diagnóstico de Constant iba aún más lejos al añadir: “El error de quienes, de buena fe y por amor a la libertad, han otorgado un poder ilimitado a la soberanía popular deriva del modo en que se han formado sus ideas políticas [...] su cólera se ha dirigido contra los ejecutores del poder más bien que contra el poder mismo. En lugar de destruir este último, han pensado sustituir a sus poseedores. Ha sido una lástima, pues en ello han visto una conquista. Han entregado el poder a la sociedad en su conjunto. Y de la sociedad en general ha pasado necesariamente a la mayoría, y de la mayoría a las manos de unos pocos y a menudo de uno solo. Y de este modo se han producido los mismos males que antes.”[25]

Basándose en esto, Constant pudo refutar fácilmente la posición de Rousseau, considerándola el apoyo más formidable a todo tipo de “despotismo”.[26] En el contrato rusoniano cada uno adquiere sobre los demás los mismos derechos que él cede en favor de los otros. De este modo obtiene el equivalente de lo que pierde y consigue además una fuerza mayor para preservar lo que le queda. Pero Rousseau olvidaba que “en el momento en que la soberanía tiene que hacer uso del poder que posee o, en otras palabras, apenas es preciso proceder a la organización práctica del poder [...], la acción iniciada en nombre de todos es necesariamente, nos guste o no, la acción de un determinado individuo o de unos pocos, y sucede que, al someterse a todos [...], cada uno se somete a quienes actúan en nombre de todos.”[27]

Asustado por el inmenso poder social que había creado, el propio Rousseau no sabía en qué manos poner “tan monstruosa fuerza” ni pudo encontrar otra cosa que un expediente que hacía “imposible” el ejercicio de la soberanía.[28] Por eso afirmaba que la propia soberanía no puede ser “enajenada, delegada o representada”.[29] Que es como decir que “no puede ejercerse”, es decir se destruye el “principio que apenas había sido proclamado”.[30]

Constant también había explicado que “la generalidad de los ciudadanos es soberana, en el sentido de que ningún individuo, ninguna facción, ninguna asociación parcial puede, sin haber recibido la oportuna delegación, pretender la soberanía. De lo que no se deriva que la generalidad de los ciudadanos, o quienes han sido investidos de la delegación, puedan disponer soberanamente de la existencia de los individuos. Por el contrario, hay una parte de la existencia humana que por necesidad permanece como individual e independiente y que por derecho está fuera de toda competencia social.”[31]

En la concepción de Constant, la soberanía debería tener sólo una “limitada y relativa existencia”, porque en el punto en que “comienza la autonomía individual, acaba la jurisdicción de la soberanía”.[32] Tampoco el consenso de la mayoría puede legitimar la violación de esos límites. La soberanía tiene que ser limitada. Tal es, precisa Constant, el “eterno principio que debemos afirmar”.[33]

Todo lo anterior coloca a Constant dentro del restringido círculo de quienes han contribuido a destruir el mito del Gran Legislador. Veamos por qué.

A. La libertad nace de la limitación del poder político. Aun cuando los titulares de las funciones autoritarias se proponen como objetivo hacer que la vida de los ciudadanos sea libre, el poder ilimitado que se les ha otorgado no permite alcanzar esa finalidad, ya que los conocimientos de cada uno son parciales. Y a conocimientos limitados debe corresponder un poder también limitado. Comentando la obra de Filangieri, Constant afirma que este escritor italiano cae en el imperdonable error de considerar al legislador “como un ser aparte, por encima del resto de los hombres, necesariamente mejor y más iluminado que los demás”.[34] Así es como Filangieri, “entusiasmándose con un fantasma creado por su imaginación”, le atribuye una autoridad que sólo raramente piensa limitar.[35] En efecto, según Filangieri, puede aceptarse que la ley procede “del cielo, pura e infalible, sin necesidad de recurrir a intermediarios, cuyos errores la falsean, cuyos cálculos personales la desfiguran, cuyos vicios la surcan y la hacen perversa [...] la ley es obra de los hombres [... y] la obra no merece más confianza que sus actores [...] una terminología abstracta y oscura ha confundido a los publicistas. Podría decirse que han sido engañados por los verbos impersonales [...]. Es necesario, se debe, no se debe, ¿acaso no se refieren a hombres? Se llega al punto de creer casi que se trata de una especie distinta”.[36]

Son los individuos los que actúan. Y el hecho de que gocen de una legitimación política no significa que desaparezca su ignorancia y su falibilidad y, con ellas, la necesidad de poner límites precisos a su poder. Sean cuales fueren las manos en las que éste se encuentre, una ilimitada extensión del mismo produce, inevitablemente, consecuencias desastrosas para la libertad.

B. De ahí que no podamos detenernos en las intenciones de los actores. Estas intenciones, por más rectas que puedan ser, no garantizan por sí mismas resultado alguno. Es decir hay que valorar las consecuencias de las acciones. El principio de soberanía popular puede incluso ser el instrumento para conculcar la libertad. Resulta por tanto importante el modo en que se organiza ese principio.

C. Utilizando una fórmula sobre la que ha insistido Popper y que está ampliamente presente en la tradición liberal, se podría decir que el viejo interrogante sobre “quién debe mandar” debe ser sustituido por la pregunta: “¿Cómo podemos organizar las instituciones políticas para impedir que malos o incompetentes gobernantes hagan demasiado mal?”[37]
 
Los tres puntos señalados sitúan a Constant dentro de aquella metodología que ya observamos en Mandeville y en los moralistas escoceses, que en años más próximos a nosotros ha tomado el nombre de “individualismo metodológico”.[38] Por lo demás, como es sabido, Constant vivió en Edimburgo, donde tomó parte activa en la vida de varias asociaciones literarias y culturales y en particular estuvo en contacto con James Mackintosh. Una relación que, recuperada posteriormente, se prolongará durante toda su vida.[39]

No menos importante fue la lección que Tocqueville recibió de Guizot, de quien había sido alumno en la Sorbona.[40] La metodología adoptada por Guizot no era diferente de la de Constant. Guizot no pensaba que la civilización fuera producto de las intenciones o de la proyectación humana. Según él, el régimen de libertad instaurado en Europa era el resultado de una singular constelación de acontecimientos. Escribe Guizot: “Allí donde, en las demás civilizaciones, el dominio exclusivo, o al menos la preponderancia excesiva de un solo principio, de una sola forma, fue causa de tiranía, en la Europa moderna la diversidad de los elementos del orden social, la imposibilidad en que han estado de excluirse entre sí, han generado la libertad que hoy reina. Al no poderse exterminar unos a otros, los principios tuvieron por necesidad que convivir, haciendo entre ellos una especie de transacción. Cada uno ha permitido tener tan sólo la posición de desarrollo que podía corresponderle y, mientras que en otras partes el predominio de un principio producía la tiranía, en Europa la libertad fue producto de la variedad de los elementos de la civilización y del estado de lucha en que han vivido constantemente.”[41]

Dicho sin rodeos, Guizot sostenía que la libertad europea debía atribuirse a la circunstancia de que la “idea del imperio” y la “Iglesia cristiana” habían constituido un límite recíproco: un resultado evidentemente ajeno a las intenciones de los actores.

Guizot comprendió también la importancia de la interacción humana en el desarrollo de la civilización. Afirma: “si las facultades y la existencia de los individuos se desenvuelven y se agotan aisladamente, sin actuar unos sobre otros, sin dejar huella”, las “generaciones sucesivas dejan a la sociedad en el mismo punto en que la recibieron.”[42] Y, sin embargo, “cuando se pronuncia la palabra civilización”, se piensa inmediatamente en “relaciones sociales que se amplían, que se hacen más activas”.[43] Lo cual “subsiste bajo dos condiciones y se manifiesta a través de dos síntomas: el desarrollo de la actividad social y el de la actividad individual, el progreso de la sociedad y el progreso de la humanidad”.

Por lo tanto, la limitación del poder crea el habitat de la libertad. Y ésta amplía los horizontes de cada uno, nutre la civilización. De donde también la hostilidad de Guizot respecto a las rupturas revolucionarias. Es cierto: “amaba el 1789”, que percibía como “la gran fecha de la emancipación social de su clase”, pero “odiaba la interminable sucesión de desórdenes políticos a los que aquel famoso año había abierto el camino”.[44] Tanto es así que, en las jornadas de julio de 1830, se mantuvo aparte y orientó su entrada en escena hacia una política lo más respetuosa posible del pasado. Sabía muy bien que el extremismo revolucionario no puede generar libertad.[45]

Tales son las enseñanzas que Tocqueville recibió de Guizot. Elementos extraordinariamente fecundos, que el propio Guizot no siempre supo tener en cuenta en su actividad política. Pero su obra teórica, como subraya Ortega y Gasset, viene del “profundo pasado de Europa”, donde “ha sabido sumergirse”.[46] El pensador español llega a decir que es “increíble que en los primeros años del siglo xix, tiempo retórico y de gran confusión, se haya compuesto un libro como la Histoire de la Civilisation en Europe”.[47]

Ortega amplió su juicio a todo el grupo, el de los llamados “doctrinarios”, cuya influencia enriqueció a Tocqueville y del que Guizot era exponente. El propio Ortega añadía: “quiero tener el valor de afirmar que este grupo [...], de quienes todo el mundo se ha reído y ha hecho mofas escurriles es, a mi juicio, lo más valioso que ha habido en la política del continente durante el siglo xix. Fueron los únicos que vieron claramente lo que había que hacer en Europa después de la Gran Revolución, y fueron además hombres que crearon en sus personas un gesto digno y distante, en medio de la chabacanería y la frivolidad creciente de aquel siglo.”[48] Y también: “Había llegado en ellos a convertirse en un instinto la impresión radical de que existir es resistir, hincar los talones en tierra para oponerse a la corriente [...]. Los doctrinarios son un caso excepcional de responsabilidad intelectual; es decir, de lo que más ha faltado a los intelectuales europeos desde 1750.”[49]

Así pues, Tocqueville partía para los Estados Unidos con un buen bagaje teórico.[50] Si no hubiera sido así, La Démocratie en Amerique no habría sido una aguda obra de teoría sociológica y política.

Contra la “tiranía de la mayoría”

Que Tocqueville va en búsqueda del habitat de la democracia liberal, es un motivo recurrente de sus apuntes de viaje, de su correspondencia y de sus escritos. Perfectamente consciente de la lección de Constant, Tocqueville considera “impía y detestable” la máxima según la cual “en materia de gobierno la mayoría de un pueblo tiene derecho a hacerlo todo”.[51] Y escribe: “hay quienes han osado afirmar que un pueblo [...] no puede nunca, por definición, desbordar los límites de la justicia y de la razón, y por lo tanto no se debe temer dar todo el poder a la mayoría que le representa”.[52] Pero esto, precisa Tocqueville, “es un lenguaje servil”.[53] Es el camino que conduce a la “tiranía de la mayoría”.

¿Qué es lo que sucede en Estados Unidos? Tocqueville observa: “he notado que el pueblo muestra a menudo, en la conducta de los negocios, una gran mezcla de presunción y de ignorancia, de lo que he concluido que en América, como entre nosotros, los hombres están expuestos a las mismas imperfecciones y a las mismas miserias.”[54] A pesar de todo, ¿hay algo distinto? “Las costumbres y las leyes de los americanos no son las únicas que pueden convenir a los pueblos democráticos; pero los americanos han demostrado que no hay que perder la esperanza de regular la democracia con la ayuda de las leyes y de las costumbres.”[55]

Veremos más adelante que, con referencia específica a la democracia americana, Tocqueville atribuirá mayor importancia a las costumbres que a las leyes. Pero para llegar a esto conviene seguir su itinerario.

Tocqueville afirma: los anglo-americanos “no siempre están de acuerdo sobre los medios que hay que adoptar para gobernar bien y se diferencian en algunas formas que conviene dar al gobierno, pero están de acuerdo sobre los principios generales que deben regir las sociedades humanas. Desde el Maine a la Florida, desde el Missouri al Océano Atlántico, se cree que el origen de todos los poderes es el pueblo. Se tienen las mismas ideas sobre la libertad y la igualdad; se profesan las mismas ideas sobre la [función de la] prensa, sobre el derecho de asociación, sobre el jurado, sobre la responsabilidad de quienes ocupan posiciones de poder.”[56]

La observación de Tocqueville es muy profunda. El acuerdo no puede referirse sino a los principios. En efecto, como el propio Tocqueville no deja de observar, “sucede a menudo que los hombres que viven en los Estados Unidos son “todavía ingleses, franceses, alemanes, holandeses”.[57] El desacuerdo sobre los medios es frecuente, pero no afecta a los fines. Tocqueville explica luego lo que quiere decir: “Lo que más os sorprende al llegar a Estados Unidos es una especie de movimiento tumultuoso en el que se halla sumergida la sociedad política. Las leyes cambian continuamente y a primera vista parece imposible que un pueblo, tan poco seguro en sus voluntades, no llegue pronto a sustituir la actual forma de su gobierno por una forma enteramente nueva. Estos temores carecen de fundamento. En lo que atañe a las instituciones políticas existen dos especies de inestabilidad que no hay que confundir: una se refiere a las leyes secundarias, y esta puede abundar en una sociedad muy sólida; la otra sacude continuamente las bases mismas de la constitución y ataca a los principios generales de las leyes: esta es siempre origen de desórdenes y revoluciones, y la nación que la sufre vive en una situación violenta y transitoria. La experiencia enseña que estas dos especies de inestabilidad no tienen entre sí un vínculo necesario, pues han estado unidas o separadas, según los tiempos y lugares. En Estados Unidos encontramos la primera, pero no la segunda. Los americanos cambian frecuentemente las leyes, pero respetan el fundamento de la constitución.”[58]

Pues bien, como se desprende claramente de los apuntes de viaje,[59] Tocqueville atribuye al segundo tipo de conflicto, el que afecta a las “bases mismas de la constitución”, la responsabilidad de lo que estaba ocurriendo en Francia, país sometido a permanentes convulsiones sociales, precisamente a causa de la falta de un acuerdo generalizado sobre los “principios generales”. De donde la consiguiente conclusión de que la sociedad, es decir la cooperación pacífica entre los ciudadanos, sólo es posible si existe ese acuerdo.

Con ayuda de Ortega y Gasset, podemos detenernos en esta cuestión. Manifiestamente influido por Tocqueville, el pensador español imagina el “cuerpo de las opiniones que alimentan la vida de un pueblo constituido por una serie de estratos. Divergencias de opinión en los estratos superficiales e intermedios producen disensiones benéficas, porque las luchas que provocan se mueven sobre la tierra firme de la concordia subsistente en los estratos más profundos. La discrepancia en lo somero no hace sino confirmar y consolidar el acuerdo en la base de la convivencia.”[60]

Se comprende así por qué el propio Ortega critica duramente a Ferdinand Tönnies. Dice: “Mi idea principal en sociología es que sociedad no es, en verdad, ni 'Gesellschaft', ni 'Gemeinschaft' en sentido de Tönnies. La distinción de este me parece falsa y además pueril [...]. Tönnies presenta estas dos formas de convivencia o agrupación humana como coordinadas y además cree que son realidades sociales plenas, subsistentes. Ahora bien, yo pienso – y ello me parece evidente– que toda Gesellschaft en sentido de Tönnies, por tanto toda agrupación que proviene de las voluntades deliberadas es sólo una asociación particular que supone una Gemeinschaft dentro de la cual se produce. Si por Gemeinschaft se entiende un grupo social no originado en voluntaria asociación y al cual el individuo pertenece quiera o no [...], diría que Gemeinschaft es el fenómeno social básico, que es supuesto de todos los demás.”[61]

Las observaciones de Ortega son totalmente pertinentes, si bien precisan de algunas puntualizaciones. Aunque es cierto que no puede haber sociedad alguna sin la base de un núcleo de creencias compartidas, ello no significa que las reglas fundamentales de una sociedad libre deban dictar específicos contenidos existenciales obligatorios, ya que en tal caso no existiría libertad individual de elección. No es casual que, crítico para con Esparta, Constant recuerde que, en aquella ciudad, Terprando no pudiera añadir una cuerda a su lira sin que los Éforos sospecharan.[62] Es decir, no había elección personal.

Las reglas que constituyen la base de una sociedad libre, en la que conviven sujetos portadores de concepciones filosóficas y religiosas diferentes, deben ser vacías, carentes de un contenido existencial específico; deben ser auténticos principios procedimentales, cuya función se resuelva en la fijación de los límites de las acciones, sin imponer a éstas un contenido obligatorio. La democracia americana se caracterizaba precisamente por esto, como lo demuestra palmariamente lo que sucedía en el campo religioso.

Tocqueville escribe: “En Europa el cristianismo ha estado íntimamente ligado a los poderes terrenales. Hoy estos poderes se derrumban, y él queda sepultado bajo sus ruinas. Es un vivo que han querido atar a los muertos.”[63] Muy otra es la situación en Estados Unidos. Aquí hay una “completa separación” entre Estado e Iglesia.[64] Esto significa que ningún credo religioso ocupa una posición privilegiada. Ninguna confesión puede valerse de la alianza con la política para imponer sus propios preceptos, ni el poder político puede justificar a través de la religión sus particulares imposiciones. Y así, sostiene Tocqueville, la “ley permite al pueblo americano hacerlo todo, la religión le impide concebirlo todo y le prohíbe atreverse a todo”.[65] Es decir, el derecho sólo prohíbe lo que invade la esfera de la autonomía de los demás y deja un amplio campo a la libertad individual y a la innovación; está por lo tanto formado por una constelación de normas vacías. La orientación moral y el contenido existencial viene, en cambio, sugerido por las distintas confesiones religiosas. “No se puede, pues, decir que en Estados Unidos la religión ejerza una influencia directa sobre las leyes, ni sobre las opiniones políticas, sino más bien que la misma dirige las costumbres.”[66]

La separación entre religión y política es un principio sobre el que todos están de acuerdo. “Aunque los anglo-americanos tengan muchas religiones, todos ellos tienen el mismo modo de considerar la religión.”[67] Ésta, pues, no puede convertirse en instrumento de atropello. Las innumerables sectas conviven en la tolerancia recíproca.[68] “No hay odio religioso.”[69] Por otra parte, afirma también Tocqueville, quien en una situación de elección libre “sigue creyendo, no teme exponer su fe a todas las miradas. En quienes no comparten sus esperanzas ve personas infelices, pero no adversarios; sabe que puede conquistar su estima sin tener que seguir su ejemplo; no está, pues, en guerra con nadie y, al no considerar la sociedad en que vive como una palestra en la que la religión tiene que luchar sin tregua contra mil enemigos enfurecidos, ama a sus contemporáneos al mismo tiempo que condena sus debilidades y se duele de sus errores.”[70]

Por lo que respecta a los sacerdotes americanos, éstos “se pronuncian a favor de la libertad civil”.[71] Y Tocqueville añade: “Los oí lanzar el anatema contra la ambición y la mala fe, al margen de las opiniones políticas en que tuvieran que ampararse. Pero aprendí, oyéndoles, que los hombres no pueden ser condenables a los ojos de Dios a causa de estas opiniones, cuando son sinceras, y que no es pecado equivocarse en materia de gobierno, como tampoco lo es equivocarse sobre la manera en que conviene edificar la propia casa o trazar el propio surco.”[72]

Sin embargo, la separación entre costumbres y derecho, entre religión y política, una vida social inspirada en la tolerancia recíproca no son posibles sin algo más profundo. Tocqueville no lo duda. Y da perfectamente en el blanco cuando dice: “Hasta hoy, nadie en los Estados Unidos ha osado proponer esta máxima: que todo está permitido en interés de la sociedad. Máxima impía, que parece haber sido inventada en un siglo de libertad para legitimar la llegada de los tiranos.”[73]

Como ya sabemos, Constant había puesto en guardia contra el mecanismo que implica esta máxima. Recordaba que las acciones son siempre ejecutadas por los individuos concretos. Y la consecuencia es que, si a un individuo se le permite representar a la sociedad, se le concede que encarne un “punto de vista privilegiado sobre el mundo”, postura que está en abierto contraste con la idea de igualdad. Con razón, pues, años más tarde, escribirá Tocqueville a Henry Reeve: “El gran peligro [...], tened la seguridad, es la destrucción o el debilitamiento de las partes del cuerpo social frente al todo. Lo que en nuestros días da fuerza a la idea del individuo es sano. Lo que da una existencia aparte a la especie y amplía la noción del género es peligroso. El espíritu de nuestros contemporáneos va espontáneamente en esta dirección. La doctrina de los realistas, introducida en el mundo político, impele a todos los abusos de la democracia; esa doctrina concilia el despotismo, la centralización, el desprecio de los derechos particulares, la doctrina de la necesidad, todas las instituciones y todas las doctrinas que permiten al cuerpo social pisotear a los hombres y que hacen que la nación lo sea todo y los ciudadanos nada.”[74]

Tocqueville comprende que considerar la sociedad como algo separado y distinto de los individuos equivale a duplicar la realidad. Y comprende que la introducción del “punto de vista de la sociedad” conduce a la destrucción de la libertad individual. Por lo tanto, la democracia liberal debe ser la negación de todo esto. Hay que reconocer que un “pueblo o un individuo, por más iluminado que pueda estar, no es infalible”.[75] Más exactamente, los hombres son todos falibles y ninguno puede pretender ser el único conocedor y portador de los intereses del todo.

Así, pues, la falibilidad es lo que más nos une. Esto significa que en el estrato más profundo de los principios que hacen posible la democracia liberal sí coloca el falibilismo gnoseológico.[76] Por lo demás, Tocqueville se pregunta: “¿Dónde hallar la verdad absoluta?”[77] Y no duda en aclarar: “La omnipotencia es en sí algo malo y peligroso. Su ejercicio me parece que está por encima de las fuerzas del hombre, sea el que fuere; y no veo que Dios pueda sin peligro ser omnipotente, porque su sabiduría y su justicia son siempre iguales a su poder. No hay, pues, sobre la tierra autoridad tan respetable en sí misma, o revestida de un derecho tan sagrado, que yo quisiera dejar sin control y que dominara sin obstáculos. Cuando veo que se concede el derecho y la facultad de hacerlo todo a cualquier poder, llámese pueblo o rey, democracia o aristocracia, ya se ejerza en una monarquía o en una república, yo afirmo que allí está el germen de la tiranía; y trato de irme a vivir bajo otras leyes.”[78]

La doctrina del interés “bien entendido”

¿En qué se apoyan los principios de la democracia americana? Tocqueville piensa que el lazo que mantiene unida a la sociedad americana, y que por lo tanto alimenta los principios reguladores de la vida social, es el “interés”.[79] Es interés de todos y cada uno rechazar el absolutismo gnoseológico, basado en la presunción de “promulgar leyes eternas”:[80] reconocer nuestra “naturaleza imperfecta” abre en efecto el camino al ejercicio de la “ilimitada facultad de perfeccionamiento” humano.[81] Y es interés de todos y cada uno vivir en la tolerancia, pues de este modo se amplía el ámbito de la cooperación humana.

Dice Tocqueville: “Las conciencias y las ideas sólo se renuevan, el ánimo sólo crece y el espíritu sólo se desarrolla a través de la acción recíproca de los hombres, de unos sobre otros.”[82] Los americanos son plenamente conscientes de esto. Piensan que “han descubierto que el hombre, sirviendo a sus propios semejantes, se sirve a sí mismo”.[83] Es esta una doctrina mucho “menos difundida en Europa”.[84]

Conviene seguir aquí más directamente una observación de Tocqueville. Escribe: “Osaré decir que la doctrina del interés bien entendido me parece, entre todas las teorías filosóficas, la más apropiada a las necesidades de los hombres de nuestro tiempo, y que veo en ella la garantía más sólida de que disponen contra sí mismos. A ella debe pues dirigirse principalmente el espíritu de los moralistas de nuestro tiempo. Y, aunque la juzgáramos imperfecta, habría que aceptarla igualmente como necesaria.”[85]

La invitación de Tocqueville no era necesaria. Los moralistas escoceses ya habían fijado su atención en la doctrina del interés “bien entendido”. Esta doctrina había tenido en Adam Smith su más insigne defensor. Como es sabido, su icástica fórmula era: “No es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero de la que esperamos nuestro sustento, sino de la consideración de su interés personal.”[86] De aquí se sigue que en nuestra vida existe una inestimable “partida doble”,[87] activada por el interés de cada uno en conseguir sus propios fines. Estos no se persiguen en el vacío social. Cada uno tiene necesidad de la intervención del otro. Y por ello debe “servirle”. De ahí que, para poder inscribir corrientemente en el activo de la propia “contabilidad” existencial lo que él desea realizar, el actor tiene que someterse a las condiciones dictadas por el otro. Y éste, a su vez, puede poner como resultado la prestación del primero.

Todo esto nos permite comprender que, en el ámbito de la conducta, ninguno de nosotros tiene la posibilidad de realizar lo que sólo le beneficia a él mismo. Para conseguir nuestros fines, debemos “servir” a los demás; es así como obtenemos su cooperación. Si tuviéramos la posibilidad de elegir, la propia sociedad humana sería imposible.[88] No sólo esto. Comprendemos además que la cooperación social no debe regirse necesariamente por acuerdos referentes a los fines. Puede basarse en la exclusiva negociación de los medios que recíprocamente nos prestamos.[89] De este modo, los fines se dejan a la libre decisión del actor. No existe una jerarquía obligatoria de los mismos. Y este es el único modo de articular una sociedad libre.

Es, pues, perfectamente comprensible el énfasis que Tocqueville pone sobre la “doctrina del interés bien entendido”. Esta doctrina era ajena a la cultura francesa.[90] Pero no lo era a la cultura anglosajona y a las sociedades basadas en dicha cultura. Como es sabido, en la Advertencia a la segunda Democratie, Tocqueville dice que quiere ocuparse, en esa parte de su obra, de la “sociedad civil”.[91] Y es precisamente aquí donde analiza la “doctrina del interés bien entendido”. Lo cual no es accidental, pues es esta doctrina la que muestra cómo la interacción social puede desarrollarse entre individuos portadores de distintas concepciones filosóficas y religiosas del mundo. De aquí la autonomía a la sociedad civil, la restricción de la esfera de la intervención de la política.

En una sociedad así orientada, no sorprende la destacada presencia de asociaciones libres. No es casual que no haya iniciativa para la que “los americanos no se unan”.[92] Sucede que, en un “pueblo aristocrático”, los poderes están “en manos de un grupo muy restringido de personas”, de tal modo que cada una de ellas puede obrar “por propia cuenta”.[93] Y en todo caso, como los “ciudadanos más importantes” se “reconocen a distancia”, “si desean reunir sus fuerzas, unos buscan a otros, arrastrando consigo a las masas”.[94] En cambio, “en los países democráticos sucede que a menudo un gran número de individuos, que tienen necesidad de asociarse, no pueden hacerlo porque, al ser todos tan pequeños y estar dispersos en la multitud, no consiguen verse ni saben dónde encontrarse”.[95]

Surge entonces un problema de “dispersión del conocimiento” en el interior de la sociedad y una espera de coordinación.[96] Hay que poner en contacto a individuos entre sí desconocidos, pero que ya son potenciales co-operadores. “Aparece de pronto un periódico que ilustra a todos el sentimiento o la idea que, simultánea pero separadamente, se les había ocurrido a cada uno. Todos se dirigen inmediatamente hacia este faro, y estas almas errantes que se buscaban desde hacía tiempo en la oscuridad, finalmente se encuentran y se reúnen. El periódico las ha acercado.”[97]

Por lo demás, aclara aún Tocqueville, “un periódico no puede mantenerse sino a condición de presentar una doctrina o un sentimiento común a un gran número de personas. Un periódico representa, pues, siempre una asociación, cuyos miembros son sus lectores habituales. Esta asociación puede ser más o menos definida, más o menos restringida, más o menos numerosa; pero existe, por lo menos en germen, en las mentes: sólo por eso el periódico no muere”.[98]

Por eso Tocqueville llega a afirmar: “Lo que mejor me explica el extraordinario desarrollo en Estados Unidos de la prensa diaria es ver que entre los americanos la máxima libertad nacional se combina con libertades locales de todo tipo.”[99] Esto significa que en una democracia el “número de periódicos disminuye o aumenta” en “proporción a la mayor o menor centralización administrativa”.[100] Pero un país que haya hecho suya la “doctrina del interés bien entendido” es un lugar en el que se reconoce la autonomía de la sociedad civil y se ponen las condiciones para convertir a la política en el recurso extremo. Lo cual impide que se produzca el proceso de centralización administrativa.

Así es como los “americanos de todas las edades, condiciones y tendencias se asocian continuamente. No sólo poseen asociaciones comerciales e industriales de las que todos forman parte, sino que también las tienen de otras mil especies: religiosas, morales, graves, baladíes, generales y específicas, amplias y restringidas. Los americanos se asocian para dar fiestas, fundar seminarios, construir hoteles, levantar iglesias, difundir libros, enviar misioneros a los antípodas; crean así hospitales, prisiones, escuelas. Por todas partes, donde a la cabeza de una nueva institución veis, en Francia, al gobierno [...], estad seguros de que en Estados Unidos veréis una asociación.”[101]

La consecuencia es que la “confederación de todos los Estados americanos no presenta los normales inconvenientes de los grandes aglomerados humanos. La Unión es una gran república respecto a su extensión; pero, en cierto sentido, se la podría parangonar a una república pequeña, a causa de las pocas materias de que se ocupa su gobierno. Sus actos son importantes pero raros. Puesto que la soberanía de la Unión es limitada e incompleta, el uso de esta soberanía no es en modo alguno peligrosa para la libertad. No suscita esos deseos desmedidos de poder y de gloria que no han faltado en las grandes repúblicas. Desde el momento en que no todo depende necesariamente de un centro común, no surgen [...] revoluciones imprevistas. Las pasiones políticas, en lugar de extenderse en un instante, como lenguas de fuego, sobre toda la superficie del país, van a romperse contra los intereses y las pasiones individuales de todo Estado” y de una infinidad de asociaciones.[102]

Relegando el poder político al rango de recurso extremo, la doctrina del interés bien entendido acaba con el mito del Gran Legislador. La autonomía de la sociedad civil está garantizada, en principio y de hecho, por esta doctrina y por la densa trama de asociaciones que de este modo se generan. Da, pues, en el blanco Tocqueville cuando escribe que “las causas de la suavidad del gobierno [americano] hay que buscarlas en las circunstancias y en las costumbres, más bien que en las leyes”.[103]

La cuestión del individualismo

La autonomía de la sociedad civil nos defiende de la “tiranía de la mayoría”. Y esto obedece a que dicha autonomía coloca al margen de la política un amplísimo territorio propio, sobre el que operan una miriada de “asociaciones intermedias”, que nacen de la libre iniciativa de los ciudadanos. Todo esto defiende a su vez nuestra libertad de otra grave amenaza. Tocqueville la llama “individualismo”, un fenómeno que él define así: “es un sentimiento ponderado y tranquilo, que impulsa a todo ciudadano a apartarse de la masa de sus semejantes y a mantenerse aparte con su familia y sus amigos: de suerte que, tras haberse creado una pequeña sociedad por cuenta propia, abandona de buena gana la gran sociedad a sí misma.”[104] Tocqueville dice también: “veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que no hacen sino dar vueltas sobre sí mismos, para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que saciar su espíritu. Cada uno de estos hombres vive por su cuenta y es como ajeno al destino de todos los demás: los hijos y los amigos constituyen para él toda la raza humana; en cuanto al resto de los ciudadanos, vive a su lado pero no los ve; los toca pero no los siente.”[105]

Los jefes de esta “muchedumbre”, precisa Tocqueville, “no serán tiranos sino tutores”.[106] Así es como los “gobiernos democráticos pueden hacerse violentos y crueles en ciertos momentos de gran agitación y de gran peligro; pero estas crisis serán raras y pasajeras”.[107] Más exactamente, Tocqueville piensa que la “especie de opresión que amenaza a los pueblos democráticos no se asemejará a ninguna de las que la han precedido en el mundo; nuestros contemporáneos no pueden encontrar ningún antecedente en sus recuerdos”.[108] Y aquí Tocqueville manifiesta: “Busco inútilmente yo mismo una expresión que traduzca exactamente la idea que tengo y que la contenga; las viejas palabras como 'despotismo' y 'tiranía' no son las más adecuadas. Se trata de algo nuevo.”[109]

¿Qué es lo que caracteriza a esta situación? Tocqueville nos proporciona una descripción detallada: “Por encima [... de los individuos] se yergue un poder inmenso y tutelar que se encarga de asegurar por sí solo el disfrute de los bienes y de velar por su suerte. Es absoluto, minucioso, sistemático, previsor y bondadoso. Se parecería a la autoridad paterna si, como ésta, tuviera el fin de preparar al hombre para la edad viril; pero lo cierto es que sólo busca detenerlo irrevocablemente en la infancia; está contento de que los ciudadanos se distraigan, con tal de que no piensen más que distraerse. Trabaja de buena gana por su felicidad, pero quiere ser el único agente y el único árbitro; provee a su seguridad, prevé y garantiza sus necesidades, facilita sus placeres.”[110] Y Tocqueville se pregunta: “¿Por qué no habría de liberarles totalmente de la molestia de pensar y de la fatiga de vivir?”[111]

Pues bien, como hemos visto, Tocqueville hace referencia a momentos “violentos y crueles” de “gran agitación” y momentos anodinos de tranquilidad. Ambos se caracterizan por el “despotismo administrativo” y por el recurso a la soberanía popular como principio de legitimación política. En los momentos del primer tipo, aprovechando el hecho de que son muchas las personas “cansadas de la libertad” y que “quisieran por fin descansar lejos de sus tempestades”, se llegaría a un “poder absoluto” que, dice Tocqueville, “tomaría una forma nueva y que se mostraría bajo aspectos desconocidos a nuestros padres”.[112] Porque, observa Tocqueville, “hubo, en Europa, un tiempo en el que tanto la ley como el consenso popular invistieron a los reyes de un poder casi ilimitado. Pero los reyes no se sirvieron de él casi nunca”, por no hablar de las prerrogativas de la nobleza, de las autoridades de los tribunales soberanos, del derecho de las corporaciones, de los privilegios de las provincias, que, amortiguando el impacto de la autoridad, mantenían en la nación “un espíritu de resistencia”.[113]

Aquí parece tomar cuerpo, con dramática fuerza anticipadora, el triste perfil del totalitarismo. No sólo esto: hay también momentos de un segundo tipo, aquellos en que los hombres no renuncian expresamente a la libertad, pero la confían, perpetrando así un engaño que a menudo es autoengaño, al “poder nacional”.[114] En este caso, tras “atrapar en sus poderosas manos a todo individuo particular y plasmarle a voluntad, extiende sus brazos sobre toda la sociedad; cubre su superficie con una red de pequeñas normas complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más originales y las mentes más enérgicas no pueden abrirse camino para superar la muchedumbre; no quiebra la voluntad, la debilita, la pliega y la domina; raramente la obliga a la acción, pero también raramente se opone a que se actúe; no destruye, impide que se nazca; no tiraniza, pero obstaculiza, comprime, apaga, entontece”.[115]

Tocqueville habla con absoluta claridad: “Toda medida que fundamente la asistencia pública sobre una base permanente y que le dé una forma administrativa crea [...] una clase ociosa y perezosa [...]. Y este es, si no un resultado inmediato, al menos su consecuencia inevitable [...]. Semejante ley es un germen envenenado, colocado en el seno de la legislación [...] y, si la generación actual se libra de su influencia, devorará el bienestar de las generaciones futuras.”[116]

Así, pues, los resultados del primer tipo y los del segundo tipo tienen lugar cuando no hay autonomía de la sociedad civil, cuando la política se convierte en la variable crucial de la vida individual y colectiva y sustituye a los “cuerpos intermedios” generados por la libre interacción social.

Surge aquí la pregunta: ¿Por qué Tocqueville define como “individualismo” la situación caracterizada por la falta o escasa presencia de “asociaciones intermedias” libres?

Cuando Henry Reeve traduce al inglés La democratie en Amerique se excusa ante el lector de haber empleado el término francés “individualisme”. Y afirma que no conoce “ninguna palabra inglesa exactamente equivalente” a la idea que Tocqueville quería expresar.[117] En efecto, con el término “individualisme”, Tocqueville quiere referirse a una situación de “aislamiento”, de ausencia de cooperación social libre.[118] Sin embargo, al recurrir a esa expresión, en cierto modo confunde a sus lectores. Por eso Albert Schatz, en su clásica obra sobre el individualismo, pone de manifiesto que Tocqueville emplea ese término en una “acepción especial y totalmente arbitraria”.[119] En esto se basa Ortega y Gasset para hablar, sin haber examinado suficientemente la cuestión, de un liberalismo no individualista:[120] un equívoco absolutamente insostenible.

Como subraya el propio Schatz, lo que “se ve inmediatamente es lo que el individualismo no es. Lo que precisamente se cree de ordinario que es: un sistema de aislamiento de la vida y una apología del egoísmo”.[121] Por lo demás, cuando acepta la doctrina del “interés bien entendido”, Tocqueville la pone como base de la autonomía de la sociedad civil, y con toda intención afirma que, “en los países democráticos, la ciencia de la asociación es la ciencia madre”. Añade que “el progreso de todas las demás [ciencias] depende de los progresos de esta”.[122] Y llega a sostener que, “si el gobierno acabara sustituyendo por doquier a las asociaciones, también la moral y la inteligencia de un pueblo democrático correrían peligros no menores que el comercio y la industria”.[123]

Al aceptar todo esto, Tocqueville es plenamente individualista, en el sentido de que niega la existencia de toda fuente privilegiada del conocimiento y confía a un proceso social abierto a la contribución de todos, la búsqueda de las respuestas capaces de afrontar los infinitos problemas de la vida humana.[124] Y siguiendo exactamente esta línea, Friedrich A. von Hayek escribe incisivamente: “Si fuéramos omniscientes, si pudiéramos conocer no sólo todo lo que afecta a la consecución de nuestros deseos presentes, sino también lo concerniente a nuestras necesidades y deseos futuros, existirían pocos argumentos en favor de la libertad [...]. La libertad es esencial para dar cabida a lo imprevisible e impronosticable: la necesitamos, porque hemos aprendido a esperar de ella la oportunidad de llevar a cabo muchos de nuestros objetivos. Puesto que cada individuo conoce tan poco, y, en particular, dado que rara vez sabemos quién de nosotros conoce lo mejor, confiamos en los esfuerzos independientes y competitivos de muchos para hacer frente a las necesidades que nos salen al paso.”[125]

El verdadero individualista es, pues, aquel que, reconociendo la propia insuficiencia, busca sistemáticamente la cooperación social. Lo cual es exactamente lo opuesto a lo que normalmente se entiende por tal. Por otra parte, durante su segundo viaje a Inglaterra, Tocqueville anotaba: “Me siento inclinado a creer, si bien me fijo, que el individualismo es el elemento base del carácter inglés. La asociación es el medio que la necesidad y la cultura han sugerido para obtener objetos fuera del alcance de las fuerzas individuales.”[126]

Tocqueville y Stuart Mill

Así entendido, el individualismo no tiene nada que ver con el racionalismo utilitario de Bentham y de su escuela. No es sólo la obra de Albert Schatz la que nos proporciona claras indicaciones en tal sentido. Leslie Stephen y Elie Halévy habían ya ofrecido elementos suficientes para comprender que la posición hiperracionalista de los utilitaristas es muy distinta de la evolucionista de Mandeville y de los moralistas escoceses.[127] Y, en tiempos más cercanos a nosotros, Friedrich Hayek y Karl Popper han marcado con mayor energía los límites que separan las concepciones sociales de tipo utilitarista, que conciben las normas y las instituciones como un exclusivo producto intencionado de la acción humana, de las concepciones de tipo evolucionista, que insisten en cambio sobre el origen no intencionado de las principales normas e instituciones.[128]

La obra de Tocqueville se enmarca en el ámbito de las concepciones evolucionistas. De donde las críticas a los fisiócratas, de los que dice: “En lo que constituye un obstáculo para sus planes, los economistas no tiene otra cosa que proponer que arramblar con todo. Es claro que no profesan el culto de los contratos, ni el de los derechos individuales; mejor dicho, a decir verdad, lo que cuenta y lo que existe a sus ojos no son los derechos individuales, sino la utilidad pública.”[129]

En esta perspectiva podemos tratar de “leer” la relación que se estableció entre Tocqueville y John Stuart Mill. Este último era, entre otras cosas, defensor de la generalización del derecho de voto. Lo cual le indujo a acoger con entusiasmo la primera Démocratie.[130] Mill no podía menos de compartir la idea, sostenida por Tocqueville, del carácter imparable del proceso democrático. Sin embargo, los puntos de vista que uno y otro adoptaron eran muy distintos. También a este caso puede aplicarse el dicho de que a menudo duo, si idem dicunt, non est idem.

Como es sabido, tras la publicación de la primera parte de La Démocratie in Amérique, Tocqueville realiza su segundo viaje a Inglaterra. Ambos se encuentran, y en la conversación con Tocqueville el 26 de mayo de 1835, Mill declara: “La mentalidad política inglesa ha consistido hasta ahora en permanecer lo más posible libre de hacer lo que se considera oportuno. El gusto de obligar a los otros a un cierto modo de vivir considerado más útil de lo que estos puedan creer es poco común en Inglaterra. Atacamos las instituciones municipales y provinciales actuales porque son instrumentos de la aristocracia; privando del poder a los adversarios, pensamos naturalmente ocupar su puesto en el gobierno, pues ninguna de las instituciones actuales está dispuesta a heredar ese poder. Pero si la democracia estuviera organizada en los municipios y en los condados de manera que pudiera gobernar, estoy convencido de que les concederíamos una gran autonomía frente al gobierno central.”[131]

Oyendo a Mill (y a John Arthur Roebuck), Tocqueville llega a pensar que “una persona instruida, de buen sentido y bien intencionada puede hacerse radical en Inglaterra”.[132] Y opina que, por el contrario, las “tres cosas” no se “juntan” en el radical francés.[133] Pero lo cierto es que lo que Mill muestra de sí a Tocqueville, es decir el hecho de compartir el ideal democrático, oculta un fondo “constructivista”. Con toda intención, ya en la conversación que tendrán el 29 de mayo, Tocqueville replica a Roebuck y a Mill -que opinaban que los whigs tenían que ser reclutados de entre los torys y que las ideas de reforma tenían que ser impulsadas exclusivamente por los radicales- que “querer hacer una revolución total con la espontánea participación del pueblo, contra todas las clases cultas y ricas reunidas, ha sido siempre una empresa desesperada y de infausto resultado”.[134] Y considera la preocupación manifestada por sus interlocutores a propósito de una posible absorción de los mismos por parte de los whigs, como algo seguramente “agudo” pero no “cierto”: “un razonamiento de personas más impacientes por disfrutar que de hacer lo necesario para asegurar el disfrute”.[135]

Se publica luego la segunda Démocratie. Como es sabido, la segunda parte de la obra tocquevilliana no tuvo el mismo éxito que la primera. Mill la recensionó en la Edinburgh Review. Y Tocqueville le manifestó su agradecimiento con estas palabras: “Entre los artículos escritos sobre mi libro, el suyo es el único en que el autor ha comprendido perfectamente mi pensamiento y ha conseguido exponerlo al público.”[136] Pero sigue en pie un profundo equívoco, que traslucen las siguientes palabras de Mill: “Aunque sus [de Tocqueville] teorizaciones trazan un cuadro de imparcialidad sin precedentes y las conclusiones operativas propenden hacia el radicalismo, algunas de sus afirmaciones pueden articularse en sentido conservador: por ejemplo, la expresión 'tiranía de la mayoría', inmediatamente confiscada por la jerga tory y pregonada por Sir Robert Peel en el discurso de Tamworth, donde dirigió una llamada individual al público en favor de 'una lectura seriamente comprometida' del volumen.”[137]

Mill añade: “El malgobierno que amenaza permanentemente a la civilización moderna toma la forma de malas leyes y malos tribunales: el gobierno del sic volo, ya sea de un soberano o de la multitud, pertenece a épocas pasadas (si se exceptúa cierta barbarie asiática) y probablemente ya no volverá. De lo dicho anteriormente se desprende que el despotismo de la masa, en el ámbito de la vida civil, es sin duda un mal real, pero ya no más peligroso que en el pasado. La tiranía que nos asusta, y que tanto teme Tocqueville, es de otro género, y no actúa sobre el cuerpo sino sobre el espíritu.”[138]

Grave error comete aquí Mill al pensar que el “despotismo de la masa” no es ya más “peligroso que en el pasado”. Y es poco profundo e insincero cuando deja de poner de manifiesto que las razones por las que Peel pone en guardia contra la tiranía de la mayoría son las mismas que las que están detrás de la tiranía que actúa “sobre el espíritu”. Si Mill hubiera concretado tales razones, habría desconfiado de su propia posición, o por lo menos tomado en seria consideración los peligros ligados a las mismas reformas que él solicitaba. En la conversación del 26 de mayo de 1835, frente al temor de que también Inglaterra pudiera sufrir un proceso de centralización, respondía a Tocqueville que la centralización era “totalmente ajena a la mentalidad inglesa”.[139] Y en 1840, frente a los prolijos y alarmantes argumentos de Tocqueville, Mill sigue ignorando el problema.

No es, pues, extraño que las relaciones entre ambos se fueran debilitando, para interrumpirse posteriormente durante nueve años. Y si, ya en su Mémoire sur le pauperisme de 1835, Tocqueville denuncia los peligros de un asistencialismo omnipresente por obra del “poder nacional”,[140] Mill llegará a teorizar, en perfecta consonancia con el racionalismo utilitarista de su tradición, la separación entre producción y distribución, creando así un amplio territorio para la intervención del poder político, y delineará la posible propiedad común de los medios de producción.[141]

Por otra parte, sobre los acontecimientos franceses de 1848, Tocqueville y Mill adoptan posturas diametralmente opuestas. El primero percibe claramente los resultados liberticidas que se esconden en aquella “parodia” revolucionaria.[142] Y critica duramente la idea de proclamar en el preámbulo de la nueva constitución el “derecho al trabajo”: porque, como consecuencia de ello, el gobierno estaría “obligado a eliminar el paro, lo cual le llevaría necesariamente a distribuir los trabajadores de tal modo que no se hagan competencia, a regular los salarios, a moderar a veces la producción, a veces a acelerarla, en una palabra a convertirse en el gran y único organizador del trabajo”.[143]

Al contrario, Mill escribe una Vindication of the French Revolution of February 1848, en la que defiende la actuación del gobierno provisional y también las medidas económicas adoptadas por éste, inspiradas en la lógica de la intervención estatal.[144]

Las relaciones entre ambos se reanudarán más tarde. Después de leer L'ancien Régimen et la Révolution, Mill escribe a Tocqueville: “En cuanto a las críticas, no tengo ninguna que hacer. Existen ciertamente diferencias generales, y a veces de fundamental importancia, entre su manera de ver y la mía, debido a que usted está ligado mucho más que yo al pasado, sobre todo en los aspectos religiosos.”[145]

El problema, sin embargo, no es el que Mill señala. Se puede no estar ligados al pasado y comprender que el presente proviene de un largo proceso histórico, que no puede ser manipulado a placer. Aquí radica la diferencia fundamental entre Tocqueville y Mill. El primero reconoce la importancia del proceso histórico y los peligros ligados a su radical ruptura. El segundo es víctima del psicologismo utilitarista, que contempla las instituciones como una simple proyección de planes intencionados.[146]

Es oportuno hacer aquí una ulterior aclaración. Refiriéndose a Mill, Joseph Schumpeter escribe: “Mill ha cambiado varias veces de posición en cuanto a los detalles, pero en lo esencial ha sido desde sus ventitantos años un socialista evolucionista de corte asociativista.”[147] Y también: “J.S. Mill fue exactamente lo que se dice un socialista reformista.”[148]

Schumpeter afirma también que el caso de Mill “refuta la absurda acusación de que los economistas 'clásicos' creían en el orden capitalista como en la última y más alta palabra de la sabiduría, destinada a subsistir in saecula saeculorum”.[149] Y añade: “Si se replica a esto que Mill ha sido una excepción solitaria, habría que contestar que eso no es verdad.”[150] Pero lo que también aquí explica la cuestión es la distinción entre concepciones utilitaristas y concepciones evolucionistas. La expresión “economistas clásicos”, como si incluyera ambas posturas teóricas, es engañosa. Como también lo es la expresión “economistas neoclásicos”. En efecto, la primera mete arbitrariamente en el mismo saco a los moralistas escoceses y a los utilitaristas de la escuela de Bentham; la segunda mezcla a Jevons y Walras con la Escuela austriaca de Menger. Y de este modo se borran inaceptablemente insalvables distancias teóricas.[151]

Los “revolucionarios profesionales”

En el conocido ensayo que le encargó John Stuart Mill, “Political and Social Condition of France”, publicado en 1836 en la London and Westminster Review, Tocqueville pone como antecedente de la Revolución francesa y de sus trágicos resultados el largo proceso de centralización administrativa que había sufrido la sociedad francesa. Escribe: “cuando [...] la fuerza preponderante se encuentra en el poder ejecutivo, puesto que el hombre que manda tiene al mismo tiempo la facultad de hacer ejecutar sin esfuerzo y hasta el fondo su voluntad, este poder central puede extender gradualmente su acción a todas


jueves, 21 de julio de 2011

Llora por mí, Argentina

Para explicar el caso argentino resultaría un tanto tortuoso el comenzar con su independencia en 1810. Mucho más cerca de eso está el nefasto período de Menem donde aumentó sideralmente el gasto público, la deuda estatal y el déficit fiscal junto con una alarmante corrupción e impunidad, fruto de la inexistencia de la división de poderes y la consecuente independencia de la Justicia.

Muchos fueron los pequeños mentales que quedaron encandilados con la transferencia de algunos activos estatales monopólicos que en la mayor parte de los casos se entregaron a monopolios privados. Este traspaso de activos, generalmente envuelto en resonantes corrupciones, hizo decir a algunos distraídos que la Argentina operaba en una sociedad abierta y en el contexto de mercados libres. Esa afirmación fue tomada por las izquierdas y hoy aparecen ríos de tinta explicando los males del liberalismo o aquella bufonada que ha dado en llamarse 'neoliberalismo'. En gran medida, las izquierdas demuestran así la cloaca del sistema imperante. Pero se equivocan de blanco: no hubo ni el más pálido reflejo de lo que significa el liberalismo que, antes que ninguna otra cosa, es una concepción ética en la que priva la igualdad ante la ley y, por ende, el respeto a los derechos de todos. Ahora son muchos los que miran para otro lado con cara de 'yo no fui'.

En regímenes de ese tipo, los empresarios se convierten en cortesanos del poder obteniendo todo tipo de prebendas, privilegios y mercados cautivos en línea con la preocupación que señaló Adam Smith en 1776 cuando se bloquea la posibilidad de elegir en el contexto de la competencia y los mercados libres. Como consecuencia de este desaguisado, la distribución del ingreso no opera conforme a la eficiencia de cada cual para atender las necesidades de sus semejantes sino, como queda dicho, debido a la alianza con el poder de turno, lo cual conduce a situaciones de extrema injusticia.

Actualmente, la Argentina se encuentra frente a dos problemas gravísimos. Por un lado el completo abandono de sus instituciones republicanas y, muy especialmente, la demolición de la idea de contrato que, como es sabido, hace a la esencia de una sociedad civilizada. Por otra parte, nos encontramos frente a un desorden del gobierno central y los gobiernos provinciales, los cuales continúan con gastos crecientes y déficit astronómicos.

Este cuadro de situación se resume en lo que ha dado en llamarse 'el corralito', lo cual constituye un fenomenal manotazo a los ahorros de terceros a través de la inmoral encerrona en el sistema bancario y financiero. Lamentablemente, durante todo este tiempo la Argentina ha contado con el apoyo del Fondo Monetario Internacional, con los mismos resultados catastróficos que se produjeron en Tailandia, Rusia y Turquía.

Juan Bautista Alberdi, uno de los inspiradores más preclaros de nuestra Constitución liberal de 1853, recordaba que se había luchado por nuestra Independencia para liberarnos de las máquinas fiscales explotadoras de la metrópoli. Pero, con tristeza, Alberdi concluía que dejamos de ser colonos de España para convertirnos en colonos de nuestros propios gobiernos. Estos aparatos estatales tratan al contribuyente como si fuera una planta de limón que hay que exprimir al máximo para incursionar en todo tipo de tropelías, pero nunca brindar los servicios que debe prestar todo gobierno respetable: justicia y seguridad. Por eso, 'llora por mí Argentina' y por tantos otros que en este país hacen lo posible porque vuelva a ser una comunidad civilizada.


© AIPE Alberto Benegas Lynch (h) es vicepresidente-investigador Senior de la Fundación Friedrich A. von Hayek de Argentina.

miércoles, 20 de julio de 2011

Justicia en contraposición a justicia social

¿Qué es Justicia? «Justicia» dice James Madison «es la finalidad del Gobierno y es la finalidad de la sociedad civil». Esta definición me satisface. Mi contención o tesis es que la Justicia y la llamada «Justicia Social» están en pugna y que pretender fomentar la última es contrarrestar la primera.

La Justicia como la Honradez debe ser la meta de nuestra conducta con los demás. Cierto que también podemos ser injustos o deshonestos con nosotros mismos, pero eso es otro cantar. La que ahora nos ocupa es un problema social que cubre las relaciones entre usted y yo y otros individuos. No son los grupos o clases, sino los individuos los que están sujetos a la justicia o injusticia, a la honradez o deshonestidad, a la armonía o desarmonía. Sabemos que la Sociedad está compuesta por personas como usted y yo, pero en adición a eso, no tenemos ni remota idea de lo que es la sociedad. La Justicia no cabe aplicarse a todos en general, sólo a cada uno en lo particular.

Lo que hemos dado en llamar sociedad civil consiste de una cantidad diversa y variante de individuos, cada uno de por sí, un mundo, y que viven contemporáneamente. Cada uno puede alcanzar el máximo de sus potencialidades sólo en tanto prevalezca la justicia en sus relaciones personales, o sea la ausencia de injusticia. Comprendida en esta forma, la justicia es en realidad la finalidad de la sociedad civil.

El Gobierno en su concepción ideal, no puede tener ninguna otra finalidad que una justicia común, porque esa es la finalidad de la sociedad civil, de la cual el gobierno es sólo el instrumento o el agente. A la diosa Justicia se le representa con los ojos vendados, precisamente porque si atisba, o mira a hurtadillas, trampea. Lo que le concierne no es quién es la persona, sino qué fue lo que hizo o de qué se le acusa. Tal es el significado de lo que se dice ser: «Un gobierno de leyes, no de hombres».

Hemos de admitir que la igualdad de oportunidades, sin favores ni privilegios especiales para nadie, es un ideal u objetivo un tanto lejos de realización y al que apenas podemos aspirar. Sin embargo, no podemos siquiera pretender aproximarnos a dicho ideal, si no comprendemos claramente lo que es la justicia y cómo puede alcanzarse. Algunas verdades o realidades pueden contribuir a aclarar nuestras ideas acerca de la justicia.

«No hagas a otros, lo que no quieras que hagan contigo» es una máxima venerable que puede servirnos de guía de la forma en que cada individuo debe comportarse hacia los demás. La práctica de la mutualidad y reciprocidad es quizás la forma más acertada y por la cual no es dable aproximarnos más al alcance de la justicia.

Podemos también hacer la prueba de lo que es bueno y justo, aplicando el principio de universalidad a las máximas que nos sirven de guía. Por ejemplo, «Tengo derecho moral a la propia vida, a poder adquirir los medios de vida y a la libertad». ¿Es esto justo? Sí, siempre que concedamos el mismo derecho a los demás. ¿Se puede? Entonces es justo. Probemos ahora enunciando la máxima al revés: «¿Me cabe el derecho de quitar la vida, los medios de vida y la libertad a los demás?» ¿Es esto justo?

Lo sería si pudiéramos racionalmente con ceder el derecho de asesinar, robar o esclavizar a los demás. Pero como racionalmente no podemos conceder ese derecho a ninguno, por consiguiente no es ni bueno, ni justo.

La institución de la libertad, correctamente entendida, basta para hacer justicia a cada individuo. John Stuart Mill nos dio la siguiente definición: «La única libertad que merece el nombre nuestro propio bienestar a nuestra manera, siempre que no intentemos privar a los de más del mismo derecho, o impidamos sus esfuerzos por alcanzarlo».

Mi propia definición si fuera puesta en práctica, asegurarla la justicia universal: «Que no existan restricciones hechas por el hombre que limiten el desenvolvimiento de la energía creadora». Lo cual significa que nadie tendría derecho a inhibir a ningún individuo en ningún sentido, excepto el de impedir cualquier acción destructiva, tales como: el fraude, la violencia, el engaño, el robo, etc.

Las fórmulas expuestas son cuatro maneras de expresar substancialmente la misma idea: «La Justicia en contraposición a la concesión de privilegias es únicamente la ausencia de represión de las aspiraciones creadoras del individuo. Dejad a cada cual que persiga sus propios fines, siempre y cuando no interfiera con la persecución de fines pacíficos por los demás. La Justicia correctamente entendida, es como Alejandro Hamilton la definiera: «El cemento de la sociedad».

Ahora consideraremos lo que es conocido como: «Justicia Social», aunque tanto en teoría como en la práctica, dista mucho de ser Justicia. La Justicia Social refleja la corriente de nuestros tiempos. Es de origen muy antiguo, aunque todavía sirve como bandera para políticos y planificadores que tratan de ganar votos para alcanzar el poder. La Justicia Social sirve únicamente para conquistar el poder, no tiene ninguna base racional y es simplemente una manifestación del complejo de Diosificación que hoy día afecta en gran parte de la humanidad.

En la práctica de la tan recantada Justicia Social, al individuo se le ignora por completo. En cambio a la población y a la economía se le considera globalmente; a los individuos se les clasifica vagamente como: ricos y pobres, y en las votaciones se les toma en cuenta como bloques de finqueros, asalariados, pensionados, minorías oprimidas, víctimas de desastres, personas desalojadas, habitantes de palomares, y muchas otras clases de grupos, en la guerra que se libra contra la pobreza.

Justicia Social es el juego por el cual se «roba al minoritario de Pedro para ayudar al mayoritario de Pablo». Esta forma de comportamiento político busca el beneficio de algunos a costa del sacrificio de otros y en realidad es una forma de lo enunciado por Marx en su fórmula: «de cada cual según su habilidad, a cada cual según su necesidad». No es el hecho de que la Justicia Social siga los lineamientos del pensamiento de Marx, lo que la condena, sino únicamente lo que atrae nuestra censura es el hecho de que la justicia queda burlada. Para apreciar la diferencia, sometamos los principios de la Justicia Social a algunas de las fórmulas usadas con anterioridad.

«La Regla de Oro». Si no estuvieras de acuerdo en aprobar que otros forcivoluntariamente te quitaran lo tuyo para apropiárselo, tampoco puedes pretender que se les quite a ellos para tu propio beneficio. La Justicia Social está en pugna con este principio.

«Universalidad». Si no puedes racionalmente aprobar la práctica del despojo legal por parte de otros como medio de enriquecerse, tampoco puedes aprobarlo como medio de enriquecimiento propio. La Justicia Social resulta totalmente antagónica a este principio.

«La persecución del propio bien, siempre que a los demás no se les prive del mismo derecho». La Justicia Social persigue exactamente el fin opuesto, o sea el de privar a los demás, para beneficio propio.

«Que no existan restricciones hechas por el hombre que impidan el desenvolvimiento de energías creadoras». La Justicia Social busca premiar al indolente, penando y restringiendo a los que han ejercitado su energía creadora.

La llamada Justicia Social es la mayor injusticia del hombre para con el hombre. En vez de cimentar y consolidar a la sociedad, fomenta la codicia del poder y privilegio y es la semilla que germina en la corrupción y caída del hombre.

Finalmente, la Justicia Social en modo alguno se ajusta a la pretensión de sus partidarios, quienes pretenden que es expresión de misericordia y de piedad. Estas virtudes son de carácter estrictamente personal y hallan expresión únicamente en la voluntaria donación de lo que es de uno, nunca en la acción de arrebatar y redistribuir las posesiones de los demás.

Los ciudadanos que actúan motivados por una educación moral y ética, pueden condonar una filosofía tal como la llamada Justicia Social, solamente en caso de no darse cuenta de la terrible injusticia involucrada en la misma.
Por Leonard E. Read
en http://www.liberalismo.org/articulo/283/28/justicia/contraposicion/justicia/social/