miércoles, 25 de marzo de 2009

Sobre guerrilleros y militares: Reflexiones sobre las consecuencias del golpe de marzo de 1976

Las herejías que debemos temer -reflexionaba Borges- son las que pueden confundirse con la ortodoxia. En su relato Los teólogos, el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima, formaban una sola persona. Del mismo modo, en la tragedia argentina de los años setenta, militares y guerrilleros, defensores del orden y subversivos, tenían muchos rasgos en común y actuaban, a veces, de manera tan similar que parecían una sola persona.

La metáfora borgeana aplicada a la realidad histórica tiene, sin embargo, sus peligros. Las analogías entre nazismo y estalinismo de Ernst Nolte lo hicieron sospechoso de justificar al primero. La "teoría de los dos demonios", término acuñado en tiempos de Raúl Alfonsín para justificar el enjuiciamiento conjunto de militares y guerrilleros, provocó en su momento serias resistencias de un lado y del otro, precisamente porque tenía una dosis de verdad y otra de mentira. Tulio Halperín Dongui atribuyó esta teoría a algunos nostálgicos afectos a uno de los dos supuestos demonios que, muy probablemente, pensaban que había un solo auténtico demonio que sería, desde luego, el otro.

Otra interpretación es, sin embargo, posible: admitir ese dualismo sin inclinarse hacia ninguno de los dos polos: condenar a los guerrilleros no supone elevar a los militares a la categoría de héroes salvadores, y condenar a éstos no implica convertir a asesinos políticos en "jóvenes idealistas". Es preciso descubrir los puntos en que estos extremos se tocan, deslindar la similitud en la diferencia y la diferencia en la similitud.

En ese juego de máscaras, los terroristas eran los héroes de 1973 y se convirtieron en las víctimas de 1976. A su vez los militares, héroes de 1976, pasaron a ser los culpables en 1983. Los guerrilleros perdieron la lucha armada pero los militares perdieron la lucha ideológica. ¿Por qué cada uno de los contendientes perdió su propia guerra?

Entre otras razones, porque ambos luchaban, como vimos, con los mismos medios que su enemigo. Hábiles transformistas, los militares se disfrazaban de terroristas encapuchados, dedicados a sembrar el miedo, matando, secuestrando y robando. Los terroristas, por su parte, se trasvestían de militares y descuidaban la inserción en la sociedad y la actividad política. Y quisieron vencer a sus contrincantes en su propio terreno; lógicamente, ganaron los expertos y no los aficionados.

Guerrilleros y militares, no es posible negarlo, coincidían en muchos aspectos: en su repudio a la democracia y al sistema de partidos, en la legitimación del uso de la violencia; el asesinato era la ejecución de una sentencia dictada en nombre de la liberación del pueblo, en el caso de los guerrilleros, o en nombre del orden y la defensa de la Nación, en el de los militares. Una tortuosa dialéctica convertía en ambos lo que había sido un medio -la violencia- en un fin en sí mismo: la atracción por las armas, el culto a la muerte. No es un detalle para desdeñar la pasión que exhibían los Montoneros por los uniformes, las botas, los grados, los galones, los gestos y la disciplina de los militares. El mayor intelectual que tuvieron en sus filas -hay que decirlo-, Rodolfo Walsh, había intentado en su juventud de nacionalista católico ingresar al Ejército. No lo logró por problemas oculares, pero su momento más feliz fue lucir el uniforme del ejército cubano.

Guerrilleros y militares se decían igualmente representantes del auténtico cristianismo, iban a la muerte en nombre de Cristo, y distintos sectores de la Iglesia bendecían las armas con que se mataban recíprocamente. Ambos eran nacionalistas y veían la principal causa de nuestros males en el enemigo exterior, aunque con distintas orientaciones: el Este para unos, el Oeste para otros. Aun en determinadas circunstancias -la aventura de Galtieri-, coincidieron y fueron aliados ocasionales. El ministro del Interior Costa Méndez, abrazándose con Fidel Castro, representaba el paradigma de esta paradójica situación. La historia es más compleja de lo que habitualmente se cuenta.

Las falacias de los dos demonios. Hay algunas falacias, no obstante, en la "teoría de los dos demonios". La demonización de ambos contendientes respondía a un deseo de la sociedad civil de arrojar el mal lejos, fuera de sí misma, y ocultar, de ese modo, que los terroristas y los represores no venían de quién sabe dónde, surgían de la entraña misma de la sociedad argentina. No eran monstruos sino gente corriente, la llamada "banalidad del mal" de Hanna Arendt. No estaban aislados ni separados del resto de la sociedad, porque ésta apoyó irresponsablemente a uno y a otros, hasta que la sangre los salpicó a todos. Con la demonización, sin embargo, la sociedad podía seguir representando el papel que siempre le ha gustado: de inocente y de víctima. Tenían su parte de razón, por esta vez, los militares, cuando en el juicio a las juntas y en posteriores declaraciones llamaban "hipócrita" a una sociedad que los condenaba sin piedad después de haberlos alabado sin vergüenza.

Además, si bien el terrorismo de Estado tenía muchos puntos en común con el terrorismo político, difería en otros. Podemos pasar por alto el abismal desequilibrio de fuerzas que provocó una desmesurada desproporción entre las víctimas militares y las civiles; después de todo, un solo muerto es ya un escándalo. Y además el delirio de los dirigentes -muchos de los cuales terminaron en el exilio dorado- fue el responsable de cantidad de muertes inútiles, de militantes de la superficie a los que dejaron en el desamparo.

Hay una diferencia más profunda aún: el terrorismo político, por perverso que fuera, era coherente consigo mismo, sus medios se ajustaban a sus fines: destruir la sociedad establecida. El Estado tiene el patrimonio exclusivo de la fuerza, sólo para el resguardo de los ciudadanos y el mantenimiento de las instituciones. Cuando, en cambio, adoptó los métodos terroristas y la fuerza se convirtió en violencia, destruyó la legalidad cuya defensa era la razón misma de su existencia. Por eso, en tanto los terroristas reivindicaban sus crímenes, los militares debieron ocultarlos; de un lado había muertos, del otro desaparecidos.

Las Fuerzas Armadas y sus defensores alegaron la imposibilidad de vencer al terrorismo con los recursos de la ley. Numerosos ejemplos contemporáneos muestran la falsedad de esta aseveración. El Estado democrático alemán venció legalmente al grupo terrorista Baden-Meinhof, y del mismo modo lo hizo el Estado democrático italiano con las Brigadas Rojas, o los asesinos de Aldo Moro -el Aramburu italiano-, o como el Estado español lucha legalmente contra ETA. El argentino recurrió, por el contrario, a métodos ilegales e ilegítimos porque no era un Estado de derecho sino una dictadura, y el Ejército había dejado de estar al servicio de la ley desde los sucesivos golpes de 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976.

Por otra parte, cuando las Fuerzas Armadas alegaban no poder vencer al enemigo sino con la violencia, usaban el mismo argumento soreliano empleado por la guerrilla cuando decían que la justicia social no se podía imponer por las leyes de la burguesía, sino por el aniquilamiento de ésta.Las Fuerzas Armadas no tienen, pues, autoridad moral para reivindicar como una gesta heroica su triunfo sobre la guerrilla. Fueron algunos de sus propios camaradas de armas los primeros en condenarlos: el general Martín Balza, que sufrió por sus ejemplares declaraciones la marginación de sus pares; y el general Lanusse cuando dijo: "¿Qué se puede esperar de unos militares cuyas mujeres toman el té en vajilla robada?".

Tampoco tienen autoridad moral los ex terroristas para presentarse como injustamente perseguidos. Porque el objetivo de la guerrilla nunca fue la defensa de la democracia sino la instauración de otra dictadura de distinto signo pero igualmente sangrienta: su modelo era el castrismo. Quienes habían considerado como desdeñables "formalismos burgueses" los derechos humanos y las garantías jurídicas no hubieran debido, cuando caían prisioneros, exigir que se cumplieran los requisitos del juicio y la defensa, formalidades que ellos no habían dispensado a sus prisioneros en las "cárceles del pueblo".

Menos aun tenían autoridad moral para pretender, después de la derrota, integrar las organizaciones de defensa de derechos humanos.Los años de plomo, tres décadas después, siguen estando presentes, demonizados o santificados, ya sea para manipularlos políticamente o para trivializarlos en pseudohistorias televisivas, o para avivar la memoria -inevitablemente emocional y rencorosa- de víctimas y victimarios.

La memoria individual o de grupo es lícita en cuanto expresión de sufrimientos vividos, pero deja de serlo en cuanto pretende erigirse en único referente de la verdad. La historia debe desprenderse de la política inmediata y de la memoria -una de sus fuentes, pero sólo una-, hacer la crítica de la ideologización, del recuerdo selectivo y del mito, mediante una comprensión desapasionada, que no es lo mismo que justificación.

Sólo de ese modo habremos aprendido una lección, los años setenta entrarán definitivamente en el pasado, y podremos construir mirando al futuro una sociedad democrática.

por Por Juan José Sebrelli

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