martes, 13 de enero de 2009

Principios de la Política Social Liberal: 1.- La Política Liberal es Social

En su esencia, la Política Liberal es Social. En tanto que reivindica el Estado de Derecho, protege las libertades individuales de los débiles ante la arbitrariedad de los fuertes. En tanto que defiende la Economía de Mercado, procura la igualdad de oportunidades para todos. En tanto que propugna la limitación del Estado, impide el abuso que en la lucha por la distribución del poder beneficia sobre todo a los intereses de los poderosos. En tanto que desmantela la excesiva regulación y los cárteles –también en el mercado laboral– sienta las bases de fuentes de empleo para todos. En tanto que asegura la estabilidad del valor monetario, hace de hecho posible una previsión confiable para la vejez y los casos de pobreza. En tanto que se opone a una política redistributiva que sólo sirve a todos los intereses imaginables, asegura los recursos para una ayuda dirigida y sostenible, ahí donde se le requiere. En tanto que reduce la carga tributaria, crea espacios para la solidaridad hacia el prójimo en el sitio que le corresponde: el ámbito privado. En tanto que combate la falsa idea de que esta solidaridad hacia el prójimo sólo puede ser organizada por parte del Estado, refuerza la conciencia de corresponsabilidad entre las personas. En sentido estricto, la Política Social debe reparar en buena parte los daños que se han provocado por el desacato de los postulados liberales.

Estas tesis-postulados se ocupan de la Política Social en su sentido más estricto, es decir, en el de la política de los sistemas de aseguramiento social. Los motivos de ello se encuentran en el desarrollo de la Tesis 2. Pero antes de abordar la que se define como “verdadera” Política Social, resulta útil y esclarecedor hacer algunas precisiones sobre la dimensión social del liberalismo como un todo y, particularmente, fuera del estrecho ámbito de la Política Social. Si empezamos por denominar en términos muy amplios e incluyentes como “social” a todo aquello que protege los derechos e intereses legítimos de los miembros más débiles de la sociedad frente a los más poderosos, entonces el liberalismo se revela ya ante cualquier política social como un proyecto social extraordinario. La explicación de ello se encuentra en la demanda básica del Liberalismo: la mayor libertad posible de cada uno de los ciudadanos. Esta meta sólo es alcanzable asegurando la igualdad de derechos (de libertad) para todos. El Estado de Derecho en el que todos son iguales ante la ley, en el que los grandes y poderosos no tienen más derechos que los pequeños y débiles –¡y en el que los pequeños pueden defenderse de los excesos de los grandes!– es la gran conquista del liberalismo. La otra, es la Economía de Mercado. Que ésta es infinitamente superior a todas las demás alternativas en la producción de un bienestar general y que con ello también libera de manera más confiable y abundante los medios financieros con los que se puede practicar una política social, prácticamente nadie lo discute. 

Por el contrario, la tesis de que la Economía de Mercado también está en el interés de los más débiles, topa con el incrédulo asombro aun de aquellos que tienen buena voluntad: ¿no es precisamente el mercado, la arena de los fuertes que con su poder de capital y de organización ponen a los débiles contra la pared, una rivalidad de animales de rapiña, una competencia que se rige por la ley de la selva? Este prejuicio, porque es un prejuicio, está tan difundido como equivocado. La mayoría de los seres humanos (aunque reconozca la alta productividad de la Economía de Mercado) cree que el mercado favorece ante todo a los más fuertes. Quizás tendrían razón si en el mercado realmente prevaleciera la ley de la selva. 

En algunos países de Europa del Este se puede observar lo que sucede cuando se dispara un “mercado” sin ningún tipo de marco legal: en el mejor de los casos, funciona de manera muy deficiente. Para poder desplegar plenamente sus méritos, el mercado necesita orden: reglas de competencia, que impiden ventajas desleales a través del engaño, la violencia o acuerdos contrarios a la libre oferta, una reglamentación confiable en materia de deudas, acuerdos y responsabilidades y otras similares. Dicho de otra forma: también la Economía de Mercado se da mejor bajo un régimen de derecho. 

No hay que confundir, empero, un “marco de ordenamiento” con una “injerencia en el mercado”. El marco normativo sienta las reglas de la competencia, pero no debe presuponer un determinado resultado. Los liberales consideran como justo el resultado de la competencia –también aquella en torno de la repartición del producto social– cuando se apega a reglas justas, es decir, que tratan por igual a todos los participantes. Los socialistas de diferentes colores, en cambio, creen en una “justicia de resultados”, que se obtiene mediante una injerencia manipuladora en el proceso de competencia. (Naturalmente, el concepto de la justicia normativa presupone un alto grado de igualdad de las oportunidades –no en el sentido de que las diferencias de talento o inclusive de capacidad de rendimiento sean simplemente niveladas,- sino de que cada cual pueda aportar a la competencia los talentos o la productividad de que dispone. Es por ello que un sistema educativo eficiente y accesible para todos es otra de las demandas liberales con alto impacto social.)
 
Si después de estas aclaraciones previas retornamos a la pregunta de ¿cómo distribuye el mercado las oportunidades entre los fuertes y los débiles, los grandes y los pequeños? –el prejuicio habitual de que “el mercado favorece a los fuertes” ya no logra sostenerse; no, por lo menos, cuando se trata de un mercado que funciona con una competencia eficiente. En general los débiles y los pequeños (precisamente porque son débiles y pequeños) tienen casi siempre la voluntad y están en condiciones de ofrecer su producto o su fuerza de trabajo a precios y en condiciones particularmente favorables–
¡si se les deja! Y aquí está el meollo del asunto: cuando los fuertes desplazan a los débiles del mercado, casi nunca lo hacen por medio de la competencia en el mercado (haciendo aún mejores ofertas), sino recurriendo al uso del poder político. Éste sí lo detentan ellos por encima de los débiles y lo utilizan para mantener ahorcados a los competidores “débiles” mediante salarios mínimos, subvenciones, aranceles, fondos de contingencia, la obligatoriedad de normas sociales y ambientales estrictas, etc. El término técnico con que se conoce esta modalidad es el de “proteccionismo”. Proteccionismo es la exclusión o la obstaculización de la competencia indeseable, mediante el uso del poder político. El hecho de que siempre es aplicado por los (políticamente) fuertes y en contra de los “débiles”, muestra con claridad quién tiene o tendría en el mercado, ya sin la distorsionante influencia política, las mejores o por lo menos buenas oportunidades: los “débiles”, aquellos que en un mercado verdaderamente libre al final no serían tan débiles. En suma: el mercado da a todos una oportunidad, el mercado es social. Esto, por lo demás, se confirma con los resultados de inequívocos estudios empíricos: mientras mayor sea en un país la libertad de mercado, mayores son, no sólo el crecimiento económico y el ingreso promedio, sino también menor es la pobreza, según el Human Poverty Index de las Naciones Unidas e, inclusive, más alta la esperanza de vida de los ciudadanos.1 Ciertamente todavía existen personas que no alcanzan a beneficiarse de las mayores oportunidades que ofrecen el mercado y la competencia, o las perciben en forma limitada: los discapacitados, por ejemplo. Para ellos, debe aplicarse en efecto la Política Social en el sentido estricto del término. Un ámbito en el que las fuerzas externas al mercado han tenido efectos particularmente devastadores, es el mercado laboral. En Alemania, ni los salarios ni las condiciones de trabajo se derivan de las reglas del mercado, sino parcialmente de leyes y de acuerdos colectivos que tienen un carácter corporativo, persiguen metas proteccionistas y, en parte, resultan simplemente contraproducentes (así, por ejemplo, inflexibles y complicados párrafos que protegen del despido provocan que las empresas se limiten en las contrataciones y prefieran pagar horas extras). Visto más de cerca, el derecho de negociación de acuerdos colectivos se revela como un proteccionismo a favor de los que detentan empleos, en detrimento de los que buscan trabajo (es decir, otra vez, de los más débiles). Aceptado: un libre mercado de trabajo probablemente conduciría en algunas ramas temporalmente a salarios bajos –pero devolvería al trabajo a cientos de miles, quizás millones, que actualmente se encuentran desempleados (y después de una descarga de esta naturaleza, los salarios seguramente volverían a subir pronto). Es difícil de imaginar algo más social que eso. En suma: la injerencia de los factores externos en el mercado, es decir, el quebrantamiento de los postulados liberales, es lo que genera el problema social. El camino liberal es la vía social y cada desviación nos termina resultando muy cara. Estos son entonces los daños que debe reparar la Política Social en sentido estricto, a la que están dedicadas las siguientes seis tesis. Antes de ello, sin embargo, hay otro punto que requiere de aclaración: el tema de la “Solidaridad”. La afirmación en la tesis, de que la Solidaridad con el prójimo se encuentra en el ámbito privado, es vista por muchos como algo difícil de aceptar: ¿es que acaso no vale nada la redistribución de impresionantes sumas millonarias entre los más pobres y débiles de nuestra sociedad que realiza nuestro Estado en nombre de la Solidaridad?

No se trata de eso. Independientemente del monto, ni siquiera se discute que la redistribución deba hacerse en beneficio de los más pobres y débiles; y, por cierto, también y precisamente, con el poder
coercitivo del Estado. La pregunta es más bien sobre la moralidad de la forma en que se lleva habitualmente a cabo, porque el concepto “solidaridad” aparece desde todo ángulo, revestida de una alta calidad moral. El mensaje dice más o menos: quien no esté dispuesto a pagar por ella, debe avergonzarse. Por lo tanto, cada cual decide si paga sus impuestos y otras contribuciones forzosas con gusto o en contra de su voluntad. De todos modos tendrá que pagar; no hay alternativa –y éste es el punto que salta a la vista: porque sólo puede tener calidad moral una conducta acerca de la cual uno puede optar por conducirse así o de otra forma. Dicho de otra manera: sólo lo que se hace voluntariamente tiene un valor moral. Lo que se hace por obligación, sin tener otra alternativa, podrá ser útil y necesario– pero difícilmente tendrá un valor moral. Es por eso que la idea de una solidaridad coercitiva es una contradicción intrínseca, por lo menos, mientras se conciba la solidaridad como una categoría moral. Resulta por lo tanto comprensible que los políticos difícilmente puedan resistirse a esta contradicción; en tanto que utilizan el dinero de otros para “hacer el bien”, fomentan con ello su reelección y, además de todo, lo revisten de un baño de moral. Así, los electores deberían ver con particular recelo los llamamientos políticos a la solidaridad, hechos desde elevadas plataformas morales. En cambio, la solidaridad voluntaria hacia el prójimo, nunca podrá ser suficientemente alabada. La disposición hacia ella será mayor, en la medida en que se sustraiga menos dinero a la fuerza de los bolsillos, con arengas pseudo-morales de solidaridad.
Dr. Gerhart Raichle
Instituto Liberal
Fundación Friedrich-Naumann
libinst@fnst.org

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