Solamente los más primitivos intentarán descalificar el conjunto de la obra y de la vida de Paz porque les disgusten el sentido de su crítica o sus afinidades políticas; otros, para preservar el arte paciano querrán ignorar su legado ensayístico. Sin embargo, mientras lo primero es pueril, lo segundo es innecesario, entre otras razones porque si la poesía de Paz enriqueció nuestra vida cultural, su visión de la política contribuyó a diversificar nuestro horizonte ideológico.
A Paz le tocó vivir un siglo apasionado de la política. Fue testigo de guerras, supo de campos de concentración, deportaciones masivas, del ascenso y caída de imperios ideológicos, de varios reacomodos políticos de la geografía mundial. En México presenció las transformaciones que precipitó la Revolución, que luego profundizó la estabilidad, y que después se tradujeron en urgencia por más cambios. Sus reflexiones deben ser leídas como un esfuerzo supremo por introducir cierto orden en el universo caótico de acontecimientos del siglo XX, que se presentaron en muchos casos en forma simultánea, sin que entre ellos hubiera más relación que la que podía o quería establecer un observador privilegiado, como lo era el mismo Octavio Paz.
Paz fue siempre un hombre de contrastes, que miraba el mundo como un problema, como un enigma, a través de las contradicciones de la realidad, buscando revelar aquello que se ocultaba bajo lo obvio. De ahí su pasión por las dualidades que se contradicen y se complementan: soledad y comunión, modernidad y tradición, mexicanidad y universalidad, para citar algunas de las antinomias que utilizaba como referencia para descifrar la realidad y ayudarnos a comprenderla. Sorprendentemente, al tiempo que reflexionaba a partir de dicotomías, podía mantener el matiz que distingue la reflexión del intelectual de la contundencia del político.
Hace unos meses un crítico norteamericano escribió que las posiciones políticas de los escritores latinoamericanos tenían que ser entendidas como una extensión de su literatura. Este juicio, devastador y exacto, no es de ninguna manera aplicable a Paz quien nunca puso la política al servicio de su obra, y mucho menos su obra al servicio de la política, como le reprochaba haberlo hecho a Louis Aragon y a Pablo Neruda. A diferencia de ellos, no creía que la poesía, la literatura o las ideas produjeran los acontecimientos históricos, sino más bien que éstos producían aquéllas. "La literatura no salva al mundo; al menos lo hace visible: lo representa o, mejor dicho, lo presenta". 1 Su interés por la política no nacía del compromiso con una utopía, sino de su creencia de que el intelectual debía ser la conciencia crítica de la sociedad; así como de su convicción de que la política era un dimensión de la historia, que mucho lo seducía porque sin ser historiador tenía la obsesión del poeta con el tiempo.
La amplia y diversa obra ensayística de Octavio Paz está guiada por la curiosidad del hombre culto que aspira a capturar las particularidades del mundo e integrarlas en una visión coherente. Al reflexionar sobre el presente y los pasados de México, se proponía situar al país en el universo y en la historia, y para eso incursionó en meditaciones y análisis críticos de la política interna e internacional. Se ocupó de los grandes temas del siglo XX mexicano: la revolución, el Estado, la modernidad, el subdesarrollo, la democracia, las relaciones con Estados Unidos, con América Latina, la izquierda, las tareas de la intelligentsia. Pero sus intereses eran amplios: se extendían del socialismo real en Europa, a las revoluciones cubana y nicaragüense, la sociedad y cultura norteamericanas o las relaciones entre las superpotencias. Los ensayos de historia y política de Paz abarcan más de tres décadas de la segunda mitad del siglo XX: desde las primeras observaciones en El laberinto de la soledad a propósito de las continuidades culturales mexicanas y de su proyección política, hasta el envejecimiento del Estado postrevolucionario, los dilemas de la izquierda ante el reformismo electoral, y la disolución del bloque soviético entre 1985 y 1991.
Como es bien sabido, Paz renunció al cargo de embajador en la India para protestar contra la represión policiaca al movimiento estudiantil que tuvo lugar en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. La renuncia fue un punto de inflexión en la visión política de Paz, así como el inicio de su ascenso a la posición de crítico del poder del Estado, desde donde se convertiría en un interlocutor incómodo de la izquierda universitaria y en uno de los polos de articulación de una contrahegemonía política en el mundo de la cultura y de las ideas.
La trayectoria del compromiso de Paz con sus tiempos arranca en 1970 con la publicación de Postdata, que a su vez indujo la lectura masiva de El laberinto de la soledad. Este dato justifica que entremos al universo político paciano preguntándonos qué buscaba en sus ensayos la generación que llegó entonces a la universidad. En su poesía nos empeñábamos en encontrar puertas de entrada a la edad adulta, respuestas íntimas a preguntas que como nos enseñó Paz a reconocerlo no por ser íntimas eran menos universales; sin embargo, teniendo en cuenta también que buena parte de los jóvenes de 1968 había nacido después de la primera publicación de El laberinto de la soledad en 1949, cabe preguntarse: ¿qué podía ofrecer ese libro a los universitarios mexicanos, hijos del desarrollo estabilizador y de la democracia priista perennemente en transición? ¿Qué encontramos en él que primero nos acercó a Paz? Pero luego, ¿qué nos alejó de Paz?
Leerlo desde esta perspectiva también se justifica porque si la comprensión del último tercio del siglo XX mexicano sería incompleta si no se leyera a Paz, inversamente la lectura de sus ensayos políticos sería incompleta si no se hace a la luz de su relación, ambivalente y contradictoria, con la generación de 1968.
El antiestatismo de Octavio Paz
Lo primero que ofreció Paz a los jóvenes de 1968 fue la crítica al Estado autoritario en Postdata, que visto a la distancia fue el cimiento del sólido antiestatismo que recorre en forma consistente sus ensayos, que se había iniciado en la crítica antiestalinista de los años cincuenta hasta desembocar en el liberalismo de la década de los noventa. Los momentos clave de esta trayectoria están consignados en ensayos clave para su comprensión: Los campos de concentración soviéticos, de 1951; la edición revisada y corregida de El laberinto de la soledad, cuyas principales adiciones se refieren al movimiento ferrocarrilero de 1958; Postdata en 1970; El ogro filantrópico, publicado en 1978, en el que denunciaba el crecimiento desmesurado del Estado, motivado en buena medida por la experiencia de la salida de Excélsior de Julio Scherer, impugnado por un grupo de cooperativistas y periodistas, que tenían el apoyo del presidente Echeverría. Este golpe afectó personalmente a Octavio Paz, quien dirigía la revista Plural. La expropiación de la banca decretada por el presidente López Portillo en septiembre de 1982, "mezcla de albazo y sentencia sumarísima", 2 afianzó su desconfianza ante la manera cómo, según él, el Estado mexicano doblegaba a toda la sociedad, en primer lugar a sus élites. Las elecciones federales de 1985 le hicieron creer que el país se encontraba ante la disyuntiva entre estancamiento y democracia, y el derrumbe del bloque socialista entre 1989 y 1991 confirmó su fe en las instituciones de la democracia liberal.
En 1970 la crítica antiautoritaria de Paz tuvo un impacto refrescante y liberador en la atmósfera opresiva que se vivía en México en esos años, sobre todo la denuncia que hacía de los muertos y los encarcelados, del país amordazado, de la intolerancia frente a la disidencia intelectual, de las falsedades del PRI que encubría una jerga radical que a sus ojos lo asemejaba a los partidos comunistas del Este de Europa. Postdata al igual que El laberinto de la soledad nos ofrecía elementos para resolver la crisis de identidad que había precipitado el movimiento estudiantil, porque si la coincidencia de nuestra protesta con la que ocurría en París, en Berlín, en Nueva York y en California nos había hecho creer que éramos universales, el 2 de octubre de 1968 nos había devuelto brutalmente nuestra singularidad.
Sin embargo, el siempre oportuno reformismo mexicano fue políticamente más eficaz que Postdata, que parece haber tenido sobre todo efecto sobre nuestras emociones, porque no tardó mucho el Estado mexicano en recuperar el prestigio comprometido en Tlatelolco. La política de reconciliación de Luis Echeverría hacia escritores y universitarios dio al traste con las esperanzas de Paz de que 1968 pusiera fin a la tregua que la Revolución había establecido entre la intelligentsia y el Estado. En los años del populismo echeverrista y de la segunda mitad del sexenio de López Portillo, la reanimación del discurso revolucionario, la solidaridad con los países del Tercer Mundo, con Cuba y con la revolución sandinista y la expansión del intervencionismo estatal enmudecieron los ecos que el antiestatismo de Paz pudo haber encontrado en 1970. La crítica al Estado que unos años antes le había valido la popularidad, después lo convirtió en un individuo sospechoso sobre todo cuando sus críticas se extendieron a la vía revolucionaria. Tanto que, para protestar contra el discurso que pronunció Paz en Frankfurt en 1984, en el que afirmó que en Nicaragua la revolución había sido confiscada por los dirigentes y demandó la celebración de elecciones, un grupo de estudiantes enfurecidos quemó la efigie de Octavio Paz. 3
Paz comparte con autores como Bertrand de Jouvenel, una visión hobbesiana que sostiene que el Estado nace para defender a los hombres de los hombres, así como la idea general de que su desarrollo es un proceso histórico, más que el resultado de un proyecto ideológico particular. Sin embargo, mientras que para autores como de Jouvenel el Estado es también un aspecto central del proceso civilizatorio de Occidente, para Paz esta construcción histórica era una fatalidad que había que combatir; un ente intrínsecamente perverso, sujeto a la racionalidad del poder y condenado a la burocratización, que tendía a invadir y anular amplias áreas de la vida privada.
El Estado benefactor le merece casi las mismas críticas que el socialista. Ante el Estado mexicano mantenía una cierta ambivalencia. Por una parte, reconocía que había sido un protagonista insustituible de la modernización, y patrocinador de élites que habían jugado un papel clave en el cambio; pero por otra, veía en el paternalismo estatal un poderoso obstáculo al desarrollo de la sociedad civil, y se rebelaba contra su intransigencia ante la disidencia, actitud que a ojos de Paz había frustrado la maduración del pensamiento crítico independiente.
Paz se empeñaba en establecer analogías entre el régimen político mexicano y el soviético, con base en la existencia de un partido oficial, el PRI, y en lo que él consideraba el peso asfixiante de la burocracia; sin embargo, no dejaba de reconocer que existían diferencias muy importantes entre ellos. En particular el hecho de que el arreglo político mexicano no estuviera fundado en "una ideocracia totalitaria", sino que, a diferencia del PCUS, el partido mexicano era una coalición de grupos e intereses que no había incurrido en "los terrores de una ortodoxia cualquiera". Esta fórmula peculiar había garantizado flexibilidad en las relaciones políticas, y había permitido escapar a la petrificación a la que se había visto condenada la sociedad en los países socialistas. En 1981, por ejemplo, escribió que la revolución cubana era "una losa de piedra que ha caído sobre el pueblo". 4
La importancia de El ogro filantrópico en el conjunto de la obra política de Paz estriba en que sus líneas generales están presentes en todos los trabajos posteriores, pero para leerlo y medir su significado real hay que recordar que fue escrito al término del sexenio de Echeverría, cuando todavía no se superaba la atmósfera de crisis que había heredado a su sucesor. En 1977 el gobierno de López Portillo había firmado con el Fondo Monetario Internacional un riguroso programa de ajuste y estabilización para salirle al paso a la crisis financiera y a una deuda internacional sin precedentes; también tenía que responder a las presiones derivadas del crecimiento desmesurado del sector paraestatal, así como de la politización de amplios sectores de la población que se había producido al margen de las instituciones, gracias al presidencialismo personalizado que ejerció Echeverría, similar al que en su momento representaron Lázaro Cárdenas y Miguel Alemán. En este ensayo Paz atribuye esta recurrencia a una continuidad cultural cuyos orígenes podían rastrearse en el poder del Tlatoani de los aztecas retomando la idea que había desarrollado en El laberinto de la soledad, y en Postdata después. Sin embargo, en el escrito de 1978 se trata de una referencia más que de una observación, y este matiz sugiere una interesante evolución de la visión del propio Paz de la relación entre el México de entonces y el de veinte o diez años antes.
El antiestatismo de Paz fue la posición que cavó la brecha más amplia entre el autor y la generación de 1968, y también lo separó de buena parte de la intelligentsia mexicana como se verá más adelante y de los universitarios. A partir de El ogro filantrópico el distanciamiento se afianzó porque con las posturas de ese ensayo Octavio Paz optó por el noconformismo no tanto frente al Estado, sino ante las corrientes hegemónicas en la universidad dominadas por los intelectuales marxistas, "fieles aunque poco imaginativos apologistas del ‘socialismo histórico’ ". Incluso en los medios que escapaban a esa hegemonía muy reducidos por cierto, el antiestatismo de Paz nos causaba una irritación que visto a la distancia era la expresión de la angustia que nos producía el vacío: si el Estado no era la salvación, entonces ¿quién? o ¿qué? Habíamos crecido firmemente convencidos de que más Estado significaba más democracia. Si lo suprimíamos entonces quedábamos solos en "las aguas heladas del cálculo egoísta", que era la sociedad, para retomar una cita de Marx que a Paz le gustaba repetir. Una sociedad en la que en esos años no reconocíamos la capacidad para transformarse a sí misma, sin ayuda del Estado.
La segunda razón por la cual el antiestatismo de Paz nos causaba irritación era porque su crítica era la de un europeo que denunciaba el socialismo real. Su descripción de los totalitarismos en Europa del Este apenas tenía resonancia en un país y en un continente donde el socialismo y la revolución seguían siendo la materia prima de las utopías. De suerte que su discurso nos parecía exótico y hasta incomprensible. En el mundo de la Guerra Fría, frente a la realidad cotidiana de la dominación y prepotencia de Estados Unidos, los crímenes del stalinismo o de Brejnev nos eran tan ajenos que las denuncias sabían a propaganda. Al releer los textos recogidos en Tiempo nublado que se publicó en 1979, muchos de ellos dedicados al socialismo, a las perversiones soviéticas del pensamiento marxista y al autoritarismo mexicano, salta la duda de si acaso la comparación que hacía Paz entre México y la Unión Soviética, o el PRI y el PCUS, no respondía más bien a la búsqueda de un terreno común de discusión con intelectuales checos, rusos, húngaros, polacos y rumanos. Si así fuera, entonces el diálogo de Paz con la intelligentsia europea antitotalitaria era una alternativa ante la soledad y el aislamiento que le imponía la crítica antiestatista en el México de entonces.
En este país, el antiestatismo le ganó a Paz poderosos adversarios, pero sobre todo impopularidad entre los universitarios. Fue también la piedra de toque de afinidades políticas y de aliados que se le reprocharon incluso después de su muerte. Sin embargo, difícilmente hubiera podido escapar a ellas, sobre todo porque a quererlo o no, Paz se convirtió en el referente intelectual y moral de corrientes de opinión que no se identificaban con el Estado y que habían sido condenadas por la retórica revolucionaria del PRI.
El mito del eterno retorno
La vena conservadora de Paz no está en su crítica al Estado ni en el tipo de aliados que se le allegaron, sino que deriva de la manera como entiende el tiempo. El doble significado que le atribuía explica algunas de sus ambivalencias más notables, por ejemplo, la fe en la modernidad y su desconfianza frente al cambio. Su interpretación de la historia se basa en el juego entre el tiempo lineal y progresivo del hombre moderno, creador de su propia historia, y el tiempo cíclico de las civilizaciones primitivas en el que los acontecimientos regresan periódicamente. La importancia que cada una de estas interpretaciones tiene en la comprensión de Paz de los acontecimientos de su época varía: el tiempo cíclico domina textos como El laberinto de la soledad y Postdata, y aunque nunca lo abandona realmente, en escritos posteriores el tiempo histórico se impone cada vez con mayor fuerza sobre su visión del mundo. En 1976 Paz intentó reconciliarlos al explicar el porqué del nombre Vuelta a la revista que sustituyó el Plural que Echeverría le había arrebatado:
Vuelta quiere decir regreso al punto de partida, y asimismo, mudanza, cambio ¿Dos sentidos contradictorios? Más bien complementarios: dos aspectos de la misma realidad, como la noche y el día. Damos vueltas con las vueltas de la misma realidad, como la noche y el día. Damos vueltas con las vueltas del tiempo, con las revoluciones de las estaciones y las revueltas de los hombres: así cambiamos; al cambiar como los años y los pueblos, volvemos a lo que fuimos y a lo que somos. Vuelta a lo mismo. Y al dar la vuelta descubrimos que ya no es lo mismo: el que regresa es otro y es otro a lo que regresa_(El peregrino en su patria, p. 563)Esta propuesta, a pesar de una formulación atractiva, concluye implícitamente en la victoria del tiempo histórico, que está determinada por la naturaleza irrepetible de cada acontecimiento. La idea de Paz de que la vuelta a los orígenes es una transformación, no basta para reconocer la especificidad de cada uno de los acontecimientos, dado que al plantear el regreso simplemente está incorporando la dialéctica de la historia que el hombre primitivo desconocía o rehuía. Admitía que el cambio de las sociedades era una fatalidad histórica, pero al mismo tiempo las miraba como si estuvieran irremediablemente encerradas en la búsqueda del eterno retorno. Esta visión expresa antes que nada un rechazo a la irreversibilidad de la historia, que varias décadas antes Mircea Eliade había desentrañado en el pensamiento marxista. Según el antropólogo rumano, el mito del eterno retorno estaba detrás de la utopía socialista, de la salvación que proponían y que según él consistía en la eliminación final del terror a la historia: "el militante marxista de nuestro tiempo (1946) descifra un mal necesario en el drama que provoca la presión de la historia: el augurio del triunfo cercano que pondrá fin para siempre a todo mal histórico". 5
Paz miraba con terror la presión que la historia contemporánea ponía sobre la inteligencia y la imaginación de los hombres, en particular de los mexicanos. Su crítica a la modernidad estaba inspirada en su desconfianza frente al futuro, al que consideraba un tiempo vacío, "intocable, inalcanzable y perpetuo". En Postdata escribe: "el valor supremo no es el futuro sino el presente; el futuro es un tiempo falaz que siempre nos dice ‘todavía no es hora’ ". (El peregrino en su patria, p. 303) De ahí que en El laberinto... interpretara la Revolución Mexicana como un regreso a la vez que como un cambio, una "vuelta a los orígenes en la que se lanzó México al encuentro de sí mismo. Es una reconciliación con nuestro pasado y con nuestros orígenes: las comunidades indígenas anteriores a la Conquista y el cristianismo evangélico de los misioneros" , y que en ese movimiento el zapatismo fuera, en su opinión, una paradoja porque siendo el más tradicionalista era también el más subversivo, el portador de la que para Paz era la única utopía mexicana posible: aquella en la que reinaban la justicia y la armonía, y las jerarquías naturales que para Paz eran superiores a los órdenes artificiales que habían impuesto el Estado o la Iglesia.
Sin embargo, en su admiración por lo que él entiende como la utopía zapatista, que a sus ojos podría nutrir un proyecto auténticamente mexicano de modernización, parece olvidar que nada hay tan asfixiante como las jerarquías naturales que él mismo enumera: padres e hijos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, casados y solteros, en la conversación que sostiene con Claude Fell a los veinticinco años de publicación de El laberinto de la soledad (El peregrino en su patria, p. 250). Después de todo el 68 mexicano fue también una rebelión contra esas mismas jerarquías naturales: el padre, la familia, el orden tradicional. El alcance de este acontecimiento sobre el cambio de actitudes fue mucho más profundo que lo que Paz está dispuesto a reconocerle a este tipo de acciones, en comparación con las revoluciones a las que entiende como hijas del tiempo lineal, y a las revueltas que según él son hijas del tiempo cíclico, levantamientos populares que se proponen restaurar el tiempo original "el momento inaugural del pacto entre los iguales". (El peregrino en su patria, p. 249)
La utopía zapatista de Paz contradice sus posturas respecto al presente mexicano deseable para finales del siglo XX, construido en torno al individuo que alcanza su plena libertad en un régimen de partidos competitivos. Paz se comprometió sin reservas con este proyecto de modernización política desde su cautelosa evaluación de la reforma electoral de 1977, aun cuando desconfiara de las verdaderas actitudes de los mexicanos ante la democracia. En El ogro filantrópico escribe: "La cuestión que la historia ha planteado a México desde 1968 no consiste únicamente en saber si el Estado podrá gobernar sin el PRI, sino si los mexicanos nos dejaremos gobernar sin un PRI".
Los dos tiempos que sustentan la interpretación de la historia de Paz son también dos maneras de recuperar la libertad. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos no logra reconciliarlas, probablemente porque son irreconciliables, porque para escapar al yugo del tiempo que no se detiene, una plantea el regreso a los orígenes, y la otra pretende hacer al hombre libre convirtiéndolo en el autor de la historia. En la primera interpretación el protagonista de la búsqueda de la libertad es la colectividad, en la segunda, el individuo, y, como se ha visto en Chiapas en los últimos cuatro años, el triunfo de una es la destrucción del otro, y viceversa.
Octavio Paz, el marginado de la intelligentsia
Paz dedica un buen espacio de su reflexión política al tema de la relación entre los intelectuales y el poder. Estaba convencido de que tenían un compromiso con la crítica de la sociedad, del estado de cosas, pero reprobaba su participación directa en las tareas de transformación de la propia sociedad. Temía que al hacerlo se perdieran en la pasión política y que su inteligencia quedara sometida a las restricciones de la ideología. Reconocía la importancia de los intelectuales, de su influencia pública y de su acción política, pero consideraba que no tenían capacidad para erigirse en protagonistas del poder. En 1972, mientras lo más granado del establishment universitario se rendía a la seducción populista del presidente Echeverría, Paz sostenía que como escritor su deber era "preservar mi marginalidad frente al Estado, los partidos, las ideologías y la sociedad misma_ Ni el sillón del consejero del Príncipe ni el asiento en el capítulo de los doctores de las Santas Escrituras revolucionarias". (El peregrino en su patria, p. 549)
En esos años está el origen de la sorprendente paradoja que encarna Octavio Paz, de ser marginal a las élites intelectuales y universitarias mexicanas, pese a ser también el más distinguido de sus escritores y poetas. Por convicción, por vocación y por decisión, Paz se mantuvo al margen de las corrientes dominantes de la vida intelectual y universitaria en México. Creía que el intelectual debía ser un "francotirador, debe soportar la soledad, saberse un marginal" en tanto que guardián y poseedor de un juicio independiente. Y añade, "Ser marginales puede dar validez a nuestra escritura". Pero también fue marginal a estas élites porque no compartía sus presupuestos centrales en relación con el Estado, la capacidad redentora del presidencialismo, ni su defensa del socialismo histórico, de las revoluciones en América Latina o de la capacidad transformadora del PRI. No obstante, Paz fue marginal a la intelligentsia mexicana sobre todo porque creía que mientras el político representaba a una clase, un partido o una nación "el escritor no representa a nadie" (El peregrino en su patria, p. 550), creencia que para muchos de ellos era un desacato inadmisible.
Sostener en un país como México que la marginalidad era la posición natural del intelectual era una manifestación de noconformismo político. El intelectual ha sido una de las figuras centrales del siglo XX mexicano. Por obra primero de la Revolución y luego del Estado al que dio vida, los artistas, los universitarios y los hombres de ciencia asumieron el papel de líderes de la nueva sociedad; así que en México la intelligentsia no sólo no se definió en oposición al Estado, sino que se desarrolló a su sombra y cobijo. Al contrario de lo que hubiera dejado suponer la naturaleza autoritaria de ese mismo Estado, durante la mayor parte de este siglo la intelligentsia mexicana no ha tenido que enfrentar el compromiso con el poder como un dilema porque, al igual que el Estado de la revolución, nació engagée con los desposeídos, pero conforme con el producto terminado que les entregaba el Estado, en forma de discurso contestatario. A diferencia de las élites políticas que se ganaron su posición con buenas y malas artes, a las élites intelectuales la posición privilegiada les fue atribuida casi naturalmente cuando la educación y el conocimiento eran el atributo exclusivo de unos cuantos y la modernidad se volvió un objetivo nacional. Esta superioridad les acordó tanto el derecho a hablar de muchas cosas de las que probablemente sabían poco, como la garantía de que serían escuchados. Desde los años cincuenta, crisis de credibilidad de las élites van y vienen, pero la intelligentsia universitaria se ha reproducido con más eficacia incluso que el establishment político.
En el laberinto de la soledad, Paz observa que el Estado había utilizado a la intelligentsia para alcanzar sus objetivos inmediatos y concretos, y que al hacerlo la había desnaturalizado. Creyó que 1968 sería un punto de partida en la historia de México porque vio en lo ocurrido ese año la oportunidad para que los intelectuales y los universitarios recuperaran su verdadero papel, como adversarios del Estado y del status quo. Uno puede imaginarse su desilusión ante el éxito de la política de reconciliación del presidente Echeverría con los universitarios, de quienes afirma en El ogro filantrópico que desempeñan en el México de entonces la función de los frailes y clérigos de la Nueva España, con la única diferencia de que en vez de ocuparse de teología y de religión, se ocupaban de ideología. (El ogro filantrópico, p. 89)
Paz desconfiaba sobre todo de las pretensiones revolucionarias de las élites ilustradas educadas en Europa, en París, para más señas . A los intelectuales y a los estudiantes mexicanos reprochaba su poco o nulo contacto con las clases populares; afirmaba que su crítica era real, pero su acción irreal porque no alcanzaba a inspirar a otras clases, a diferencia de la que era organizada desde abajo, por los obreros o por los campesinos que, en la visión de Paz, eran los únicos protagonistas verdaderos de las revoluciones, como Lech Walesa, el líder de los estibadores polacos, organizador del sindicato Solidarnosc. Le entusiasmaba que no fuera ni un teórico ni un intelectual: "Tiene pocas ideas, mucho sentido común y un antiguo e instintivo sentido de la justicia. Es un hombre salido del pueblo_No es una entelequia: es un hombre real". (Tiempo nublado, p. 250)
Paz ostentó con soberbia su marginalidad frente a la intelligentsia y a los universitarios mexicanos, pero no sin contradicciones, porque se ufanaba de ella, pero hay demasiadas referencias en sus escritos a la hostilidad de ese medio, como para que creamos que le era indiferente.
Un libro vale tanto por las respuestas que ofrece como por las preguntas que formula. Así la obra ensayística de Octavio Paz, tendrá que ser releída y leída por las generaciones que vienen, pues identificó con certeza las oscuridades de la identidad mexicana y de los sucesivos presentes de México que le tocó vivir, aunque no siempre haya logrado esclarecerlas del todo.
El 17 de febrero de 1998 se llevó cabo la ceremonia de instalación de la Fundación Octavio Paz en la Casa de Alvarado, en Coyoacán. Fue estremecedor el contraste entre la debilidad física que mantenía a Paz sentado y el poder de su mirada, que lo sostenía como si estuviera firmemente de pie, plantado frente a nosotros, desafiante y exánime, para recurrir al gusto paciano por las dualides que se contradicen sin anularse. Sabedor de que en ese momento los mexicanos necesitábamos un regalo, esa mañana, contra su costumbre, Paz habló del futuro. Hizo a un lado al crítico y profetizó un tiempo luminoso para México, como si hubiera recordado lo que escribió cuarenta años antes en El laberinto de la soledad: "Quien ha visto la esperanza, no la olvida_Y sueña que un día va a encontrarla de nuevo, no sabe dónde, acaso entre los suyos". ( El peregrino en su patria, p. 60)
por Soledad Loaeza. Investigadora de El Colegio de México
en http://hem.passagen.se/plenaluz/paz1.htm
1 Octavio Paz: El peregrino en su patria. Historia y política de México. Obras completas, volumen 8. Fondo de Cultura Económica, México, 1993. p. 565.2 Octavio Paz: Tiempo nublado. Seix Barral, México, 1983, p. 126.3 Octavio Paz: "El diálogo y el ruido". Discurso pronunciado al recibir el Premio Internacional de la Paz de la Asociación de Editores y Libreros Alemanes. Pequeña crónica de grandes días. Fondo de Cultura Económica, México, 1990.4 Octavio Paz: Tiempo nublado, p. 188.5 Mircea Eliade: Le mythe de l’éternel retour. Gallimard, París, 1969, pp. 167168.
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