Si quienes conducen los destinos de la Nación gobiernan con un alto grado de sensibilidad social y tienen como único objetivo satisfacer las necesidades de sus representados, podrá decirse que tienen un estilo de gobierno democrático. De lo contrario, será un gobierno democrático en su origen, pero no en su ejercicio.
Mientras tanto, la república es un sistema político en el cual existen diferentes órganos de gobierno y en el que los jueces son absolutamente independientes. Por eso, un estilo de gobierno republicano es aquel en el que se respeta la división de poderes y la independencia del órgano judicial.
A la luz de lo expuesto, así como un gobierno puede ser democrático en su origen (por haber sido elegido popularmente), pero no en su gestión cotidiana (por no atender las necesidades de sus representados), también es posible que un gobernante sea democrático (en su origen y en su ejercicio), pero no republicano en su gestión (por desconocer o no asegurar la división de poderes).
Desde el 10 de diciembre de 1983, a pesar de las profundas crisis que hemos sufrido, han transcurrido 21 años de una genuina democracia de origen. Desde entonces se han iniciado cinco períodos presidenciales (1983, 1989, 1995, 1999 y 2003) en los que se desarrollaron siete mandatos: Menem (1989-1995), Menem (1995-1999), De la Rúa (dos años del período 1999-2003), Rodríguez Saá (una semana del período 1999-2003), Duhalde (casi un año y medio del período 1999-2003), Kirchner (últimos siete meses del período 1999-2003) y Kirchner (iniciando el período 2003-2007). Si bien Rodríguez Saá y Duhalde fueron designados presidentes en función de la ley de acefalía (20.972), es positivo que, por lo menos, hayan sido elegidos en función de los mecanismos legales existentes y no por medio de designios arbitrarios o caprichosos.
El iniciado el 10 de diciembre de 1983, es el período de democracia genuina (de origen) más extenso en nuestro país. Queda para la discusión y el criterio personal de cada uno evaluar si los gobernantes han adoptado un estilo de gobierno democrático.
El problema es, en cambio, la salud de la república como forma de gobierno, como estilo de conducción. Aquí no sólo el diagnóstico es absolutamente negativo, sino que además las perspectivas son desalentadoras.
Por un lado, los presidentes de este período (fundamentalmente, Menem) comenzaron un proceso de apropiación indebida de atribuciones. Es decir, le arrebataron al Congreso de la Nación potestades que la Constitución nacional le ha concedido. Esta apropiación siempre se fundó en razones de necesidad y urgencia. El nefasto instrumento mediante el cual se perfeccionaba el dislate institucional comenzó a llamarse "decreto de necesidad y urgencia". Si estaba mal, había algo peor: el propio Congreso miraba para otro lado y la Corte Suprema de Justicia de la Nación convalidaba la mayoría de esos decretos.
Para evitar que continuaran esos abusos institucionales, el constituyente reformador de 1994 no tuvo mejor idea que darles marco y reconocimiento constitucional. En lugar de eliminar la nefasta conducta, decidió blanquearla con disposiciones tan ambiguas como ineficaces. Entonces, desde hace diez años, los presidentes pueden seguir apropiándose de facultades del Congreso: al fin de cuentas, la Constitución se los permite.
Por otro lado, el Congreso generosamente comenzó a regalarles atribuciones propias a los presidentes, que las recibían contentos y las ejercían a través de otros funestos instrumentos denominados "decretos delegados". A pesar de la clara disposición constitucional de 1853 (artículo 29) en virtud de la cual se tipificaba como delito la concesión de facultades extraordinarias y se le aplicaba la pena de los traidores a la patria, los gobernantes fueron avanzando en estas antirrepublicanas conductas, dando origen a lo que hoy la gente conoce con el nombre de delegación legislativa o "superpoderes".
Ante esta situación, en 1994, los convencionales constituyentes tuvieron la misma idea que con los decretos de necesidad y urgencia: convalidaron la delegación de facultades extraordinarias en el primer mandatario, con una serie de requisitos tan ambiguos y genéricos que, al pensar que sirven de contrapesos, uno no puede menos que reírse a carcajadas (o llorar desconsoladamente).
Si tenemos en cuenta que el actual presidente, Néstor Kirchner, ha recibido del Congreso una enorme cantidad de atribuciones legislativas a través de la ley de presupuesto para el año próximo y de la prórroga de la emergencia económica y que tiene el récord en materia de decretos de necesidad y urgencia (porque en un año y medio de gobierno ha dictado más cantidad que Menem en el mismo período de su gestión), es necesario admitir que, institucionalmente, la situación es dramática.
Pero además el problema se agiganta cuando se advierte que la Justicia no está dispuesta a tomar intervención en el tema. En efecto, quien escribe estas líneas, como ciudadano de la República Argentina y poseedor de un interés difuso (que comparte con los demás conciudadanos) en que el sistema republicano funcione adecuadamente, porque ello constituye un derecho de incidencia colectiva, inició una acción legal para lograr que un juez intimara al Congreso de la Nación a controlar al Presidente cuando dicta decretos de necesidad y urgencia. El expediente judicial está caratulado "Lonigro Félix V. c/Congreso de la Nación, s/Acción de Amparo", y la jueza federal interviniente (doctora Liliana Heiland), rechazó el reclamo por considerar que un ciudadano, como tal, no tiene derecho a pedir semejante cosa, y que, encima, debe abonar las costas del juicio.
En estas condiciones, y estableciendo una comparación con un paciente enfermo, podríamos decir que la república, como sistema de gobierno, está internada en terapia intensiva, con respirador artificial y pronóstico reservado. A los ciudadanos, en cuyo beneficio se instauró la división de poderes, sólo nos queda una opción: rezar para que la república no termine de perderse.
Por Félix V. Lonigro, profesor de Derecho Constitucional en la UBA
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