Por Mariano Moreno
Si el hombre no hubiera sido constantemente combatido por las preocupaciones y los errores, y si un millón de causas que se han sucedido sin cesar, no hubiesen grabado en él una multitud de conocimientos y de absurdos, no veríamos, en lugar de aquella celeste y majestuosa simplicidad que el autor de la naturaleza le imprimió, el deforme contraste de la pasión que cree que razona cuando el entendimiento está en delirio.
Consúltese la historia de todos los tiempos, y no se hallará en ella otra cosa más que desórdenes de la razón, y preocupaciones vergonzosas. ¡Qué de monstruosos errores no han adoptado las naciones como axiomas infalibles, cuando se han dejado arrastrar del torrente de una preocupación sin examen, y de una costumbre siempre ciega, partidaria de las más erróneas máximas, si ha tenido por garantes la sanción de los tiempos, y el abrigo de la opinión común! En todo tiempo ha sido el hombre el juguete y el ludibrio de los que han tenido interés en burlarse de su sencilla simplicidad. Horroroso cuadro, que ha hecho dudar a los filósofos, si había nacido sólo para ser la presa del error y la mentira, o si por una inversión de sus preciosas facultades se hallaba inevitablemente sujeto a la degradación en que el embrutecimiento entra a ocupar el lugar del raciocinio.
¡Levante el dedo el pueblo que no tenga que llorar hasta ahora un cúmulo de adoptados errores, y preocupaciones ciegas, que viven con el resto de sus individuos; y que exentas de la decrepitud de aquéllos, no se satisfacen con acompañar al hombre hasta el sepulcro, sino que retroceden también hasta las generaciones nacientes para causar en ellas igual cúmulo de males!
En vista de esto, pues, ¿no sería la obra más acepta a la humanidad, porque la pondría a cubierto de la opresora esclavitud de sus preocupaciones, el dar ensanche y libertad a los escritores públicos para que las atacasen a viva fuerza, y sin compasión alguna? Así debería ser seguramente; pero la triste experiencia de los crueles padecimientos que han sufrido cuantos han intentado combatirlas, nos arguye la casi imposibilidad de ejecutarlo. Sócrates, Platón, Diágoras, Anaxágoras, Virgilio, Galileo, Descartes, y otra porción de sabios que intentaron hacer de algún modo la felicidad de sus compatriotas, iniciándolos en las luces y conocimientos útiles y descubriendo sus errores, fueron víctimas del furor con que se persigue la verdad.
¿Será posible que se haya de desterrar del universo, un bien que haría sus mayores delicias si se alentase y se supiese proteger? ¿Por qué no le ha de ser permitido al hombre el combatir las preocupaciones populares que tanto influyen, no sólo en la tranquilidad, sino también en la felicidad de su existencia miserable? ¿Por qué se le ha de poner una mordaza al héroe que intenta combatirlas, y se ha de poner un entredicho formidable al pensamiento, encadenándole de un modo que se equivoque con la desdichada suerte que arrastra el esclavo entre sus cadenas opresoras?
Desengañémonos al fin que los pueblos yacerán en el embrutecimiento más vergonzoso, si no se da una absoluta franquicia y libertad para hablar en todo asunto que no se oponga en modo alguno a las verdades santas de nuestra augusta religión, y a las determinaciones del gobierno, siempre dignas de nuestro mayor respeto. Los pueblos correrán de error en error, y de preocupación en preocupación, y harán la desdicha de su existencia presente y sucesiva. No se adelantarán las artes, ni los conocimientos útiles, porque no teniendo libertad el pensamiento, se seguirán respetando los absurdos que han consagrado nuestros padres, y han autorizado el tiempo y la costumbre.
Seamos, una vez, menos partidarios de nuestras envejecidas opiniones; tengamos menos amor propio; dése acceso a la verdad y a la introducción de las luces y de la ilustración: no se reprima la inocente libertad de pensar en asuntos del interés universal; no creamos que con ella se atacará jamás impunemente al mérito y la virtud, porque hablando por sí mismos en su favor y teniendo siempre por árbitro imparcial al pueblo, se reducirán a polvo los escritos de los que, indignamente, osasen atacarles. La verdad, como la virtud, tienen en sí mismas su más incontestable apología; a fuerza de discutirlas y ventilarlas aparecen en todo su esplendor y brillo: si se oponen restricciones al discurso, vegetará el espíritu como la materia; y el error, la mentira, la preocupación, el fanatismo y el embrutecimiento, harán la divisa de los pueblos, y causarán para siempre su abatimiento, su ruina y su miseria.
Consúltese la historia de todos los tiempos, y no se hallará en ella otra cosa más que desórdenes de la razón, y preocupaciones vergonzosas. ¡Qué de monstruosos errores no han adoptado las naciones como axiomas infalibles, cuando se han dejado arrastrar del torrente de una preocupación sin examen, y de una costumbre siempre ciega, partidaria de las más erróneas máximas, si ha tenido por garantes la sanción de los tiempos, y el abrigo de la opinión común! En todo tiempo ha sido el hombre el juguete y el ludibrio de los que han tenido interés en burlarse de su sencilla simplicidad. Horroroso cuadro, que ha hecho dudar a los filósofos, si había nacido sólo para ser la presa del error y la mentira, o si por una inversión de sus preciosas facultades se hallaba inevitablemente sujeto a la degradación en que el embrutecimiento entra a ocupar el lugar del raciocinio.
¡Levante el dedo el pueblo que no tenga que llorar hasta ahora un cúmulo de adoptados errores, y preocupaciones ciegas, que viven con el resto de sus individuos; y que exentas de la decrepitud de aquéllos, no se satisfacen con acompañar al hombre hasta el sepulcro, sino que retroceden también hasta las generaciones nacientes para causar en ellas igual cúmulo de males!
En vista de esto, pues, ¿no sería la obra más acepta a la humanidad, porque la pondría a cubierto de la opresora esclavitud de sus preocupaciones, el dar ensanche y libertad a los escritores públicos para que las atacasen a viva fuerza, y sin compasión alguna? Así debería ser seguramente; pero la triste experiencia de los crueles padecimientos que han sufrido cuantos han intentado combatirlas, nos arguye la casi imposibilidad de ejecutarlo. Sócrates, Platón, Diágoras, Anaxágoras, Virgilio, Galileo, Descartes, y otra porción de sabios que intentaron hacer de algún modo la felicidad de sus compatriotas, iniciándolos en las luces y conocimientos útiles y descubriendo sus errores, fueron víctimas del furor con que se persigue la verdad.
¿Será posible que se haya de desterrar del universo, un bien que haría sus mayores delicias si se alentase y se supiese proteger? ¿Por qué no le ha de ser permitido al hombre el combatir las preocupaciones populares que tanto influyen, no sólo en la tranquilidad, sino también en la felicidad de su existencia miserable? ¿Por qué se le ha de poner una mordaza al héroe que intenta combatirlas, y se ha de poner un entredicho formidable al pensamiento, encadenándole de un modo que se equivoque con la desdichada suerte que arrastra el esclavo entre sus cadenas opresoras?
Desengañémonos al fin que los pueblos yacerán en el embrutecimiento más vergonzoso, si no se da una absoluta franquicia y libertad para hablar en todo asunto que no se oponga en modo alguno a las verdades santas de nuestra augusta religión, y a las determinaciones del gobierno, siempre dignas de nuestro mayor respeto. Los pueblos correrán de error en error, y de preocupación en preocupación, y harán la desdicha de su existencia presente y sucesiva. No se adelantarán las artes, ni los conocimientos útiles, porque no teniendo libertad el pensamiento, se seguirán respetando los absurdos que han consagrado nuestros padres, y han autorizado el tiempo y la costumbre.
Seamos, una vez, menos partidarios de nuestras envejecidas opiniones; tengamos menos amor propio; dése acceso a la verdad y a la introducción de las luces y de la ilustración: no se reprima la inocente libertad de pensar en asuntos del interés universal; no creamos que con ella se atacará jamás impunemente al mérito y la virtud, porque hablando por sí mismos en su favor y teniendo siempre por árbitro imparcial al pueblo, se reducirán a polvo los escritos de los que, indignamente, osasen atacarles. La verdad, como la virtud, tienen en sí mismas su más incontestable apología; a fuerza de discutirlas y ventilarlas aparecen en todo su esplendor y brillo: si se oponen restricciones al discurso, vegetará el espíritu como la materia; y el error, la mentira, la preocupación, el fanatismo y el embrutecimiento, harán la divisa de los pueblos, y causarán para siempre su abatimiento, su ruina y su miseria.
Mariano Moreno (1778 - 1811) en Gaceta de Buenos Aires, del 21 de junio de 1810
Fuente: Doctrina democrática, edición de Ricardo Rojas, Librería La Facultad, de Juan Roldán, 1915.
Fuente: Doctrina democrática, edición de Ricardo Rojas, Librería La Facultad, de Juan Roldán, 1915.
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