viernes, 30 de septiembre de 2011

Sobre "Por qué no soy Cristiano" de Bertrand Russell

Acabo de leer un libro de Russel que tenía que recomendar, "Por qué no soy cristiano" es un compendio de ensayos que refutan todas las creencias metafísicas del dogma cristiano. He podido sacar en claro algunas de la ideas primordiales que quiero compartir:

Para el filósofo británico cualquier religión (comunismo, cristianismo, pastafarismo, islamismo, confucionismo....) perdura en función de la ignorancia y la falta de toma de conciencia de las gentes.
La religión es anti-natural y antihistórica. No cambía con el devenir de los tiempos y tampoco permite que los humanos obtengamos placer fuera de lo especifícamente marcado por el dogma. Por eso los cristianos promueven el celibato y prohiben el condón, porque piensan que el sexo solo atiende a la procreación, no al placer.

En su primer ensayo, Bertrand Russel se dispone a contestar la teoría de la "primera vía" elaborada por Santo Tomás de Aquino, en esta primera vía Tomás quería argumentar la existencia de Dios a través del principio de causalidad por el cual toda consecuencia le precede una causa hasta el infinito, osea Dios. Para Russel la primera vía es una mera hipótesis no sabemos con exactitud que exista lo infinito, y tampoco que para cada cosa que ocurra haya una causa (plan) específica.

En otras disgresiones Russel muestra su carácter más libertario aduciendo algo revolucionario y que cambiaría al mundo completamente (para bien claro), en dichos razonamientos pide la eliminación de la hipocresia e imposición moral de la religión cristiana que ha generado durante dos milenios a ciudadanos reprimidos sexual y socialmente. Para ello solicita la supresión de cualquier orden religiosa que se dedique a la educación, porque no se puede dejar la educación en manos de gene que considera una enfermedad cualquier desviación,de cualquier tipo, a lo estrictamente marcado por la divinidad.

La religión se basa en el amor, pero en la ignorancia. En la edad media la peste se propagó porque el parroco de las érmitas llamaba a los fieles a congregarse en las Iglesias, esto, que tenía como fin algo bueno, como era el fín de la peste, provocaba algo perjudicial, su expansión. Aparte de este y muchos otros ejemplos Russel viene a confirmar que el cristianismo propugna un amor teórico que en la práctica es horrible, la quema de brujas como medio de "purficación", las guerras santas, el celibato..... Para ello reivindica el amor y conocimiento, solo alcanzables con la ciencia.

Dado su carácter liberal, Russel es partidario de la eliminación paulatina de esa Institución llamada Matrimonio, la legalización de la homosexualidad/bisexualidad, la liberación de la mujer..... Para Russel todo esto era consustancial a la eliminación del cristianismo que relega a la mujer a la cocina, a los homosexuales reprimidos a vilipendiar a los que se han liberado.... La preeminencia del cristianismo ha provocado que todo aquel que no siguiera los credos viviera una vida triste y fingida.
Russel tambien redunda en la idea de que la metafísica no nos aporta ninguna certeza al no tener el respaldo de lo empírico. Todas las religiones se basan en la metafísica, por lo tanto debemos mantener miramientos hacía la Iglesia y ser agnósticos. Solo podemos tener la veracidad de la Ciencia, basada en lo experimental y objetivo.

Hace una distinción entre el credo protestante, más liberal, emprendedor, e individualista... y el católico, más "social" en el sentido de que la homogenización social es algo que el catolicismo debe imponer. Estas tendencias aparecen hoy día también

y hacen que los españoles tengamos otro carácter distinto al de un alemán protestante.
El cristianismo no pretende hacer de la vida algo ameno y feliz, sino más bien quiere hacer del mundo un sitio donde los pecadores nazcamos y sepamos soportar el sufrimiento para así ser redimidos de nuestros pecados. El cristianismo no va a aliviar sufrimiento superfluo, salvo excepciones "Teología de la Liberación".

Hace un llamamiento a los padres para que eduquen a sus hijos en educación sexual, que no permitan que dicho tema sea tabú.

Para terminar diré que "Por qué no soy cristiano" es un alegato a la libertad y a la eliminación de cualquier cerrazón religiosa sea cual sea. Este hombre vivió durante toda su vida vetos e ignoniias por pensar de forma díscola, fue expulsado en la Universidad de Nueva York. Al final consiguió el Nobel en el 50. Por una vez, los coherentes ganan.
Miguel Caballero
en http://posturasjuveniles.blogspot.com/2009/05/por-que-no-soy-cristiano-la-biblia-del.html

jueves, 29 de septiembre de 2011

Un decálogo liberal

Quizá la esencia de la visión liberal pueda asumirse en un nuevo decálogo. Los diez mandamientos, que como maestro, me gustaría promulgar, podrían enunciarse de la siguiente manera:

1. No te sientas absolutamente seguro de nada.
2. No pienses que vale la pena ocultar la prueba, pues con toda seguridad èsta saldrá a la luz.
3. Nunca te desanimes pensando que no vas a tener éxito.
4. Cuando te encuentres con una oposición, incluso si viene de tu esposa o de tus hijos, esfuerzate por vencerla con argumentos y no con autoridad, pues la victoria que depende de la autoridad es irreal e ilusoria.
5. No tengas respeto por la autoridad de otros, pues siempre se encuentran autoridades en contrario.
6. No uses el poder para reprimir opiniones que condideras perniciosas, pues si lo haces las opiniones te reprimirán a ti.
7. No temas ser excéntrico en tus opiniones, pues todas las opiniones aceptadas ahora, alguna vez fueron excéntricas.
8. Encuentra mayor placer en el disenso inteligente que en la aceptación pasiva, pues si valoras la inteligencia como se debe, lo primero implica una más profunda aceptación que lo segundo.
9. Sé escrupulosamente sincero, incluso si la verdad es inconveniente, pues es más inconveniente cuando tratas de ocultarla.
10. No sientas envidia de la felicidad de aquellos que viven en un paraíso de tontos, pues sólo un tonto pensará que eso es la felicidad.
Bertrand Russell
http://profesorjano.tumblr.com/post/6422082927/el-decalogo-liberal-de-bertrand-russell

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Credo Liberal: La libertad

Sin duda uno de los más importantes anhelos políticos de la sociedad es la libertad.
Cuando un liberal pronuncia la palabra libertad, el concepto que está significando es muy diferente al que significa un colectivista (por ejemplo, un socialista) al emplear la misma palabra. Esta es otra de las resultantes de la manipulación semántica de las palabras y los conceptos.

El 12 de Septiembre de 1848, en el discurso pronunciado ante la Asamblea Constituyente francesa, Alexis de Tocqueville se pronunciaba en estos términos.  Se vivía políticamente en un clima de libertad que poco después se vería gravemente degradado.

La democracia defiende la esfera de la libertad individual; el socialismo la restringe. La democracia atribuye todo valor posible al individuo; el socialismo hace de cada hombre un simple agente, un simple número. La democracia y el socialismo sólo tienen una palabra en común: la igualdad. Pero adviértase la diferencia: mientras la democracia aspira a la igualdad en libertad, el socialismo aspira a la igualdad en la coerción y la servidumbre“.

No podemos (ni debemos) extraer estas palabras de su contexto histórico. Pero de momento, no es objeto de mi interés establecer las diferencias y similitudes de facto entre el socialismo del XIX y la socialdemocracia del XXI. Me interesa el discurso de Tocqueville como el reflejo de una circunstancia; la oposición entre libertad por un lado y la servidumbre  y coacción que Tocquevilla reprocha al socialismo.

Esta dicotomía (socialismo o democracia), resume el sentimiento de la época al que los socialistas se tuvieron que enfrentar. Los socialistas comenzaron emplear con frecuencia la palabra libertad, bajo la promesa de lo que ellos denominaban (algo eufemísticamente) “nueva libertad”. De este modo podían aprovechar el impulso y la fuerza politica que la libertad tiene en la sociedad. Siempre fueron maestros en el juego malabar con el concepto.

Desde siempre, libertad había significado para los padres del liberalismo la ausencia de coacción, la libertad frente al poder arbitrario de otros que le impiden toda elección libre y soberana. Desde ese momento el socialismo introdujo una leve pero significativa variante. La “nueva libertad” adquiría la dimensión de liberación frente a las circunstancias físicas que nos apremian a todos y limitan nuestra acción. Estas circunstancias consistían(consisten) básicamente en la disponibilidad personal de renta. Nótese que ya no hablamos de la libertad del cada individuo para decidir qué planes establecer de acuerdo a sus recursos y preferencias, sino de eliminar las posibles barreras que supongan para algunos sus recursos, equiparando la disponibilidad de los mismos entre todos los ciudadanos. Para ello era preciso (parafraseando las proclamas del momento) “abolir las trabas del sistema económico”.

La libertad adquiere, bajo el nuevo cuño del término, un nuevo cariz:  el de la riqueza. La invocación socialista de la “nueva libertad” se convirtió en el disfraz de una antigua aspiración; la distribución igualitaria de la riqueza.

El empleo de las palabras igualdad y libertad dotaron a los socialistas de un discurso formalmente cercano al liberal. Los intelectuales de la época, llegaron así a plantearse si ambas doctrinas no podrían ser complementarias. Wishful Thinking. Inclusose preguntaban  si el socialismo no sería el heredero de la tradición liberal.

En ese estado de cosas, no podía concebirse al socialismo como el hilo conductor de un sistema político totalmente opuesto a la libertad: el totalitarismo.

Alguien tan escasamente sospechoso como Max Eastman, Socialista y (en sus últimos años) escritor libertario, amigo personal de Jose Stalin, admitía lo siguiente:
“en vez de ser mejor, el estalinismo es peor que el fascismo, más cruel bárbaro, injusto, inmoral y antidemocrático, incapaz de redención por una esperanza o un escrúpulo”. Todo ello mientras los progresistas europeos, en los años 30 y 40, seguían manteniendo la idea de que comunismo y fascismo representaban los polos opuestos.

En realidad, sólo eran dos medios alternativos de imponer un ideario colectivista.
“Incapaz de redención por una esperanza o un escrúpulo…”. Escucho y leo a mi alrededor manifestarse a mis adversarios políticos y algunas veces, no puedo por menos que recordar la frase, ciertamente espeluznante, pero no por ello ficticia. La han hecho buena Almudena Grandes, Cristina Almeida y las nuevas generaciones “antisistema”.
Fuente: http://rograbbit.wordpress.com/2008/12/20/credo-liberal-la-libertad/#more-388

martes, 27 de septiembre de 2011

El Credo Liberal

Discurso pronunciado por Carlos Alberto Montaner en la apertura de la Universidad El Cato-Franciso Marroquín en Ciudad de Guatemala el 26 de enero de 2009.*

El liberalismo parte de una hipótesis filosófica, casi religiosa, que postula la existencia de derechos naturales que no se pueden conculcar porque no se deben al Estado ni a la magnanimidad de los gobiernos sino a la condición especial de los seres humanos. Esa es la piedra angular sobre la que descansa todo el edificio teórico, y se le atribuye a los estoicos y al fundador de esa escuela, Zenón de Citia, quien defendió que los derechos no provenían de la fratría a la que se pertenecía o de la ciudad en la que se había nacido, sino del carácter racional y diferente a las demás criaturas que poseen las personas.

Antes de definir qué es el liberalismo, qué es ser liberal, y cuáles son los fundamentos básicos en los que coinciden los liberales, es conveniente advertir que no estamos ante un dogma sagrado, sino frente a varias creencias básicas deducidas de la experiencia y no de hipótesis abstractas, como ocurría, por ejemplo, con el marxismo.

Esto es importante establecerlo ab initio, porque se debe rechazar la errada suposición de que el liberalismo es una ideología. Una ideología es siempre una concepción del acontecer humano −de su historia, de su forma de realizar las transacciones, de la manera en que deberían hacerse−, concepción que parte del rígido criterio de que el ideólogo conoce de dónde viene la humanidad, por qué se desplaza en esa dirección y hacia dónde debe ir. De ahí que toda ideología, por definición, sea un tratado de «ingeniería social», y cada ideólogo sea, a su vez, un «ingeniero social». Alguien consagrado a la siempre peligrosa tarea de crear «hombres nuevos», personas no contaminadas por las huellas del antiguo régimen. Alguien dedicado a guiar a la tribu hacia una tierra prometida cuya ubicación le ha sido revelada por los escritos sagrados de ciertos «pensadores de lámpara», como les llamara José Martí a esos filósofos de laboratorio en permanente desencuentro con la vida. Sólo que esa actitud, a la que no sería descaminado calificar como moisenismo, lamentablemente suele dar lugar a grandes catástrofes, y en ella está, como señalara Popper, el origen del totalitarismo. Cuando alguien disiente, o cuando alguien trata de escapar del luminoso y fantástico proyecto diseñado por el «ingeniero social», es el momento de apelar a los paredones, a los calabozos, y al ocultamiento sistemático de la verdad. Lo importante es que los libros sagrados, como sucedía dentro del método escolástico, nunca resulten desmentidos.

Un liberal, en cambio, lejos de partir de libros sagrados para reformar a la especie humana y conducirla al paraíso terrenal, se limita a extraer consecuencias de lo que observa en la sociedad, y luego propone instituciones que probablemente contribuyan a alentar la ocurrencia de ciertos comportamientos benéficos para la mayoría. Un liberal tiene que someter su conducta a la tolerancia de los demás criterios y debe estar siempre dispuesto a convivir con lo que no le gusta. Un liberal no sabe hacia dónde marcha la humanidad y no se propone, por lo tanto, guiarla a sitio alguno. Ese destino tendrá que forjarlo libremente cada generación de acuerdo con lo que en cada momento le parezca conveniente hacer.

Al margen de las advertencias y actitudes anteriormente consignadas, una definición de los rasgos que perfilan la cosmovisión liberal debe comenzar por una referencia al constitucionalismo. En efecto, John Locke, a quien pudiéramos calificar como «padre del liberalismo político», tras contemplar los desastres de Inglaterra a fines del siglo XVII, cuando la autoridad real británica absoluta entró en su crisis definitiva, dedujo que, para evitar las guerras civiles, la dictadura de los tiranos, o los excesos de la soberanía popular, era conveniente fragmentar la autoridad en diversos «poderes», además de depositar la legitimidad de gobernantes y gobernados en un texto constitucional que salvaguardara los derechos inalienables de las personas, dando lugar a lo que luego se llamaría un Estado de Derecho. Es decir, una sociedad racionalmente organizada, que dirime pacíficamente sus conflictos mediante leyes imparciales que en ningún caso pueden conculcar los derechos fundamentales de los individuos. Y no andaba descaminado el padre Locke: la experiencia ha demostrado que las veinticinco sociedades más prósperas y felices del planeta son, precisamente, aquellas que han conseguido congregarse en torno a constituciones que presiden todos los actos de la comunidad y garantizan la transmisión organizada y legítima de la autoridad mediante consultas democráticas.

Otro liberal inglés, Adam Smith, un siglo más tarde, siguió el mismo camino deductivo para inferir su predilección por el mercado. ¿Cómo era posible, sin que nadie lo coordinara, que las panaderías de Londres −entonces el 80% del gasto familiar se dedicaba a pan− supiesen cuánto pan producir, de manera que no se horneara ni más ni menos harina de trigo que la necesaria para no perder ventas o para no llenar los anaqueles de inservible pan viejo? ¿Cómo se establecían precios más o menos uniformes para tan necesario alimento sin la mediación de la autoridad? ¿Por qué los panaderos, en defensa de sus intereses egoístas, no subían el precio del pan ilimitadamente y se aprovechaban de la perentoria necesidad de alimentarse que tenía la clientela?

Todo eso lo explicaba el mercado. El mercado era un sistema autónomo de producir bienes y servicios, no controlado por nadie, que generaba un orden económico espontáneo, impulsado por la búsqueda del beneficio personal, pero autorregulado por un cierto equilibrio natural provocado por las relaciones de conveniencia surgidas de las transacciones entre la oferta y la demanda. Los precios, a su vez, constituían un modo de información. Los precios no eran «justos» o «injustos», simplemente, eran el lenguaje con que funcionaba ese delicado sistema, múltiple y mutante, con arreglo a los imponderables deseos, necesidades e informaciones que mutua e incesantemente se transmitían los consumidores y productores. Ahí radicaba el secreto y la fuerza de la economía capitalista: en el mercado. Y mientras menos interfirieran en él los poderes públicos, mejor funcionaría, puesto que cada interferencia, cada manipulación de los precios, creaba una distorsión, por pequeña que fuera, que afectaba a todos los aspectos de la economía.

Otro de los principios básicos que aúnan a los liberales es el respeto por la propiedad privada. Actitud que no se deriva de una concepción dogmática contraria a la solidaridad −como suelen afirmar los adversarios del liberalismo−, sino de otra observación extraída de la realidad y de disquisiciones asentadas en la ética: al margen de la manifiesta superioridad para producir bienes y servicios que se da en el capitalismo cuando se le contrasta con el socialismo, donde no hay propiedad privada no existen las libertades individuales, pues todos estamos en manos de un Estado que nos dispensa y administra arbitrariamente los medios para que subsistamos (o perezcamos). El derecho a la propiedad privada, por otra parte, como no se cansó de escribir Murray N. Rothbard −siguiendo de cerca el pensamiento de Locke−, se apoyaba en un fundamento moral incontestable: si todo hombre, por el hecho de serlo, nacía libre, y si era libre y dueño de su persona para hacer con su vida lo que deseara, la riqueza que creara con su trabajo le pertenecía a él y a ningún otro.

¿En qué más creen los liberales? Obviamente, en el valor básico que le da nombre y sentido al grupo: la libertad individual. Libertad que se puede definir como un modo de relación con los demás en el que la persona puede tomar la mayor parte de las decisiones que afectan su vida dentro de las limitaciones que dicta la realidad. Le toca a ella decidir las creencias que asume o rechaza, el lugar en el que quiere vivir, el trabajo o la profesión que desea ejercer, el círculo de sus amistades y afectos, los bienes que adquiere o que enajena, el «estilo» que desea darle a su vida y –por supuesto− la participación directa o indirecta en el manejo de eso a lo que se llama «la cosa pública».

Esa libertad individual está −claro− indisolublemente ligada a la responsabilidad individual. Un buen liberal sabe exigir sus derechos, pero no rehúye sus deberes, pues admite que se trata de las dos caras de la misma moneda. Los asume plenamente, pues entiende que sólo pueden ser libres las sociedades que saben ser responsables, convicción que debe ir mucho más allá de una hermosa petición de principios.

¿Qué otros elementos liberales, realmente fundamentales, habría que añadir a este breve inventario? Pocas cosas, pero acaso muy relevantes: un buen liberal tendrá perfectamente clara cuál debe ser su relación con el poder. Es él, como ciudadano, quien manda, y es el gobierno quien obedece. Es él quien vigila, y es el gobierno quien resulta vigilado. Los funcionarios, electos o designados −da exactamente igual−, se pagan con el erario público, lo que automáticamente los convierte –o los debiera convertir– en servidores públicos sujetos al implacable escrutinio de los medios de comunicación, y a la auditoría constante de las instituciones pertinentes.

Por último: la experiencia demuestra que es mejor fragmentar la autoridad, para que quienes tomen decisiones que afecten a la comunidad estén más cerca de los que se vean afectados por esas acciones. Esa proximidad suele traducirse en mejores formas de gobierno. De ahí la predilección liberal por el parlamentarismo, el federalismo o la representación proporcional, y de ahí el peso decisivo que el liberal defiende para las ciudades o municipios. De lo que se trata es de que los poderes públicos no sean más que los necesarios, y que la rendición de cuentas sea mucho más sencilla y transparente.

¿Qué creen, en suma, los liberales? Vale la pena concretarlo ahora de manera sintética. Los liberales sostenemos ocho creencias fundamentales extraídas, insisto, de la experiencia, y todas ellas pueden recitarse casi con la cadencia de una oración laica:

Creemos en la libertad y la responsabilidad individuales como valores supremos de la comunidad.

Creemos en la importancia de la tolerancia y en la aceptación de las diferencias y la pluralidad como virtudes esenciales para preservar la convivencia pacífica.

Creemos en la existencia de la propiedad privada, y en una legislación que la ampare, para que ambas −libertad y responsabilidad− puedan ser realmente ejercidas.

Creemos en la convivencia dentro de un Estado de Derecho regido por una Constitución que salvaguarde los derechos inalienables de la persona y en la que las leyes sean neutrales y universales para fomentar la meritocracia y que nadie tenga privilegios.

Creemos en que el mercado −un mercado abierto a la competencia y sin controles de precios− es la forma más eficaz de realizar las transacciones económicas y de asignar recursos. Al menos, mucho más eficaz y moralmente justa que la arbitraria designación de ganadores y perdedores que se da en las sociedades colectivistas diseñadas por “ingenieros sociales” y dirigidas por comisarios.

Creemos en la supremacía de una sociedad civil formada por ciudadanos, no por súbditos, que voluntaria y libremente segrega cierto tipo de Estado para su disfrute y beneficio, y no al revés.

Creemos en la democracia representativa como método para la toma de decisiones colectivas, con garantías de que los derechos de la minorías no puedan ser atropellados.

Creemos en que el gobierno −mientras menos, mejor−, siempre compuesto por servidores públicos, totalmente obediente a las leyes, debe rendir cuentas con arreglo a la ley y estar sujeto a la inspección constante de los ciudadanos.

Quien suscriba estos ocho criterios es un liberal. Se puede ser un convencido militante de la Escuela austriaca fundada por Carl Menger; se puede ser ilusionadamente monetarista, como Milton Friedman, o institucionalista, como Ronald Coase y Douglass North; se puede ser culturalista, como Gary Becker y Larry Harrison; se puede creer en la conveniencia de suprimir los «bancos de emisión», como Hayek, o predicar la vuelta al patrón oro, como prescribía Mises; se puede pensar, como los peruanos Enrique Ghersi o Álvaro Vargas Llosa, neorrusonianos sin advertirlo, en que cualquier forma de instrucción pública pudiera llegar a ser contraria a los intereses de los individuos; o se puede poner el acento en la labor fiscalizadora de la «acción pública», como han hecho James Buchanan y sus discípulos, pero esas escuelas y criterios sólo constituyen los matices y las opiniones de un permanente debate que existe en el seno del liberalismo, no la sustancia de un pensamiento liberal muy rico, complejo y variado, con varios siglos de existencia constantemente enriquecida, ideario que se fundamenta en la ética, la filosofía, el derecho y −naturalmente− en la economía. Lo básico, lo que define y unifica a los liberales, más allá de las enjundiosas polémicas que pueden contemplarse o escucharse en diversas escuelas, seminarios o ilustres cenáculos del prestigio de la Sociedad Mont Pélerin, son esas ocho creencias antes consignadas. Ahí está la clave.
 Discurso pronunciado por Carlos Alberto Montaner en la apertura de la Universidad El Cato-Franciso Marroquín en Ciudad de Guatemala el 26 de enero de 2009.*
Publicado en http://republicanoliberal.blogspot.com/2010/05/el-credo-liberal.html el 04/05/2010

lunes, 26 de septiembre de 2011

Haciendo que el mundo sea democrático

Por Joseph Sobran 
Durante tiempos turbulentos como el presente, los americanos hacen pedidos fervientes por la "democracia", la cual ellos equiparan con la libertad. El Presidente Bush está ansioso de imponer democracia sobre Irak y sobre otros países con cuyos gobiernos él está en desacuerdo. Woodrow Wilson sólo quería "hacer que el mundo sea un lugar seguro para la democracia": Bush quiere hacer que todo el mundo sea democrático. Todos parecen tomar como un hecho que la democracia es la forma ideal de gobierno.
 
¿Por qué? ¿Qué es tan grandioso acerca de un gobierno por mayoría? Una mayoría puede ser tan tiránica como un solo dictador y mayorías han muchas veces privado a minorías e individuos de sus derechos - los han explotado, esclavizado y asesinado. La Atenas democrática ejecutó a Sócrates.
 
Gobierno por mayoría tiene sus ventajas, mientras que no amenace o viole principios más fundamentales; un club de ajedrez puede elegir a sus oficiales pero no puede votar para cambiar las reglas básicas del ajedrez, o deja de ser un club de ajedrez.
 
Desde Platón, la mayoría de los grandes filósofos políticos han detestado la democracia, temiendo que demagogos estimularían y explotarían las pasiones egoístas de la mayoría. La mejor crítica reciente a la democracia es el libro de Hans-Hermann Hoppe, Democracia: El Dios Que Falló ("Democracy: The God That Failed").
 
Los autores de la Constitución de los Estados Unidos soportaron muchos dolores para crear un sistema republicano en el cual un gobierno por mayoría sería atemperado e inhibido por muchas restricciones. Ellos creían que la mejor garantía para la libertad era especificar los poderes del gobierno y limitar a éste estrictamente a esos poderes.
 
Sin embargo, nosotros ahora hablamos como si América, libertad y democracia fueran todas la misma cosa. Se asume que el gobierno puede hacer con justicia casi cualquier cosa, siempre que lo haga con el apoyo de la mayoría.
 
En realidad, nosotros no debemos nuestras libertades a la democracia. Las debemos a tradiciones legales más antiguas, heredadas de la ley anglosajona: habeas corpus, proceso legal justo, la presunción de inocencia, el derecho a un juicio ante los pares de uno, etcétera. Los autores de la Constitución fueron lo suficientemente sabios en preservar estas protecciones contra un poder estatal arbitrario.
 
Pero la Constitución, desafortunadamente, ha fracasado en proveer suficientes salvaguardias. Sus protecciones han sido socavadas - por la democracia. La Declaración de Derechos dice que nadie puede ser despojado de su propiedad "sin un proceso legal justo." Esto significa un juicio individual en el cual se prueba que el acusado ha perdido su propiedad por causa de sus propios actos.
 
Pero la democracia nos despoja a todos nosotros a través de los impuestos y la inflación monetaria. El ciudadano común tendría que cometer un gran crimen para ser penalizado con el monto que se le fuerza a él a pagar al gobierno en impuestos anuales. El es, en efecto, severamente castigado sin un juicio - por vivir en una democracia.
 
No obstante, se le dice a él que es bendecido por vivir en una democracia. ¿Por qué? ¡Porque él puede votar! ¿Y si él es derrotado en una votación por gente que quiere que el gobierno tome su dinero para dárselo a ellos? Bueno, mala suerte. Las cosas se dan así. Y, al fin y al cabo, él puede usar su voto para defenderse a si mismo de otros votantes. Eso, se le enseña, es la libertad.
 
Por supuesto, eso es una broma pesada. El voto individual importa en un juicio ante un jurado porque puede decidir el veredicto, especialmente cuando un veredicto unánime es requerido. Pero cuando millones votan y una mínima mayoría es decisiva, el valor del voto individual está cerca de cero. Un economista ha calculado que tienes más posibilidades de ser atropellado en el camino a los comicios que de hacer una diferencia con tu voto.
 
No es de extrañarse que la democracia haya sido definida como "dos lobos y un cordero votando sobre que tener para el almuerzo." Suficiente sobre la idea de que votar es una libertad fundamental, o de que protege a la libertad. Cuanto más democrático se ha vuelto el Gobierno de los Estados Unidos, más grande y más rapaz se ha vuelto. Los corderos continúan perdiendo las elecciones.
 
El principio de la democracia es bastante malo por si sólo. Pero en la práctica, la democracia produce también políticos corruptos, empeñados en obtener ganancias a corto plazo para si mismos. La brevedad de su cargo les da una incentiva de "hacer uso inteligente de las oportunidades mientras duran". El soborno, a menudo con formas técnicamente legales, es frecuente, y un número sospechoso de nuestros servidores públicos se retiran con fortunas que parecen estar un poco fuera de línea con sus salarios.
 
No, el mundo no necesita más democracias. Necesita más libertad - una cosa inmensamente diferente.
Por Joseph Sobran  Traducido por John Leo Keenan en http://www.liberalismo.org/articulo/221/28/haciendo/mundo/sea/democratico/ 

viernes, 23 de septiembre de 2011

En memoria de Francisco Narciso de Laprida

El Poema conjetural es un poema compuesto por el escritor argentino Jorge Luis Borges, en el que rememora la vida y la muerte de su antepasado distante Francisco Narciso de Laprida.

Este poema se publicó por primera vez en la edición del 4 de julio de 1943 del diario La Nación de Buenos Aires. Fue incluido luego en el libro El otro, el mismo (1969). Se lo relaciona como una metáfora de lo que acontecía en el período histórico en que fue publicado. Así, Laprida, unitario, vencido por los federales, es la representación de los liberales porteños vencidos por el proto-peronismo.

 

Preámbulo

El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 23 de septiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir:

Poema conjetural

Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido
huyo hacia el sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán de Purgatorio
que huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzó
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Las batallas de Jean-François Revel

Por Mario Vargas Llosa
La inteligencia, cuando es libre y sin cortapisas, suele ser incómoda. Así lo fue Jean-François Revel en más de un sentido, librando batallas que nadie más se atrevía a dar. Este es el perfil intelectual de uno de los grandes pensadores liberales del siglo xx.


Una contribución valiosa de la Francia contemporánea en el campo de las ideas, no han sido los estructuralistas ni los deconstruccionistas –que oscurecieron la crítica literaria hasta volverla poco menos que ilegible–, ni los “nuevos filósofos”, más vistosos que consistentes, sino un periodista y ensayista político: Jean-François Revel (1924-2006). Sus libros y artículos, sensatos e iconoclastas, originales e incisivos, resultan refrescantes dentro de los estereotipos, prejuicios y condicionamientos que asfixiaron el debate ideológico de nuestro tiempo. Por su independencia moral, su habilidad para percibir cuándo la teoría deja de expresar la vida y comienza a traicionarla, su coraje para enfrentarse a las modas intelectuales y su defensa sistemática de la libertad en todos los terrenos donde ella es amenazada o desnaturalizada, Revel hace pensar en un George Orwell de nuestros días. Como el del inglés, su combate fue, también, bastante incomprendido y solitario.

Al igual que el autor de 1984, las críticas más duras de Revel fueron disparadas hacia la izquierda y de ese lado recibió también los peores ataques. Es sabido que el odio más fuerte, en la vida política, es el que despierta el pariente más cercano. Porque si alguien se ha ganado con justicia ese título, hoy tan prostituido, de “progresista” en el campo intelectual fue él, cuyo empeño estuvo orientado a remover los clichés y las rutinas mentales que impedían a las vanguardias políticas contemporáneas entender cabalmente los problemas sociales y proponer para ellos soluciones que fueran a la vez radicales y posibles. Para llevar a cabo esta tarea de demolición, Revel, como Orwell en los años treinta, optó por una actitud relativamente sencilla, pero que pocos pensadores de izquierda de nuestros días han practicado: el regreso a los hechos, la subordinación de lo pensado a lo vivido. Decidir en función de la experiencia concreta la validez de las teorías políticas resulta hoy poco menos que revolucionario, pues la costumbre que ha cundido y que, sin duda, ha sido la rémora mayor de la izquierda contemporánea, es la opuesta: determinar a partir de la teoría la naturaleza de los hechos, lo que conduce generalmente a deformar estos para que coincidan con aquélla. Nada más absurdo que creer que la verdad desciende de las ideas a las acciones humanas y no que son estas las que nutren a aquéllas con la verdad, pues el resultado de esa creencia es el divorcio de unas y otras y eso es todavía lo más característico (sobre todo en los países del llamado tercer mundo) de las ideologías de izquierda: que suelen impresionar, sobre todo, por su furiosa irrealidad.

Lo novedoso, en Revel, era que los hechos le interesaban más que las teorías y que nunca tuvo el menor empacho en refutarlas y negarlas si encontraba que no eran confirmadas por la realidad. Tiene que ser muy profunda la enajenación política en la que vivimos para que alguien que se limitaba a introducir el sentido común en la reflexión sobre la vida social –pues no es otra cosa obstinarse en someter las ideas a la prueba de fuego de la experiencia concreta– apareciera como un dinamitero intelectual.
Un ejemplo es el escándalo que causó La tentación totalitaria, en 1976, demostración persuasiva –con datos al alcance de todo el mundo pero que el mundo no se había tomado hasta entonces el trabajo de sopesar– de esta conclusión inesperada: que el principal obstáculo para el triunfo del socialismo en el planeta no era el capitalismo sino el comunismo. Además de lúcido, se trataba de un libro estimulante, pues, pese a ser una crítica despiadada de los países y partidos comunistas, no daba la sensación de un ensayo reaccionario, a favor del inmovilismo, sino lo contrario: un esfuerzo por reorientar en la buena dirección la lucha por el progreso de la justicia y la libertad en el mundo, un combate que se había apartado de su ruta y había olvidado sus fines más por deficiencias internas de la izquierda que por el poderío y habilidad del adversario. Muy parecido también en esto a Orwell, Revel alcanzaba sus momentos más sugestivos cuando se entregaba a una operación que tiene algo de masoquista: la autocrítica de las taras y enfermedades que la izquierda dejó prosperar en su seno hasta anquilosarse intelectualmente: su fascinación por la dictadura, su ceguera frente a las raíces del totalitarismo, el complejo de inferioridad frente al Partido Comunista, su ineptitud para formular proyectos socialistas claramente distintos del modelo estaliniano. Pese a ciertas páginas pesimistas, el libro de Revel traía un mensaje constructivo, en su empeño por presentar el reformismo como el camino más corto y transitable para lograr los objetivos sociales revolucionarios y en su defensa de la socialdemocracia como sistema que ha probado en los hechos ser capaz de desarrollar simultáneamente la justicia social y económica y la democracia política. Es un libro que nos hizo bien leer en el Perú, en los setenta, pues apareció en momentos en que vivíamos en carne propia algunos de los males cuyos mecanismos denunciaba. El régimen del general Velasco Alvarado acababa de estatizar la prensa diaria y suprimir toda tribuna crítica en el país y, sin embargo, la izquierda internacional lo celebraba como progresista y justiciero. Eran los días en que los exiliados políticos peruanos –apristas y populistas– se veían prohibidos de presentar su caso en el Tribunal Russell sobre violación de derechos humanos en América Latina que se reunió en Roma, pues, según hicieron saber los organizadores, su situación no podía compararse a la de las víctimas de las dictaduras chilena y argentina: ¿acaso no era, el peruano, un régimen militar “progresista”?

Al mismo tiempo que un socialdemócrata y un liberal, había en Revel un libertario que corregía y mejoraba a aquél, y ello se advierte sobre todo en Ni Marx ni Jesús (1970), un libro tan divertido como insolente y sagaz. Lo que allí sostenía, con ejemplos significativos, era sorprendente. Que las manifestaciones más importantes de rebeldía social e intelectual en el mundo contemporáneo se habían producido al margen de los partidos políticos de izquierda y no en los países socialistas sino en la ciudadela del capitalismo. La revolución, esclerotizada en las naciones y partidos “revolucionarios”, está viva, decía Revel, por obra de movimientos como el de los jóvenes que en los países industrializados cuestionan de raíz instituciones que se creían intocables –la familia, el dinero, el poder, la moral– y por el despertar político de las mujeres y de las minorías culturales y sexuales que luchan por hacer respetar sus derechos y deben para ello atacar los cimientos sobre los que funciona la vida social desde hace siglos.

También en lo que concierne al problema de la información, los análisis de Revel no podían haber sido más oportunos. Cada día tenemos pruebas flagrantes de que es cierta su afirmación según la cual “la gran batalla del final del siglo xx, aquella de la cual depende el resultado de todas las demás, es la batalla contra la censura”. Cuando cesa la libertad para expresarse libremente, en el seno de una sociedad o de una institución cualquiera, todo lo demás comienza a descomponerse. No solo desaparece la crítica, sin la cual todo sistema u organismo social se tulle y corrompe, sino que esa deformación es interiorizada por los individuos como una estrategia de supervivencia y, consecuentemente, todas las actividades (salvo, tal vez, las estrictamente técnicas) reflejan el mismo anquilosamiento. Esa es, en último término, sostenía Revel, la explicación de la crisis de la izquierda en el mundo: haber perdido la práctica de la libertad y no solo por culpa de la represión que le infligía el adversario exterior sino por haber hecho suya la convicción suicida de que la eficacia es incompatible con aquélla. “Todo poder es o se vuelve de derecha –escribía Revel–. Sólo lo convierte en izquierda el control que se ejerce sobre aquél.” Y sin libertad no hay control.

El libro de Jean-François Revel que, después de La tentación totalitaria, le dio más prestigio en todo el mundo fue Cómo terminan las democracias (1983). Lo leí en los intervalos de un congreso de periodistas en Cartagena, Colombia. Para escapar a las interrupciones, me refugiaba en la playa del hotel, bajo unos toldos que daban al lugar una apariencia beduina. Una tarde, alguien me dijo: “¿Está usted leyendo a esa Casandra moderna?” Era un profesor de la Universidad de Stanford, que había leído Comment les démocraties finissent hacía poco. “Quedé tan deprimido que tuve pesadillas una semana”, añadió. “Pero es verdad que no hay manera de soltarlo.”

No, no la hay. Como cuando era escolar y leía a Verne y a Salgari en la clase de matemáticas, pasé buena parte de las sesiones de aquel congreso sumergido en las argumentaciones de Revel, disimulando el libro con copias de discursos. Continué leyéndolo en el interminable vuelo trasatlántico que me llevó a Londres. Lo terminé cuando el avión tocaba tierra. Era una mañana soleada y el campo inglés, entre Heathrow y la ciudad, lucía más verde y civilizado que nunca. Llegar a Inglaterra me ha producido siempre una sensación de paz y de confianza, de vida vivible, de poner los pies en un mundo en el que, a pesar de los problemas y crisis, un sustrato de armonía y solidaridad social permite que las instituciones funcionen y que conceptos como respeto a la ley, la libertad individual, los derechos humanos, tengan substancia y sentido. Era deprimente, en efecto. ¿Estaba, todo aquello, condenado a desaparecer en un futuro más o menos próximo? ¿Sería la Inglaterra del futuro ese reino de la mentira y el horror que describió Orwell en 1984?

El lector de Cómo terminan las democracias emerge de sus páginas con la impresión de que –salvo un cambio tan radical como improbable en los países liberales– pronto se cerrará ese “breve paréntesis”, terminará ese “accidente” que habrá sido la democracia en la evolución de la humanidad y que el puñado de países que degustaron sus frutos volverán a confundirse con los que nunca salieron de la ignominia del despotismo que ha acompañado a los hombres desde los albores de la historia.

¿Una Casandra moderna? Revel, panfletario en el alto sentido literario y moral que tiene el término en la cultura francesa, un heredero de esa tradición de polemistas e iconoclastas que encarnaron los enciclopedistas, escribía con elegancia, razonaba con solidez y conservaba una curiosidad alerta por lo que ocurría en el resto del mundo, algo que fue una característica mayor de la vida intelectual en Francia y que, por desgracia, muchos intelectuales franceses contemporáneos parecen haber perdido. Sorprendía en este ensayo la exactitud de las referencias a América Latina, lo bien documentados que estaban los ejemplos de Venezuela, Perú, República Dominicana, Cuba y El Salvador. Todos los libros de Revel han sido heterodoxos, desde aquel que inauguró la serie –¿Para qué los filósofos?–, devastadora crítica a los entonces intocables existencialistas. Pero Cómo terminan las democracias tenía, además de fuerza persuasiva, ironía y agudos análisis, algo de que adolecían los otros: un pesimismo sobrecogedor.
La tesis del libro era que el comunismo soviético había ganado prácticamente la guerra al Occidente democrático, destruyéndolo psicológica y moralmente, mediante la infiltración de bacterias nocivas que, luego de paralizarlo, precipitarían su caída como una fruta madura. La responsabilidad de este proceso estaba, según Revel, en las propias democracias, que, por apatía, inconsciencia, frivolidad, cobardía o ceguera, habían colaborado irresponsablemente con su adversario en labrar su ruina.

Revel cartografiaba el impresionante crecimiento del dominio soviético en Europa, Asia, África y América Latina y lo que él creía el carácter irreversible de esta progresión. Una vez que un país cae dentro de su zona de influencia, los países occidentales –decía– consagran este episodio como definitivo e intocable, sin tener para nada en cuenta el parecer de los habitantes del país en cuestión. ¿Alguien, en Washington o Londres, se hubiera atrevido a comienzos de los ochenta a hablar de “liberar” a Polonia sin ser considerado inmediatamente como un pterodáctilo empeñado en precipitar una guerra nuclear por sus provocaciones contra la urss? Moscú, en cambio, no estaba maniatado por escrúpulos equivalentes. Su política de ayudar a los países a “liberarse” del capitalismo era coherente, permanente, no estorbada por ningún género de oposición interna, y adoptaba múltiples tácticas. La intervención directa de sus tropas, como en Afganistán; la intervención indirecta, mediante tropas cubanas o alemanas orientales, como en Angola y Etiopía; la ayuda militar, económica y publicitaria, como en Vietnam y en los países donde había procesos guerrilleros y terroristas que, no importa cuál fuera su línea ideológica, servían a la estrategia global de la urss.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, la superioridad militar de los países occidentales sobre la Unión Soviética era aplastante. En la década de los ochenta era al revés. La primacía soviética resultaba enorme en casi todos los dominios, incluido el nuclear. Este formidable armamentismo no había tenido el menor obstáculo interno para materializarse: los ciudadanos de la urss ni siquiera tenían idea cabal de que ocurría. En Occidente, en cambio, el movimiento pacifista, en contra de las armas nucleares y a favor del desarme unilateral, había alcanzado proporciones considerables y contaminaba a grandes partidos democráticos, como el laborismo inglés y la socialdemocracia alemana.

La demostración de Revel abarcaba los dominios diplomático, político, cultural y periodístico. Las páginas más incisivas describían la eficacia con que la urss llevó a cabo la batalla de la desinformación en Occidente. Prueba de que la ganó, afirmaba Revel, eran esos cientos de miles de demócratas que salían a protestar en las ciudades norteamericanas, inglesas, francesas, escandinavas, contra la “intervención yanqui” en El Salvador –donde había cincuenta asesores norteamericanos– y a quienes jamás se les hubiera pasado por la cabeza protestar del mismo modo contra los ciento treinta mil soldados soviéticos de Afganistán o los treinta mil cubanos en Angola.

¿Creía alguien todavía, en Occidente, que la democracia servía para algo?, se preguntaba. A juzgar por la manera como sus intelectuales, dirigentes políticos, sus sindicatos, órganos de prensa, autocritican el sistema, manteniéndolo bajo una continua y despiadada penalización, parecería que habían interiorizado las críticas formuladas contra él por sus enemigos. ¿Qué otra cosa explicaría el uso tramposo de fórmulas como “guerra fría”, vinculada siempre a Occidente –cuando fue en ese período que la urss alcanzó la supremacía militar–, así como “colonialismo” y “neocolonialismo” que solo parecen tener sentido si se las asocia con los países occidentales y jamás con la urss? En tanto que, en la subconsciencia de Occidente, las nociones de “liberación”, “anticolonialismo”, “nacionalismo” parecían invenciblemente ligadas al socialismo y a lo que representaba Moscú.

La tremenda amonestación de Revel contra las democracias me pareció en buena parte fundada, pero excesivamente pesimista. Es cierto que desconsolaba ver hasta qué extremo se había perdido en estos países el entusiasmo y la convicción en la defensa de la libertad, del sistema que trajo a sus ciudadanos formas y niveles de vida que no se conocieron jamás en el pasado y que no conocen tampoco, ni remotamente, los que viven bajo dictaduras.

El problema que planteaba Revel en ese libro parecía casi insoluble. La única manera como la democracia podría conjurar el peligro que señalaba sería renunciando a aquello que la hace preferible a un sistema totalitario: al derecho a la crítica, a la fiscalización del poder, al pluralismo, a ser una sociedad abierta. Es porque en ella hay libertad de prensa, lucha política, elecciones, contestación, que sus enemigos pueden “infiltrarla” con facilidad, manipular su información, instrumentalizar a sus intelectuales y políticos. Pero si, para evitar este riesgo, una democracia robustece el poder y los sistemas de control, sus enemigos también ganan, imponiéndole sus métodos y costumbres.
¿No había esperanza, entonces? ¿Veríamos los hombres de mi generación al mundo entero uniformado en una barbarie con misiles y computadoras? Afortunadamente no fue así. Por dos razones que, me parece, Revel no sopesó suficientemente. La primera: la superioridad económica, científica y tecnológica de las democracias occidentales. Esta ventaja –pese al poderío militar soviético– se fue acentuando, mientras la censura continuaba regulando la vida académica de la urss y la planificación burocrática seguía asfixiando su agricultura y su industria. Y la segunda: los factores internos de desagregación del imperio soviético.

Cuando uno leía en esos mismos años a sus disidentes, o los manifiestos de los obreros polacos, descubría que allá, tras la cortina de hierro, pese a la represión y a los riesgos, alentaba, creciente, vívido, ese amor a la libertad que parecía haberse apolillado entre los ciudadanos de los países libres.

Después de la muerte de Jean-Paul Sartre y de Raymond Aron, Jean-François Revel pasó a ejercer en Francia ese liderazgo intelectual, doblado de magistratura moral, que es la institución típicamente francesa del “mandarinato”. Conociendo su escaso apetito publicitario y su recelo ante cualquier forma de superchería, me imagino lo incómodo que debió sentirse en semejante trance. Pero ya no tenía manera de evitarlo: sus ideas y sus pronósticos, sus tomas de posición y sus críticas habían ido haciendo de él un maître à penser que fijaba los temas y los términos del debate político y cultural, en torno a quien, por aproximación o rechazo, se definen ideológica y éticamente los contemporáneos. Sin el “mandarín”, la vida intelectual francesa nos parecería deshuesada e informe, un caos esperando la cristalización.

Cada libro nuevo de Revel provocaba polémicas que trascendían el mundo de los especialistas, porque sus ensayos mordían carne en asuntos de ardiente actualidad y contenían siempre severas impugnaciones contra los tótems entronizados por las modas y los prejuicios reinantes. El que publicó en 1988, El conocimiento inútil, fue materia de diatribas y controversias por lo despiadado de su análisis y, sobre todo, por lo maltratados que salían de sus páginas algunos intocables de la cultura occidental contemporánea. Pero, por encima de la chismografía y lo anecdótico, El conocimiento inútil fue leído y asimilado por decenas de miles de lectores en todo el mundo, pues se trata de uno de esos libros que, por la profundidad de su reflexión, su valentía moral y lo ambicioso de su designio, constituyen –como lo fueron, en su momento, 1984, de Orwell, y El cero y el infinito, de Koestler– el revulsivo de una época.

La tesis que El conocimiento inútil desarrolla es la siguiente: no es la verdad, sino la mentira, la fuerza que mueve a la sociedad de nuestro tiempo. Es decir, a una sociedad que cuenta, más que ninguna otra en el largo camino recorrido por la civilización, con una información riquísima sobre los conocimientos alcanzados por la ciencia y la técnica que podrían garantizar, en todas las manifestaciones de la vida social, decisiones racionales y exitosas. Sin embargo, sostenía Revel, no es así. El prodigioso desarrollo del conocimiento, y de la información que lo pone al alcance de aquellos que quieren darse el trabajo de aprovecharla, no ha impedido que quienes organizan la vida de los demás y orientan la marcha de la sociedad sigan cometiendo los mismos errores y provocando las mismas catástrofes, porque sus decisiones continúan siendo dictadas por el prejuicio, la pasión o el instinto antes que por la razón, como en los tiempos que (con una buena dosis de cinismo) nos atrevemos todavía a llamar bárbaros.

El alegato de Revel iba dirigido, sobre todo, contra los intelectuales de las sociedades desarrolladas del Occidente liberal, las que han alcanzado los niveles de vida más elevados y las que garantizan mayores dosis de libertad, cultura y esparcimiento para sus ciudadanos de los que haya logrado jamás civilización alguna. Los peores y acaso más nocivos adversarios de la sociedad liberal no son, decía Revel, sus adversarios del exterior –los regímenes totalitarios del Este y las satrapías progresistas del Tercer Mundo–, sino ese vasto conglomerado de objetores internos que constituyen la intelligentsia de los países libres y cuya motivación preponderante parecería ser el odio a la libertad tal como esta se entiende y practica en las sociedades democráticas.
El aporte de Gramsci al marxismo consistió, sobre todo, en conferir a la intelligentsia la función histórica y social que en los textos de Marx y de Lenin era monopolio de la clase obrera. Esta función fue letra muerta en las sociedades marxistas, donde la clase intelectual –como la obrera, por lo demás– era mero instrumento de la “élite” o “nomenclatura” que había expropiado todo el poder en provecho propio. Leyendo el ensayo de Revel, uno llegaba a pensar que la tesis gramsciana sobre el papel del “intelectual progresista” como modelador y orientador de la cultura solo alcanzaba una confirmación siniestra en las sociedades que Karl Popper llamó “abiertas”. Digo “siniestra” porque la consecuencia de ello, para Revel, era que las sociedades libres habían perdido la batalla ideológica ante el mundo totalitario y podían, en un futuro no demasiado remoto, perder también la otra, la que las privaría de su más preciado logro: la libertad.

Si formulada así, en apretada síntesis, la tesis de Revel parecía excesiva, cuando el lector se sumergía en las aguas hirvientes de El conocimiento inútil –un libro donde el brío de la prosa, lo acerado de la inteligencia, la enciclopédica documentación y los chispazos de humor sarcástico se conjugan para hacer de la lectura una experiencia hipnótica– y se enfrentaba a las demostraciones concretas en que se apoya, no podía dejar de sentir un estremecimiento. ¿Eran estos los grandes exponentes del arte, de la ciencia, de la religión, del periodismo, de la enseñanza del mundo llamado libre?

Revel mostraba cómo el afán de desacreditar y perjudicar a los gobiernos propios –sobre todo si estos, como era el caso de los de Reagan, la señora Thatcher, Kohl o Chirac, eran de “derecha”– llevaba a los grandes medios de comunicación occidentales –diarios, radios y canales de televisión– a manipular la información, hasta llegar a veces a legitimar, gracias al prestigio de que gozan, flagrantes mentiras políticas. La desinformación, decía Revel, era particularmente sistemática en lo que concierne a los países del Tercer Mundo catalogados como “progresistas”, cuya miseria endémica, oscurantismo político, caos institucional y brutalidad represiva eran atribuidos, por una cuestión de principio –acto de fe anterior e impermeable al conocimiento objetivo–, a pérfidas maquinaciones de las potencias occidentales o a quienes, en el seno de esos países, defendían el modelo democrático y luchaban contra el colectivismo, los partidos únicos y el control de la economía y la información por el Estado.

Los ejemplos de Revel resultaban escalofriantes porque los medios de comunicación con los que ilustraba su alegato parecían los más libres y los técnicamente mejor hechos del mundo: The New York Times, Le Monde, The Guardian, Der Spiegel, etcétera, y cadenas como la cbs norteamericana o la Televisión Francesa. Si en estos órganos, que disponen de los medios materiales y profesionales más fecundos para verificar la verdad y hacerla conocer, esta era a menudo ocultada o distorsionada en razón del parti pris ideológico, ¿qué se podía esperar de los medios de comunicación abiertamente alineados –los de los países con censura, por ejemplo– o los que disponían de condiciones materiales e intelectuales de trabajo mucho más precarias? Quienes viven en países subdesarrollados saben muy bien qué se puede esperar: que, en la práctica, las fronteras entre información y ficción –entre la verdad y la mentira– se evaporen constantemente en los medios de comunicación de modo que sea imposible conocer con objetividad lo que ocurre a nuestro alrededor.

Las páginas más alarmantes del libro de Revel señalaban cómo la pasión ideológica podía llevar, en el campo científico, a falsear la verdad con la misma carencia de escrúpulos que en el periodismo. La manera en que, en un momento dado, fue desnaturalizada, por ejemplo, la verdad sobre el sida, con la diligente colaboración de eminentes científicos norteamericanos y europeos a fin de enlodar al Pentágono –en una genial operación publicitaria que, a la postre, se revelaría programada por la KGB– probaba que no hay literalmente reducto del conocimiento –ni siquiera las ciencias exactas– donde no pueda llegar la ideología con su poder distorsionador a entronizar mentiras útiles para la causa.

Para Revel no había duda alguna: si la “sociedad liberal”, aquella que ha ganado en los hechos la batalla de la civilización, creando las formas más humanas –o las menos inhumanas– de existencia en toda la historia, se desmoronaba y el puñado de países que habían hecho suyos los valores de libertad, de racionalidad, de tolerancia y de legalidad volvían a confundirse en el piélago de despotismo político, pobreza material, brutalidad, oscurantismo y prepotencia –que fue siempre, y sigue siendo, la suerte de la mayor parte de la humanidad–, la responsabilidad primera la tendrá ella misma, por haber cedido –sus vanguardias culturales y políticas, sobre todo– al canto de la sirena totalitaria y por haber aceptado los ciudadanos libres este suicidio sin reaccionar.

No todas las imposturas que El conocimiento inútil denunciaba eran políticas. Algunas afectan la propia actividad cultural, degenerándola íntimamente. ¿No hemos tenido muchos lectores no especializados, en estas últimas décadas, leyendo –tratando de leer– a ciertas supuestas eminencias intelectuales de la hora, como Lacan, Althusser, Teilhard de Chardin o Jacques Derrida; la sospecha de un fraude, es decir, de unas laboriosas retóricas cuyo hermetismo ocultaba la banalidad y el vacío? Hay disciplinas –la lingüística, la filosofía, la crítica literaria y artística, por ejemplo– que parecen particularmente dotadas para propiciar el embauque que muda mágicamente la cháchara pretenciosa de ciertos arribistas en ciencia humana de moda. Para salir al encuentro de este género de engaños hace falta no solo el coraje de atreverse a nadar contra la corriente; también, la solvencia de una cultura que abrace muchas ramas del saber. La genuina tradición del humanismo, que Revel representaba tan bien, es lo único que puede impedir, o atemperar sus estropicios en la vida cultural de un país, esas deformaciones –la falta de ciencia, el pseudoconocimiento, el artificio que pasa por pensamiento creador– que son síntoma inequívoco de decadencia.

En el capítulo titulado significativamente “El fracaso de la cultura”, Revel sintetizaba de este modo su terrible autopsia: “La gran desgracia del siglo xx es haber sido aquel en el que el ideal de la libertad fue puesto al servicio de la tiranía, el ideal de la igualdad al servicio de los privilegios y todas las aspiraciones, todas las fuerzas sociales reunidas originalmente bajo el vocablo de ‘izquierda’, embridadas al servicio del empobrecimiento y la servidumbre. Esta inmensa impostura ha falsificado todo el siglo, en parte por culpa de algunos de sus más grandes intelectuales. Ella ha corrompido hasta en sus menores detalles el lenguaje y la acción política, invertido el sentido de la moral y entronizado la mentira al servicio del pensamiento.”

Recuerdo haber leído este libro de Revel con una fascinación que hace tiempo no sentía por novela o ensayo alguno. Por el talento intelectual y el coraje moral de su autor y, también, porque compartía muchos de sus temores y sus cóleras sobre la responsabilidad de tantos intelectuales –y, a veces, de los más altos– en los desastres políticos de nuestro tiempo: la violencia y la penuria que acompañan siempre el asesinato de la libertad.
Si la “traición de los clérigos” alcanzó en el mundo de las democracias desarrolladas las dimensiones que denunciaba Revel, ¿qué decir de lo que ocurría en los países pobres e incultos, donde aún no se acaba de decidir el modelo social? Entre ellos se reclutan los aliados más prestos, los cómplices más cobardes y los propagandistas más abyectos de los enemigos de la libertad, al extremo de que la noción misma de “intelectual”, entre nosotros, llega a veces a tener un tufillo caricatural y deplorable. Lo peor de todo es que, en los países subdesarrollados, la “traición de los clérigos” no suele obedecer a opciones ideológicas, sino, en la mayoría de los casos, a puro oportunismo: porque ser “progresista” es la única manera posible de escalar posiciones en el medio cultural –ya que el establishment académico o artístico es casi siempre de izquierda– o, simplemente, de medrar (ganando premios, obteniendo invitaciones y hasta becas de la Fundación Guggenheim). No es una casualidad ni un perverso capricho de la historia que, por lo general, nuestros más feroces intelectuales “antiimperialistas” latinoamericanos terminen de profesores en universidades norteamericanas.

Y, sin embargo, pese a todo ello, soy menos pesimista sobre el futuro de la “sociedad abierta” y de la libertad en el mundo de lo que lo era en ese libro Jean-François Revel. Mi optimismo se cimienta en esta convicción antigramsciana: no es la intelligentsia la que hace la historia. Por lo general, los pueblos –esas mujeres y hombres sin cara y sin nombre, las “gentes del común”, como los llamaba Montaigne– son mejores que la mayoría de sus intelectuales: más sensatos, más democráticos, más libres a la hora de decidir sobre asuntos sociales y políticos. Los reflejos del hombre sin cualidades, a la hora de optar por el tipo de sociedad en que quiere vivir, suelen ser racionales y decentes. Si no fuera así, no habría en América Latina la cantidad de gobiernos civiles que hay ahora ni habrían caído tantas dictaduras en las últimas dos décadas. Y tampoco sobrevivirían tantas democracias a pesar de la crisis económica y los crímenes de la violencia política. La ventaja de la democracia es que en ella el sentir de esas “gentes del común” prevalece tarde o temprano sobre el de las “elites”. Y su ejemplo, poco a poco, puede contagiar y mejorar el entorno. ¿No era esto lo que indicaban, al mismo tiempo que se publicaba El conocimiento inútil, esas tímidas señales de apertura en la ciudadela totalitaria de la llamada perestroika?

En todo caso, no estaba todo perdido para las sociedades abiertas cuando en ellas había todavía intelectuales capaces de pensar y escribir libros como los de Jean-François Revel.

Todos los que escribió fueron interesantes y polémicos, pero sus memorias, que aparecieron en 1997 con el enigmático título de El ladrón en la casa vacía, fueron, además, risueñas; una desenfadada confesión de pecadillos, pasiones, ambiciones y frustraciones, escrita en un tono ligero y a ratos hilarante por un marsellés al que las travesuras de la vida apartaron de la carrera universitaria con que soñó en su juventud y convirtieron en ensayista y periodista político.

Ese cambio de rumbo a él parecía provocarle cierta tristeza retrospectiva. Sin embargo, desde el punto de vista de sus lectores, no fue una desgracia, más bien una suerte, que, por culpa de Sartre y una guapa periodista a la que embarazó cuando era muy joven, debiera abandonar sus proyectos académicos y partir a México y luego a Italia a enseñar la lengua y la cultura francesas. Decenas de profesores de filosofía de su generación languidecieron en las aulas universitarias enseñando una disciplina que, con rarísimas excepciones (una de ellas, Raymond Aron, de quien Revel trazó en ese libro un perfil cariñosamente perverso), se ha especializado de tal modo que parece tener ya poco que ver con la vida de la gente. En sus libros y artículos, escritos en salas de redacción o en su casa, azuzado por la historia en agraz, Revel no dejó nunca de hacer filosofía, pero a la manera de Diderot o de Voltaire, a partir de una problemática de actualidad, y su contribución al debate de ideas de nuestro tiempo, lúcida y valerosa, ha demostrado, como en el ámbito de nuestra lengua lo hizo un José Ortega y Gasset, que el periodismo podía ser altamente creativo, un género compatible con la originalidad intelectual y la elegancia estilística.

El ladrón en la casa vacía, a través de episodios y personajes claves, evoca una vida intensa y trashumante, donde se codean lo trascendente –la resistencia al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, los avatares del periodismo francés en el último medio siglo– y lo estrambótico, como la regocijante descripción que hace Revel de un célebre gurú, Gurdjieff, cuyo círculo de devotos frecuentó en sus años mozos. Esbozado a pinceladas de diestro caricaturista, el célebre iluminado que encandiló a muchos incautos y esnobs en su exilio parisino, aparece en estas páginas como una irresistible sanguijuela beoda, esquilmando las bolsas y las almas de sus seguidores, entre los que, por sorprendente que parezca, junto a gentes incultas y desprevenidas fáciles de engatusar, había intelectuales y personas leídas que tomaron la verborrea confusionista de Gurdjieff por una doctrina que garantizaba el conocimiento racional y la paz del espíritu.

El retrato es devastador, pero, como en algunos otros de la galería de personajes del libro, amortigua la severidad una actitud jovial y comprensiva del narrador, cuya sonrisa benevolente salva en el último instante al que está a punto de desintegrarse bajo el peso de su propia picardía, vileza, cinismo o imbecilidad.

Algunos de los perfiles de estos amigos, profesores, adversarios o simples compañeros de generación y oficio, son afectuosos e inesperados, como el de Louis Althusser, maestro de Revel en la École Normale, que aparece como una figura bastante más humana y atractiva de lo que podía esperarse del talmúdico y asfixiante glosador estructuralista de El capital, o la de Raymond Aron, quien, pese a ocasionales entredichos y malentendidos con el autor cuando ambos eran los colaboradores estrellas de L’Express, es tratado siempre con respeto intelectual, aun cuando exasperaba a Revel su incapacidad para tomar una posición rectilínea en los conflictos que, a menudo, él mismo suscitaba.

Otras veces, los retratos son feroces y el humor no consigue moderar la tinta vitriólica que los delinea. Es el caso de la furtiva aparición del ministro socialista francés cuando la Guerra del Golfo, Jean-Pierre Chevènement (“Lenin provinciano y beato, perteneciente a la categoría de imbéciles con cara de hombres inteligentes, más traperos y peligrosos que los inteligentes con cara de imbéciles”) o la del propio François Mitterrand, de quien estuvo muy cerca Revel antes de la subida al poder de aquél, que se disputa con Jimmy Goldsmith el título del bípedo más inusitado y lamentable de los que desfilan en el gran curso de estas memorias.

Revel define a Mitterrand como un hombre mortalmente desinteresado de la política (también de la moral y las ideas), que se resignó a ella porque era un requisito inevitable para lo único que le importaba: llegar al poder y atornillarse en él lo más posible. La semblanza es memorable, algo así como un identikit de cierta especie de político exitoso: envoltura simpática, técnica de encantador profesional, una cultura de superficie apoyada en gestos y citas bien memorizadas, una mente glacial y una capacidad para la mentira rayana en la genialidad, más una aptitud fuera de lo común para manipular seres humanos, valores, palabras, teorías y programas en función de la coyuntura. No solo los prohombres de la izquierda son maltratados con jocosa irreverencia en las memorias; muchos dignatarios de la derecha, empezando por Valéry Giscard d’Estaing, asoman también como dechados de demagogia e irresponsabilidad, capaces de poner en peligro las instituciones democráticas o el futuro de su país por miserables vanidades y una visión mezquina, cortoplacista, de la política.

El más delicioso (y también el más cruel) de los retratos, una pequeña obra maestra dentro del libro, es el del billonario anglofrancés Jimmy Goldsmith, dueño de L’Express durante los años que Revel dirigió el semanario, años en que, sea dicho de paso, esa publicación alcanzó una calidad informativa e intelectual que no tuvo antes ni ha tenido después. Scott Fitzgerald creía que “los ricos eran diferentes” y el brillante, apuesto y exitoso Jimmy (que llegó al extremo en 1997 de distraer su aburrimiento dilapidando veinte millones de libras esterlinas en un Partido del Referéndum para defender, en las elecciones de ese año en el Reino Unido, la soberanía británica contra los afanes colonialistas de Bruselas y el canciller Kohl) parecía darle la razón. Pero tal vez sea difícil en este caso compartir la admiración que el autor de El gran Gatsby sentía por los millonarios. Un ser humano puede tener un talento excepcional para las finanzas y al mismo tiempo, como el personaje en cuestión, ser un patético megalómano, autodestructivo y torpe para todo lo demás. La relación de los delirantes proyectos políticos, periodísticos y sociales que Goldsmith concebía y olvidaba casi al mismo tiempo, y de las intrigas que urdía contra sí mismo, en un permanente sabotaje a una empresa que, pese a ello, seguía dándole beneficios y prestigio, es divertidísima, con escenas y anécdotas que parecen salidas de una novela balzaciana y provocan carcajadas en el lector.

De todos los oficios, vocaciones y aventuras de Revel –profesor, crítico de arte, filósofo, editor, antólogo, gastrónomo, analista político, escritor y periodista– son estos dos últimos los que prefirió y en los que ha dejado la huella más durable. Todos los periodistas deberían leer su testimonio sobre las grandezas y miserias de este oficio, para enterarse de lo apasionante que puede llegar a ser, y, también, las bendiciones y estragos que de él pueden derivarse. Revel refiere algunos episodios cimeros de la contribución
del periodismo en Francia al esclarecimiento de una verdad hasta entonces oculta por “la bruma falaz del conformismo y la complicidad”. Por ejemplo, el increíble hallazgo, por un periodista zahorí, en unos tachos de basura apilados en las afueras de un banco, durante una huelga de basureros en París, del tinglado financiero montado por la urss en Francia para subvencionar al Partido Comunista.

No menos notable fue la averiguación de las misteriosas andanzas de Georges Marchais, secretario general de aquel partido, durante la Segunda Guerra Mundial (fue trabajador voluntario en fábricas de la Alemania nazi). Esta segunda primicia, sin embargo, no tuvo la repercusión que era de esperar, pues, debido al momento político, no solo la izquierda tuvo interés en acallarla. También la escamoteó la prensa de derecha, temerosa de que la candidatura presidencial de Marchais quedara mellada con la revelación de las debilidades pronazis del líder comunista en su juventud y sus potenciales votantes se pasaran a Mitterrand, lo que hubiera perjudicado al candidato Giscard. De este modo, rechazada a diestra y siniestra, la verdad sobre el pasado de Marchais, minimizada y negada, terminó por eclipsarse, y aquél pudo proseguir su carrera política sin sombras, hasta la apacible jubilación.

Estas memorias retrataban a un Revel en plena forma: fogoso, pendenciero y vital, apasionado por las ideas y los placeres, curioso insaciable y condenado, por su enfermiza integridad intelectual y su vocación polémica, a vivir en un perpetuo entredicho con casi todo lo que lo rodeaba. Su lucidez para detectar las trampas y autojustificaciones de sus colegas y su coraje para denunciar el oportunismo y la cobardía de los intelectuales que se ponen al servicio de los poderosos por fanatismo o apetito prebendario, hicieron de él un “maldito” moderno, un heredero de la gran tradición de los inconformistas franceses, aquella que provocaba revoluciones e incitaba a los espíritus libres a cuestionarlo todo, desde las leyes, sistemas, instituciones, principios éticos y estéticos, hasta el atuendo y las recetas de cocina. Esa tradición agoniza en nuestros días y yo al menos, por más que escruto el horizonte, no diviso continuadores en las nuevas hornadas de escribas, con la excepción tal vez de un André Glucksmann. Mucho me temo, pues, que con Revel, vaya a desaparecer. Pero, eso sí, con los máximos honores.

La muerte de Jean-François Revel el 30 de abril de 2006 abrió un vacío intelectual en Francia que, en lo inmediato, nadie ha llenado. Ella privó a la cultura liberal de uno de sus más lúcidos y aguerridos combatientes y nos dejó a sus lectores, admiradores y amigos con una sobrecogedora sensación de orfandad.

Había nacido en 1924 en Marsella y aprobado todos los requisitos que en Francia auguran una carrera académica de alto nivel (Escuela Normal Superior, agregación en filosofía, militancia en la resistencia durante la ocupación) y enseñado en los institutos franceses de México y Florencia, donde aprendió el español y el italiano, dos de los cinco idiomas que hablaba a la perfección. Su biografía oficial dice que su primer libro fue Pourquoi des philosophes? (1957) (¿Para qué los filósofos?), pero, en verdad, había publicado antes una novela, Histoire de Flore, que, por excesivo sentido de autocrítica, nunca reeditó. Aquel ensayo, y su continuación de cinco años después, La Cabale des dévots (1962) (La Cábala de los devotos), revelaron al mundo a un formidable panfletario a la manera de Voltaire, culto y pugnaz, irónico y lapidario, en el que la riqueza de las ideas y el espíritu insumiso se desplegaban en una prosa tersa y por momentos incandescente. Recuerdo haberlos leído sorprendido, sacudido, irritado y, a fin de cuentas, con inmenso placer. Todos los grandes iconos en aquellos años quedaban bastante despintados en esos ensayos que denunciaban el oscurantismo gratuito, pretencioso y tramposo del lenguaje en que se expresaba buena parte de la filosofía de moda (de Lacan a Heidegger, de Sartre a Teilhard de Chardin, de Merleau-Ponty a Lévi-Strauss). El panfleto, en el siglo xviii, no era en modo alguno esa forma retórica de diatriba vulgar y casi siempre insustancial que define en nuestra época aquel vocablo, sino una comunicación polémica de alta cultura, un desafío semejante a las cartas de batalla medievales pero en el orden de las ideas, que empleaban los mejores talentos, volcando en esos textos sus mejores prendas intelectuales, para llegar a un público más vasto que el de los especialistas. Entre las mil actividades que desempeñó Jean-François Revel, figura la de haber dirigido en la editorial inconformista de J. J. Pauvert una excelente colección de panfletos llamada “Libertés”, en la que desfilaban Diderot, Voltaire, Hume, Rousseau, Zola, Marx, Breton y muchos otros.

A esa dinastía de grandes polemistas, rebeldes y agitadores intelectuales pertenecía Jean-François Revel y fue una verdadera suerte para la cultura de la libertad que, en 1963, abandonara su carrera universitaria para dedicarse de lleno al periodismo y a escribir sus ensayos, que llegaron a un público muy vasto, gracias al esfuerzo que hizo siempre, muy coherente con las críticas que había formulado a sus colegas filósofos, de conciliar el rigor intelectual con la claridad de la expresión. En esto fue todavía mucho más lejos que Raymond Aron, su amigo y maestro y a quien heredó la responsabilidad de ser el gran valedor de las ideas liberales en un país y en un momento histórico en que “el opio de los intelectuales” (como llamó Aron al marxismo en un ensayo célebre) tenía poco menos que hechizada a la intelectualidad francesa. (La obnubilación llegó a tal extremo que el inteligente Sartre había declarado, a su regreso de un viaje a Moscú: “La libertad de crítica es total en la Unión Soviética.”) Todos los libros de Revel, sin excepción, están al alcance de un lector medianamente culto, pese a que en algunos de ellos se discuten asuntos de intrincada complejidad, como doctrinas teológicas, eruditas polémicas de filología o estéticas, descubrimientos científicos o teorías sobre el arte. Nunca recurrió a la jerga especializada ni confundió la oscuridad con la profundidad. Fue siempre claro sin ser jamás superficial. Que eso lo consiguiera en sus libros, ya es un mérito; pero lo es todavía más que esa fuera la tónica de los centenares de artículos que escribió, en las publicaciones en que a lo largo de más de medio siglo comentó cada semana la actualidad: France Observateur, L’Express (del que fue director) y Le Point.

Por ignorantes, o para tratar de desprestigiarlo, muchos cacógrafos lo han presentado en estos días como un pensador “conservador”. No lo fue nunca. Fue, en su juventud, un socialista, y por eso se opuso, con críticas acerbas, a la Quinta República del general De Gaulle (Le style du général, 1959), y todavía en 1968 se enfrentó, en un ensayo sin misericordia, a la Francia de la reacción (Lettre ouverte à la droite). El año anterior, había sido candidato a diputado por el partido de François Mitterrand. Toda su vida fue un republicano ateo y anticlerical, severísimo catón del espíritu dogmático de todas las iglesias y en especial la católica, un defensor del laicismo y del racionalismo heredados del Siglo de las Luces (se explayó al respecto con sabiduría y humor en su libro-polémica con su hijo Matthieu, monje tibetano y traductor del Dalái Lama: Le moine et le philosophe, 1997). Dentro del espectro de variantes del liberalismo, Revel estuvo siempre en aquella que más se acerca al anarquismo, aunque sin caer en él, como sugiere aquella insolente declaración del principio de sus memorias: “Aborrezco a la familia, tanto aquella en la que nací como las que yo mismo fundé.”

Pero es verdad que el grueso de sus críticas, y esos libros que provocaron verdaderos seísmos intelectuales en el seno de la corrección política, se dirigían a esa izquierda enemistada con la cultura democrática, la sometida al dogmatismo marxista o maoísta, y, sobre todo, a la acobardada y paralizada por el temor de ser acusada de “venderse a la reacción”, que sirvió en tantos países de caballo de Troya del totalitarismo, y a la proliferación de una literatura política supuestamente progresista sin vuelo, sin músculos y sin alma, hecha de lugares comunes y retórica estupefaciente. La tentation totalitaire (1976), Comment les démocraties finissent (1983), Le terrorisme contre la démocratie (1987) y La connaissance inutile (1988) provocaron intensas y estimulantes polémicas y sirvieron para mostrar que un pensador liberal podía ser capaz, si tenía el talento, la cultura y la valentía de un Revel, de encarnar el verdadero espíritu inconforme y trasgresor en tiempos de abdicación y aplatanamiento moral de la izquierda democrática.
Pero sería una gran injusticia hablar de Jean-François Revel solo como ensayista político.

En realidad, fue un humanista moderno, con curiosidades por todo el abanico de vocaciones y disciplinas, las letras y las artes, como testimonian sus libros y sus artículos que versan sobre los temas más diversos. Pero en ninguno de los temas sobre los que escribió aparecía como un mero diletante. Su ensayo sobre Proust es delicado y sensible, una lectura original, con algunos hallazgos sorprendentes. Y también lo son sus escritos sobre el arte y la crítica de arte, que revelan una larga frecuentación de museos, galerías y bibliotecas afines. Su hermosa Une anthologie de la poésie française (1984, 1991) muestra una curiosa mezcla de amor por la tradición y la vanguardia al mismo tiempo y es, como todo lo que escribió, iconoclasta y original. Su libro sobre gastronomía, Un festin en paroles (1979), es, qué duda cabe, el libro de alguien que sabía muy bien de lo que hablaba. Verlo disfrutar de la comida era un espectáculo, solo comparable al que ofrecía Pablo Neruda frente a una mesa llena de manjares. Todo su inmenso amor a la vida –a esta vida, la única en la que creía– trasparecía allí, en el brillo feliz de sus ojos, en la seriedad con que probaba cada bocado, en la gran sonrisa que era signo inequívoco de su aprobación.

Desde que, en su juventud, pasó dos años en México, como profesor, se interesó en América Latina, leyó mucho su literatura y estudió su historia y siguió sus avatares políticos con la seriedad y la falta de prejuicios que le permitieron conocer al continente de las esperanzas frustradas como muy pocos intelectuales europeos. También en este campo dio una batalla que nunca podremos agradecerle bastante los latinoamericanos. Es verdad que no era suficiente contrapeso al inmenso caudal de estereotipos y distorsiones que anegan por lo general los artículos y ensayos sobre América Latina que se publican en Europa, pero sin él las cosas hubieran sido todavía mucho peor. Cada una de las giras de Jean-François Revel por los países latinoamericanos en las últimas tres décadas fueron enormemente positivas y gracias a él, por ejemplo, el venezolano Carlos Rangel se animó a publicar sus magníficos ensayos.

El temible polemista era un hombre bueno, generoso, un amigo leal, deslumbrante en las conversaciones de pequeños grupos, cuando, con una copa en la mano, se abandonaba al chisme, la anécdota, la picardía y el humor, inmensamente divertido. Parecía haberlo leído todo, pues sobre casi todo hablaba con una solvencia tranquila y una memoria de elefante, pero no había en él ni asomo de pedantería. Todo lo contrario. Nos conocimos a principios de los años setenta y, desde entonces, fuimos amigos, y también, creo que puedo decirlo sin parecer jactancioso, compañeros de barricada, porque ninguno de los dos se avergonzaba de ser llamado un liberal, palabra que, a pesar de todas las montañas de insidia con que han querido ensuciarla en estas décadas, sigue siendo, para mí, como lo era para Revel, una palabra hermosísima, pariente sanguínea de la libertad y de las mejores cosas que le han pasado a la humanidad, desde el nacimiento del individuo, la democracia, el reconocimiento del otro, los derechos humanos, la lenta disolución de las fronteras y la coexistencia en la diversidad. No hay palabra que represente mejor la idea de civilización y que esté más reñida con todas las manifestaciones de la barbarie que han llenado de sangre, injusticia, censura, crímenes y explotación la historia humana. Y pocos intelectuales modernos obraron tanto como Jean-François Revel para mantenerla viva y operante en estos tiempos difíciles. ~
Este texto de Mario Vargas Llosa se publicó como prólogo a las memorias de Jean-François Revel, El ladrón en la casa vacía (Madrid, Editorial Fundación faes, 2007)
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