miércoles, 22 de mayo de 2013

¿POR QUÉ SOY LIBERAL? El liberalismo y las formas de gobierno

En monarquía, en república, en colonia, puede haber liberalismo. La forma de gobierno es un accidente para las ideas. Se realizarán las teorías, la perfección en el régimen republicano. Pero como no se observe el principio de la virtud, encarecido por Montesquieu como indispensable pare la dichosa efectividad del gobierno de ese género, puede haber mayor liberalismo en monarquías como Inglaterra que en repúblicas como las nuestras. "El hombre superior, decía Faguet, no es cosa democrática".

De ahí la abundancia de sesudas razones, en hombres como Maurras y Daudet, para suspirar por un rey, ofuscados quizá por el recuerdo de Luis XIV, en cuyo tiempo florecieron esplendorosamente las ciencias y las artes. Pero en eso también hay espejismo. Es el factor hombre el que domina todo. Un rey imbécil, un déspota, acaban con la teoría. Y la esperanza de redención, tan cercana en la república, se aleja. La democracia teórica es la perfección en materia de ambiente y de gobierno. La democracia vivida es una farsa, con su sufragio universal, su opinión publica, su prensa y sus dirigentes. Sobre todo se ha escrito pare mostrar los mil hilos del tinglado , las cortinas de humo , la imbecilidad parlamentaria, la fuerza oscura y sorda de la intriga, del engaño, de la versatilidad, de la envidia. Hay momentos de reacción, bellas iluminaciones revolucionarias, horas en que evidentemente se realiza el ideal de los buenos. Pero pasan.

Lo permanente es la intriga. Lo permanente es la farsa. En los partidos políticos es imposible evitar que la hiedra vaya ocultando los muros, como es imposible impedir que al pie de las encinas vayan surgiendo los hongos. Es un criterio de aprovechamiento y de combate el que predomina, por lo general, en cuantos se presentan ante el pueblo con las viejas frases sugestivas y sonoras. Pocos aceptan la definición del doctor Eastman, que trace de los partidos merecedores del nombre de simples asociaciones de individuos que se hallan de acuerdo en un propósito determinado, generalmente el de darle a la nación un buen gobierno, pero que no comprometen en dicha asociación la totalidad de su espíritu. Pero los partidos no se mueven por ideas sino por sentimiento, mejor dicho por pasiones.


Para las labores ordinarias es suficiente el rótulo. "Liberal es el que se llama liberal" escribió el general Uribe. El error filosófico de tal definición es evidente, pero es evidente también su enorme acierto político. Para el desarrollo de los planes de los dirigentes, minoría más o menos selecta en todos los partidos y naciones, no se solicitan luces. Se solicitan votos. Y esos votos, en la mayor parte de los casos, los consiguen y consignan los sujetos más opacos a la influencia doctrinaria, conformes con el calificativo de hombres de acción y dispuestos ante todo a aniquilar al contrario.

Para muchos que se llaman liberales el ideal sería el desaparecimiento del partido conservador cuando el interés sociológico radica en su vida plena y ordenada. Si no existiera el partido conservador habría que inventarlo, porque la marcha próspera de la nación lo exige. Son necesarias la acción y la reacción, y son necesarias las fuerzas contrapuestas pare establecer el equilibrio. Lo mismo que una acémila, una nación necesita de freno y de acicate. Cuando el liberalismo ha enterrado la espuela, el conservatismo tiempla las riendas, y así el paso es más seguro, elegante y sostenido.


Días hay, horas hay, en que el interés de los partidos se confunden y en que los principios de ambos se entrecruzan. Al frente se levanta otro ideal, otro principio, otra gente, que representan algo nuevo, muchas veces contrario a los que aquellos sustentan. Para defender las fronteras, por ejemplo, coinciden liberalismo y conservatismo en la exaltación del ejército, representación armada de la patria, depósito de héroes, de hombres abnegados, listos a ofrendar la vida porque perdure la de la nación, en pugna con las tendencias y con la propaganda de los antimilitaristas cerrados. Lo mismo para defender la familia. Lo mismo para defender el derecho a lo que es producto genuino del trabajo.

Es torpe el anhelo de ver desaparecer a un partido que sirve de estímulo, de fiscal, de contrapeso. Aún con el peor de los criterios es deseable su existencia, como una fatalidad a la cual no puede sustraerse la voluntad colectiva. Aún en el simple individuo coexisten las fuerzas antagónicas. "Mezcle en el hombre, dijo el Dios de la Biblia, el ángel y la bestia". Qui veut faire l'ange, fait la bete, observó Pascal ante los frecuentes conflictos del espíritu y las contradicciones de la acción. Para la obra de la creación es necesario que los móviles se enfrenten. Puede la pasión política no reconocer ni siquiera la virtud mínima en el adversario. Aún así se impone su existencia. En la exasperación de la lucha sin cuartel podría equiparársele a la existencia del diablo.

Esta dicho que sin Satanás el mundo perecería. Edmond Fleg, en su vida de Moisés, refiere que el rabí Jochanan le llenó de plomo la jeta al diablo y lo encerró en un caldero. Agrega que desde ese momento todas las pasiones se detuvieron en el corazón de los hombres; ningún niño volvió a ser concebido, y las imágenes del Señor no volvieron a aparecer en el mundo. El rabí destapó entonces el caldero y dijo: "¡Qué Satanás sea libre pare la obra de Dios!". El diablo conservador debe andar suelto para la obra de la república y para el robustecimiento de las ideas, que sin pugna languidecen y se extinguen. Y hablo en el peor de los casos, porque para mí el partido conservador no ha sido diabólico, aunque haya tenido actividades y épocas de horror, una vez que ha realizado también obras magnificas y que ha dado al país, para no hablar sino de Colombia, servidores ilustres.

Lo deplorable en la obra de los partidos es la insinceridad de los hombres. Ya O'Connell había dicho: "Los Whigs? Tories sin sueldo", cuando uno de nuestros repúblicos, creo que el doctor Carlos Martínez Silva, definió así, muy duramente, a las dos fracciones del partido conservador en su época: "Nacionalista es un histórico con sueldo e histórico es un nacionalista sin sueldo", lo que puede ampliarse y extender a la realidad de otros días, de esta manera: liberal es un conservador en la oposición y conservador es un liberal en el poder. Hay flujo y reflujo en las ideas y en las actividades de los hombres de partido, según sea la satisfacción que en gobiernos o en bandos hallen las propias conveniencias. El liberalismo, maravilloso como oposición, ha sido casi siempre odioso como gobierno en todas las naciones de la América española. La mejor librada es Colombia, que puede ofrecer el recuerdo y el ejemplo de austeras y levantadas figuras.

Lo propio puede decirse de la infame tiranía de los partidos. Aquí la hemos sufrido en diversas épocas, pero menos que en otras partes. No ha faltado en las grandes ocasiones, especialmente entre nosotros, el hombre independiente y de suficiente firmeza que haya levantado la voz contra errores, aberraciones o delitos de los suyos. No hay servicio mejor a la bandera que el evitarle cubrir mercancía sucia. La disciplina es admirable y es deseable, porque la pretensión de tener siempre razón es dogmática, antiliberal por lo mismo, y disolvente. Pero esa disciplina debe ser un acto de conformidad espiritual, para un fin noble, no para atropellar el derecho y la moral, ni pare perjudicar los grandes intereses del país a cambio de que el adversario sufra o se fastidie. Son muchas las ocasiones en que el liberalismo de Colombia ha excomulgado a algunos de los suyos por desacatar ineptas determinaciones. El resultado ha sido en varias de ellas, opuesto a los deseos de los inquisidores. A quien sufrió el anatema se le glorifica luego.


Los romanos llevaban del capitolio a la roca Tarpeya, para desplomarlos, a quienes creían merecedores del castigo. Hoy de la roca Tarpeya se puede subir al capitolio. De ordinario ha sido difícil hacerles entender la razón a los partidos. A quien se sabe poner sobre las ambiciones, sobre las pasiones, sobre los conflictos, para predicar una unión de patriotas, tan necesaria en horas de amargura, se le vilipendia o se le deforma. Contra él van las saetas del odio o del ridículo.

El goce no lo hallan los partidos en el triunfo sino en la sumisión del adversario. Les es muy aplicable la anécdota del labriego que renuncia a la bendición del obispo para su sementera, prometedora de una buena cosecha, a cambio de que maldijera, para que la cosecha fuera mala, la sierra del vecino. Caro, Suárez, Vargas Vila, al pensar en Bogotá, hablaron de Envidiópolis. Triste concepto, en parte merecido, por una ciudad que se resarce con su infinita caridad y con la presentación de muchas figuras fundamentalmente nobles. Pero esa envidia, generadora de maldad y de rencor, no es exclusiva de Bogotá, ni de Colombia, ni de nuestros partidos.

Es la naturaleza humana, no la zona ni el clima, aun cuando el clima influya, lo perverso. Escenas de barbarie han presenciado Roma y París, Washington y Berlín, lo mismo que entre nosotros Montería y Capitanejo. Envidia hay en los dos mundos, y partidos tiránicos, y apaches del entendimiento, y agentes que gozan con el mal ajeno. La psicología de las multitudes, genialmente analizada por Le Bon, no fue escrita para nosotros. Lo fue para las multitudes. De idéntica manera, cuando se refiera a los partidos puede ser, con variantes de detalle, considerado como universal. Multitud aquí, multitud allá, partido aquí, partido allá, todo es uno y lo mismo.

Entre nosotros las pugnas de partido, con las treguas que para gloria del país ha impuesto la cordura en ocasiones diversas, han sido casi feroces. En el liberalismo, o mejor, en su historia, hay un pegajoso liquen que se llama las sociedades democráticas. Fue el régimen de la estupidez y del zurriago, contra las instrucciones del gobierno y contra la protesta de los grandes dirigentes, a quienes también hicieron víctimas de su sarcasmo o de su encono. Pecó con las persecuciones, pecó con las prisiones, pecó con las argucias y trampas electorales.


El conservatismo tiene un deber igualmente cargado. Ambos partidos tienen un haber de idealismo, de progreso, de amor a la república. Pero los conservadores han sido, acaso por la misma índole de sus doctrinas, mucho más absorbentes. "Los conservadores, decía don Fidel Cano, quieren gozar exclusivamente de cuanto puede dar la república: desde la ración burocrática hasta los honores póstumos". Ahora han aprendido que la transmisión tranquila del mando es no solo posible sino venturosa y que a las coaliciones pacíficas, lo mismo que a la bélica del 54 para acabar con una dictadura, no hay que tenerles miedo.
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lunes, 20 de mayo de 2013

¿POR QUÉ SOY LIBERAL? La libertad de pensamiento

Lo demás es ilusión. Podemos de consiguiente aceptar hasta la superstición, siempre que no vaya acompañada de proselitismo. La tendencia a la uniformidad, uno de los defectos de la democracia y una de las imposiciones de los credos positivos, es antiliberal . Lo grande, lo deseable, es el libre vuelo del espíritu, que no se opone a la aceptación de los dogmas, cuando los encuentra conforme con la razón, con la experiencia o con el instinto, pero que se trace tiránico cuando pretende que otros los acepten. La salvación es obra individual. La única excomunión vitanda es la de uno mismo. Pueden algunos pensar, y el pensamiento es respetable, que aquella salvación y esta excomunión no tienen trascendencia sin la intervención de los pontífices. j Allá ellos! Quien lleva al pontífice en el corazón se conduce como si obedeciera a órdenes tremendas, aunque nadie las dicta, porque tiene conciencia de que el "yo" excomulga y de que esa excomunión corta las alas del espíritu.

El libre pensador puede ser un hombre religioso. Lo es de hecho cuando está doblado de un sentimental. Así, por la costumbre de mirar al cielo, adquirida en la primera edad, continuara con ella "aunque lo sepa vacío". Así con la oración, "las plegarias del niño, que suele a veces olvidar el hombre", persistente en quien adquirió el pliegue que no deshace la vida. Cambiará la invocación, cambiará las palabras. El movimiento es el mismo. En el sufrimiento y en el goce hay necesidad de Dios, si el alma espera y si es agradecida. Ante la cuna del recién nacido, ante la muerte del hijo, los dos extremos de la humana felicidad y de la humana desventura, uno se sorprende, y yo me he sorprendido, de pronto, como si maquinalmente lo hiciera, diciendo una oración. Tengo un Cristo de marfil, una divina obra de arte, ante el cual vi muchas veces santiguarse a mi padre. Yo quiero ese Cristo, sin sacerdote, sin el horror de las frases que se les dicen a los agonizantes, sin la farsa de una absolución que nadie solicita en estado comatoso, para la hora de la muerte. En las horas de llanto, cuando la vida me ha herido llevándose al misterio a alguno de los míos, y en las horas de plenitud, cuando el hogar, que es mi paraíso, se ha embellecido con la llegada de un nuevo huésped diminuto, concreción del amor, poema de carne sonrosada, visita de Dios que me ha dejado tembloroso de agradecimiento, de ventura y de pasmo, yo he besado sin saber por qué los pies del Crucifijo.

Macaulay hizo la observación de que en algunos hombres muchas ideas que se excluyen viven superpuestas. No se han tomado el trabajo de confrontarlas, y ríen, cuando lo hacen, de esa carencia de lógica. Pero la vida no es lógica, ni el hombre tiene en todo tiempo necesidad de serlo. "Eres contradictorio, eres sincero", escribió Cherbuliez. Con silogismos puede llegarse a la demostración de que ideas enemigas no deben vivir juntas. Pero viven. El hecho es más poderoso que el razonamiento. Y por otra parte no hay obligación de someter la mente a una pauta de principios armónicos. No debe acercársele un ratón a un gato si se desea que ambos conserven la existencia. Sin embargo, ha habido sujetos curiosos y pacientes que han logrado establecer amistad duradera entre ejemplares de esas especies, que parecen destinadas por la naturaleza para que la una sea devorada por la otra. A un fumador le puede probar un médico que el cigarrillo le mine la salud. Y continúa fumando. Así con las ideas. La una puede ser el gato para el ratón que es la otra, puede ser el humo que intoxica. No importa. Siguen conviviendo, en la misma celda cerebral, sin destrozarse. Entre mil casos curiosos, cito el del doctor Francisco Eustaquio Álvarez, uno de nuestros mayores incrédulos , que, según lo reveló en un lindo artículo monseñor Carrasquilla, tenía, yo no diré que el culto, pero si el cariño de la Bordadita. ¿Capricho, debilidad, asociación de ideas con algo muy distante de la religión y de la devoción a la Virgen, pero dulce pare él? Quizá. Lo que apunto es el hecho.

De tantas divagaciones, de tantas citas que se me atropellan, en las que mezclo personas tan diversas, sin sujeción a tediosos preceptos normalianos, con saltos de un siglo a otro, de un país a otro, mezclados filósofos y novelistas, historiadores y poetas, gente ilustre y gente de aquí a la vuelta, como en una conversación, corriendo por donde quiere la pluma, por donde ordena la imaginación, que es caprichosa, y no gusta en mi del mismo paisaje ni del mismo tono, yo quiero sacar sencillamente el principio de la tolerancia respecto de todas las ideas y el deseo de respeto profundo por la Iglesia, que desempeña una labor social de la mayor trascendencia y es refugio para muchos dolores del espíritu que allá encuentran su bálsamo. Soy sensible a la belleza de sus ceremonias. No las frecuento, pero les se la poesía. Gusto del olor del incienso, del sonido del órgano, de las bellas imágenes. Cuando el matrimonio de algún amigo o la muerte de otro me llevan a un templo, repaso generalmente las horas de la infancia. Recuerdo con delicia las misas de gallo, las fiestas de semana santa, el canto de los villancicos. Y sin poderlo remediar me enternezco.

Para Marcel Proust las fiestas religiosas eran las únicas perfectas. Comprendo todo lo profundo que quiso decir, pero con cierta socarronería, agregó: eso depende. Me asalta un recuerdo que no quiero dejar ir. Entra aquí en danza el defecto que me gusta, el que me han criticado amigos muy queridos, de establecer una solución de continuidad en el tono y producir una desarmonía con un pequeño gracejo, fácilmente evitable, pero que en mí es deliberado, porque tengo terror a lo demasiado solemne, a lo trascendental y me gusta romperlo, para volver a ver al niño que fui y que no quiero dejar de ser, en algunas manifestaciones destinadas a quitarme importancia. Luis Cano me dio una vez una lección encantadora. Hablábamos gravemente de cualquier problema político y social. Yo filosofaba. De pronto, recordando a Renán, exclamé con timbre de voz medio triste y medio sentencioso: "',Que le puede importar todo esto a Sirio?"... Sonriendo alegremente, me interrumpió Luis Cano: ''¿Y Sirio que nos puede importar a nosotros?"... Ese era el aire. Yo soy enemigo nato del énfasis, del estiramiento, de la gravedad, del rostro de cartón, del dogmatismo. No he pensado dedicar mis obras al tiempo, como Esquilo. Escribo pare el die que pasa. Me parece suficiente dejar el recuerdo del tenor, del pájaro-mosca, o, si la auto-complacencia apura, de la flor: llegó, gustó, murió, o se marchitó. La tapa del ataúd es lo demás. Se inicia la dicha del olvido. Si la verdadera existencia, según Renán, es la que empieza en el corazón de los que nos amen, la prolongación viene a ser corta, porque esos que realmente nos aman ya se han muerto cincuenta o sesenta años después de ser polvo nosotros. . .

Pero el recuerdo alegre, acerca de la perfección que hallaba Proust en las fiestas religiosas, no debe escapárseme. Es algo que me refirió ese glorioso artista que lleva el cetro de la inteligencia en Colombia. Guillermo Valencia me contaba que en la suntuosa fiesta con que se conmemoró en la catedral de Lima el centenario de Ayacucho quedó él al lado del embajador de la China. Cuando había pasado una hora, el embajador volvió el rostro y le dijo al poeta en francés: "Muy interesante esto, pero yo no soy católico". Ocupó después el púlpito el orador sagrado. Cuando había pasado otra hora, volvió de nuevo el rostro el embajador y susurró: "Muy interesante esto, pero no hablo español".
Continuaron las venias de los padres, la elevación, el incensario, el órgano. Había pasado otra hora cuando el embajador volvió por tercera vez el rostro triste, boyacense, y dijo: "Muy interesante esto, pero yo no me he desayunado".

Así, con perdón de Proust y de los lectores de estas páginas, una fiesta religiosa no resulta perfecta.
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viernes, 17 de mayo de 2013

¿POR QUÉ SOY LIBERAL? La religión y el liberalismo

Por eso, por lo que nada hay cierto y mucho menos estable, es digna del más profundo acatamiento la fe. Representa la conquista de un hombre sobre su propia inquietud o es la vacuna preventiva contra desoladores contagios. Es el ancla que el navegante arroja cuando le teme al capricho del viento o de las aguas. En la fe se encuentra algo que sí tiene caracteres de absoluto para quien la posee. El error consiste en generalizar, en asegurar que la misma influencia ha de tener sobre otros individuos.

Ocurre con ello lo que con las drogas. Quien debió su curación a alguna, la recomienda, sin ser médico, a quien sufre de algo análogo a lo que él sufría. En el nuevo paciente puede producir el mismo efecto, pero puede no producirlo. Es cuestión de organismos. Lo que a unos cure a otros mate, según su constitución y sus lesiones, sus costumbres, su herencia, el funcionamiento de sus órganos.

Las mentes también funcionan de diferente manera, la sensibilidad es proteica, la capacidad es variable. Para unos es indispensable el encarnizado análisis de la vida, la meditacidn acerca del destino, la contemplación del universo, en la búsqueda afanosa de una pequeña verdad consoladora. Para otros eso mismo se alcanza nada más que con decirle sus cuitas a un confesor o con encender una vela ante la imagen de un santo. ¿Por qué combatir esto? Es pueril para quien no tiene la fe. Es santificante pare quien la tiene. La sociedad, en ambos casos, repito, no ha de tomar en cuenta sino la conducta.

Los mitos son necesarios y son inofensivos. Su refracción en algunas mentes puede ser defectuosa. En otros es nítida y de un multiplicado poder en la iluminación, hacia adentro y hacia afuera, es decir, en los pensamientos y en los actos. No hay necesidad de que uno sólo sea el mito, como no hay necesidad de que la religión sea una sola. En donde existen verdadera libertad y verdadera tolerancia, la multiplicación de religiones, como la multiplicación de partidos, síntomas son de preocupación, de investigación, de trabajo mental. A Lamennais, en su época de ultramontanismo, no le preocupaba como grave el error sino la indiferencia. "El siglo más enfermo no es el que se apasiona por el error sino el que descuida o desdeña la verdad". Dice mucho, en favor de un país, de una conciencia, el debate acerca de los grandes temas espirituales, por cuanto demuestra el interés que inspiran. En donde esos puntos no se tratan, la resultante es de materialismo vulgar, de desvinculación con aquello desconocido y presente a que el instinto nos ata. Es mucho mejor el error que sale con el calor de la verdad, con el deseo de serla, que la entrega del espíritu al desdén, en donde se suman y compendian las naturalezas sin fuego.

Es semejante el impulso que lleva a los unos a la capilla, a los otros a la mezquita, a los otros a la sinagoga. Elación del espíritu, comunión con el principio creador del universo, ansia de purificación, suplica del corazón, necesidad de equilibrio, de consuelo: el móvil es el mismo. Como es el mismo el lenguaje de las lágrimas, y el del dolor que se revela en convulsiones, en gravedad, en la palidez del que, herido mortalmente, sintió que iba perdiendo algo mejor que la sangre. O es el lenguaje del jubilo, de la acción de gracias, del ex-voto que se lleva pare atestiguar que una merced fue concedida, de la lámpara encendida por la fe y alimentada por ese aceite que lo suaviza todo y que mane de una fuente llamada la esperanza. ¿Qué importa entonces que la invocación sea a la Virgen, a Mahoma, a Buda o a Bachue? Uno mismo es el proceso en los devotos de los diversos credos, y nadie es responsable por la ignorancia de mitos y de ritos que en un pueblo cualquiera se estiman como únicos.

La necesidad de creer es tan tiránica que de la misma increencia resulta el fanatismo. El mito científico es una modalidad de esa actitud de la mente. Clemenceau, tan lúcido en sodas las consideraciones que hace en el libro, Au soir de la pensée, balance de sus ideas, sorprendente recopilación de datos, admirable demostración de la capacidad de comprender y del ansia de saber, de un hombre que a los ochenta años todavía le hacia guiños de don Juan, a la ciencia, falla, sin embargo, cuando ríe del sentimiento religioso y ridiculiza sus afirmaciones y sus símbolos. Más hacen reír los sustitutos. La verdad científica fuera la verdad, quizá podría aceptarse su imposición o el deseo de su aceptación como cuestión definitiva. Pero cambia. "Se necesita más fe, decía William Jennings Bryan en un famoso discurso, para aceptar las demostraciones científicas del materialismo que para cualquiera de las religiones que conozco".

No hay verdadero hombre de investigación y de laboratorio, no hay filósofo entregado a la meditación de las primeras causas, que no haya reconocido, en ciencia, la ley de evolución y el carácter provisional de sus afirmaciones. El verdadero spenceriano, es decir aquel en quien se transfundió el espíritu no el que aprendió las lecciones, pensaría hoy contra algunas de las enseñanzas de Spencer. Nietzsche consideró verdadero discípulo al que traiciona al maestro, no en el sentido moral, sino en el que representa el abandono de nociones que sucesivas teorías han hecho viejas. En nuestros días el joven Krishnamurti enseña la doctrina de la liberación, es decir el rompimiento de las cadenas representadas en la ética, en la tradición, en la creencia y en la increencia, de donde el ocultista Fernand Divoire concluye, interpretando con fidelidad el pensamiento del joven misterioso, que el mejor discípulo es el que se liberta de él también, es decir el que no sigue la linea mental de Krishnamurti.

¿En el frontón de cuantas ciencias no habrá de escribir el hombre veraz y reflexivo, en perpetual renovación y exploración, palabras como estas que encontré en el prólogo puesto por Gregorio Marañón en uno de sus libros capitales? "La verdad biológica es rara vez una verdad completa y estable, sino fragmentaria y provisional. Da casi siempre la impresión de un trozo del objeto enterrado, que el arqueólogo va extrayendo de la sierra". Lo mismo ha de ocurrir a los exploradores del alma. Es tanto lo que actualmente se investiga a este respecto y somos todos, como acres, tan mudables, que el porvenir no ha de tardar en hacer la división, que quería Proust, del análisis en psicología plana y psicología del espacio, para ahondar en el problema de por qué cada uno de nosotros no es siempre el mismo individuo, por qué a las intermitencias del corazón se agregan las fallas de la memoria y los misterios del universo subyacente que, como en el símil de Marañón, después de descubierto por el buzo va recorriendo el arqueólogo. Todos los días, para el hombre de estudio, han de ser de avance en el terreno de las adquisiciones. No hay detención jamás, es decir no hay verdad única. Lo que ayer fue cierto, hoy es error; lo que fue presentimiento, hoy es recuerdo.

Debemos sentir respeto por la verdad ajena. No importa que sea mentira a nuestros ojos o que este destinada a serlo. Mientras haga oficio de verdad pare quien la sostiene, verdad es, y así merece llamarse, aunque parezca tonta, aunque produzca risa. Otro día seremos nosotros el objeto de la risa. Lo que es odioso es el desprecio científico, simple incomprensión, o petulancia, de los que dicen sentir lástima por los que creen. ¡Cuánto más capacitados o más autorizados no han de sentirse estos, felices en la certidumbre, para compadecer a los que van en la escala vacilante en que pasamos de un error a otro error, según lo expresa Núñez! El mito de los incrédulos se acerca más al fetiche que el trozo de madera de colores, con tallados grotescos, en torno del cual danzan su zarabanda los indios... Pero las conquistas que trace y la manera como apaga el ideal o el sentimiento, en seres para quienes el corazón es apenas una válvula o un centro distribuidor de sangre, hace recordar la imprecación: "De esa ciencia, asesina de la oración y del canto y del arte y de toda la lira", que lanzó Verlaine en su famoso soneto al rey Luis de Baviera.

Se ha querido confundir en algunas partes al liberalismo con el jacobinismo. Es verdad que han dado pretexto para semejante abuso algunos de sus secuaces. El liberalismo que se convierte en toro, pare embestirle a la sotana, no es liberalismo. Debe aceptarse como permitida y conveniente la campaña de liberación del espíritu que tienda a arrebatarles presas a los sacerdotes. Pero yo entiendo que la labor ha de ser doctrinaria, calmada, sin ataque a las personas, mientras no den motivo justificable pare ello, capaz el buen criterio de reconocer las excelencias de algunas y listo a inclinarse ante la santidad del ideal que predican. Los verdaderos liberales fuimos lujosamente representados por Rodó en la polémica que tuvo con el doctor Pedro Díaz, para protestar contra la supresión del crucifijo en las escuelas, y debemos hacer propias estas nobles palabras:

"El libre pensamiento, tal como yo lo considero y lo practico, es, en su más intima esencia, la tolerancia, y la tolerancia fecunda no ha de ser sólo pasiva sino activa también; no ha de ser sólo actitud apática, consentimiento desdeñoso, fría lenidad, sino cambio de estímulos y de enseñanzas , relaciones de amor, poder de simpatía que penetre en los abismos de la conciencia ajena con la intuición de que nunca será capaz el corazón indiferente"

El anticlerical, es decir el que odia a los ministros de determinado credo, no puede ser liberal. Es un hombre sin amplitud, limitado por la aberración que hace ver en quien ataca a los clérigos a un ser emancipado. Es más explicable, más justificable, el fanatismo clerical, porque hunde sus raíces en sentimientos y aspiraciones de que este carece. El primero tiene una idea equivocada de Dios, pero la tiene. Basado en una teoría especial sobre la vida eterna, creyente en la condenación de las almas, impresionado con la maldad que supone a los que niegan lo que él afirma y a él lo tranquiliza, no puede ver en estos sino réprobos. El libre pensador que corresponde con aversión y con persecución, es el mismo fanático, pero ya sin excusa. Siente un odio más feo y esta más sujeto al dogma, a un dogma sin moral, sin más allá, sin alegría, que el hombre a quien combate.

Una cosa es atacar al clero en sus actos y otra es condenarlo en su misión. El libre pensador no les reconoce a sus miembros el carácter sagrado sino en un sentido humano, de bienestar social, de admiración por la virtud, de respeto por la bella labor que desarrollan. Uno de los espectáculos mas nobles de la sierra es un sacerdote sencillo, benévolo, lleno de unción, iluminado por la luz de lo alto. En la ficción tenemos a monseñor Bienvenido de Víctor Hugo, al abate Constantino de Hallevy, a ciento más. En la realidad de Colombia, entre muchos, porque a ese respecto el país ha rodado con fortuna, baste citar al padre Almanza. Ante ellos se rinde el corazón. Hay ocasiones en que su misma ingenuidad hace llenar de pasmo la inteligencia. El que nada les reconoce, por aversión al hábito que llevan, es un jacobino. De esa clase era el benemérito general Quintero Calderón, quien me decía: "El mejor cura es el peor porque le da influencia a la casta". Y a él le cupo en suerte, por uno de tantos contrasentidos de la vida, estar siempre, sin creencias positivas, del lado de la Iglesia.

Es fácil y útil atacar a cuantos, contrariando su misión, se convierten en elementos de escándalo. Lo han dado muchos de los nuestros. Quizá no hay un colombiano que se haya enfrentado al clero con mayor decisión y con mayor frecuencia que el autor de estas líneas. No estoy arrepentido. He sabido distinguir al sacerdote que es apóstol de paz, del hipócrita que busca causar daño y del ser intrigante o iracundo que lleva bajo la sotana la espada del caudillo. Aun en estos mismos he sabido distinguir las luces de las sombras.

El que un día ha merecido mi condenación por actividades malsanas de político, otro día me ha arrancado una alabanza. Contemplaba otra faz: la del hombre de progreso, o de caridad, o de patriotismo encendido. Nadie hay perfecto, pero nadie hay completamente malo. Condenarlo en su totalidad es indicio de ofuscación, comprobante de un espíritu limitado o chiquito.

Yo no he podido con las persecuciones. Se que gobiernos llamados liberales, de todos los tiempos y de todos los países, han despojado a los sacerdotes de sus bienes , los han desterrado , los han reducido a prisión, los han condenado a muerte. Todo es o es antiliberal, por lo mismo que es infame. Así el destierro del arzobispo Mosquera. No hubo principio liberal que no se violara con ese castigo injusto, aunque infligido por hombres llamados liberales. Y la pugna de Méjico, para hablar de algo reciente, avergüenza no solamente al que se titula o considera gobierno liberal de esa nación sino a la especie humana.

¿Cómo no sentir indignación ante el atropello, para no contemplar sino el aspecto más odioso, por menos necesario dentro de los fines de la persecución, de que fueron víctimas las escuelas en aquel país, cuando se las obligó a esconder o destruir las imágenes? Es el mismo problema que hizo levantar la voz poderosa de Rodó en el Uruguay, cuando fanáticos que usurpaban el nombre liberal quisieron desterrar a Cristo de los salones de clase. ¿Qué figura más pura, más inspiradora, abstracción hecha de toda consideración religiosa, puede ofrecerse a la admiración de los niños? ¿Será Sócrates, será Platón, será Buda? La historia puede repasarse. No ha dado la humanidad, ni volverá a darlo, nada más atractivo. Es toda la virtud, la conocida y la imaginada, hecha came. Es la fuente de aguas vivas en que no solamente los cristianos sino todos los seres de la sierra, de cualquier religión, de cualquier raza, podrán calmar la sed, con la seguridad, ofrecida a la samaritana, de no volverla a sentir nunca. "El alma humana es naturalmente cristiana", dijo Tertuliano. ¡Y es esa luz, es ese manantial, es ese abrigo, los que se les querían quitar a las escuelas!

El propósito acaso no fue sino el de herir, en el propio corazón, a las gentes adversarias. Fue también el de probarles el imperio de la autoridad, de una ruin autoridad, el de ejercer un caprichoso dominio.

Pero así como es irrazonable considerar cristiano al que profesionalmente robe, calumnia y asesina, lo es denominar liberal al que, con tan absoluto desconocimiento de los derechos individuales, hostiliza y persigue. La Inquisición es una de las más crueles demostraciones que haya dado el hombre de su incapacidad de comprender, de su dificultad de sentir, de su voluntad de mandar.

Pero la Inquisición tiene excusa. Originada en una aberración, convencida de la imperiosa necesidad de la fe, quería imponerla. Dejó de lado las inspiraciones políticas. Pero el liberalismo perseguidor es un contrasentido. Es un cuadrado redondo. Es un triángulo que tiene los lados paralelos. La culpa no es suya, sin embargo. La filosofía liberal condena los desmanes. Los que se cometen, culpa son del hombre, no de los principios. Hay que ser justos, para librarlo del cargo. ¿A quién se le ha ocurrido que tiene algo que ver la Inquisición con Jesucristo?. . . ¿Y quién no repite a trechos con el gran poeta: "Culpas fueron del tiempo y no de España"?.

En el fenómeno, ya mucho más complejo, de las relaciones con la Iglesia, que no se reduce al respeto por la independencia mental, sino que contempla una multitud de problemas de más variado orden es mucho más visible la disparidad de criterios. Para Faguet, en este preciso punto se halla la piedra de toque del liberalismo. No es verdadero liberal sino el que acepta y proclama la separación absoluta del Estado y de la Iglesia. Por razones contrarias, pero que confluyen al mismo punto, el jesuita Mateo Liberatore decía en un libro viejo:

"El santo y seña, como si dijéramos, del liberalismo de nuestros días (1875), es la emancipación del Estado de la autoridad de la Iglesia".

Claro, aunque la Iglesia se oponga, porque su autoridad debe ser espiritual y no política. La fórmula de Montalembert, que Cavour hizo popular en Italia y en el mundo, "la Iglesia libre en el Estado libre", es la única que da satisfacción a cuantos reconocen el derecho de la creencia, el derecho al error, esencia misma de la libertad, y anhelan, con título igual al que conceder, ser respetados en sus ideas y en sus prácticas.

A los liberales de Colombia que libertaron a la Iglesia del régimen del patronato, heredado de la colonia española, se les ha tildado de ilusos y de candorosos. Muchas escenas deplorables de los tiempos recientes se hubieran evitado con la sujeción de la Iglesia a un Estado que, respetando lo espiritual, tuviera a sueldo a los ministros del culto y pudiera disponer de la influencia de que estos gozan entre las multitudes. Eso es verdad. También lo es que sucesos de mayor monta y tristeza han podido presentarse bajo ese mismo yugo. No hay duda de que desde el punto de vista político es mejor el patronato. Pero ese no es el punto. Aquí recuerdo al sujeto que exclamaba: "El mejor gobierno es el de la tiranía, siendo uno amigo del tirano".

No se trata, empero, de un oportunismo acomodaticio y fugaz, sino de una doctrina, a la cual no comprometan las veleidades humanas. El patronato de hoy, excelente para el liberalismo, habría sido funesto ayer con el conservatismo, y volvería a serlo después si este partido llegara a recobrar el mando. Hablo como hablaría un político, o sea un oportunista. Habría que hacer una doctrina para cada caso. Y eso es lo inadmisible.

Puente entre las dos doctrinas, régimen de acomodo, como un tratado de comercio entre el libre cambio y el proteccionismo, resulta el concordato. En él pueden conciliarse las opuestas tendencias, de caucho como es pare que, según los tiempos, se hagan las reformas. Garantizada toda la libertad que la Iglesia debe tener para su misión evangélica y docente, deben reconocérsele a las otras religiones y a las otras tendencias, aun las irreligiosas, sus naturales fueros, para una propaganda dirigida a la razón, que no ha de provocar choques en sociedades bien organizadas. El régimen de la libertad bien entendida debe ser el anhelado por cuantos tengan convicciones arraigadas y la honda persuasión de que sus doctrinas resistirán la comparación con todas las que se les enfrenten. Mientras no haya esa seguridad, es humano que la Iglesia no quiera andar sin muletas. Lo esencial es que no aspire a dar golpes con ellas como suelen darlos los señores obispos con el báculo.

Hay que dejar en libertad al corazón para que se entienda con Dios como a bien tenga. No siempre los grandes caracteres y los grandes espíritus se encuentran en las religiones . Los hay, y del mayor fulgor, pero también se pueden hallar en otras partes. "No hay hombre más religioso, escribió Faguet, que el hombre sin religión apasionado de la moral". No hay hombre tan moral como el que, a semejanza de Guyau, la concibe sin obligación ni sanción. Pero no se pueden establecer reglas universales sacadas de un ejemplo. Son innumerables las gentes que necesitan de freno y de andaderas. Esta bien que los consigan. Lo que se pide es que no traten de imponerlos a quienes no los solicitan. Lo mismo con los ritos, lo mismo con los sacramentos. ¡Obsérvenlos y frecuéntenlos cuantos en ellos hallen dulzura, consuelo, diques morales, y una explicación de la vida, cuyo encanto, y cuya angustia también, por extraña paradoja, se hallan en la ignorancia de su objeto! ¡Pero no se vilipendie ni reprima a quien penetra en lo desconocido sin esa lámpara y sin esa brújula! A lo sumo puede ser para los creyentes un objeto de lástima.

Hay un misticismo embrujador al margen de las religiones. Puede ser una síntesis de todas ellas o simplemente impregnación de alguna. Pero está fuera de las reglas que los místicos reconocidos siguen para sus vuelos fantásticos. Cada cual puede hallar las llaves del castillo interior y cada cual, en una ofrenda cabal de su espíritu al Creador, puede llegar al éxtasis y al arrobamiento.

Es imprescindible, en quien tiene cierta preparación mental y no ha encontrado en la vida la absorción de una de esas ciencias que se convierten en investigación, en profesión y en culto, inquietarse por el universo. ¿De dónde venimos y a dónde vamos? es pregunta que algunos se formulan con afán, hasta llegar al susto de Pascal, aterrado con el silencio de los espacios infinitos. ¡Sombrero a tierra ante todos los aquejados con la idea del más allá, sea cual fuere la conclusión que propongan o a que lleguen, porque todos son espíritus superiores, que aun en el caso de haber tomado muy de veras el vivir, como decía Gracián y de haberse enfrentado al destino como gladiadores dispuestos a parar todos los golpes, lleven en el semblante la melancólica distinción que da el frecuente contacto con las sombras!

Nos movemos todos en la oscuridad, aun cuando los creyentes proyectan sobre el camino la luz que llevan dentro. Nada sabemos y nada sabremos de la esencia de las cosas, de nuestra terrena misión, simple relámpago entre dos eternidades, del alma que aspire a conservar su individualidad una vez salida de la cárcel del cuerpo. Creen algunos en la revelación. Otros se entregan al espiritismo.

El absurdo nos rodea, y sobre semejante nube levantamos nuestras construcciones. Jactanciosamente pensamos que aprisionamos a Dios en nuestra lógica. El Moisés del Talmud, no el de la Biblia, expresó el temor de que las aguas no se abrieran, para el paso de su pueblo en el Mar Rojo, por ser algo contrario a lo observado desde el amanecer de la vida. Y Dios le dijo: ''Sabes tú si no hice desde el principio del mundo un pacto con el mar para que hoy te diera paso? ¿Piensas que la creación ha terminado y que el hombre, si yo lo consiento, no podrá cambiarle nada ? Uno de mis profetas detendrá el sol, al que he ordenado girar; otro detendrá la lluvia, a la que he ordenado caer; otro detendrá la muerte, a la que he ordenado matar". Lo que llamamos milagro resulta así posible. Dios no deroga sus leyes, sino las que el hombre, pretensiosamente, cree haber descubierto como tales. De nuevo nos perdemos en el caos.

Por eso dijo Maeterlinck: "Debemos adquirir poco a poco la costumbre de no comprender nada". Quien llegue a la sabiduría de la perfecta ignorancia es sin duda alguna el metafísico perfecto.
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miércoles, 15 de mayo de 2013

¿POR QUÉ SOY LIBERAL? Libre exámen y tolerancia

Liberalismo es libre examen. Todo, absolutamente todo, es respetable, como obedezca a una convicción, sea producto de una sinceridad, indique un raciocinio.

Hasta lo perverso hay que estudiarlo, no pare justificarlo sino para explicarlo, para comprenderlo. El delincuente mental, el delincuente de obras, pueden solamente ser dos desgraciados. Hay tantas cosas que escapan a la humana penetración, ha sido tan diferente la formación de los diversos individuos, concurren tantos motivos de insospechada índole en la acción, que ante Dios, que si conoce todo, no debe haber responsables. No me hablen a mí de libre albedrio sino en el sentido muy restringido, muy relativo, en que podemos entenderlo los hombres.

El determinismo preside la marcha de los átomos. Y desde la amiba hasta la nebulosa, todos obedecemos a leyes que no hemos formulado. El tenebroso criminal a quien maldecimos fue un hombre tarado, que desde el nacimiento estaba pagando ajenas culpas, que en su formación no encontró ejemplos, ni en su camino una mano que lo guiara, ni el desbordamiento de su instinto el cauce que hubiera llevado esa energía hacia fines de común provecho. Eso no lo sabemos, o lo sabemos vagamente, o apenas lo adivinamos en cada uno de los caves que se van sucediendo. Es odioso el concepto de que la ley no tiene corazón y de que el magistrado que le presta el suyo prevarica. Prevarica más bien el que no ahonda en la psiquis del individuo a quien juzga, y lo condena por ceñirse a normas de derecho que nada tienen de definitivo. El juez Magnaud, por instinto genial, antes de perder la cabeza exagerando el principio, aplicó a sus juicios el corazón, que era la mejor manera de aplicar la inteligencia. Y dejó un ejemplo luminoso a los jueces. Pensemos siempre en que todo lo que no sabemos lo sabe Dios, y que Dios, para ser justicia, tiene que ser misericordia. De no ser misericordia, la creación seria una especie de borrachera y de vértigo.

Dentro de la creación, aceptando que la sociedad tiene pleno derecho, por lo menos el derecho biológico de defenderse para aislar a los elementos nocivos, debemos tratar de indagar, cuantos tenemos sentimientos liberales, los móviles humanos. Todo debe tener explicación. Todo es discutible. Pascal decía que los hombres no razonaban defectuosamente. Las equivocaciones provenían, en su concepto, de la voluntaria o de la involuntaria restricción del campo visual. "Cuando se quiera discutir con utilidad y mostrar a otro que se engaña, debe observarse por que lado contempla él el asunto, porque ordinariamente por ese lado es cierto". Mucho se les quitaría a la ardentía de las luchas y al borbotar de las pasiones si siempre se quisiera observar tan sencillo y tan extraordinario precepto. Entre nosotros, el doctor José Ignacio Escobar, en ocasión solemne, hablaba de este modo: "Si tuviéramos presente que somos falibles o que pueden ser erróneas nuestras opiniones, no coronaríamos de espinas a los que las ponen en duda y las discuten; seríamos indulgentes con los que en busca de más luz penetran osadamente en lo desconocido; no olvidaríamos que no se mejora sin innovar, ni se innova sin atacar más o menos lo existente".

Ahí están esbozados los derechos de la duda. "Si amásemos de veras la verdad , respetaríamos a su madre que es la duda", agregó el pensador colombiano, cuyo criterio, vasto como una catedral, y como esta llena de sonoridades, reivindicó el derecho al error. "El error también es útil: él tiene su destino en la economía mental como lo tienen los volcanes en la economía terrestre". El error puede ser la verdad que anda a tientas, puede ser la oruga que busca ser mariposa.

Mientras no sea deliberado, es acreedor al respeto. ¿Quién puede garantizar que la paradoja de hoy no será el prejuicio de mañana, y que el principio rechazado por perjudicial no ha de ser provechoso en otra parte ?

Pascal sigue siendo el maestro. Hay que oírlo muchas veces: "Casi nada, exclama, se ve de justo o de injusto que no cambie de calidad cuando cambia de clima. Tres grados de elevación del polo derriban toda la jurisprudencia. Un meridiano decide toda la verdad. Las leyes fundamentales cambian. El derecho tiene sus épocas. Divertida justicia la que un río o una montaña limitan! Verdades de este lado de los Pirineos, errores del otro lado". Otro argumento para el determinismo.

Liberalismo debe ser adaptación, debe ser concesión a la verdad que haya en la opinión ajena. Mientras más inteligente sea un hombre, mayor será su facilidad pare distinguir los matices. Mientras más noble sea, mayor también será su disposición a tolerarlos. Hay quienes sufren de daltonismo mental, pero son probos en la declaración de lo que ven, de donde se infiere la necesidad, no de negar, presentando como verdad lo contrario, sino de examinar el órgano. Nada más digno de aceptación expresa que el relativismo, dentro del cual caben todas las ideas o todos los movimientos, lanzadera del error a la verdad, de la verdad al error, que va dejando su hilo en la trama de la duda. 

Cumplido el fin social, el individuo no debe darle cuenta a la sociedad de sus creencias. Lógicas o ilógicas, suyas son, para su reposo o para su inquietud. Al grupo social, como grupo, no debe interesarle sino cuando se transforman en actos. La vigilancia no es para ejercerla sobre el pensamiento. Lo que la sociedad observa es la conducta.

Si esa conducta es inspirada en una doctrina o en la otra, el problema puede interesar a la psicología pero no a la política. Desde el punto de vista social han de ser nobles todos los principios que determinan el florecimiento del buen ciudadano. Ese buen ciudadano sale aquí del catolicismo, del conservatismo, del liberalismo, del libre pensamiento. Más allá, del protestantismo, del budismo, del mahometismo, del laborismo, del comunismo, de lo que a bien tenga, de lo que en las diversas meníngeas haya impreso la vida.

Lo interesante es que acomode sus actos a normas que no entorpezcan al fin social y que respete las que al mismo resultado han conducido a otros acres, venidos de contrarios campos o alimentados ideológicamente con diferentes raíces. Nadie puede erguirse como poseedor de una verdad definitiva, absoluta, igual para todos. De intentarlo, seria un obcecado, un enfermo, un farsante. Todo es cierto para quien así lo considera o en ello encuentra motivos de acción sana. Puede no serlo en el mismo sentido o con igual intensidad para el vecino. Es absurda pretensión la de hacer del vecino un secuaz. Basta el llamamiento a su razón, si equivocado se le considera, pero es vil dirigirse a su interés, y cobarde aprovechar su miedo.

Spencer asegura en Los primeros principios que hay un alma de bondad en las cosas malas y alma de verdad en las falsas. Nadie debe olvidarlo. Por eso es tan digno de veneración lo sincero. En todo lo sincero, que por serlo es respetable, hay una verdad, grande o pequeña, que merece el esfuerzo de pulirla. Se impone como deber de inteligencia y como necesidad de vida una gran tolerancia. Es la virtud de mayor dificultad y la más condenada en el planeta por todos los que venden específicos. 

Esos furibundos afirmativos imaginan al hombre tolerante como un ser desprovisto de amor por las ideas, sin valor, sin capacidad pare la lucha, especie de organismos de algodón, sobre el cual pueden repetirse los golpes, o líquido que toma la forma de los diversos vasos en donde se vierte. Nada más aberrante. Es precisamente el amor a las ideas el que determina esa noble actitud de expectativa. Son el conocimiento más profundo del corazón humano y la experiencia más honda de la vida, el más dilatado estudio de las acciones y de las reacciones y la más amplia visión del panorama, los que determinan, no el eclecticismo, no la indiferencia, sino la simpatía, para todas las manifestaciones del espíritu, lo mismo en política que en religión, en arte que en literatura. 

Toda forma nueva produce sobre la vieja noción el mismo efecto del limón sobre la osta viva. Trátese de un estadista, de un critico, de un poeta, de un pintor, de un sacerdote, en todos los vastos dominios del arte y de la ciencia, es frecuente la actitud de reserva, la anticipada prevención contra lo que llega a alterar las normas establecidas, los que vanamente se tenían por principios absolutos. Lo absoluto no existe ni en las matemáticas.

Provisionalmente se puede aceptar lo que estas dicen como definitivo. Pero no ha de faltar el revolucionario que de pronto aparezca con una teoría que deje bamboleando las construcciones más sólidas. Cuando empieza a hablarse del peso de la luz, del universo curvo, de las distancias interestelares entre los átomos que componen las células, de mil cosas más, ininteligibles para el común de las gentes, rectificación a lo de ayer, mientras llega para las nuevas teorías la rectificación de mañana, no es cobarde sino prudente la espera, o por lo menos el desapasionamiento.

En alguno de sus libros, León Daudet, que es un médico, además de un polemista y de un escritor jugoso y caudaloso, habla de la inteligencia de los microbios, en quienes supone una estudiada asociación defensiva contra los sueros que los acaban, como explicación del fracaso de algunas inyecciones. Sera mañana la derrota de Pasteur como los biólogos de la actualidad están derrotando a Darwin. Se creía verdad científica la que proclamaba la unidad de la especie, y mil conferencistas, esparcidos por todo el orbe, probaban la transformación, en desarrollo de una ley de evolución cuyos principios básicos parecían intocables.

Actualmente se están desmoronando. "Todo, agregó el mismo Daudet, se afirma y se niega alternativamente en medicina". ¿Cómo no ha de suceder lo mismo, y con mayor razón, en las teorías educativas, en el drama, en la pintura, en la métrica, en todo lo que se dirige a los sentidos, en todo lo que impresiona a la mente, en todo lo que halaga al corazón, si los tiempos van trayendo nuevas maneras de sentir, si el oído y la visión se modifican, si la construcción ética se resquebraja, si determinados principios de estética sucumben, si algunos dogmas de la religión ya no responden a un intenso afán de comprensión o a una necesidad imperiosa de consuelo?

"Los arboles, el sol, el cielo, escribió Marcel Proust-serían diferentes de lo que los vemos si fueran conocidos por individuos que tuvieran los ojos distintos de los nuestros". ¿Cómo los verán en Marte?

Pero ni la idea de otro planeta es necesaria. El cubismo trajo una nueva concepción a la pintura. Dentro de las exageraciones de escuela y en la alegría que cause desconcertar al burgués, con el ataque a su sentido común, siempre ha quedado de aquel, en las artes decorativas, un elemento apreciable.

Algo quedó del decadentismo, del simbolismo. Algo quedara del suprarrealismo, del unanimismo, de la poesía sin rima y sin ritmo, de las imágenes audaces, de la sinestesia, de los juegos malabares de la inteligencia, en literatura, en música, en política, en economía, en religión en todo lo expresable con palabras y con signos, con sonidos y colores, con palabras y fórmulas, porque todo, aún dentro de la teoría del eterno retorno, es cambiante y fugitivo.

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lunes, 13 de mayo de 2013

¿POR QUÉ SOY LIBERAL? Las ideas de patria y propiedad y el liberalismo

En la marcha hacia esa redención muchos conceptos tendrán que modificarse. La propiedad, entre otros. No cambiara el vaso, pero si el contenido. Indispensable para el progreso común y para el cabal desarrollo del individuo, que sin ese sentido caería en la inacción, a menos que lo hiciera trabajar el látigo, la propiedad será eterna, pero irá sufriendo modificaciones que la adapten a las necesidades del mundo. El ideal seria la supresión del mío y el tuyo, sin que por ello se entorpeciera el desarrollo de los pueblos ni el funcionamiento de la máquina económica. Impuesto, será la infamia del despojo, la violación de un derecho sacrosanto, ganado con el sudor y con la mente. Consentido, seria el síntoma de una humanidad superior, de alma radiante, descendida de uno de los más altos pianos astrales de que hablan los espiritistas. ¿Llegaremos a ella? Quizá. Como podemos llegar a tener alas también, o a transportarnos de un sitio a otro sin otro esfuerzo que el pensamiento. Pero mientras la hora llega, no es del todo inconveniente que el Estado garantice a los ciudadanos el derecho de propiedad, en ejercicio de una de sus funciones primordiales.

Mientras la humanidad no mejore existirán cortapisas. Doy otro ejemplo: el amor. Día llegara en que se acepte la moral de la unión libre. Lo que constituye la santidad del matrimonio, y debe hacer indisoluble el vínculo, no es la epístola de San Pablo ni la bendición del sacerdote sino la unión del afecto. Sin amor, ha podido pasarse por el juzgado, por la notaria y por la iglesia, sin que el matrimonio dejara de ser otra cosa que un concubinato legalizado, más inmoral que el concubinato puro y simple, porque a este ha podido santificarlo un sentimiento superior al deseo. Lo esencial es la atracción, el juramento íntimo que se hicieron dos seres para acompañarse en la vida, para formar un hogar, para sentir en el espectáculo de los hijos el goce supremo de la creación, la sensación de plenitud que se apodera de cuantos saben que Dios habla en el corazón y en el mismo corazón castiga o recompense. Lo demás fue solo fórmula, acatamiento de los usos sociales, venia a la tradición, sin otra importancia pare el filósofo que la que tiene el vestido blanco de la desposada o la alegre reunión que se acostumbra después de la ceremonia. El sacramento esta en el sentimiento. Los matrimonios sin amor son venta, son prostituciones, son desgracias, son crímenes. Dios no los bendice aunque los hayan bendecido el alma, el rabino, el juez, el pastor o el sacerdote. La sociedad, con todo, se page de lo externo. Y así continuará hasta cuando la naturaleza humana haya evolucionado hacia mejores concepciones éticas.

Puede aceptarse también que es hombre más libre, más moral, más obediente al destino para el que fue creado, aquel que se siente ciudadano del orbe y considera una aberración las fronteras. Pero en el estado actual de mundo, desgraciado aquel cuya nación profesó el principio del amor igual pare todas las naciones, que destinada está a ser absorbida, y en el estado actual del alma, desgraciado del que no sienta la emoción de la bandera! Tan arraigados nos sentimos al lugar donde nacimos; tan completa fue la impregnación de sus paisajes, de su tradición, de sus instintos; tan profundamente se grabaron en la mente y en el corazón los ideales y hazañas de los muertos; fue tan perfecta la modelación de la sensibilidad; tan enaltecedores parecen los esfuerzos por el bien de cuantos nos rodean, y tan atractivas y luminosas se ven las realizaciones del porvenir, nebulosas que nos invitan a ayudarles en la condensación, que parece incomprensible el hombre que no sienta un sagrado temblor ante la patria.

La patria es adorable, es digna de todos los sacrificios y de todos los desvelos, del tesón por defenderla y por servirla, convertido en religión, hecho culto de cuanto la enaltece. Han buscado el monopolio del amor hacia ellos los místicos de la tradición, que hacen una extraña amalgama de las ideas políticas y de los sentimientos. En los últimos no cabe la exclusión ni aún de los mismos que aceptan la patria internacional, la patria universal, que es la de Cristo, porque algo superior al pensamiento propaga con rapidez, en terreno tan fácil, sus raíces. Es acaso Jaurés, considerado como enemigo del ideal de patria, quien puso en la definición de la patria el acento más hondo, al hablar, en frase incomparable, en que citaba los motivos de adhesión a la sierra, de "la inmovilidad de los sepulcros y del vaivén de las cunas". Todo el ayer, en que domina el arrullo de la madre, todo el mañana, en que alumbra la promesa del hijo, están en esa síntesis de los motivos caudalosos que, como "ríos de alboroto o de silencio", nos llevan al mar de la patria. "El patriotismo, decía un pensador, es todavía la mejor de las instituciones militares".

En todas las actividades, en todas las ideas, ha de influir la adhesión a la sierra. Tendrán que ser diferentes las doctrinas y los actos de quien la sienta con ardor y los de quien la sienta con frialdad. En la prensa, en la tribuna, en la cátedra, en el parlamento, en la oficina, en el negocio, serán distintos y a veces antagónicos el lenguaje o la actitud de cuantos se hallen en el uno o en el otro extremo. Es inconfundible el acento del que habla con un amor, con un dolor, con un temor, de patria. Pero una cosa es el sentimiento y otra la comprensión. Del propio modo que cualquiera es capaz de suspicacias, de calumnias, de insultos, de deseos, lúdicos u homicidas, a que sin embargo no da expresión, por aseo mental, por cultura, fácil es de comprender cómo puede ser irresponsable el individuo que no siente la atracción de la patria, y más allá, sencillo es concebir cómo una humanidad superior podrá extender el concepto de patria a todo el mundo, y hasta podrá abolir los tribunales, las cárceles, los ejércitos y los gobiernos.

No hay que ser feroces en el juzgamiento de los demás. Hay que oírlos. Hay que tratar de comprenderlos. Pero cómo es digno de compasión el que no siente el amor de la patria, porque ignore una de las emociones más hondas y más dulces de cuantas se pueden sentir en el planeta!
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viernes, 10 de mayo de 2013

¿POR QUÉ SOY LIBERAL? La intervención del Estado y el liberalismo

No es verdad que el liberalismo intervencionista sea un contrasentido, como tampoco lo es el conservatismo anticlerical, según el país, según la hora. En una polémica, que es uno de mis mejores recuerdos periodísticos, sostuve la tesis del intervencionismo, como eminentemente liberal, en pugna con uno de los hombres de mayor calibre mental que haya dado el país: el doctor Eastman. En los artículos que escribí, y que junto con las respuestas del ilustre contendor reuní en un volumen con el nombre de Ideas liberales, creí haber dejado demostrado que dentro del concepto de seguridad, único que aquel aceptaba, cabe todo el intervencionismo. Es muy sencillo llegar a la misma conclusión con el concepto de libertad, que es el arco toral y la cúpula del liberalismo.

Hay que defender al individuo contra la asociación de individuos. Hay que proteger a la sociedad contra el abuso a que llega la libertad sin control, ejercida por sujetos que no la entienden sino en su beneficio. Hay que garantizar a cuantos viven contra el peligro de adulteraciones, falsificaciones, incompetencias y audacias que creen ampararse en la libertad y sólo son despotismos disfrazados. Hoy nadie puede ser amo absoluto de su taller, de su almacén o de su hacienda. El Estado vela y debe velar porque los derechos de los individuos subalternos sean reconocidos y amparados.

El ideal de Spencer: "el mínimum de gobierno y el máximum de libertad" sigue siendo el ideal en cuanto signifique el progreso del hombre, que haga innecesarios la vigilancia superior y su consejo. Pero no lo es ya, frente a la realidad que día por día se trace más compleja, cuando el poder del oro tiende a superar al de la colectividad, y el hombre malo puede ser el sujeto todopoderoso, a condición de que sea rico.

Para garantizar la libertad, el Estado debe poner condiciones. Así se reglamenta la inmigración, se exigen certificados de idoneidad para el ejercicio de las profesiones, se impone el descanso dominical, se dan reglas para los talleres, se establecen medidas pare asegurar el alimento puro, se prohíben determinados comercios, se prescriben normas obligatorias de higiene. Las atribuciones del Estado han ido creciendo en defensa del progreso del Estado, de su misma integridad, pare hacer frente, como una sola unidad política, económica y social, a otras unidades, es decir a otras naciones, que sin esa voluntaria determinación podrían desalojarlo o absorberlo.

Mil cosas podrían decirse en materia de educación, de cultivos, de transportes, de aranceles, de concesiones, de bancos, de sociedades de toda índole, para probar que en múltiples casos la libertad no se sacrifica sino se robustece con la intervención del Estado.

Ya está dicho que el sistema de absoluta libre competencia de Ricardo era la apoteosis del egoísmo y llevaba a la revolución social. Hoy se conviene en que la verdadera teoría económica debe edificarse sobre un análisis correcto de la naturaleza humana. Así como se viene clamando por una nueva teoría de los salarios, como indispensable en interés de la justicia y del orden, debe ponerse énfasis en el principio de que la moral debe vigilar todo el proceso económico. Es noción moderna la de la unión estrecha de la psicología con la economía.

El homo æconomicus, tal como lo recordaba yo en la tesis sobre el papel moneda que presente en la Escuela Libre de Ciencias Políticas de París para ganar un diploma, es una concepción irreal, y de esa suerte queda minado por la base todo lo que se funde sobre abstracciones, sobre ciencia pura, sin el permanente recuerdo del hombre como compuesto de necesidades, de impulsos, de caprichos, de aspiraciones, en una palabra, de materia y de alma. Vuelve ahí a prestar servicio, en la conciencia del estadista y del sociólogo, el principio de la fraternidad, que se halla en Cristo.

Por eso tenia razón Valle Inclán cuando en su Romance de lobos ponía esta exclamación en labios de uno de los personajes: "La redención de los humildes hemos de hacerla los que nacimos con ímpetus de señores cuando se haga la luz en nuestras conciencias. Pobres miserables, almas resignadas, hijos de esclavos, los señores os salvaremos cuando nos hagamos cristianos".
Fuente http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/politica/pensa/pensa30.htm

miércoles, 8 de mayo de 2013

¿POR QUÉ SOY LIBERAL? Individualismo y cooperación

La autoridad defiende al individuo y se defiende contra el individuo. Defiende a la sociedad, mejor dicho, el deseo de expresión individual, de creación, es el mayor factor de progreso en todas las naciones. Como lo dijo el presidente Hoover, no deben ponérseles barreras a los impulsos fundamentales del hombre. Pero hay que seguir con cuidado la marcha de esos impulsos. Del propio modo que la ausencia de gobierno es un ideal inalcanzable, la total soberanía del individuo es otro ideal al que se opone la naturaleza. Hay seres elegidos. "Quiero al hombre, dijo Vinet -y así esta grabado en el pedestal de su estatua en Ginebra-dueño de si mismo, a fin de que pueda ser mejor el servidor de todos". Ahí esta el ideal de servir, medida y prueba de caracteres magníficos. Pero no todos lo tienen. Y el individuo, dejado a su solo impulso, no se trace dueño de si mismo pare servir a los demás sino para explotarlos o dominarlos. La autoridad interviene.

Hay que saber los limites de esa intervención que es variable en el espacio y en el tiempo. Para todo es indispensable contemplar las necesidades de los individuos, su idiosincrasia, el rumbo y la intensidad de su cultura. Pero en líneas generales, contra lo que el individualismo debe luchar hasta rabiosamente, es contra la absorción de la persona en la especie. La igualdad esta bien en la fe, pero en la naturaleza no existe. "La verdadera democracia, decía don Santiago Pérez a sus discípulos, consiste en el reconocimiento y sanción de las desigualdades naturales". "Donde la igualdad no existe, la libertad es mentira", exclamaba Luis Blanc con toda su energía y toda su ofuscación de revolucionario del 48. El iba hacia esa absorción que tantos otros consideramos depresiva, inconveniente, perjudicial para la unidad y perjudicial para el grupo, porque suprime la fuerza del interés individual, que buena o mala actúa, y seguirá actuando, hasta cuando el hombre se haya modificado con el correr de los siglos. No hay otra solución que la del termino medio. Faguet, después de consideraciones dilatadas, de extraordinaria sagacidad, encontró en el lema de Francia la fórmula excelente: "Libertad e igualdad, dijo, son opuestas, pero la fraternidad las reúne". La fraternidad, la solidaridad, son, deben ser, el criterio social sano. La nivelación por lo bajo es una intolerable aspiración de la envidia. Acaso por eso dijo Camilo Desmoulins: "Licurgo hizo iguales a los lacedemonios como la tempestad hace iguales a los náufragos".

El individualismo marcha hacia la cooperación. En esta hay, pero libre, pero voluntaria, una fusión de igualdades. En la lucha impiadosa a que obligue el imperativo económico, el individuo aislado perece. Es su propio interés el que viene a aconsejarle la unión con otros individuos colocados en el mismo plano. Dentro de ese criterio, la competencia, en lo que tiene de feroz y de asesino, se acaba o se atenúa y, como decía un sindicalista, se forman grupos de capital y de trabajo por la solidaridad de antagonismos mutuos. En esas grandes asociaciones o en las fabricas dirigidas con alta inteligencia, donde los caminos que parecen trazados por el corazón son los mismos que recorre y amplía la conveniencia, se llega al mejoramiento de la clase obrera más aprisa que por el sistema de la agitación o de la marcha confusa hacia la dictadura del proletariado. Tenemos así la paradoja, hecha verdad sencilla, de que los altos salarios disminuyen el costo de producción. Lo ha demostrado Ford. Y tienden a comprobarlo en todos los sectores del mundo los grandes industriales.

No es que el costo de un objeto disminuya con la simple fijación de un salario alto. Nada habría mas absurdo. Es que el salario alto aumenta la potencia del obrero, con el mejoramiento de su ánimo, el aprovechamiento de las horas ociosas en el deporte, en la escuela, en el rato feliz que le deja contemplar la vida como un premio y no como un castigo. Es que lo convierte en una mejor unidad económica, que a tiempo que se aprovecha de las ventajas de una retribución suficiente, compensa con una producción mayor o mejor el aumento que el fabricante o la asociación hayan tenido en el desembolso. Son las bien entendidas conveniencias del industrial las que han procurado el paulatino acercamiento al ideal cristiano. Y se confundirá con el ideal económico de la propiedad colectiva, sin expropiación, sin confiscación, sin lucha de clases, cuando el trabajador, como ya esta ocurriendo, se vaya haciendo accionista de la misma empresa en donde desarrolla sus actividades.

Procedieran todos los industriales de ese modo, la cuestión social iría desapareciendo. Se iría disolviendo en la armonía, en el provecho de las grandes masas. No serían ya los hombres buenos y sacrificados, los esclavos del taller y del campo, sino los agitadores de profesión y de especulación, los que seguirían soñando con la tarde roja. La violencia como solución iría cediendo terreno, hasta rendirse y entregarlo, a las huestes de la inteligencia. Por desgracia no todos lo comprenden, porque no todos poseen la capacidad o la sensibilidad necesarias. En la industria existe también el imperator. Contra su opresión, en guarda de la libertad individual, de la justicia, debe intervenir el Estado. Como debe intervenir cuando las fusiones de capitales, en la banca, en la industria, en el comercio, conspiran contra la ajena libertad y tratan de establecer monopolios crueles y absorbentes.

domingo, 5 de mayo de 2013

¿POR QUÉ SOY LIBERAL? El individuo y el Estado

No es fácil, ni mucho menos frecuente, que el hombre provoque en si mismo la desnudez cartesiana. Nadie parte de un principio pare saber a dónde llega. Nadie tiene el espíritu como una serpentina.

La vida no es lógica, ni el pensamiento es lógico, cuando se trata de buscar la esencia de las cosas, sino en media docena de inspirados. Ni Descartes mismo empezó una nueva vida mental cuando partió del "pienso, luego existo". En el seguían labrando canales, para las corrientes de esa vida, cien influencias ocultas, de sangre, de medio, de educación, de salud, hasta de panorama.

Si eso ocurre con uno de los mas grandes filósofos, qué no ocurrirá con el termino medio de una humanidad sacudida por todos los estímulos y todas las contradicciones! Quién puede precisar, sin mentir o sin engañarse, el momento en que una idea, de las fundamentales, de las que se convirtieron en sustancia de su propia sustancia, le llegó de visita ?

Puede uno tener vagos recuerdos y hasta vagas sospechas de qué fue fecundado por la idea en determinado momento. Pero ¿cómo asegurar con absoluta nitidez que no lo estaba antes?

¿Será más bien que la mente es un imán en el que no se prenden sino pensamientos que riman con algo que hay dentro? Un concepto es en ocasiones la fórmula de sentimientos que no habían logrado condensarse, para su explicación, en palabras.

Los ojos que lo ven, los oídos que lo escuchan, lo captan. Parece una iniciación. Y es apenas una cristalización de lo mismo que ya se tenia en estado vaporoso.

Quiero dar un ejemplo. Tengo para mí que una de las indicaciones de mayor influencia en mi vida de escritor, en mis actividades de ciudadano y casi de simple miembro de la sociedad, la encontré en Franklin. Es algo sin importancia, que sin embargo pare mí la tuvo enorme. Dice en su autobiografía o en la Ciencia del buen hombre Ricardo que no se debe afirmar: "las cosas son", sino "me parece que son". Ahí estoy yo, está el relativismo y está la tolerancia.

No hay para mí característica tan honda del verdadero liberal como esa.

Quien contempla el matiz, quien acepta que puede estar equivocado y respeta profundamente la sinceridad ajena, es un liberal pleno, cualesquiera que sean sus ideas, porque el liberalismo, más que una doctrina, es un temperamento.

Somos tan ignorantes todos, pequeñas hormigas en la esfera que rueda por los ámbitos, viajeros de orientación desconocida y de procedencia ignorada, que debemos conformarnos con las explicaciones del universo y de la vida que nos satisfacen a nosotros, sin tratar de imponer esas nociones a quienes se satisfacen con otras diferentes. Nos marcó el destino para la vida en común. Somos animales sociales. Aceptada la premisa, debemos procurar que la sociedad se organice para la libertad y que no haya en ella nada que coarte el legitimo desarrollo de nuestra personalidad, ni que se oponga a nuestra marcha ordenada hacia la dicha.

Fue una conquista de los siglos la de los derechos del hombre. Puede ser cierto que el hombre no nace con derechos, pero la sociedad ha convenido, para el mejor-estar de la especie y para el florecimiento de virtudes que hacen del planeta un sitio amable, en que nace con ellos.

Deber de todo gobierno es respetarlos, sin otra limitación que la que imponga la utilidad colectiva. Se hace imperioso el ejercicio de la autoridad. Pero la autoridad no es respetable, ni acatable, ni siquiera aceptable, por el hecho de serlo sino de merecerlo. Toda autoridad que extralimita sus atribuciones, y con mayor razón la que ofende o desacata los principios a que debe estar sometida, trace imperiosa la desobediencia y obligatoria la sanción, por las vías regales, si resultan suficientes, es decir eficaces, o por las vías de hecho cuando no hay otro recurso.

El sentido religioso o simplemente conservador de la autoridad debería hacer invulnerables a quienes la ejercen, como representantes de Dios, autor de todo lo creado y dueño de establecer las normas a que los humanos deben estar sometidos. Pero el sentido liberal rechaza esa representación directa, esa delegación de poderes, que en ninguna parte consta, sea en la esfera religiosa, sea en la esfera civil, y no ve en la autoridad sino el principio del orden, que la misma autoridad viola cuando sus determinaciones o sus actos provocan, como defensa licita, la reacción del desorden. Horrible es la violencia.

Todo cambio justo, deseable por lo menos, se le debe pedir a la razón, con la razón, sencillamente. Pero cuando las voces libres se apagan en la maquina neumática y arriba no se oyen sino las indicaciones del personal capricho, no hay otro remedio, en guarda de los fines mas altos de la sociedad y de los derechos imprescriptibles del ciudadano, que apelar a la fuerza.

Necesidad humana es la justicia. Por eso la independencia del poder judicial es garantía de todas las libertades y derechos. Por eso el poder ejecutivo debe tener limitaciones y ver en lo alto, pendientes de un hilo, como la espada de Damocles, las sanciones, para toda exageración y todo abuso.

Es función primordial del gobierno la de dar seguridad. Debe darla contra el mismo y contra todos los peligros y malos elementos de la sociedad y de fuera. Sería mejor que no hubiera necesidad de gobierno. El anarquista que abre el alma a la esperanza del día en que los hombres se conduzcan sin gobierno como si el gobierno existiera, realice un tipo de perfección moral que poco dista de la comunidad de los santos.

Pero la naturaleza humana es defectuosa. La autoridad se hace indispensable. Los tribunales surgen, las cárceles se abren, los soldados y los agentes de policía aparecen con la misión de dar seguridad y de poner a buen recaudo a cuantos contra ella conspiren, pero no con el derecho de castigo, que no debiera concedérseles, sino con el de defensa.
Fuente: http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/politica/pensa/pensa30.htm