domingo, 16 de diciembre de 2007

El Rey Hugo

Con el triunfo del si, Hugo Chávez hubiera podido reelegirse indefinidamente hasta la muerte. Sin embargo, parece ser que los venezolanos han abierto los ojos y le han dicho no al proyecto socialista y autoritario del gobernante. Y es que desde que Chávez llegó al poder, cada vez ha ido moviéndose más y más a la izquierda y alejándose, por tanto, de las formas democráticas y el respeto a las libertades fundamentales. Esta vez ha perdido una batalla, pero aun resta una larga guerra por recuperar todo lo que Venezuela ha perdido en los últimos años.
Ya antes de los resultados algunos analistas políticos pronosticaban que el no iba a hacerse de la victoria, lo que hoy, ya conocidos los resultados, significa el primer revés del gobernante en lo que va de sus mandatos, el milagro se ha dado a pesar del gran apoyo popular del que goza y del control que ejerce de todas las instituciones del Estado. Habrá que ver como reacciona Chávez en los siguientes días y que tretas inventa para contrarrestar el revés.
Es evidente que las limitaciones a la libertad de pensamiento y expresión, a las libertades políticas, a la propiedad y a la integridad física de los venezolanos, por parte del régimen chavista, eran recogidas en los 69 artículos que reformaban el texto de la Constitución venezolana rechazado por mínimo margen, lo cual tenía como fin la eliminación del sistema de libertades políticas y económicas de las que ha gozado el país desde fines de los 50.
Con los cambios propuestos y desaprobados el 2 de diciembre, Venezuela hubiera optado por el socialismo y se hubiera alejado así del desarrollo. Los atropellos a las libertades básicas, reconocidas en el derecho internacional, y que el texto constitucional pretendía incorporar han sido denunciadas en distintas instancias, incluida la Red Liberal de América Latina pues el proyecto de Constitución:
1. Eliminaba el principio de tolerancia y la diversidad de pensamiento político, a través de la creación de un estado de vocación socialista. Es decir, la consolidación del pensamiento único es la negación misma de la democracia.
2. Eliminaba el principio de alternabilidad política, a través de la habilitación al Presidente de la República, para poder optar a la magistratura presidencial sin limitación alguna. Esta inclusión, que atentaba contra la tradición republicana venezolana, era evidencia clara de la vocación dictatorial de la reforma propuesta.
3. Eliminaba libertades fundamentales sin las cuales es inconcebible la práctica de la democracia; entre ellas, la libertad de expresión y la libertad de información, al controlar especialmente la televisión, y promueve la desaparición de las organizaciones sociales autónomas como los sindicatos, los gremios, las asociaciones estudiantiles, la autonomía universitaria, así como la mayoría de las agrupaciones de la sociedad civil.
4. Eliminaba derechos humanos sin los cuales es impensable la creación de riqueza social. En particular, suprimía la libertad económica, que es garantía en el derecho a ejercer la iniciativa propia para actuar en la economía, y a la justa remuneración por la contribución social resultante. Por el contrario, el proyecto acentuaba el peso del Estado en la economía, ya desmedido, por medio de nuevas habilitaciones financieras, administrativas y económicas. Sin duda, esto iba a someter al venezolano común a la tutela del Estado, excluyéndolo del proceso productivo, a menos que fuera sometido indignamente a la ideología política socialista promovida desde el gobierno, por mandato constitucional.
5. Eliminaba el principio de rendición de cuentas de las autoridades elegidas, al suprimir dicha obligación del mandato constitucional.
6. Eliminaba la propiedad privada, al crear un elenco atrabiliario de formas de propiedad colectivista, contra toda la evidencia que pone de relieve los fracasos habidos en sistemas colectivistas en otras sociedades, de lo cual existe amplia referencia.
7. Eliminaba el carácter profesional de las Fuerzas Armadas, lo que las convertía en una milicia ideologizada, al servicio de los intereses de Hugo Chávez y de su proyecto político personal. Con ello, se pretendía militarizar la sociedad venezolana, y subordinarla a los dictados del poder militar, creando una peligrosa amenaza geopolítica que compromete la seguridad de la región.
8. Anulaba la representación democrática de alcaldes y gobernadores, nacida en el voto popular, por un tumultuario “Poder Popular” designado por voluntad del Presidente de la República, que no nace del voto y de procesos comiciales transparentes y plurales, es una clara muestra del talante dictatorial de esta reforma, que suprimirá la libertad de los ciudadanos y el funcionamiento independiente de las instituciones.
9. Eliminaba la autonomía del Banco Central, con lo que éste se hubiese convertido en la caja chica del gobierno, aumentando dramáticamente el riesgo de que los venezolanos vieran confiscado el fruto de su trabajo mediante la emisión inflacionaria irresponsable del gobernante.
10. Violaba el principio de libertad de enseñanza, ya que pretendía convertir a la educación formalmente en una herramienta de adoctrinamiento de todos los jóvenes.
Los resultados de la consulta venezolana, cuestionan el rumbo que ha tomado el país y debilita el liderazgo de Chávez y de Venezuela en la región, por lo que es difícil pensar que el gobernante se quedará tranquilo tras los resultados. La figura presidencial, de haberse dado el cambio constitucional, se hubiese asemejado a una monarquía en la que Chávez hubiese fungido de Reyezuelo.
Habrá que estar alerta y tomar con calma los resultados del referéndum venezolano, pues es seguro que Hugo Chávez insistirá con su proyecto socialista y verá la forma en que sea aprobada y de quedarse en el poder todo el tiempo que pueda.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Democracia sin república

Es muy común que se desconozca el significado preciso de los términos "democracia" y "república". Suele creerse que la democracia se agota en la elección de los gobernantes; sin embargo, éstos, después de haber sido elegidos popularmente, pueden tener una gestión democrática o no, según el estilo de gobierno que adopten.

Si quienes conducen los destinos de la Nación gobiernan con un alto grado de sensibilidad social y tienen como único objetivo satisfacer las necesidades de sus representados, podrá decirse que tienen un estilo de gobierno democrático. De lo contrario, será un gobierno democrático en su origen, pero no en su ejercicio.

Mientras tanto, la república es un sistema político en el cual existen diferentes órganos de gobierno y en el que los jueces son absolutamente independientes. Por eso, un estilo de gobierno republicano es aquel en el que se respeta la división de poderes y la independencia del órgano judicial.

A la luz de lo expuesto, así como un gobierno puede ser democrático en su origen (por haber sido elegido popularmente), pero no en su gestión cotidiana (por no atender las necesidades de sus representados), también es posible que un gobernante sea democrático (en su origen y en su ejercicio), pero no republicano en su gestión (por desconocer o no asegurar la división de poderes).

Desde el 10 de diciembre de 1983, a pesar de las profundas crisis que hemos sufrido, han transcurrido 21 años de una genuina democracia de origen. Desde entonces se han iniciado cinco períodos presidenciales (1983, 1989, 1995, 1999 y 2003) en los que se desarrollaron siete mandatos: Menem (1989-1995), Menem (1995-1999), De la Rúa (dos años del período 1999-2003), Rodríguez Saá (una semana del período 1999-2003), Duhalde (casi un año y medio del período 1999-2003), Kirchner (últimos siete meses del período 1999-2003) y Kirchner (iniciando el período 2003-2007). Si bien Rodríguez Saá y Duhalde fueron designados presidentes en función de la ley de acefalía (20.972), es positivo que, por lo menos, hayan sido elegidos en función de los mecanismos legales existentes y no por medio de designios arbitrarios o caprichosos.

El iniciado el 10 de diciembre de 1983, es el período de democracia genuina (de origen) más extenso en nuestro país. Queda para la discusión y el criterio personal de cada uno evaluar si los gobernantes han adoptado un estilo de gobierno democrático.

El problema es, en cambio, la salud de la república como forma de gobierno, como estilo de conducción. Aquí no sólo el diagnóstico es absolutamente negativo, sino que además las perspectivas son desalentadoras.

Por un lado, los presidentes de este período (fundamentalmente, Menem) comenzaron un proceso de apropiación indebida de atribuciones. Es decir, le arrebataron al Congreso de la Nación potestades que la Constitución nacional le ha concedido. Esta apropiación siempre se fundó en razones de necesidad y urgencia. El nefasto instrumento mediante el cual se perfeccionaba el dislate institucional comenzó a llamarse "decreto de necesidad y urgencia". Si estaba mal, había algo peor: el propio Congreso miraba para otro lado y la Corte Suprema de Justicia de la Nación convalidaba la mayoría de esos decretos.

Para evitar que continuaran esos abusos institucionales, el constituyente reformador de 1994 no tuvo mejor idea que darles marco y reconocimiento constitucional. En lugar de eliminar la nefasta conducta, decidió blanquearla con disposiciones tan ambiguas como ineficaces. Entonces, desde hace diez años, los presidentes pueden seguir apropiándose de facultades del Congreso: al fin de cuentas, la Constitución se los permite.

Por otro lado, el Congreso generosamente comenzó a regalarles atribuciones propias a los presidentes, que las recibían contentos y las ejercían a través de otros funestos instrumentos denominados "decretos delegados". A pesar de la clara disposición constitucional de 1853 (artículo 29) en virtud de la cual se tipificaba como delito la concesión de facultades extraordinarias y se le aplicaba la pena de los traidores a la patria, los gobernantes fueron avanzando en estas antirrepublicanas conductas, dando origen a lo que hoy la gente conoce con el nombre de delegación legislativa o "superpoderes".

Ante esta situación, en 1994, los convencionales constituyentes tuvieron la misma idea que con los decretos de necesidad y urgencia: convalidaron la delegación de facultades extraordinarias en el primer mandatario, con una serie de requisitos tan ambiguos y genéricos que, al pensar que sirven de contrapesos, uno no puede menos que reírse a carcajadas (o llorar desconsoladamente).

Si tenemos en cuenta que el actual presidente, Néstor Kirchner, ha recibido del Congreso una enorme cantidad de atribuciones legislativas a través de la ley de presupuesto para el año próximo y de la prórroga de la emergencia económica y que tiene el récord en materia de decretos de necesidad y urgencia (porque en un año y medio de gobierno ha dictado más cantidad que Menem en el mismo período de su gestión), es necesario admitir que, institucionalmente, la situación es dramática.

Pero además el problema se agiganta cuando se advierte que la Justicia no está dispuesta a tomar intervención en el tema. En efecto, quien escribe estas líneas, como ciudadano de la República Argentina y poseedor de un interés difuso (que comparte con los demás conciudadanos) en que el sistema republicano funcione adecuadamente, porque ello constituye un derecho de incidencia colectiva, inició una acción legal para lograr que un juez intimara al Congreso de la Nación a controlar al Presidente cuando dicta decretos de necesidad y urgencia. El expediente judicial está caratulado "Lonigro Félix V. c/Congreso de la Nación, s/Acción de Amparo", y la jueza federal interviniente (doctora Liliana Heiland), rechazó el reclamo por considerar que un ciudadano, como tal, no tiene derecho a pedir semejante cosa, y que, encima, debe abonar las costas del juicio.

En estas condiciones, y estableciendo una comparación con un paciente enfermo, podríamos decir que la república, como sistema de gobierno, está internada en terapia intensiva, con respirador artificial y pronóstico reservado. A los ciudadanos, en cuyo beneficio se instauró la división de poderes, sólo nos queda una opción: rezar para que la república no termine de perderse.

Por Félix V. Lonigro, profesor de Derecho Constitucional en la UBA