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lunes, 28 de febrero de 2011

Confesiones de un liberal de derechas

[Esta pieza clásica apareció en Ramparts, VI, 4. 15 de junio de 1968. Fue la culminación de una tendencia ideológica que empezó unos pocos años antes cuando libertarios coherente, liderados por Rothbard, sintieron un distanciamiento de la derecha estadounidense debido a su apoyo al militarismo, el poder policial y ele stado corporativo. Aquí Rothbard presenta una justificación de por qué el y los demás se habían dado cuenta, en 1968,al renunciar a la derecha como un movimiento viable de reforma hacia la libertad, de que la derecha estaba descaradamente del lado del poder y por tanto desarrollaba una historiografía intelectual alternativa. La relavancia de este ensayo en nuestros tiempos apenas necesita explicación, dado el historial respecto de la libertad del presidente republicano, el congreso y el poder judicial, por no hablar de los medios de comunicación conservadores y de derechas]


Hace veinte años, yo era un republicano de extrema derecha, un joven y solitario “neandertal” (como solían llamarnos los liberales) que creía, como decía mordazmente un amigo, que “el senador Taft se había vendido a los socialistas”. Hoy es más probable que se me califique como extremista de izquierdas, ya que estoy a favor de una retirada inmediata de Vietnam, denuncio el imperialismo de EEUU, defiendo el Black Power y me acabo a afiliar al nuevo Partido de la Paz y la Libertad. ¡Y aún así mis opiniones políticas básicas no han cambiado lo más mínimo en estas dos décadas!

Es evidente que algo va muy mal en las viejas etiquetas, en las categorías de “izquierda” y “derecha” y en las formas en que normalmente se aplican estas categorías a la vid apolítica estadounidense. Mi odisea personal no importa: lo importante es que si puedo moverme de la “extrema derecha” a la “extrema izquierda” simplemente quedándome en mi sitio, deben haberse producido cambios drásticos aunque no reconocidos a lo largo del espectro político estadounidense en la última generación.

Me uní la movimiento de la derecha (por dar un nombre formal a un grupo muy laxo e informal de asociaciones) como joven universitario poco después de la Segunda Guerra Mundial. No había dudas de dónde estaba la derecha intelectual de entonces respecto del militarismo y el servicio militar: se oponía a ellos como instrumentos de esclavitud y muerte masivas. El servicio militar, de hecho, se consideraba mucho peor que otras formas de control e incursión estatista, pues mientras éstas solo se apropiaban de la parte de la propiedad del individuo, el servicio militar, como la esclavitud, tomaba su posesión más valiosa: su propia persona. Día tras día, el veterano periodista John T. Flynn (a veces alabado como liberal y luego condenado como reaccionario sin ningún cambio importante en sus opiniones) arremetía implacablemente en la prensa y el la radio contra el militarismo y el servicio militar. Incluso el periódico de Wall Street, el Commercial and Financial Chronicle, publicó un largo ataque contra la idea del servicio militar.

Todas nuestras posturas políticas, del libre mercado en economía a la oposición a la guerra y el militarismo, derivaban de nuestra profunda creencia en la libertad individual y nuestra oposición al estado. De forma simplista, adoptábamos la visión habitual del espectro político: “izquierda” significaba socialismo, o poder total del estado; cuanto más a la “derecha” íbamos menos se favorecía al gobierno. Así que nos calificábamos a nosotros mismos como “derechistas extremos”.


Originalmente, nuestros héroes históricos eran gente como Jefferson, Paine, Cobden, Bright y Spencer, pero a medida que nuestras opiniones se hacían más puras y consistentes, abrazamos a semi-anarquistas, como el voluntarista Auberon Herbert y los anarquistas individualistas estadounidenses Lysander Spooner y Benjamin R. Tucker. Uno de nuestras grandes héros intelectuales era Henry David Thoreau, y su ensayo “Desobediencia civil” una de nuestras estrellas polares. El teórico de derechas Frank Chodorov dedicó todo un número de su revista mensual, Analysis, a un elogio a Thoreau.

En relación con el resto del escenario político estadounidense, por supuesto sabíamos que la extrema derecha del Partido Republicano no estaba compuesta por individualistas antiestatistas, pero estaban suficientemente cerca de nuestra posición como para hacernos sentir parte de un frente unido cuasilibertario. Bastante para que nuestras ideas estuvieran presentes entre los miembros más extremistas del ala de Taft del Partdo Republicano (mucho más que las del propio Taft, que estaba entre los más liberales de esa ala) y en organismos como el Chicago Tribune como para hacer que nos sintiéramos a gusto con este tipo de alianza.

Es más, los republicanos de la derecha fueron grandes opositores a la Guerra Fría. Valientemente, los republicanos derechistas extremos, que eran particularmente fuertes en la Cámara, luchaban contra el servicio militar, la OTAN y la Doctrina Truman. Pensemos, por ejemplo, en el representante de Omaha, Howard Buffett, director de campaña de Taft en el Medio oeste en 1952. Era uno de los más extremos de los extremistas, describiendo una vez a la nación como “un joven capaz cuyas ideas se han fosilizado trágicamente”.

Llegué a conocer a Buffett como un genuino y razonado libertario. Al atacar la Doctrina Truman en el Congreso, declaró: “Aunque fuera deseable, Estados Unidos no es lo suficientemente fuerte como para ser policía del mundo mediante fuerza militar. Si se intentara, las bondades de la libertad se verían reemplazadas por la coacción y la tiranía domésticas. Nuestros ideales cristianos no pueden exportarse a otras tierras con dólares y armas”.

Cuando llegó la Guerra de Corea, casi toda la vieja izquierda, con la excepción del Partido Comunista, se sometió a la mística global de las Naciones Unidas y la “seguridad colectiva contra la agresión” y respaldó la agresión imperialista de Truman en esa guerra. Incluso Corliss Lamont respaldó la postura estadounidense en Corea. Solo los republicanos derechistas extremos continuaron batallando contra el imperialismo de EEUU. Fue el último gran arranque de la vieja derecha de mi juventud.

Howard Buffett estaba convencido de que Estados Unidos era en buena parte responsable del estallido del conflicto en Corea; durante el resto de su vida trató infructuosamente de que el Comité de Servicios Armados del Senado desclasificara el testimonio del jefe de la CIA, el almirante Hillenkoeten, que Buffett me dijo que establecía la responsabilidad estadounidense del estallido coreano. El último movimiento aislacionista conocido se produjo en diciembre de 1950, después de que las fuerzas chinas echaran a los estadounidenses del Corea del Norte. Joseph P. Kennedy y Herbert Hoover realizaron dos rotundos discursos uno detrás de otro pidiendo la evacuación estadounidense de Corea. Como dijo Hoover: “Comprometer a las dispersas fuerzas sobre el terreno de las naciones no comunistas en una guerra territorial contra esta masa territorial comunista [en Asia] sería una guerra sin victoria, una guerra sin una terminación política con éxito (…) que sería la tumba de millones de jóvenes estadounidenses” y el agotamiento de estados Unidos. Joe Kennedy declaró que “si partes de Europa o Asia desean ser comunistas y incluso tienen ofensivas comunistas contra ellas, no podemos detenerlas”.

A esto respondió The Nation con la típica acusación liberal de comunismo: “La línea que están fijando para su país podría hacer que suenen las campanas en el Kremlin como nunca desde el triunfo de Stalingrado”; y la New Republic mostraba realmente a Stalin avanzando “hasta que la camarilla estalinista en la Tribune Tower pueda mostrar en triunfo la primera edición comunista del Chicago Tribune”.

El principal catalizador para transformar a la base de la derecha de un movimiento aislacionista y casi libertario en uno anticomunista fue probablemente el “macarthismo”. Antes de que el senador Joe McCarthy iniciara su cruzada anticomunista en febrero de 1950, no se le había asociado particularmente con el ala derecha del Partido Republicano; por el contrario, su historial era liberal y centrista, estatista en lugar de libertario.

Además, las acusaciones de comunismo y la "caza de brujas" anticomunista fueron iniciados originalmente por los liberales e incluso tras McCarthy los liberales fueron los más eficaces en este juego. Después de todo, fue la liberal Administración Roosevelt la que aprobó la Ley Smith, usada primero con trotskistas y aislacionistas durante la Segunda Guerra Mundial y luego contra los comunistas tras la guerra; fue la liberal Administración Truman la que instituyó los controles de lealtad; fue el eminentemente liberal Hubert Humphrey el que patrocinó la cláusula de la Ley McCarran de 1950 que amenazaba con campos de concentración a los “subversivos”.


Sin embargo McCarthy no solo cambió el enfoque de la derecha hacia la caza del comunista. Su cruzada también atrajo a la derecha una nueva base. Antes de McCarthy. El caladero de la derecha era el Medio Oeste aislacionista de pequeños pueblos. El macarthismo atrajo al partido una masa de católicos urbanos de la costa este, gente cuya opinión de la libertad individual era, en caso de tenerla, negativa.

Si McCarthy fue el principal catalizador para movilizar la base de la nueva derecha, el principal instrumento ideológico de la transformación fue la lacra del anticomunismo, y los principales portadores fueron Bill Buckley y National Review.

En sus primeros tiempos, al joven Bill Buckley le gustaba a menudo referirse a sí mismo como un “individualista”, a veces incluso como un “anarquista”. Pero todos estos ideales libertarios, mantenía, tenían que quedar en total suspenso, solo propios de charlas de salón, hasta que la gran cruzada contra la “conspiración comunista internacional” hubiera llegado a concluirse con éxito. Así, ya en enero de 1952, advertí con desasosiego un artículo que escribió Buckley para Commonweal, “A Young Republican's View”.

Empezaba el artículo de una manera espléndidamente libertaria: nuestro enemigo, afirmaba, era el estadio, que, citando a Spencer, se “engendraba de la agresión y por la agresión”. Pero luego aparecía el gusano de la manzana: tenía que llevarse a cabo la cruzada anticomunista. Buckley continuaba apoyando “las leyes fiscales extensivas y productivas que se necesitan para apoyar una vigorosa política exterior anticomunista”; declaraba que la “hasta ahora invencible agresividad de la Unión Soviética” amenazaba inminentemente la seguridad estadounidense y que por tanto “tenemos que aceptar el Gran Gobierno mientras durara, pues ninguna guerra ofensiva ni defensiva puede realizarse (…) excepto a través de instrumento de una burocracia totalitaria dentro de nuestros márgenes”. Por tanto, concluía (en plena Guerra de Corea), todos debemos apoyar “grandes ejércitos y fuerzas aéreas, la energía atómica, la inteligencia centralizada, los comités bélicos de producción y la correspondiente centralización del poder en Washington”.

La derecha, nunca organizada, no tenía demasiados órganos de opinión. Por tanto, cuando Buckley fundó National Review a finales de 1955, sus eruditos, ingeniosos y claros editoriales y artículos le hicieron fácilmente la única revista políticamente relevante de la derecha estadounidense. Inmediatamente empezó a cambiar radicalmente la línea ideológica de la derecha.

Un elemento que dio un especial fervor y conocimiento a la cruzada contra el comunismo fue la prevalencia de excomunistas, excompañeros de viaje y extrotskistas entre los escritores a quienes National Review dio preeminencia dentro de la escena de la derecha. A estos exizquierdistas les consumía un odio eterno por su antiguo amor, junto con la pasión por concederle una enorme importancia a sus años aparentemente perdidos. Casi toda la generación más antigua de escritores y editores de National Review había sido importante en la vieja izquierda. Algunos nombres que me vienen a la mente son: Jim Burnham, John Chamberlain, Whittaker Chambers, Ralph DeToledano, Will Herberg, Eugene Lyons, J. B. Matthews, Frank S. Meyer, William S. Schlamm y Karl Wittfogel.


Una idea de la actitud mental de esta gente aparecía en una carta reciente que recibí de uno de los más libertarios de este grupo: admitía que mi postura en oposición al servicio militar era la única coherente con los principios libertarios, pero, decía, no podía olvidar los desagradable que era la célula comunista en la revista Time en la década de 1930. ¡El mundo se derrumba y aún así esta gente sigue enredada en los pequeños agravios de las luchas de facciones de hace mucho tiempo!

El anticomunismo fue la raíz central de la decadencia de la derecha libertaria, pero no fue la única. En 1953 hubo un gran alboroto con la publicación de The Conservative Mind, de Russell Kirk. Antes, nadie en la derecha se consideraba como un “conservador”: se consideraba a “conservador” como un término insultante de la izquierda. Ahora, de repente, la derecha empezaba a glorificar el término “conservador”, y Kirk empezaba a hacer apariciones en conferencias, a menudo en una especie de tándem de “control vital” con Arthur Schlesinger Jr.

Iba a ser el inicio del floreciente fenómeno de diálogo amistoso-aunque-crítico entre las ramas liberal y conservadora del Gran Consenso Patriótico Estadounidense. Empezó a emerger una nueva generación más joven de derechistas, de “conservadores” que pensaban que el problema real del mundo moderno no era algo tan ideológico como el estado frente a la libertad individual o la intervención del gobierno frente al libre mercado; el problema real, declaraban, era la preservación de la tradición, el orden, el cristianismo y las buenas costumbres contra los modernos pecados de la razón, el libertinaje, el ateísmo y la grosería.

Uno de los primeros pensadores dominantes de esta nueva derecha fue el cuñado de Buckley, L. Brent Bozell, que escribía fieros artículos en National Review atacando a la libertad, incluso como principio abstracto (y no solo como algo sacrificado temporalmente a favor de la emergencia anticomunista. La función del estado era imponer y aplicar principios morales y religiosos.

Otro teórico político repelente que dejó su impronta en National Review fue el veterano Willmoore Kendall, editor de NR durante muchos años. Su principal argumento era el derecho y obligación de la mayoría de la comunidad (encarnada, digamos en el Congreso) de suprimir a cualquier individuo que perturbe a la comunidad con doctrinas radicales. De Europa, la gente “in” eran ahora reaccionarios despóticos como Burke, Metternich, DeMaistre; en Estados Unidos, lo “in” eran Hamilton y Madison, con su acento en la imposición de orden y un gobierno central fuerte y elitista, que incluyera a la “esclavocracia” del sur.

Durante los primeros años de su existencia, me moví en círculos del National Review, acudía a sus comidas editoriales, escribía artículos y críticas de libros para la revista; de hecho alguna vez se comentó que me uniera a la plantilla como articulista de economía.

Sin embargo, estaba cada vez más alarmado a medida que NR y sus amigos ganaban fuerza, porque sabía, por innumerables conversaciones con intelectuales de derechas, cuál era si objetivo en política exterior. Nunca se llegaron a atrever a declararla públicamente, aunque se implicaba solapadamente y trataban de empujar a la opinión pública a que lo demandara con fuerza. Lo que querían (y siguen queriendo) era la aniquilación nuclear de la Unión Soviética. Querían arrojar la Bomba sobre Moscú. (Por supuesto, también sobre Pekín y Hanoi, pero para un veterano anticomunista – especialmente entonces – es Rusia quien es el principal foco de ponzoña). Un importante editor de National Review me dijo una vez: “Tengo una visión, una gran visión del futuro: una Unión Soviética totalmente devastada”. Yo sabía que era su visión la que animaba realmente al nuevo conservadurismo.

En respuesta a todo esto y considerando a la paz como el asunto político esencial, junto con unos pocos amigos, nos convertimos en demócratas stevensonianos en 1960. Veía con creciente horror como la derecha, liderada por National Review continuaba ganado fuerza y se acercaba cada vez más al poder político real.

Al haber roto emocionalmente con la derecha, nuestro pequeño grupo empezó a revisar muchas de nuestras viejas premisas no examinadas. Primero, revisamos los orígenes de la Guerra Fría, leímos a nuestro D.F. Fleming y concluimos, para nuestra gran sorpresa, que era solo Estados Unidos en responsable en la Guerra Fría y que Rusia era la parte agredida. Y esto significaba que el gran peligro para la paz y la libertad del mundo no venía de Moscú o del “comunismo internacional”, sino de EEUU y su imperio que se extendía y dominaba el mundo.

Y luego estudiamos el infecto conservadurismo europeo que había ocupado la derecha: aquí tenemos estatismo en una forma virulenta y aún así nadie podría pensar que estos conservadores fueran “izquierdistas”. Pero esto significaba que nuestro sencillo dicho “izquierda/gobierno total-derecha/no gobierno” era completamente erróneo y que toda nuestra identificación como “derechistas extremos” debe contener algún defecto básico. Remitiéndonos a la historia, nos concentramos de nuevo en la realidad de que en el siglo XIX, los liberales y radicales del laissez faire estaban en la extrema izquierda y nuestros antiguos enemigos, los conservadores, en la derecha. Mi viejo amigo y colega libertario Leonard Liggio llegó más tarde al siguiente análisis del proceso histórico.

Al principio estaba el viejo orden, el ancien régime, el régimen de castas y estatus fijo, de explotación por una clase dirigente despótica, utilizando la iglesia para embaucar a las masas para que acepten su gobierno. Era un estatismo puro, eso era la derecha. Luego, en la Europa occidental de los siglos XVII y XVIII, apareció un movimiento radical de oposición, nuestros héroes, que defendieron un movimiento revolucionario popular a favor del racionalismo, la libertad individual, el gobierno mínimo, los mercados libres, la paz internacional y la separación de iglesia y estado, en oposición al trono y el altar, la monarquía, la clase dirigente, la teocracia y la guerra. Éstos (“nuestra gente”) eran la izquierda y cuanto más pura era su versión, más “extremistas” eran.

Hasta aquí, bien, pero ¿qué pasa con el socialismo, siempre habíamos considerado la extrema izquierda? Liggio analizaba el socialismo como un confuso movimiento intermedio, influido históricamente tanto por la izquierda libertaria como por la derecha conservadora. De la izquierda individualista, los socialistas tomaron los objetivos de la libertad: la eliminación del estado, el reemplazo del gobierno de hombres por la administración de cosas, la oposición a la clase dirigente y una búsqueda de su derrocamiento, el deseo de establecer la paz internacional, una economía industrial avanzada y un alto nivel de vida para la masa de la gente. De la derecha los socialistas adoptaron los medios para alcanzar esos objetivos: el colectivismo, la planificación estatal, el control comunitario del individuo. Esto ponía al socialismo en medio del espectro ideológico. También significaba que el socialismo era una doctrina inestable y contradictoria condenada a explotar por la contradicción interna entre sus medios y sus fines.


Nuestro análisis se reforzó mucho al familiarizarnos con el nuevo y excitante grupo de historiadores que estudiaban jusnto al historiador William Appleman Williams, de la Universidad de Wisconsin. De ellos descubrimos que todos los que somos librecambistas habían errado en que de alguna forma, en el fondo, los grandes empresarios estaban realmente a favor del laissez faire y que sus desviaciones, evidentemente claras y notorias en los últimos años, eran o bien “traiciones” del principio por conveniencia, o bien el resultado de astutas maniobras por parte de los intelectuales liberales.
Es la opinión general de la derecha: en la notable expresión de Aun Rand, la gran empresa “la minoría más perseguida de Estados Unidos”. ¡Minoría perseguida, sí! Sin duda hubo ataques contra la gran empresa en el antiguo Chicago Tribune de McCormick y en los escritos de Albert Jay Nock, pero hizo falta el análisis de Williams-Kolko para retratar la verdadera anatomía y psicología del escenario estadounidense.


Como apuntaba Kolko, todas las distintas medidas de la regulación federal y el estado del bienestar que tanto izquierda como derecha han creído siempre que eran movimientos de masas contra las grandes empresas no solo están ahora respaldadas incondicionalmente por las grandes empresas, sino que las originan éstas para el propio fin de cambiar de un mercado libre a una economía cartelizada que les beneficiaría. La política exterior imperialista y el permanente estado acuartelado originado en la gran empresa buscan inversiones extranjeras y contratos bélicos domésticos.


El papel de los intelectuales liberales es servir como “liberales corporativistas”, tejedores de complejas apologías para informar a las masas de que las cabezas del estado corporativista estadounidense gobierna por el “bien común” y el “bienestar general”, como el sacerdote del despotismo oriental que convencía a las masas de que su emperador era omnisciente y divino.


Desde principios de los 60, a medida que la National Review se aproximaba cada vez más al poder político, se deshacía de sus viejos remanentes libertarios y se acercaba cada vez más a los liberales del Gran Consenso Estadounidense. Abunda la evidencia de esto. Está la cada vez mayor popularidad de Bill Buckley en los medios de comunicación de masas, así como la extendida admiración de la derecha intelectual por gente y grupos hasta entonces desdeñados: por The New leader, por Irving Kristol. por el veterano Felix Frankfurter (que siempre se opuso a la restricción judicial sobre las innovaciones del gobierno a la libertad individual), por Hannah Arendt y Sidney Hook. A pesar de inclinaciones ocasionales por el libre mercado, los conservadores han llegado estar de acuerdo en que los asuntos económicos no importan; por tanto aceptan (o al menos no les preocupan) las líneas maestras del estado keynesiano de bienestar-guerra del corporativismo liberal.


En el plano doméstico, prácticamente los únicos intereses de los conservadores son eliminar a los negros (“disparar a los saqueadores”, “aplastar esos disturbios”), pedir más poder para la policía para que no se “proteja al criminal” (es decir, no proteger su derechos libertarios), obligar a rezar en las escuelas públicas, poner a los rojos y otros subversivos y “sediciosos” en la cárcel y desarrollar una cruzada en el exterior. Hay pocas cosas en el impulso de este programa con lo que los liberales puedan ahora estar en desacuerdo; los desacuerdos son tácticos o solo en materia de grado. Incluso al Guerra Fría (incluyendo la Guerra de Vietnam) se empezó y mantuvo y escaló por parte de los propios liberales.


No sorprende que el liberal Daniel Moynihan (un miembro del consejo nacional de ADA indignado por el radicalismo de los actuales movimientos anti-guerra y Black Power) haya debido recientemente pedir una alianza formal entre liberales y conservadores, ya que ¡después de todo están básicamente de acuerdo en esto, los dos temas cruciales de nuestro tiempo! Incluso Barry Goldwater ha entendido el mensaje: en enero de 1968, en el National Review, Goldwater concluía un artículo afirmando que no está contra los liberales, que los liberales eran necesarios como contrapeso al conservadurismo y que tenía en mente a buenos liberales como Max Lerner, ¡Max Lerner, el epítome de la vieja izquierda, el odiado símbolo de mi juventud!


En respuesta a nuestro aislamiento de la derecha y advirtiendo las prometedoras señales de actitudes libertarias en la emergente nueva izquierda, una pequeña banda de exderechistas libertarios fundamos la “pequeña revista” Left and Right, en la primavera de 1965. Teníamos dos propósitos principales: tomar contacto con libertarios ya en la nueva izquierda y persuadir a la mayoría de los libertarios o cuasi-libertarios que permanecían en la derecha a seguir nuestro ejemplo. No vimos satisfechos en ambos sentidos: por el notable cambio hacia posturas libertarias y antiestatistas en la nueva izquierda y por el significativo número de jóvenes que abandonaron el movimiento derechista.

Esta tendencia izquierda/derecha ha empezado a ser noticiable en la nueva izquierda, alabada y condenada por los conscientes de la situación. (Nuestro antiguo colega Ronald Hamowy, historiador de Stanford, estableció la postura izquierda/derecha en la colección Thoughts of the Young Radicals, de New Republic de 1966). Hemos recibido los gratificantes ánimos de Carl Oglesby, que, en su Containment and Change (1967), defendía una coalición de la nueva izquierda y la vieja derecha y de los jóvenes intelectuales agrupados alrededor de la desgraciadamente difunta Studies on the Left. También hemos sido criticados, aunque indirectamente, por Staughton Lynd, que se preocupa porque nuestros objetivos finales (libre mercado contra el socialismo) difieren.


Finalmente, el historiador liberal Martin Duberman, en un número reciente de Partisan Review, critica al SNCC y el CORE por ser “anarquistas”, por rechazar la autoridad del estado, por insistir en que la comunidad sea voluntaria y por destacar, junto con la SDS, la democracia participativa, en lugar de la representativa. Agudamente, aunque estando en el lado erróneo de la valla, Duberman liga luego a la SNCC y la nueva izquierda con nosotros, los viejos derechistas: “SNCC y CORE, como los anarquistas, hablan cada vez más de la suprema importancia del individuo. Lo hacen, paradójicamente, con una retórica que recuerda con la asociada con la derecha desde hace mucho tiempo. Podría ser Herbert Hoover (…) pero en realidad es Rap Brown el que ahora reitera la necesidad del negro de mantenerse en pie por sí mismo, de tomar sus propias decisiones, de desarrollar autoconfianza y un sentido de dignidad propia. SNCC puede ser desdeñado por los liberales y el ‘estatismo’ de hoy en día, pero parece difícil darse cuenta de que la retórica de laissez faire que prefiere deriva casi literalmente del liberalismo clásico de John Stuart Mill”. Difícil. Sostengo que podría ser mucho peor.


Espero haber explicado por qué unos pocos compatriotas y yo nos hemos movido, o más bien nos han movido, de la “extrema derecha” a la “extrema izquierda” en los últimos 20 años simplemente estando en el mismo lugar ideológico. La derecha, en un tiempo determinada en su oposición al Gran Gobierno, se ha convertido ahora en la rama conservadora del estado corporativista estadounidense y de su política exterior de imperialismo expansionista. Si debemos rescatar a la libertad de esta mortal fusión izquierda/derecha en el centro, ha de hacerse a través de una fusión contraria de la vieja derecha y la nueva izquierda.

James Burnham, un editor de National Review y su principal pensador estratégico en promover la “Tercera Guerra Mundial” (como titula su columna), el profeta del estado gestor (en The Managerial Revolution), cuya única traza de interés real en la libertad en toda una vida de escritos políticos fue una llamada a legalizar los petardos, atacó recientemente la peligrosa tendencia entre los jóvenes conservadores a hacer causa común con la izquierda en oponerse al servicio militar. Burnham advertía que aprendió en su época trotskista que esto sería una coalición “sin principios” y advertía que si uno empieza estando en contra del servicio militar acabaría oponiéndose a la Guerra de Vietnam: “Y más bien pienso que algunos están de corazón, o van a estarlo, contra la guerra. Murray Rothbard ha demostrado cómo el libertarismo de derechas puede llevar a una postura casi anti-EEUU como hace el libertarismo de izquierdas. Y en la derecha estadounidense siempre ha habido una rama endémica de aislacionismo”.

Este pasaje simboliza lo profundamente que ha cambiado todo el impulso de la derecha en las últimas dos décadas. Los vestigios de interés en la libertad o en oposición a la guerra y el imperialismo son considerados ahora desviaciones a eliminar sin dilación. Estoy convencido de que hay millones de estadounidenses que siguen sintiendo devoción por la libertad individual y se oponen al estado leviatán en el interior y el exterior, estadounidenses que se califican de “conservadores” pero sienten que algo ha ido muy mal en la antigua causa anti-New Deal y anti-Fair Deal.

Algo ha ido muy mal: la derecha ha sido capturada y transformada por elitistas y devotos de los ideales conservadores europeos del orden y el militarismo, por cazadores de brujas y cruzados globales, por estatistas que desean coaccionar la “moralidad” y suprimir la “sedición”.

Estados Unidos nació de una revolución contra el imperialismo occidental, nació como un refugio de libertad contra las tiranías y el despotismo, las guerras y las intrigas del viejo mundo. Aún así nos hemos permitido sacrificar los ideales estadounidenses de paz y libertad y anticolonialismo en el altar de una cruzada para matar comunistas en todo el mundo, hemos entregado nuestro derecho libertario de nacimiento a manos de quienes ansían restaurar la Edad de Oro de la Sagrada Inquisición. Es el momento de que despertemos y nos levantemos para restaurar nuestra herencia.
Por Murray N. Rothbard. (Publicado el 10 de junio de 2005)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/Community/blogs/euribe/archive/2011/04/17/confesiones-de-un-liberal-de-derechas.aspx.

martes, 5 de febrero de 2008

Seis mitos sobre el liberalismo

El liberalismo es la corriente política de más auge hoy en América. Antes de juzgarla y evaluarla, es de vital importancia dilucidar precisamente en qué consiste la doctrina y, más en concreto, en qué no consiste. Es especialmente relevante aclarar unos cuantos malentendidos que la mayoría de gente tiene acerca del liberalismo, en particular los conservadores. En este ensayo enumeraré y analizaré críticamente los mitos más comunes en relación con el liberalismo. Cuando nos hayamos deshecho de éstos, entonces la gente será capaz de discutir sobre el liberalismo sin fábulas, mitos y malentendidos, y tratar con éste tal y como corresponde: de acuerdo con sus verdaderos méritos y deméritos.

Mito 1 Los liberales creen que cada individuo es un átomo aislado, herméticamente sellado, actuando en un vacío sin influenciarse con los demás.

Ésta es una acusación habitual, pero harto curiosa. En toda una vida de lector de literatura liberal no me he topado con un solo teórico o autor que sostuviera algo parecido a esta posición. La única posible excepción es el fanático Max Stirner, un alemán individualista de mediados del siglo XIX quien, sin embargo, tuvo una repercusión mínima en el liberalismo de su tiempo y posterior. Además, la explícita filosofía “la fuerza hace el derecho” de Stirner y su rechazo de todo principio moral incluyendo los derechos individuales, tenidos por “fantasmas mentales”, dudosamente le acreditan como liberal en cualquier sentido. Aparte de Stirner no hay nadie con una opinión siquiera remotamente similar a la que sugiere esta acusación.
Los liberales son metodológica y políticamente individualistas, desde luego. Ellos creen que sólo los individuos piensan, valoran y eligen. Creen que cada individuo tiene derecho a la propiedad sobre su cuerpo, libre de interferencias coercitivas. Pero ningún individualista niega que la gente se influencia mutuamente de forma constante en sus objetivos, en sus valores, en sus iniciativas y en sus ocupaciones. Como F.A. Hayek mencionó en su notable artículo “The Non-Sequitur of the’”Dependence Effect’”, el asalto de John Kenneth Galbraith a la economía de libre mercado en su best-seller The Affluent Society se cimentaba en esta premisa: la economía asume que cada individuo llega a su escala de valores de un modo totalmente independiente, sin estar sujeto a la influencia de nadie más. Por el contrario, como responde Hayek, todos saben que la mayoría de gente no produce sus propios valores, sino que es instigada a adoptarlos de otras personas.[1] Ningún individualista o liberal niega que la gente se influencie mutuamente todo el tiempo, y por supuesto no hay nada de nocivo en este ineludible proceso. A lo que los liberales se oponen no es a la persuasión voluntaria, sino a la imposición coercitiva de valores mediante el uso de la fuerza y el poder policial. Los liberales no están en modo alguno en contra de la cooperación voluntaria y la colaboración entre individuos; sólo en contra de la obligatoria pseudo-cooperación impuesta por el Estado.

Mito 2: Los liberales son libertinos: son hedonistas que anhelan estilos de vida alternativos.

Este mito ha sido planteado recientemente por Irving Kristol, quien identifica la ética libertaria con el hedonismo y asevera que los liberales “veneran el catálogo de Sears Roebuck y todos los estilos de vida alternativa que la afluencia capitalista permite elegir al individuo”.[2] El hecho es que el liberalismo no es ni pretende ser una completa guía moral o ascética, sino sólo una teoría política, esto es, el significado subconjunto de la teoría moral que versa sobre el uso legítimo de la violencia en la vida social. La teoría política se refiere a aquello que debe acometer o no un gobierno, y el gobierno es distinguido de cualquier otro grupo social y caracterizado como la institución de la violencia organizada. El liberalismo sostiene que el único papel legítimo de la violencia es la defensa de la persona y su propiedad contra la agresión, que cualquier uso de la violencia que vaya más allá de esta legítima defensa resulta agresiva en sí misma, injusta y criminal. El liberalismo, por tanto, es una teoría que afirma que cada individuo debe estar libre invasiones violentas, debe tener derecho para hacer lo que quiera excepto agredir a otra persona o la propiedad ajena. Lo que haga una persona con su vida es esencial y de suma importancia, pero es simplemente irrelevante para el liberalismo.
Luego no debe sorprender que haya liberales que sean de hecho hedonistas y devotos de estilos de vida alternativos, y que haya también liberales que sean firmes adherentes de la moralidad burguesa convencional o religiosa. Hay liberales libertinos y hay liberales vinculados firmemente a la disciplina de la ley natural o religiosa. Hay otros liberales que no tienen ninguna teoría moral en absoluto aparte del imperativo de la no-violación de derechos. Esto es así porque el liberalismo per se no pregona ninguna teoría moral general o personal. El liberalismo no ofrece un estilo de vida; ofrece libertad, para que cada persona sea libre de adoptar y actuar de acuerdo con sus propios valores y principios morales. Los liberales convienen con Lord Acton en que “la libertad es fin político más alto”, pero no necesariamente el fin más alto en la escala de valores de cada uno.
No hay ninguna duda acerca del hecho, sin embargo, de que el subgrupo de liberales que son economistas pro-mercado tienden a mostrarse complacidos cuando el libre mercado dispensa más posibilidades de elección a los consumidores, elevando así su nivel de vida. Incuestionablemente, la idea de que la prosperidad es mejor que la miseria absoluta es una proposición moral, y nos conduce al ámbito de la teoría moral general, pero no es una proposición por la que crea que deba disculparme.
Mito #3: Los liberales no creen en los principios morales; se limitan al análisis de costes-beneficios asumiendo que el hombre es siempre racional.
Este mito está desde luego relacionado con la precedente acusación de hedonismo, y en parte puede responderse en la misma línea. Hay liberales, particularmente los economistas de la escuela de Chicago, que rechazan la libertad y los derechos individuales como principios morales, y en su lugar intentan llegar a conclusiones de política pública sopesando presuntos costes y beneficios sociales.
En primer lugar, la mayoría de liberales son “subjetivistas” en economía, esto es, creen que las utilidades y los costes de los distintos individuos no pueden ser sumados o mesurados. Por tanto, el concepto mismo de costes y beneficios sociales es ilegítimo. Pero, más importante, la mayoría de liberales fundamentan su postura en principios morales, en la convicción en los derechos naturales de cada individuo sobre su persona o propiedad. Ellos creen entonces en la absoluta inmoralidad de la violencia agresiva, de la invasión de los derechos sobre la propia persona y propiedad, independientemente de qué individuo o grupo ejerce dicha violencia.
Lejos de ser inmorales, los liberales simplemente aplican una ética humana universal al gobierno del mismo modo que cualquier otro aplicaría esta ética a cada persona o institución social. En concreto, como he apuntado antes, el liberalismo en tanto que filosofía política que versa sobre el uso legítimo de la violencia, toma la ética universal a la que la mayoría de nosotros nos acogemos y la aplica llanamente al gobierno. Los liberales no hacen ninguna excepción a la regla de oro y no dejan ninguna laguna moral, no aplican ninguna vara de medir distinta al gobierno. Es decir, los liberales creen que un asesinato es un asesinato y que no deviene santificado por razones de estado si es perpetrado por el gobierno. Nosotros creemos que el robo es un robo y que no queda legitimado porque una organización de ladrones decida llamarlo “tributos”. Nosotros creemos que la esclavitud es esclavitud incluso si la institución que la ejerce la denomina “servicio militar”. En síntesis, la clave en la teoría liberal es que no concede excepción alguna al gobierno en su ética universal.
Por tanto, lejos de ser indiferentes u hostiles a los principios morales, los liberales los consuman siendo el único colectivo dispuesto a extender estos principios por todo el espectro hasta al gobierno mismo.[3]
Es cierto que los liberales permitirían a cada individuo elegir sus valores y actuar acorde con ellos, y reconocerían en suma a cada individuo el derecho a ser moral o inmoral según su juicio particular. El liberalismo se opone firmemente a la imposición de todo credo moral a cualquier persona o grupo mediante el uso de la violencia – excepto, por supuesto, la prohibición moral de la violencia agresiva en sí misma. Pero debemos percatarnos de que ninguna acción puede considerarse virtuosa a menos que sea emprendida en libertad, habiendo consentido voluntariamente la persona. Como dijera Frank Meyer:
“No puede forzarse a los hombres a ser libres, ni puede forzárseles a ser virtuosos. Hasta cierto punto, es verdad, pueden ser obligados a actuar como si fueran virtuosos. Pero la virtud es el fruto de la libertad bien empleada. Y ningún acto, en la medida en que sea coaccionado, puede implicar virtud – o vicio”[4].
Si una persona es obligada por la fuerza o la amenaza de la misma a llevar a cabo una determinada acción, entonces ésta ya no supone una elección moral por su parte. La moralidad de una acción sólo puede ser el resultado de una decisión libremente adoptada; una acción difícilmente puede tildarse de moral si uno la acomete a punta de pistola. Imponer las acciones morales o prohibir la acciones inmorales, por tanto, no fomenta la moral o la virtud. Por el contrario, la coerción atrofia la moralidad porque priva al individuo de la libertad para ser moral o inmoral, y entonces necesariamente despoja a la gente de la posibilidad de ser virtuosa. Paradójicamente, pues, la moral obligatoria nos sustrae la oportunidad misma de actuar moralmente.
Es además especialmente grotesco dejar la salvaguarda de la moralidad en manos del aparato estatal, es decir, ni más ni menos que la organización de policías, gendarmes y soldados. Poner al Estado a cargo de los principios morales equivale a poner al zorro al cuidado del gallinero. Prescindiendo de otras consideraciones, los responsables de la violencia organizada en la sociedad jamás se han distinguido por su superior estatura moral o por la rectitud con la que sostienen los principios morales.

Mito 4: El liberalismo es ateo y materialista, y desdeña la dimensión espiritual de la vida.

No hay ninguna conexión necesaria entre las adscripción al liberalismo y la posición religiosa de cada uno. Es verdad que muchos si no la mayoría de los liberales en la actualidad son ateos, pero esto tiene que ver con el hecho de que la mayoría de los intelectuales, de la mayoría de credos políticos, son ateos también. Hay muchos liberales que son ateos, judíos o cristianos. Entre los liberales clásicos precursores del liberalismo moderno en una época más religiosa que ésta encontramos una miríada de cristianos: desde John Lilburne, Roger Williams, Anne Hutchinson y John Locke en el siglo XVII hasta Cobden y Bright, Frederic Bastiat y los liberales franceses del laissez-faire y el gran Lord Acton.
Los liberales creen que la libertad es un derecho inserto en una ley natural sobre lo que es adecuado para la humanidad, en conformidad con la naturaleza del hombre. De dónde emanan este conjunto de leyes naturales, si son puramente naturales o fueron prescritas por un creador, es una cuestión ontológica importante pero irrelevante desde el punto de vista de la filosofía política o social. Como el padre Thomas Davitt señaló: “Si la palabra ‘natural’ significa algo en absoluto se refiere a la naturaleza del hombre, y en conjunción con la palabra ‘ley’, ‘natural’ remite al orden que es manifestado por las inclinaciones de la naturaleza humana y nada más. Por tanto, tomada en sí misma, no hay nada de religioso o teológico en la ‘Ley Natural’ de Aquinas”[5]. O, como d’Entrèves escribió en el siglo XVII aludiendo al jurista protestante holandés Hugo Grotius: “La definición de ley natural [de Grotius] no tiene nada de revolucionaria. Cuando mantiene que la ley natural es el cuerpo de normas que el hombre es capaz de descubrir mediante el uso de su razón, no hace otra cosa que reafirmar la noción escolástica de una fundamentación racional de la ética. De hecho, su intención es más bien la de restaurar esta noción debilitada por el augustianismo radical de ciertas corrientes protestantes de pensamiento. Cuando asevera que estas normas son válidas en sí mismas, independientemente de que Dios las dispusiera, repite el aserto que ya fue proclamado por algunos de los escolásticos...”[6]
El liberalismo ha sido acusado de ignorar la naturaleza espiritual del hombre. Pero uno fácilmente puede llegar al liberalismo desde posiciones religiosas o cristianas: enfatizando la importancia del individuo, de su libre voluntad, de sus derechos naturales y de su propiedad privada. Uno puede igualmente llegar al liberalismo mediante una aproximación secular a los derechos naturales, con la convicción de que el hombre puede alcanzar la comprensión racional de la ley natural.
Atendiendo a la historia, además, no está claro en absoluto que la religión sea un fundamento más sólido del liberalismo que la ley natural secular. Como Karl Wittfogel nos recuerda en su Oriental Despotism, la unión del trono y el altar ha sido una constante durante décadas que ha facilitado el imperio del despotismo en la sociedad[7]. Históricamente, la unión de la Iglesia y el Estado ha sido en muchos casos una coalición mutuamente alentadora de la tiranía. El Estado se servía de la Iglesia para santificar sus actos y llamar a la obediencia de su mando, presuntamente sancionado por Dios, y la Iglesia se servía del Estado para obtener ingresos y privilegios. Los Anabaptistas colectivizaron y tiranizaron Münster en nombre de la religión cristiana[8]. Y, más cerca de nuestro siglo, el socialismo cristiano y el evangelio social jugaron un importante papel en la marcha hacia el estatismo, y el proceder condescendiente de la Iglesia Ortodoxa en la Rusia soviética habla por sí mismo. Algunos obispos católicos en Latinoamérica han proclamado que la única vía hacía el reino de los cielos pasa por el marxismo, y si quisiera ser grosero diría que el reverendo Jim Jones, además de considerarse un leninista, se presentó a sí mismo como la reencarnación de Jesús.
Por otra parte, ahora que el socialismo ha fracasado de un modo manifiesto, política y económicamente, sus valedores han recurrido a la “moral” y a la “espiritualidad” como último argumento en pro de su causa. El socialista Robert Heilbroner, arguyendo que el socialismo debe ser coactivo y tiene que imponer una “moral colectiva” a la sociedad, opina que: “La cultura burguesa está centrada en los logros materiales del individuo. La cultura socialista debe centrarse en sus logros morales o espirituales”. Lo curioso es que esta tesis de Heilbroner fue elogiada por el escritor conservador y religioso de National Review Dale Vree, que dijo:
“Heilbroner está... diciendo lo que muchos colaboradores del NR han dicho en el último cuarto de siglo: no puedes tener libertad y virtud al mismo tiempo. Tomad nota, tradicionalistas. A pesar de su terminología disonante, Heilbroner está interesado en lo mismo que vosotros: la virtud[9].
Vree también está fascinado con la visión de Heilbroner de que una cultura socialista “promueva la primacía de la colectividad” antes que la “primacía del individuo”. Cita a Heilbroner con relación a los logros “morales y espirituales” bajo socialismo en oposición a los burgueses logros “materiales”, y añade acertadamente: “contiene un timbre tradicionalista esta afirmación”. Vree prosigue aplaudiendo el ataque de Heilbroner al capitalismo por no tener “ningún sentido de ‘lo correcto’” y permitir a los “adultos que consienten” hacer aquello que les plazca. En contraste con este retrato de la libertad y la diversidad tolerada, Vree escribe: “Heilbroner dice seductoramente que debido a que la sociedad socialista debe tener un sentido de ‘lo correcto’, no todo estará permitido”. Para Vree, es imposible “tener colectivismo económico junto con individualismo cultural”, y por tanto él está inclinado hacia un nueva fusión socialista-tradicionalista – hacia un colectivismo omnicompresivo.
Cabe apuntar aquí que el socialismo deviene especialmente despótico cuando reemplaza los incentivos “económicos” o “materiales” por los incentivos pretendidamente “morales” o “espirituales”, cuando aparenta promover una indefinible “calidad de vida” antes que la prosperidad económica. Si las remuneraciones son ajustadas a la productividad hay considerablemente más libertad así como estándares de vida más altos. Pero si se fundamentan en la devoción altruista a la madre patria socialista, la devoción tiene que ser regularmente reforzada a golpe de látigo. Un creciente énfasis en los incentivos materiales del individuo suponen ineluctablemente un mayor acento en la propiedad privada y en la preservación de lo que uno gana, y trae consigo una libertad personal superior, como atestigua Yugoslavia en las últimas décadas en contraste con la Rusia soviética. El despotismo más horrible en la faz de la Tierra en los años recientes ha sido sin duda el de Pol Pot en Camboya, donde el “materialismo” fue hasta tal punto desterrado que el dinero fue abolido por el régimen. Habiendo suprimido el dinero y la propiedad privada, cada individuo era totalmente dependiente de las cartillas de racionamiento de subsistencia del Estado y la vida no era sino un completo infierno. Debemos ser prudentes, pues, antes de despreciar los objetivos o incentivos “meramente materiales”.
El cargo de “materialismo” dirigido contra el libre mercado ignora el hecho de que cada acción envuelve la transformación de objetos materiales mediante el uso de la energía humana conforme a ideas y propósitos sostenidos por los actores. Es inaceptable separar lo “mental” o lo “espiritual” de lo “material”. En todas las grandes obras de arte, extraordinarias emanaciones del espíritu humano, se han empleado objetos materiales: ya fueran lienzos, pinceles y pintura, papel e instrumentos musicales, o la construcción de bloques y materia primas para las iglesias. No hay ninguna escisión real entre lo “espiritual” y lo “material” y por tanto cualquier despotismo sobre aquello material sojuzgará también aquello espiritual.

Mito 5: Los liberales son utópicos que creen que toda la gente es buena por naturaleza y que por tanto el control del Estado es innecesario.

Los conservadores tienden a añadir que, puesto que el hombre es vil por naturaleza parcial o totalmente, se hace precisa una severa regulación estatal de la sociedad.
Esta es una opinión muy común acerca de los liberales, si bien es difícil identificar la fuente de semejante malentendido. Rosseau, el locus classicus de la idea de que el hombre es bueno pero es corrompido por sus instituciones no era precisamente liberal. Aparte de algunos escritos románticos de unos pocos anarco-comunistas, que en ningún caso consideraría liberales, no conozco a un solo autor liberal que haya defendido esta postura. Por el contrario, la mayoría de escritores liberales sostienen que el hombre es una mezcla de bondad y maldad y que lo importante para las instituciones sociales es fomentar lo primero y mitigar lo segundo. El Estado es la única institución social capaz de extraer sus ingresos y su riqueza mediante coerción; todos los demás deben obtener sus rentas o bien vendiendo un producto o servicio a sus clientes o bien recibiendo una donación voluntaria. Y el Estado es la única institución social que puede emplear sus ingresos provinentes del robo organizado para intentar controlar y regular la vida y la propiedad de la gente. Por tanto, la institución del Estado establece un canal socialmente legitimado y santificado para que las personas malvadas cometan sus fechorías, emprendan el robo organizado y manejen poderes dictatoriales. El estatismo, así pues, alienta la maldad, o como mínimo los aspectos criminales de la naturaleza humana. Como Frank H. Knight mordazmente resalta: “La probabilidad de que los titulares del poder sean individuos que detestan su posesión y su ejercicio es análoga a la probabilidad de que una persona de corazón extremadamente benévolo devenga el patrono de una plantación de esclavos”[10]. Una sociedad libre, por el hecho de no instituir una canal legitimado para el robo y la tiranía, desalienta las tendencias criminales de la naturaleza humana y aviva aquéllas que son pacíficas y voluntarias. La libertad y el libre mercado desincentivan la agresión y la compulsión y fomentan la armonía y el beneficio mutuo del intercambio voluntario, en la esfera económica, social y cultural.
Puesto que un sistema de libertad promovería la voluntariedad y desalentaría la criminalidad, además de deponer el único canal legitimado de crimen y agresión, cabe esperar que una sociedad libre padeciera de hecho menos violencia criminal y agresiones de las que padecemos actualmente, aunque no hay razón alguna para asumir que desaparecerían por completo. Esto no es utópico, sino una implicación de sentido común del cambio de lo que socialmente se tiene por legítimo y del cambio de la estructura de premio y castigo en la sociedad.
Podemos aproximarnos a nuestra tesis desde otro ángulo. Si todos los hombres fueran buenos y ninguna tuviera tendencias criminales, entonces no habría ninguna necesidad de un Estado, tal y como conceden los conservadores. Pero si por otro lado todos los hombres son malvados, entonces el caso a favor del Estado es igualmente débil, pues ¿por qué tiene uno que asumir que aquellos hombres que componen el gobierno y retienen todas las armas y el poder para coaccionar a los demás están mágicamente exentos de la maldad que afecta a todas las otras personas que se hallan fuera del gobierno? Tom Paine, un liberal clásico a menudo considerado ingenuamente optimista acerca de la naturaleza humana, rebate el argumento conservador de la maldad humana en pro del Estado fuerte como sigue: “si toda la naturaleza humana fuera corrupta, estaría infundado fortalecer la corrupción instituyendo una sucesión de reyes, a quienes debiera rendirse obediencia aun cuando fueran siempre tan viles...” Paine añadió que “ningún hombre desde el principio de los tiempos ha merecido que se le confiase el poder sobre todos los demás”[11]. Y como el liberal F.A. Harper escribió una vez:
“De acuerdo con el principio de que la autoridad política debe imponerse en proporción a la maldad del hombre, tendremos entonces una sociedad en la cual se demandará una autoridad política completa sobre todos los asuntos humanos... Un hombre gobernará a todos. ¿Pero quién ejercerá de dictador? Quienquiera que sea el elegido para el trono con seguridad será una persona enteramente malvada, puesto que todos los hombres lo son. Y esta sociedad será entonces regida por un dictador absolutamente malvado en posesión de todo el poder político. ¿Y cómo, en nombre de la lógica, puede emanar de ahí algo que no sea pura maldad? ¿Cómo puede ser esto mejor que el que no haya autoridad política alguna en la sociedad?”[12]
Por último, como hemos visto, puesto que los hombres son en realidad una mezcla de virtud y maldad, un régimen de libertad sirve para alentar la virtud y desalentar la maldad, al menos en el sentido de que la voluntariedad y lo mutuamente beneficioso es bueno y lo criminal es malo. En ninguna teoría de la naturaleza humana, por tanto, ya establezca que el hombre es bueno, malo, o una combinación de ambos, se justifica el estatismo. En el curso de negar que es un conservador, el liberal clásico Friedrich Hayek apuntó: “El principal mérito del individualismo [que Adam Smith y sus contemporáneos defendieron] es que es un sistema bajo el cual los hombres malvados pueden hacer menos daño. Es un sistema social que no depende para su funcionamiento de que encontremos hombres buenos que lo dirijan, o de que todos los hombres devengan más buenos de lo que son ahora, sino que toma al hombre en su variedad y complejidad dada...”[13]
Es importante señalar qué es lo que diferencia a los liberales de los utópicos en el sentido peyorativo. El liberalismo no se propone remodelar la naturaleza humana. Uno de los objetivos centrales del socialismo fue crear, lo cual en la práctica supone emplear métodos totalitarios, un Hombre Socialista Nuevo, un individuo cuyo primer fin fuera trabajar diligente y altruistamente por la colectividad. El liberalismo es una filosofía política que dice: dada cualquier naturaleza humana, la libertad es el único sistema político moral y el más efectivo. Obviamente, el liberalismo – como los demás sistemas sociales – funcionará mejor cuanto más pacíficos y menos agresivos sean los individuos y menos criminales haya. Y los liberales, como la mayoría de la otra gente, querrían alcanzar un mundo donde más personas fueran “buenas” y menos criminales hubiera. Pero esta no es la doctrina del liberalismo per se, que dice que cualesquiera sea la composición de la naturaleza humana en un momento dado, la libertad es lo más deseable.

Mito 6: Los liberales creen que cada persona conoce mejor sus propios intereses.

Del mismo modo que la acusación precedente sugería que los liberales creen que todos los hombres son perfectamente buenos, este mito les acusa de creer que todos son perfectamente sabios. Pero como esto no es cierto con respecto a mucha gente el Estado debe intervenir.
Pero los liberales no asumimos la perfecta sabiduría del hombre más de lo que asumimos su perfecta bondad. Hay algo de sentido común en la afirmación de que la mayoría de los hombres conoce mejor que cualquier otro sus propias necesidades e intereses. Pero no se asume en absoluto que todos siempre conocen mejor sus intereses. El liberalismo propugna que cada uno debe tener el derecho a perseguir sus propios fines como estime oportuno. Lo que se defiende es el derecho a actuar libremente, no la necesaria sensatez de dicha acción.
Es cierto también, no obstante, que el libre mercado – en contraste con el gobierno – ha articulado mecanismos que permiten a las personas acudir a expertos que pueden aconsejar sensatamente acerca de cómo alcanzar los fines propios de la mejor manera posible. Como hemos visto antes, los individuos libres no están separados los unos de los otros. En el libre mercado cualquier individuo, si tiene dudas sobre sus verdaderos intereses, es libre de contratar o consultar a un experto que le ofrezca consejo en base a su conocimiento presumiblemente superior. El individuo puede contratar a este experto y, en el libre mercado, testar continuamente su competencia y su utilidad. Las personas en el mercado, por tanto, pueden patrocinar aquellos expertos cuyos consejos estimen más provechosos. Los buenos doctores, abogados o arquitectos serán recompensados en el libre mercado, mientras que los malos tenderán a ser desplazados. Pero cuando el gobierno interviene, el experto del gobierno obtiene sus ingresos mediante la coacción sobre los contribuyentes. No hay ninguna fórmula de mercado para testar su éxito informando a la gene de sus verdaderos intereses. Sólo necesita tener habilidad para adquirir el apoyo político de la maquinaria coercitiva del Estado.
Por tanto, el experto privado tenderá a florecer en proporción a su habilidad, mientras que el experto del gobierno florecerá en proporción a su destreza en obtener prebendas políticas. Además, el experto del gobierno no será más virtuoso que el privado; su única superioridad radica en el arte de conseguir favores de aquellos que retienen el poder político. Pero una diferencia crucial entre ambos es que el experto privado tiene todos los incentivos para velar por sus clientes o pacientes, obrando del mejor modo posible. El experto del gobierno carece por completo de semejantes incentivos; él obtiene sus ingresos de todos modos. Luego el libre mercado tenderá a satisfacer mejor al consumidor.Espero que este artículo haya contribuido a limpiar el liberalismo de mitos y malentendidos. Los conservadores y todos los demás deben ser educadamente advertidos de que los liberales no creemos que los hombres son buenos por naturaleza, ni que todos están perfectamente informados acerca de sus propios intereses, ni que cada individuo es un átomo aislado y herméticamente sellado. Los liberales no son necesariamente libertinos o hedonistas, ni son necesariamente ateos; y los liberales enfáticamente creen en principios morales. Dejemos ahora que cada uno de nosotros se disponga a examinar el liberalismo tal cual es, sin temor ni partidismos. Yo estoy seguro de que, allí donde este examen tenga lugar, el liberalismo gozará de un auge impresionante en el número de sus seguidores.

Autor: Murray Rothbard
Traductor: Albert Esplugas Boter

N. del T.: he traducido los términos “libertarianism” y “libertarian” del original por “liberalismo” y “liberal”, que creo que reflejan mejor el espíritu del artículo que los términos “libertarismo” y “libertario”, de escasa raigambre en español en su acepción anglosajona.

[1] John Kenneth Galbraith, The Affluent Society (Boston: Houghton Mifflin, 1958); F. A. Hayek, "The Non-Sequitur of the ‘Dependence Effect,’" Southern Economic Journal (Abril, 1961), pp. 346-48.
[2] Irving Kristol, "No Cheers for the Profit Motive," Wall Street Journal (Feb. 21, 1979).
[3] Para un llamamiento a aplicar estándares éticos universales al gobierno, véase Pitirim A. Sorokin and Walter A. Lunden, Power and Morality: Who Shall Guard the Guardians? (Boston: Porter Sargent, 1959), pp. 16-30.
[4] Frank S. Meyer, In Defense of Freedom: A Conservative Credo (Chicago: Henry Regnery, 1962), p. 66.
[5] Thomas E. Davitt, S.J., "St. Thomas Aquinas and the Natural Law," in Arthur L. Harding, ed., Origins of the Natural Law Tradition (Dallas, Tex: Southern Methodist University Press, 1954), p. 39
[6] A. P d'Entrèves, Natural Law (London: Hutchinson University Library, 1951), pp. 51-52.
[7] Karl Wittfogel, Oriental Despotism (New Haven: Yale University Press, 1957), esp. pp. 87-100.
[8] Acerca de esto y otras sectas cristianas totalitarias, véase Norman Cohn, Pursuit of the Millenium (Fairlawn, N.J.: Essential Books, 1957).
[9] Dale Vree, "Against Socialist Fusionism," National Review (Diciembre 8, 1978), p. 1547. El artículo de Heilbroner se publicó en Dissent, Verano 1978. Más sob el artículo de Vree en Murray N. Rothbard, "Statism, Left, Right, and Center," Libertarian Review (Enero 1979), pp. 14-15.
[10] Journal of Political Economy (Diciembre 1938), p. 869. Citado en Friedrich A. Hayek, The Road to Serfdom (Chicago: University of Chicago Press, 1944), p. 152.
[11] "The Forester's Letters, III,"(orig. in Pennsylvania Journal, Apr. 24, 1776), en The Writings of Thomas Paine (ed. M. D. Conway, New York: G. P. Putnam's Sons, 1906), I, 149-150.
[12] F. A. Harper, "Try This On Your Friends", Faith and Freedom (January, 1955), p. 19.
[13] F. A. Hayek, Individualism and Economic Order (Chicago: University of Chicago Press, 1948), enfatizado en el curso de su "Why I Am Not a Conservative," The Constitution of Liberty (Chicago: University of Chicago Press, 1960), p. 529.