lunes, 8 de octubre de 2012

La necesidad de ideología

Por Jean-François Revel
¿Qué es una ideología? Es una triple dispensa: dispensa intelectual, dispensa práctica y dispensa moral.

La primera consiste en retener sólo los hechos favorables a la tesis que se sostiene, incluso en inventarlos totalmente, y en negar los otros, omitirlos, olvidarlos, impedir que sean conocidos. La dispensa práctica suprime el criterio de la eficacia, quita todo valor de refutación a los fracasos. Una de las funciones de la ideología es, además, fabricar explicaciones que los excusan. A veces la explicación se reduce a una pura afirmación, a un acto de fe: «No es al socialismo al que se deben imputar las dificultades encontradas en su desarrollo por los países socialistas», escribe Mijaíl Gorbachov en su libro Perestroika, publicado en 1987. Reducida a su armazón lógica, esta frase equivale a esto: «No es al agua a la que se deben imputar los problemas de la humedad que se plantean en los países inundados.» La dispensa moral abole toda noción de bien y de mal para los actores ideológicos; o más bien, el servicio de la ideología es el que ocupa el lugar de la moral. Lo que es crimen o vicio para el hombre común no lo es para ellos. La absolución ideológica del asesinato y del genocidio ha sido ampliamente tratada por los historiadores. Se menciona menos a menudo que santifica también la malversación, el nepotismo, la corrupción. Los socialistas tienen una idea tan alta de su propia moralidad que casi se creería, al oírlos, que vuelven honrada a la corrupción cuando se entregan a ella, en vez de ser ella la que empaña su virtud cuando sucumben ante la tentación.

Como exime a la vez de la verdad, de la honradez y de la eficacia, se concibe que ofreciendo tan grandes comodidades, la ideología, aunque fuera con otros nombres, haya gozado del favor de los hombres desde el origen del tiempo. Es duro vivir sin ideología, ya que entonces uno se encuentra ante una existencia que no conlleva más que casos particulares, cada uno de los cuales exige un conocimiento de los hechos único en su género y apropiado, con riesgos de error y de fracaso en la acción, con eventuales consecuencias graves para uno mismo, con peligros de sufrimiento y de injusticia para otros seres humanos, y con una probabilidad de remordimiento para el que decide. Nada de esto le puede suceder al ideólogo, que se sitúa por encima del bien y de la verdad, que es él mismo la fuente de la verdad y del bien. He aquí un ministro reputado por su virtud, su culto a los derechos del hombre, su amor a las libertades. No dudará en presionar a una administración, en amenazarla, para hacer nombrar a su mujer, con toda la irregularidad, profesor en una gran escuela y hacer expulsar al titular. El abuso despótico del poder al servicio del favoritismo familiar más trivial, que fustigaría con asco si lo viera practicar fuera de su campo, deja de parecerle vergonzoso viniendo de él. No es simple complacencia suya, mecanismo psicológico banal. Este hombre no está aislado, está acompañado, sostenido por la sagrada sustancia de la ideología, que acolcha su conciencia y le induce a pensar que, estando él misino en la fuente de toda virtud, no puede secretar más que buenas acciones. « Para comprender cómo es posible que un hombre sea al mismo tiempo celoso de su religión y muy disoluto -escribe Pierre Bayle-[58] no hay que considerar más que, en la mayor parte de los hombres, el amor a la religión no es diferente de las otras pasiones humanas... Aman a su religión como otros aman a su nobleza o a su patria... Así, creer que la religión en la cual uno ha sido educado es muy buena y practicar todos los vicios que ella prohíbe son cosas extremadamente compatibles.» En sus comienzos, una ideología es una hoguera de creencias que, aunque devastadora, puede inflamar noblemente los espíritus. A su término, se degrada en un sindicato de intereses.

Aunque la ideología no posea eficacia, en el sentido de que no resuelve ningún problema real, ya que no proviene de un análisis de los hechos, sin embargo está concebida con vistas a la acción; transforma la realidad e incluso mucho más poderosamente de lo que lo hace el conocimiento exacto. Éste es, incluso, todo el objeto de este libro. La ideología es ineficaz en el sentido de que no aporta las soluciones anunciadas por su programa. Así, la colectivización de las tierras suscita no la abundancia, sino la penuria. Pero no por ello tiene una menor capacidad de acción sobre lo real, porque precisamente ella puede hacer pasar a los hechos e imponer a varios centenares de millones de hombres una aberración económica fatal para la agricultura. En otras palabras, la colectivización no es una verdad agrícola, pero sí una realidad ideológica que, aunque destructora de la agricultura, ha sido mucho más concretamente extendida en el siglo XX que la simple verdad agrícola. Si se añaden a la Unión Soviética, a China, a Vietnam, a Cuba, los numerosos países del Tercer Mundo donde las experiencias de granjas colectivas, de cooperativas y gestión estatal han arruinado a la agricultura tradicional sin reemplazarla por una agricultura moderna, se observa que el delirio ha igualado, por lo menos, en nuestra época al pragmatismo. Durante el último tercio del siglo XX la agricultura productiva, que produce cada año amplios excedentes para la exportación, se concentra en un pequeño número de regiones del globo: América del Norte, Europa occidental, Australia y Nueva Zelanda, Argentina. Esos países de agricultura «capitalista» constituyen la reserva alimentaria del planeta, el granero del mundo, asegurando al mismo tiempo a sus explotadores un nivel de vida elevado. Casi en todos los demás países (con felices excepciones: Brasil, India, entre otros) se han experimentado de manera más o menos sistemática fórmulas colectivistas o cooperativas que han provocado el hundimiento de la producción, la penuria, la miseria, las carestías. Este balance apreciable al primer golpe de vista no impide a los ideólogos, incluso a los que no profesan explícitamente el marxismo, cada vez que examinan el caso de una economía del Tercer Mundo, continuar preconizando las mismas «reformas agrarias» de tipo burocrático y gestión centralizada que en tantos países ya han dado la señal del descenso a los infiernos.

La ideología es el mismo ejemplo de una de esas nociones familiares cuya aparente claridad se desvanece cuando tratamos de definirlas con precisión. Forjado en los alrededores de 1800, el vocablo designó primero el estudio de la formación de las ideas, en el simple sentido de representaciones mentales, luego, la escuela filosófica que se consagraba a ello. Fueron Marx y Engels quienes cincuenta años más tarde imprimieron al concepto de ideología el sentido, a la vez rico y confuso, que en lo esencial posee todavía hoy.

La ideología se convirtió en su teoría, el conjunto de las nociones y de los valores destinados a justificar el dominio de una clase social por otra. La ideología no puede ser, según ellos, más que mentira, pero no excluye la sinceridad, porque la clase social que se beneficia de ella cree en esa mentira. Esto es lo que Engels llamó la «falsa conciencia». Para colmo, la mentira puede parecer igualmente verdadera a la clase explotada, extravío que se ha bautizado con un vocablo que, él también, ha hecho carrera: la «alienación». En un sentido amplio, se puede incluir en la ideología no sólo las concepciones políticas o económicas, sino los valores morales, religiosos, familiares, estéticos, el derecho, el deporte, la cocina, los juegos del circo y del ajedrez.

La ideología parece nacida bajo la estrella de la contradicción. Si es ilusión y mentira, ¿cómo puede ser eficaz? Aunque se pueda, en virtud de algunos de sus rasgos, calificar de irracional la ideología, hay que tener en cuenta que muchas ideologías pretenden, no siempre abusivamente, apoyarse en una argumentación científica. En verdad, rehúsan tomar en consideración los argumentos y los hechos que no les gustan, lo que es la negación del espíritu científico. Y concluyen, la mayoría de las veces, en ese raciocinio irracional que se llama «lengua de madera». Además, todo ideólogo cree y consigue hacer creer que tiene un sistema explicativo global, fundado sobre pruebas objetivas. Por otra parte, Marx había terminado por integrar ese aspecto en su teoría. Poco importa, replican sociólogos tan eminentes como Talcott Parsons, Raymond Aron, Edward Shils: la ideología no depende en ningún caso de la distinción de lo verdadero y de lo falso. Es una mezcla indisociable de observaciones de hechos parciales, seleccionadas por las necesidades de la causa, y de juicios de valor pasionales, manifestaciones del fanatismo y no del conocimiento. Para Shils, el brillo de la ideología está emparentado con el del profeta, del reformador religioso, no del sabio, aunque estuviera equivocado.

En seguida acude a la mente una objeción: ¿las religiones no deben distinguirse de las ideologías? Ciertamente, pero hay reformadores religiosos, tales como Savonarola o Jomeini, que prolongan su religión en ideología política y social, servida por un ejercicio totalitario la función de legitimar el absolutismo del poder. Del mismo modo, se puede considerarla revocación del edicto de Nantes y la persecución de los protestantes por Luis XIV como un acto tan ideológico como religioso, puesto que la noción de la monarquía de derecho divino confería al catolicismo la función de legitimar el absolutismo. Cuando los profetas se inclinan a la ideología, se vuelven hombres de acción y líderes políticos.

La explicación por el fanatismo puro no basta para describir lo que es un sistema ideológico ni su capacidad para operar en la realidad. Tal es el motivo por el que se vuelve al punto de partida: la ideología incluye siempre un elemento, si no racional, por lo menos «comprensible», como decía Max Weber, y una dosis de eficacia. Es tanto más necesario cuanto que la ideología, y ello es uno de sus componentes capitales, actúa sobre las masas y las hace activas. Modela, a veces, una civilización entera o por lo menos un segmento social o cultural: los intelectuales, los ejecutivos, los obreros, los estudiantes. No se puede empezar a hablar de ideología más que en presencia de creencias colectivas. El ideólogo solitario es relativamente inofensivo. Para Lenin la ideología era, y continúa siendo para sus sucesores, un arma de combate en la lucha de clases y para el triunfo mundial de la revolución. Es, pues, mucho más militante que el prejuicio, la ilusión consoladora, el error banal, la excusa absolutoria, la dulce manía o la idea recibida, aunque incluya también todo esto y se nutra de ello. La idea preconcebida puede ser pasiva, mientras que la ideología es siempre activa al mismo tiempo que colectiva.

A veces es en los moralistas, en los novelistas, donde se encuentra manifestado en su espantosa plenitud el misterio de la cristalización ideológica. Sin volver a los clásicos demasiado conocidos para extenderse sobre ellos, el Gran Inquisidor de los Karamázov o Los demonios, se encontrarían sin duda en Cioran apreciaciones sobre la ideología: en la «Genealogía del fanatismo» del Compendio de descomposición, y en Historia y utopía. O también en la novela de Mario Vargas Llosa, Historia de Mayta, descripción soberbia y sofocante del nacimiento y crecimiento de la ideología terrorista en el seno de un grupo. El novelista nos hace presenciar desde el interior el caso concreto, vivido por individuos, de una visión a la vez delirante y razonada, la cual, sobre todo, se traduce en actos. Podría ser la historia de los fundadores del Sendero Luminoso peruano, esos profesores de filosofía maoístas (como los khmers rojos) persuadidos de tener derecho a matar a todos los hombres que se oponen a sus planes.

Pues la ideología es una mezcla de emociones fuertes y de ideas simples acordes con un comportamiento. Es, a la vez, intolerante y contradictoria. Intolerante, por incapacidad de soportar que exista algo fuera de ella. Contradictoria, por estar dotada de la extraña facultad de actuar de una manera opuesta a sus propios principios, sin tener el sentimiento de traicionarlos. Su repetido fracaso no la induce nunca a reconsiderarlos; al contrario, la incita a radicalizar su aplicación.

En su libro L'Idéologie (1986), el sociólogo Raymond Boudon presenta unos estudios muy claros de casos históricos o contemporáneos de ideología: reflexiona sobre El espíritu del jacobinismo, visto por Augustin Cochin, sobre el tercermundismo y la «teoría de la dependencia», y sobre el caso Lyssenko. Precisamente a propósito de este último me parece que subestima dos caracteres del comportamiento ideológico. Uno es la fidelidad abstracta a la ortodoxia, incluso si la «praxis» debe sacrificarse a ella. «Porque es extremadamente cierto -escribe Jacques Monod- que la base fundamental de la genética clásica es incompatible tanto con el espíritu como con la letra de la dialéctica de la naturaleza según Engels.» El otro aspecto es que la puesta en práctica de las teorías lyssenkistas fue una de las causas del retraso de la agricultura soviética, hermoso ejemplo de la indiferencia de los ideólogos a los mentís que les inflige la realidad. ¿Cómo explicar la «racionalidad» de una ideología suicida? Raymond Boudon sobresale especialmente cuando muestra los estragos de la ideología... en la sociología misma y en la filosofía de las ciencias. Su desmenuzamiento de algunos libros que estuvieron en boga en el último cuarto de siglo permite comprobar, una vez más, en los mismos ambientes intelectuales, la amplitud de los impulsos «que confieren a las ideas recibidas la autoridad de la ciencia». La reacción furibunda y dogmática de los ideólogos de la antipsiquiatría ante los descubrimientos sobre el origen orgánico de la esquizofrenia -más adelante volveré sobre el tema- ilustra bien esta «derivación», como habría dicho Pareto, lo mismo que el charlatanismo erudito de las primeras teorías racistas, a finales del siglo XIX.

A consecuencia del hecho de que Marx y Engels popularizaron el vocablo de ideología incorporándolo al vocabulario socialista, en su obra La ideología alemana, acabada en 1846, utilizamos desde entonces esa palabra en una acepción y en un contexto ante todo políticos. Antes incluso de que se forme la corriente de pensamiento socialista, la Revolución francesa y los filósofos del siglo XVIII que la prepararon redujeron todas las ideologías a la ideología política. Desde entonces, y sobre todo en el siglo XX, cuando hablamos de «luchas ideológicas» o deseamos un posible «fin de las ideologías», sobreentendemos que no puede tratarse más que de doctrinas políticas. Esto es evidente para el lector o el oyente. Incluso el integrismo islámico actúa menos en la única esfera de la religión que como movimiento político vestido con justificaciones religiosas. Es en esto en lo que nos afecta, manifestándose ante todo como un odio de una parte del Tercer Mundo a la civilización democrática occidental y una voluntad de destruirla. Tocqueville ya nos había mostrado «que la Revolución francesa ha sido una revolución política que ha procedido al estilo de las revoluciones religiosas».[59] No debía ser la única. Pero se ven igualmente revoluciones religiosas que proceden como revoluciones políticas. La plaga no es nueva. Las cruzadas en la Edad Media, las guerras de religión en el siglo XVI, fueron tan políticas como religiosas. Las religiones sirvieron en muchas ocasiones de vehículo ideológico a guerras de conquista y de colonización, que impusieron a los vencidos, por la violencia, una metamorfosis radical de su sociedad, tal como hicieron el islam en el Mogreb, y el cristianismo en el Nuevo Mundo. Es normal que se recurra siempre, en nuestro tiempo, a ejemplos políticos, cuando se reflexiona sobre la ideología, como se recurría siempre, antes del siglo XVIII, a ejemplos religiosos.

Y, sin embargo, incluso en nuestro tiempo abundan las ideologías que no son políticas. Se encuentran en la filosofía, en la moral, en el arte e incluso en las ciencias. Si se considera que la ideología tiene, tal vez, por principio característico la impermeabilidad a la información, con vistas a la protección de un sistema interpretativo, se comprueba que el ropaje ideológico inmuniza a constelaciones de creencias contra los embates de lo real en casi todas las esferas del pensamiento y de la actividad humanos. La ideología es política cuando tiende a la conquista o a la conservación del poder. Pero todas las ideologías no tienen el poder como primer objetivo, aunque ninguna esté completamente despojada de fines interesados. Al deseo de dominación intelectual se une el de preservar la influencia, aunque sólo fuera de una camarilla, de una fuente de posiciones universitarias, de recursos materiales y de satisfacciones honoríficas. El dique levantado contra la difusión de una teoría científica nueva no es, a menudo, obra más que de la resistencia demasiado humana de una generación o de un grupo de sabios, cuya carrera, posiciones y prestigio dependen completamente de la autoridad que les confiere la teoría a punto de ser destronada. El mismo Albert Einstein lo ha dicho: un descubrimiento se impone muy poco forzando con la demostración y la prueba la convicción de la comunidad científica; se instala, más bien, por la desaparición progresiva de los defensores de la antigua tesis y su sustitución en los cargos influyentes por una nueva generación de investigadores. Pero sea cual lucre el peso de las debilidades humanas, de la vanidad, de los odios, de las rivalidades y los intereses, de la misma ceguera intelectual, en las querellas que dividen a los sabios, y por grande que pueda ser su capacidad para retrasar la difusión o la aceptación de los conocimientos, en esa esfera son, a fin de cuentas, los criterios objetivos y la autenticidad de la información los que resuelven el debate.

No sucede lo mismo en la inmensa tribu de las doctrinas que mezclan la ciencia y la ideología, o, más precisamente, que son ideología apoyada en la ciencia, construida con elementos tomados de las disciplinas y del lenguaje científicos. El marxismo es la más conocida de estas mezcolanzas, pero hay muchas otras y yo hasta diría que es este tipo de doctrina el que alimenta la mayoría de las disputas humanas, por la simple razón de que no son ni completamente comprobables ni completamente refutables. Se prestan, pues, admirablemente a alimentar las pasiones y desaparecen, por lo general, por agotamiento de los adversarios y cansancio del público, ante la ausencia de toda prueba susceptible de poner un punto final a las discusiones. Pero ocupan, en lo que se llama la vida cultural, mucho más lugar, emplean mucho más tiempo, embadurnan mucho más papel, hacen mucho más ruido en las ondas que los conocimientos propiamente dichos. Para comprenderlo, en la imposibilidad de poderlo explicar, hay que admitir que satisfacen una necesidad: la necesidad ideológica. El hombre experimenta toda clase de necesidades de actividad intelectual además de la necesidad de conocer. La libido sciendi no es, contrariamente a lo que dice Pascal, el principal motor de la inteligencia humana. No es más que una inspiradora accesoria, y en un número muy reducido de nosotros. El hombre normal no busca la verdad más que después de haber agotado todas las demás posibilidades.

Palabras como «racionalismo», «positivismo» o «estructuralismo» designan en primer lugar un método de trabajo, luego una hipótesis sobre la naturaleza de lo real, finalmente una visión ideológica global. Ciertamente, en el segundo término de todas las fases de la investigación científica se proyecta una imagen teórica en la que se resume el idioma en el cual una generación de espíritus formula preferentemente su aprensión de lo real: mecanismo o vitalismo, fijismo o evolucionismo, funcionalismo o estructuralismo, atomismo o gestaltismo. Desde el auge de la biología molecular, son el vocabulario y la representación de los fenómenos tomados de la informática y de la lingüística los que estilizan la sensibilidad científica, la cual se expresa en términos de «programa», de «código» o de «mensaje». Michel Foucault llamaba «formaciones discursivas» a esas imágenes en parte convencionales. Pero Foucault afirmaba que eran enteramente ideológicas y quería borrar así toda diferencia entre ciencia e ideología. Lo que equivalía a decir que no había, a sus ojos un verdadero saber, sólo maneras de ver.

Es natural que Foucault haya querido abolir la distinción entre la ciencia, por una parte, y la ideología de tema científico por otra, porque tal supresión es justamente constitutiva de ese tipo de ideología, en el que él mismo destacaba con poco frecuente brío. Lo que define al ideólogo de tema científico es que se vale de la demostración y de la experiencia, al mismo tiempo que rehúsa la confrontación con el saber objetivo, si no es en las condiciones que le convienen y sobre el terreno que él escoge. Su uso de la información imita la gestión científica sin sujetarse a ella y no tiene valor demostrativo más que para el que ya ha entrado en su ideología sin poner condiciones. Objetar al ideólogo científico la inexactitud de su expediente o la extravagancia de sus inducciones constituye un síntoma de mal gusto, hasta una señal de mala voluntad, porque, en el final ¡sino intrínseco del pensamiento ideológico, el valor del dossier proviene de la tesis que se le hace establecer, y no el valor de la tesis de la solidez del dossier. Por otra parte, el público durante el período en que una ideología de estilo científico goza de su favor y corresponde a su necesidad, no se inmuta por las refutaciones fundadas en la comprobación de los hechos y de los razonamientos, puesto que él pide a esa «formación discursiva» no conocimientos exactos, sino una cierta gratificación afectiva y dialéctica a la vez.

¿Quién se acuerda de la influencia que ejerció sobre los espíritus, tanto en Europa como en los Estados Unidos, la obra del padre Teilhard de Chardin, aproximadamente entre 1955 y 1965? Tan difícil era escapar a ella como abrir un libro o un periódico sin encontrar una referencia a esa obra. Teilhard satisfacía una fuerte necesidad ideológica, aportando una conciliación entre el cristianismo y el evolucionismo, la paleontología humana y el espiritualismo cósmico. Sus obras, impregnadas de un énfasis oratorio y de una hermética prolijidad, se convirtieron en éxitos de librería. Sedujo tanto a la izquierda como a la derecha (salvo a los integristas cristianos), fue el pensador tutelar del Concilio Vaticano II en 1962 y durante un decenio permaneció intocable para la crítica en la prensa liberal o moderada así como en la prensa marxista, que veía en él -a través de espesas brumas, en verdad- al mago capaz de efectuar la unión del marxismo con el cristianismo. El hechizo que emanaba del teilhardismo llegaba tan lejos entre los intelectuales que los únicos, en medio de ese éxtasis, que no tenían derecho a la palabra eran los biólogos, por lo menos los verdaderos, los que habían conservado la suficiente lucidez para escapar a la tentación ideológica e intrepidez para osar confesar sus reticencias. Es superfluo añadir que los mecanismos de defensa ideológica funcionaban continuamente y por la mecánica de un curioso consenso espontáneo de la comunidad cultural, que montaba la guardia, rechazaban, antes incluso de que hubieran podido aparecer, las informaciones susceptibles de molestar a sus elucubraciones teilhardianas.

Yo mismo tuve ocasión de comprobar la eficacia de esa defensa al tratar, durante mucho tiempo en vano, de hacer publicar en Francia la traducción de un artículo contra Teilhard debido al biólogo inglés Peter Medawar, que acababa de obtener, en 1960, el Premio Nobel de Medicina. Me enteré de la existencia de ese artículo durante una estancia en Oxford, en 1962, al ojear la revista Mind; y varios amigos, biólogos o filósofos del Colegio en que me encontraba me confirmaron que se había dado un alto a la penetración en Gran Bretaña del teilhardismo, sin polémica alguna, y señalando simplemente las debilidades de la información biológica y paleontológica que servían de punto de partida a la verborrea teilhardiana. Atravesando el canal de la Mancha con Mind bajo el brazo, no dudaba en interesar a uno u otro de los responsables de los diversos diarios franceses en los cuales escribía yo entonces o con los que mantenía relaciones amistosas. Encontré, en cambio, una extraña resistencia y noté una tendencia universal a la contemporización. El artículo era demasiado largo, demasiado técnico, demasiado... inglés. De hecho era muy claro, ciertamente mucho más que el confuso galimatías de Teilhard; estaba técnicamente al alcance de todo lector habitual de las rúbricas científicas de los buenos periódicos, y obtuve de Medawar la autorización de condensar el texto en su versión francesa mencionando sólo los ejemplos más significativos. No sirvió de nada. Me di cuenta: me hallaba en presencia de un caso de impotencia de la ciencia para contrarrestar la ideología. La utilización ideológica de la biología, como más tarde la utilización ideológica de la psiquiatría o de la lingüística por Michel Foucault o por Roland Barthés, no dependen, según sus adeptos, del tribunal de la exactitud, cuya competencia recusan considerando que no tienen que dar explicaciones a un «cientificismo» obtuso. La función de las ideologías de consonancia científica consiste en poner el prestigio de la ciencia al servicio de la ideología, no en someter la ideología al control de la ciencia.

El éxito del teilhardismo provenía de que «reconciliaba la Iglesia católica con la modernidad», en el sentido de que elaboraba con las palabras una poción metafísica haciendo compatible el dogma cristiano con la evolución de las especies y la paleontología humana. No se le pedía nada más que cumplir esa misión ideológica. Evidentemente, nadie le había leído nunca con el objetivo principal de informarse sobre las ciencias de la vida. Pero -y ahí radica toda la ambivalencia de la ideología- todos debían fingir haberlo leído con ese objeto, apartándose, no obstante, horrorizados de todo examen crítico de la seriedad de su base científica. Medawar encarnaba, pues, el diablo que había que acallar a toda costa o desacreditar como romo y sin imaginación, aunque no hubiera en ese caso -lo recuerdo- ningún envite político. De ahí las evasivas de mis amigos directores de periódicos. No es que fueran feroces adoradores del reverendo padre. Diría incluso, y perdonadme el estilo coloquial, que les importaba un rábano. Pero, por su oficio, buenos órganos receptores de la atmósfera ambiental, presentían que no tenían nada a ganar publicando a Medawar, aparte del riesgo de ser tachados de «cientificismo retrógrado» y de insensibilidad a la «audacia» y a la «modernidad», y es curioso que esta última cualidad sea ordinariamente atribuida a las más laboriosas chapuzas de las doctrinas arcaicas. En el curso de una cena en casa de mi amigo el historiador Pierre Nora tuve la satisfacción de oír a François Jacob (que obtendría el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1965) explicar al director de un gran semanario cuan interesante era el estudio de Peter Medawar y cuan saludable sería su publicación en Francia. Tuve el amargo consuelo de comprobar que tenía tan poco éxito como yo, a pesar de su incomparable autoridad. Divertido por todas estas peripecias, se las conté detalladamente a un hombre muy culto que, después de haber abandonado la dirección de las páginas culturales de una importante revista, buscaba dinero para crear su propio periódico literario y filosófico. Se rió a mandíbula batiente del oportunismo ideológico y de la sumisión a las modas intelectuales de todos esos pretendidos «fabricantes de opinión» cuyo plácido conformismo acababa de describirle. «Le tomo la palabra -le dije- y cuando lance usted su propio periódico, prométame que publicará el Medawar en uno de los primeros números.» Lo prometió. Y cumplió su palabra... pero de la siguiente manera: en la primera página del recién nacido periódico que desplegué con alegre avidez, la mitad de la página estaba ocupada por el artículo de Medawar, la otra mitad por un ditirambo en honor de Teilhard, expresamente solicitado, y debido a la pluma de un turiferario titulado del célebre jesuita. Se trataba, pues, no de dar por fin la palabra a la ciencia ante la impostura ideológica, sino de yuxtaponer dos «opiniones», anunciadas como estrictamente equivalentes, el «pro» y el «contra». El pensamiento demostrable y el fárrago se convertían en dos «puntos de vista» igualmente estimables. La verdad no era todavía bastante fuerte para presentarse sola, Lo más chusco del asunto fue que a causa de una errata del secretariado de redacción, los subtítulos «pro» y «contra» habían sido invertidos; el subtítulo «pro» en grandes mayúsculas encabezaba el trabajo de Medawar y el subtítulo «contra» coronaba majestuosamente la homilía del elogiador de Teilhard. Lo que -imagino- acabó de aclarar el debate al público. Tres años más tarde, nadie hablaba ya de Teilhard de Chardin. Había sido sustituido por otro experto mezclador de metafísica y de conocimiento que esta vez tenía como ingrediente básico, ya no el cristianismo, sino el marxismo: Althusser.

Sin embargo, la mezcla ideológica de Althusser, aunque análoga a la de Teilhard, es mucho más política. Es tanto un derivado como un afluente de la política, lo que nos conduce al tipo más corriente de ideología. No obstante, por otro flanco de su función responde también a una pura necesidad intelectual y afectiva a la vez: el rejuvenecimiento de la doctrina marxista en el momento en que su poder explicativo como teoría se deshacía en el polvo. El condimento althusseriano aplazó por un buen decenio esa putrefacción, e incluso por dos decenios en ciertos lugares: todavía he conseguido encontrar un althusseriano en las Filipinas en 1987. La originalidad del autor de Leer «El Capital» consistió, primero, en inyectar a la doctrina moribunda unas cuantas hormonas arrebatadas a las disciplinas más atrevidas de entonces: estructuralismo, psicoanálisis lacaniano, lingüística y filosofía del «discurso». Esta forma de asistencia médica es, en suma, común en todas las salas de reanimación ideológica. Pero la originalidad de Althusser consistió también, y sobre todo, en no tratar de salvar al marxismo «humanizándolo» como se había siempre intentado ingenuamente. Comprendió que el humanismo, los derechos del hombre, la democracia colocarían al comunismo en un callejón sin salida.

No se revigoriza a una ideología copiando a su contrario, o fingiendo copiarlo. Para levantarla hay que dar fuerza y prestigio a lo que ella tiene de único, a lo que, en el tiempo de su esplendor, constituía su supremo atractivo para sus auténticos adeptos. La esencia irreemplazable del marxismo no es la noción de lucha de clases o de reparto igualitario de los bienes o de supresión del trabajo penoso, ideas todas ellas desarrolladas antes de Marx por varios historiadores, especialmente por Augustin Thierry y François Guizot, o por los utopistas; es el principio de la dictadura del proletariado y su aplicación histórica tangible, a saber, el estalinismo. La refinada justificación que da Althusser del estalinismo, al que por una ironía soberbiamente provocadora no encontró, reflexionando mucho, reprochable más que algunas molestas «tendencias burguesas», permite al marxismo morir con brillantez, como filosofía, por lo menos.

No es sólo nuestra facultad de consultar documentos y de pensar lo que suspende e inhibe la necesidad ideológica, en el orden científico, histórico o filosófico; es incluso nuestra capacidad de observar los hechos que se nos ofrecen por sí mismos y dependen de nuestra percepción visual, táctil o auditiva en el marco de la actividad sensorial más común. Incluso descontando los mentirosos intencionados, pensemos en cuan elevado es el número de grandes intelectuales y de periodistas de renombre que en el siglo XX no han visto más que abundancia y prosperidad en países donde poblaciones enteras se estaban muriendo de hambre. Esas alucinaciones ideológicas no son ninguna novedad. Uno de los ejemplos más puros que se encuentran en el pasado es el descubrimiento del Pacífico Sur, a finales del siglo XVIII; me refiero a la manera en que fue relatado a Europa.[60]

La «mentira tahitiana» nace, en efecto, en el punto de reunión de la Europa de las Luces, llena de prejuicios sobre el «buen salvaje», y de una realidad que sus primeros observadores estudian muy negligentemente en lo que tiene de original y que les interesa muy poco por sí misma. Y sin embargo -se podría casi decir: desgraciadamente- las expediciones a Tahití estaban compuestas, expresamente, por intelectuales eminentes, muy escogidos, sabios, fervientes lectores de la Enciclopedia. Esa elección dio buenos resultados en materia de observaciones botánicas o astronómicas. En cambio, cuando se trataba de las costumbres y de la sociedad, los «navegantes filósofos», como se les llama, los ingleses Samuel Wallis y James Cook, el francés Louis Antoine de Bougainville se revelan literalmente incapaces, demasiado a menudo, de percibir lo que tienen ante sus ojos. Se embarcaron en busca de la utopía realizada, de la «Nueva Citerea», y hacen de sus sueños la materia prima de sus observaciones.

Necesitan un «buen salvaje» honrado, así silencian o apenas mencionan los hurtos incesantes de que son víctimas. El buen salvaje debe estar enamorado de la paz: no se darán cuenta más que lamentándolo mucho, y sin insistir, de las guerras tribales que cubren de sangre las islas en el momento mismo de las expediciones. Cuando navíos europeos son atacados, los marinos asesinados, los narradores europeos pasan como sobre ascuas por esos episodios desagradables para regodearse en los períodos de reconciliación y de amistad con los tahitianos. Tales momentos, en verdad, están llenos de encantos, aunque sólo fuera a causa de la libertad sexual que reinaba en las islas, de la ausencia de toda culpabilidad relacionada con el placer, sujeto principal de la reflexión moral de los contemporáneos. Diderot insistirá precisamente sobre ello en su Suplemento al viaje de Bougainville. Pero cuando se leen entre líneas estos relatos de viaje, nos enteramos de que las exquisitas tahitianas no se prodigaban sin contrapartida, que el precio de su amor, cuidadosamente proporcionado a su juventud y a su belleza, se fijaba anticipadamente de común acuerdo. Costumbre, en suma, no muy diferente de lo que se practicaba entonces en los jardines del palacio Real y otros lugares de placer de París, de los que Bougainville, un libertino mundano y cultivado, era, por otra parte, un habitual notorio y muy apreciado. ¿No debe el buen salvaje ser un adepto de la igualdad? Así, los «navegantes filósofos» no disciernen nunca la rigurosa división en cuatro clases sociales, fuertemente jerarquizadas, de la población tahitiana. Indemne de toda superstición, Oceanía no venera ningún ídolo, se nos dice; lo que indica más bien que los navegantes están mal de la vista. El polinesio es vagamente deísta, nos aseguran. Sin duda ha leído el Diccionario filosófico de Voltaire, y adora a un «Ser Supremo». ¡He aquí que es el precursor de Robespierre!

A desgana, los hombres ilustrados llegados de la crueldad civilizada para contemplar la bondad natural del salvaje conceden, no obstante, que los tahitianos se entregan, a pesar de sus tendencias filantrópicas, a los sacrificios humanos y al infanticidio... Otro extravío lamentable: numerosos pueblos oceánicos son antropófagos. Cook, por otra parte el más lúcido, en verdad, de los exploradores de ese tiempo, perderá todas sus dudas al respecto mediante una última observación etnográfica, ya que acabará desdichadamente su carrera en el estómago de algunos nativos de las islas Hawai. He aquí cómo, dice Eric Vibart, «el tahitiano no fue nunca presentado tal como era, sino como debía ser para cuadrar con la esencia del sueño». Y he aquí también, por qué, hoy como ayer, continúa siendo tan difícil el combate contra la falsedad y sus fuentes eternas, la mayor parte de las cuales están en cada uno de nosotros.

Con un poco de paradoja, estaríamos tentados a inducir de esta porción de nuestra historia cultural que el peor enemigo de la información es el testigo ocular. Por lo menos, tal es el caso, desgraciadamente frecuente cuando ese testigo llega al lugar de los hechos atiborrado de prejuicios e irresistiblemente inclinado a adular al público al que se dirigirá a continuación. El ejemplo de Polinesia y de la literatura del siglo XVIII está lejos de ser un caso aislado. En todos los tiempos, los hombres han proyectado sobre países lejanos sus sueños políticos o han ido a esos países con sus sueños.

La mentira, la ceguera involuntaria o semiconsciente proceden de que utilizamos la realidad exterior o lejana como un simple elemento de la batalla ideológica librada en nuestra propia civilización o incluso a veces en la arena política más trivial y más efímera del país que resulta ser el nuestro. Los socialistas franceses, en 1975, negaron la existencia de cualquier complot totalitario en Portugal, por temor a que al reconocer en Lisboa los signos de un proyecto comunista peligroso para la democracia naciente repercutiera desfavorablemente en la reputación de la Unión de la Izquierda (socialcomunista) en Francia. ¡Portugal no tenía derecho a la existencia autónoma! Su historia tenía la obligación de constituir un alegato en pro o en contra del programa común socialista-comunista de los franceses. En lugar de que la ampliación de la información por la experiencia sirva para calcular mejor la acción, es la acción ya programada a priori la que sirve para limitar la distribución de la información. Del mismo modo, en el curso del período prerrevolucionario de los «navegantes filósofos» del siglo XVIII, la creencia en el buen salvaje, cuya bondad natural se suponía haberse librado de la civilización corruptora, el despotismo y las «supersticiones», constituía en Europa una pieza maestra del dispositivo ideológico del Siglo de las Luces. Traer del Pacífico observaciones estableciendo que el estado de la naturaleza, o supuesto tal, ofrecía a veces rasgos mucho más inhumanos que el nuestro, equivalía a arriesgarse a hacer tambalear aquel dispositivo, era dar la razón a Hobbes contra Rousseau. Como casi siempre, la preocupación por la discusión en el propio domicilio tuvo más fuerza que la de la verdad universal.

El espíritu científico, a menos que se ejerza sobre él una coacción determinante, como en física o en biología, puede convertirse también en presa de la ideología, sobre todo cuando afecta a la sociobiología, a la sociología, a la antropología, a la historia. No me refiero aquí a la ineluctable relatividad del punto de vista del observador en las ciencias humanas, cuya teoría ha elaborado Raymond Aron, siguiendo a Max Weber, en su Introduction á la philosophie de l'histoire. Esta relatividad, inherente a las mismas condiciones del conocimiento histórico, supone la eliminación de los factores subjetivos de la distorsión de las informaciones.

Sin alcanzar una objetividad poco concebible, es decir, la adecuación completa del concepto y del objeto, puede tender, por lo menos, a la imparcialidad. En cambio, es a ésta a la que la ideología pone, a veces, en peligro, cuando la misma naturaleza de una disciplina abre un margen de imprecisión a la observación y sustrae, en la práctica, al observador, al control de la comunidad científica. Claude Lévy-Strauss, por ejemplo, en Lo crudo y lo cocido, denigra con virulencia la Enciclopedia Bororo de los padres salesianos. Impugna sin consideraciones la exactitud, la veracidad misma de las observaciones consignadas en esa enciclopedia, consagrada a la sociedad bororo. Considerando que esos indios de Brasil no han sido estudiados más que por los salesianos y el mismo Lévy-Strauss, nos dejamos vencer por una cierta inquietud al comprobar que estos sabios, aunque poco numerosos, no llegan a ponerse de acuerdo, no ya sobre la interpretación, sino sobre los hechos en bruto de la vida de una tribu aún menos numerosa que ellos, contando apenas más individuos que su propio club de antropólogos preocupados por los indios de Brasil.

La furia de Lévy-Strauss viene de que los salesianos no son estructuralistas y de que ciertos hechos que relatan contradicen su interpretación estructuralista. La deformación ideológica -si hay deformación: imposible la decisión por un tercero- es, pues, en este caso, puramente epistemológica. No tiene nada de política. Un sabio se aferra a su encasillado de interpretación y recusa los hechos rebeldes y a los que osan mencionarlos. Ésa es una causa de rechazo de la información bastante frecuente y en cierto modo interior en la misma ciencia. Sin embargo, otras numerosas causas de ese rechazo pueden serle exteriores y referirse a prejuicios morales, religiosos, políticos o culturales sin relación con la investigación. Se recordará la polémica suscitada en torno de la obra de Margaret Mead, cuatro años después de la muerte de la célebre antropóloga norteamericana, acaecida en 1978. En dos obras capitales y que han figurado durante decenios en los textos de base de todo estudiante de antropología, Coming of Age in Samoa (1928) y Sex and Temperament in Three Primitive Societies (1935), Margaret Mead habría embellecido las costumbres de los insulares oceánicos que habían sido objeto de su estudio.[61] Sus costumbres son en realidad mucho menos agradables de como ella nos las ha descrito y la observadora, deliberadamente, omitió anotar rasgos neuróticos, las depresiones, la crueldad represiva, la rapacidad que marca muchos comportamientos en esas sociedades. Alumna de Franz Boas y fiel a su escuela «culturalista», Margaret Mead, en cierto modo ha enlazado con la ideología «de izquierda» de los navegantes-filósofos del siglo XVIII y obrado bajo el embrujo de un prejuicio «tercermundista» (precursor), es decir, idealizado la «identidad cultural» de las sociedades primitivas, para oponerlas a la hipocresía, al egoísmo y a la violencia interesada de las sociedades capitalistas industriales, producidas por el hombre blanco.

Esta idealización de las sociedades no occidentales en general expone a veces a los «liberales» a sorpresas o incluso los impulsa a medir las sociedades lejanas según criterios enteramente opuestos a los que ellos emplean para juzgar la propia. Recuerdo el estupor de un pastor alemán, en Windhoek, en Namibia, quedándose desconcertado y estupefacto en mitad de su sermón, porque había provocado una inmensa carcajada en el templo, entre los feligreses, casi todos negros, al decir, virtuosamente: «¡No lo olvidemos nunca! ¡Los bosquimanos son hombres como los demás!» Ese buen pastor acababa de descubrir que los negros también tienen sus «razas inferiores». Más virtuoso todavía, y sobre todo más inconsecuente, fue un periodista del Washington Post, quintaesencia del «liberal» norteamericano, sin piedad para su propia sociedad, tanto como ilimitado en su indulgencia por las costumbres de Arabia Saudí, país que él toma como modelo en el Tercer Mundo para verter el bálsamo de su comprensiva solicitud.

En el Washington Post, en efecto, se pudo leer en 1987 un artículo titulado: «La justicia saudí nos parece cruel, pero funciona», firmado por David Lamb, antiguo corresponsal del periódico en Oriente Medio.[62] Viniendo de un «liberal» tan convencido, para América, de la inutilidad de un exceso de disuasión penal, y en un diario tan justamente preocupado por los derechos del hombre en las democracias occidentales como el Washington Post, este artículo resultaba sorprendente. El autor, en efecto, empieza por conceder que los castigos previstos y abundantemente aplicados -en público, además- por la justicia saudí: flagelación, amputación, decapitación, lapidación, «pueden parecer "brutales" según los criterios occidentales». Pero, precisamente, nos dice el autor, debemos deshacernos de esos criterios etnocéntricos y comprender que esta justicia deriva de la sharía, la ley musulmana, que, poseyendo un origen sagrado, no podía admitir ningún edulcoramiento debido a la indulgencia de los jueces o a la evolución de las costumbres. Incluso la presencia de un abogado, cuando se arranca una confesión a un sospechoso, constituye una costumbre occidental cuya adopción no se podría reclamar en un país del Islam sin pecar gravemente por incomprensión y falta de respeto a la mentalidad musulmana. Sobre todo, esta justicia, que nos parece bárbara, presenta una considerable ventaja: es eficaz. ¿Pruebas? Según las estadísticas de 1982, prosigue el señor Lamb, se han enumerado en Arabia Saudí 14 000 crímenes y delitos para una población comprendida entre seis y once millones de habitantes según estimaciones lo que, si me atrevo a proferir la insolencia de una observación, por la amplitud de la desviación, deja estupefacto sobre la precisión de las estadísticas saudíes. Pero, el mismo año, sólo en la ciudad de Los Ángeles, para una población que se acerca a los siete millones de habitantes, se contabilizan un millón y medio de crímenes y delitos. ¡Casi cuarenta veces más! ¡Cifras elocuentes! Y nuestro periodista concluye, citando para aprobarlas estas palabras de un universitario norteamericano, hombre sabio, especialista de la sharía, con el que coincidió en Riyad: «Es cierto, en este país amputan algunas manos de gentes culpables y previenen así horrores tales como la violación, el asesinato... ¿Puede usted realmente decir que esto los convierte en bárbaros y a nosotros en gentes civilizadas?»[63]

Este eminente islamólogo omite el detalle de que la violación y el asesinato acarrean, no la amputación de la mano, sino la flagelación hasta la muerte, y la decapitación. Son los pequeños hurtos los que son castigados con la amputación. ¿Y cómo el señor Lamb, ciertamente partidario de la revolución sexual y de la liberación de la mujer en los Estados Unidos, justificaría el castigo reservado en Arabia Saudí al adulterio, y al adulterio de la esposa únicamente, que consiste en aplastarla bajo las piedras de una lapidación pública? Ése tipo de lapidación se ha modernizado, en verdad, desde los tiempos bíblicos: ya no es la multitud sádica e innoble la que arroja las piedras a la mujer adúltera. En la Arabia actual, se lleva a la plaza pública un camión-volquete cargado de pedruscos, que son arrojados de una sola vez sobre la desgraciada y la aplastan, matándola. A pesar de ese progreso humanitario y técnico, el espíritu de nuestro periodista se ensombrece, súbitamente, ante un temor: que su elogio del «derecho penal» saudí pueda proporcionar argumentos malsanos a los partidarios de la pena de muerte en Américay de una justicia más represiva en Occidente. Se embarulla, pues, en rectificaciones confusas y laboriosas, llegando a considerar que las estadísticas sauditas de la delincuencia puedan ser poco fiables y que, si los árabes cometen tan pocos delitos, es menos a causa de la influencia disuasiva dela represión que al hecho de que formen «una sociedad que cree en la santidad de la familia...un pueblo religioso, moral...[64] ¿Cómo explica esta caótica mezcla de veneración por unas costumbres atroces y unas tan hilarantes palinodias? En primer lugar, por el conocido tabú del respeto absoluto a la «identidad cultural», que prohíbe al señor Lamb juzgar y condenar una civilización que no sea la occidental. Tabú de un poder tanto más milagrosamente sorprendente si se considera que Arabia Saudí, a los ojos de un «liberal», no puede pasar más que por reaccionaria. No se le aplica ningún parámetro progresista, susceptible de servirle de excusa. En segundo lugar, la revolución islámica iraní y el fundamentalismo han suscitado en la izquierda una corriente favorable al integrismo musulmán, esté donde esté, y a las virtudes morales, espirituales y políticas del Islam..., que son grandes, sin duda, pero tal vez no en las manifestaciones descritas y tan alabadas por el Washington Post. En tercer lugar, por fin, la alabanza de la sharía tiene por primera utilidad y por misión sagrada denigrar la civilización occidental, pero de una manera que llega al colmo del absurdo ideológico, porque nuestro buen periodista nos prohíbe, al mismo tiempo, so pena de caer en la perversión represiva, imitar el modelo que nos alaba.

Al elaborar la noción de ideología en su sentido moderno, Marx y Engels ilustraron, sin duda, una propiedad psíquica entre las más soberanas, en el hombre. Que nuestras convicciones, nuestra visión del mundo, nuestras opiniones sobre el bien y el mal, no proceden, la mayor parte de las veces, de causas interiores del pensamiento y no son, pues, refutables ni modificables sólo por el pensamiento, La Rochefoucauld, o Pascal, o La Bruyère o Chamfort lo habían ya formulado con claridad e ilustrado con una sutileza de detalle mucho más rica y variada que la de los dos fundadores del comunismo. Pero a éstos les corresponde el mérito de una expresión teórica precisa y global que muestra cómo nuestros errores, en la medida en que emanan de causas exteriores al pensamiento, no pueden corregirse por el simple efecto de la reflexión crítica, de la argumentación, de la información. Hasta entonces todos los tratados filosóficos sobre el error lo suponían debido a faltas técnicas, a vicios de razonamiento, a insuficiencias de método y a un defecto en los procedimientos de comprobación. Sólo a los moralistas se debía la intuición de que el apetito de lo falso, el deseo de engañar, la sed de mentirse a sí mismo, la necesidad de creer que es en nombre del Bien que se hace el Mal, desempeñaban en la génesis del error un papel sin duda más importante que los fallos propiamente intelectuales, contrariamente a lo que decían los filósofos. Esas conductas constituían, tal vez, incluso una forma primitiva de adaptación del hombre a lo real. Desde que el hombre pudo pensar, tuvo miedo de conocer. La capacidad del hombre para construir en su cabeza más o menos cualquier teoría, para «demostrársela» y creer en ella, es ilimitada. Sólo es igualada por su capacidad de resistencia a lo que la refuta y su virtuosismo en cambiar, no por haber tenido en cuenta informaciones hasta entonces desconocidas para él, sino para responder a nuevas exigencias prácticas o pasionales. Con su teoría de la ideología, Marx y Engels no volvían al simple pragmatismo. El pragmatismo consiste en sostener que nuestros conceptos, aunque desprovistos de objetividad teórica, poseen una objetividad práctica, como herramientas afiladas por y para la acción. En la teoría marxista de la ideología, no tienen más que el estatuto de justificaciones falaces e ilusorias de los actos, sin función particular de eficacia. A la vez subjetiva y colectiva, la ideología nos separa de lo concreto tanto como de la verdad.

En la descripción, pues, Marx y Engels han acertado. En cambio, en la explicación rozan la indigencia. Por lo menos, su hipótesis no se adecua más que a una porción limitada de la producción ideológica. Para ellos, la única fuente de la ideología reside en la clase social, en la pertenencia a una clase y en la lucha de clases. No existiría más ideología que la clase. La debilidad de esta explicación procede en primer lugar de que implica una sociología simplista de las clases sociales. Éstas serían homogéneas y rodeadas de fronteras herméticas, sin evolución, sin imbricaciones, ni osmosis, ni movilidad, ni progresión, más que por la cirugía revolucionaria y la dictadura del proletariado. Toda la historia de las sociedades, desde mediados del siglo XIX, por lo menos la de las sociedades capitalistas, desmiente este sumario diseño. Además, si la ideología no encontrara su génesis más que en los intereses de clase, ¡qué fácil sería todo! A causa racional, tratamiento racional. Sabríamos lo que hay que hacer. Pero nada autoriza la comodidad de un análisis tan reductivo. Marx no lo ignoraba del todo, puesto que forjó, como se sabe, la noción de «alienación» para designar el paso por el que adoptamos a menudo la ideología de la clase que nos domina. Esta paradoja se basa en una sociología aún racional, puesto que se admite que la clase dominante dispone de los medios de comunicación, de cultura, de enseñanza, de difusión, de adoctrinamiento religioso, político y moral que le permiten modelar la mentalidad y las creencias de las clases dominadas. Desgraciadamente, mucho menos racional, aunque igualmente manifiesta, es la alienación inversa, la de las clases dominantes adhiriéndose a una ideología contraria a sus intereses, incluso la de toda una civilización suscribiendo las construcciones intelectuales que tienden a justificar su destrucción. Además, se pueden imponer a la clase dominada convicciones violentamente hostiles a la clase dirigente y, a la vez, totalmente falsas. Finalmente, la ideología presenta una complejidad que desborda inmensamente la pueril alternativa de la superestructura dominadora superpuesta a la alienación suicida. Más que vulgar disfraz de las relaciones sociales, que a decir verdad expresa casi siempre muy mal, y con las que, a menudo, no guarda relación alguna, la ideología, sin dejar de encarnarse, cuando le conviene, en la hipocresía vulgar, parece satisfacer así, más misteriosamente, una necesidad altamente espiritual de mentira.

La deformación de la ciencia por la ideología deriva de esta necesidad, libre de todo ingrediente materialista. La política puede, evidentemente, ejercer en ella su influencia, pero más como pasión del espíritu que como traducción de la lucha de clases, más aún por el terror intelectual y sus corolarios naturales: el conformismo y el miedo. Un gran especialista de los estudios islámicos, Bernard Lewis, ha denunciado la reciente tendencia según la cual los orientalistas, incluso en los Estados Unidos, en Gran Bretaña o en el continente europeo, deberían reclutarse exclusivamente entre los partidarios del integrismo musulmán y de la militancia palestina.[65] Ésta es, leemos en «sabias» revistas occidentales abiertamente subvencionadas por la Libia del coronel Gadafi, una condición indispensable de la «objetividad». Lo más bonito es que esta definición de la objetividad es defendida por eminentes orientalistas ingleses, norteamericanos o franceses. Si sólo los griegos tuvieran el derecho a escribir sobre el pensamiento griego, habría que quemar las obras de Zeller, de Gomperz, de Rodier, de Brochard, de Guthrie. Hasta para enseñar en las universidades occidentales, los orientalistas deben -se nos dice- ser escogidos entre los árabes, en todo caso entre los musulmanes, en ningún caso entre los judíos, a los cuales tal profesión debiera estar prohibida. Bernard Lewis cita una revista paquistaní que rechaza la competencia moral del inmenso islamista y arabizante que fue Evariste Lévy-Provençal (1894-1956), el autor de la Historia de la España musulmana. La idea de que para trabajar en la civilización islámica, incluso medieval, sea necesario simpatizar con el radicalismo y el integrismo islámicos actuales se esparce como mancha de aceite en otras disciplinas. Una elevada proporción de los hispanistas que enseñan en las universidades norteamericanas son, desde 1960, simpatizantes de Fidel Castro. Por parte de los sinólogos y de los sovietólogos, el servilismo puede explicarse, si no excusarse, por el temor a no volver a obtener visado de entrada en China o en la Unión Soviética y quedar así aislados de su objeto de estudio. Pero ¿es absolutamente necesario, para mantener una competencia sobre la historia de la civilización hispánica, asegurarse la entrada en Cuba, que no es más que un fragmento muy pequeño de la Hispanidad, interesante, ciertamente, pero no indispensable? La distorsión del espíritu científico se explica, pues, aquí únicamente por la ideología y por un conformismo del ambiente. ¿Acaso no he oído al artífice de un gran diccionario enciclopédico francés declarar un día, en el curso de una emisión de televisión, que más valía, según él, confiar el artículo «Castro» a un castrista y «Marx» a un marxista? En tan buen camino, ¿por qué no pedir a la oficina política del partido comunista francés que los redacte ella? Así estaríamos seguros de una «objetividad» absolutamente completa.

Por una curiosa concepción de la ciencia, parece que sea preciso, para especializarse en una cultura, admirar a los dirigentes políticos del momento en el país que se estudia. Esta exigencia sólo reza, por supuesto, para los países comunistas y el Tercer Mundo. ¿Se pide a los anglicistas inscribirse en el partido conservador cuando la señora Thatcher está en el poder? Así, John K. Fairbank, director del prestigioso Center of East Asian Studies de Harvard -centro que lleva además su nombre-, hablando en el New York Times en 1987 de la traducción de La Forêt en feu (El bosque en llamas) de Simón Leys,[66] escribe que la indignación de Leys ante las destrucciones masivas de obras de arte clásicas bajo la dictadura de Mao reflejan un punto de vista «elitista». ¡Así un gran especialista de China adora hasta tal punto a Mao que ve desaparecer con alegría en el corazón la mitad del patrimonio cultural al que él ha dedicado su existencia! Supongamos que se destruye la mezquita de Djuma en Ispahan, la de los Omeyas en Damasco, la medersa de Fez, la Alhambra de Granada, y que un islamista de renombre internacional proclama «elitista» verter lágrimas por esas obras de arte desaparecidas. ¡Habría un clamor de indignación! Pero cuando se trata de Mao Zedong la iconoclastia se vuelve respetable. Espero que aparezca el italianista que, para manifestar la grandeza del espíritu científico, nos diga que, si se quemara el Museo de los Uffizi, San Pedro de Roma y tal vez también el palacio de los Dux, no sería una gran pérdida, excepto para una pequeña élite ya que, para usar una frase del señor Fairbank, los artistas a los cuales se deben esas obras de art «no vivían en una sociedad igualitaria». Dicho sea entre nosotros; este eminente sinólogo me parece conocer muy mal su tema de estudio, si se imagina que la China comunista, que un país comunista cualquiera, es una «sociedad igualitaria». Se ve, pues, cómo la ideología llevada hasta el delirio puede impulsar a auténticos sabios, cuya función es conocer, a felicitarse por la destrucción de las fuentes del conocimiento.

Cuando cambian de opinión, es porque el poder político establecido, en el país del que son especialistas, ha cambiado. Los sovietólogos que descartaban como tendenciosos y polémicos los sombríos cuadros de la economía y de la sociedad soviéticas trazados en los años setenta por historiadores preocupados ante todo por la imparcialidad, han descubierto bruscamente en sí mismos una lucidez despiadada hacia la era Brézhnev desde el momento en que es Gorbachov quien ha condenado el «estancamiento» de su predecesor. Hay para preguntarse qué papel juegan la «misión del intelectual contra los poderes», para usar el conocido cliché, y «la independencia sagrada del investigador» en esos lamentables cambios totales de opinión. De la misma manera, Jonathan Chaves, uno de los raros sinólogos norteamericanos que no se han arrojado a los pies de Mao, observa,[67] en estos años en que el mismo partido comunista chino ha reconocido las atrocidades cometidas durante la revolución cultural (1966-1976), que se esperaba por parle de los «China Experts» una pequeña autocrítica, la confesión de que se habían equivocado. Pues bien, ¡en absoluto!

Ellos admiten hoy que la revolución cultural, el «holocausto de diez años», como se dice en China, ha sido una monstruosa aberración, pero lo admiten, no porque lo hayan comprendido, ¡sino porque continúan siguiendo la línea de Pekín! No toleran, por otra parte, hoy el espíritu crítico con relación a Deng Xiaoping o de su sucesor más de lo que lo toleraron antaño con relación a Mao Zedong. La verdadera cuestión es, pues, una vez más, saber para qué sirve la facultad de pensar, máquina de recibir, de almacenar, de clasificar, de combinar y de interpretar informaciones. Yo consagré, en 1970, varias páginas de uno de mis libros. Ni Marx ni Jesús, al análisis del Pequeño Libro Rojo y de otros escritos de Mao Zedong subrayando la indigencia intelectual, diría incluso el burlesco cretinismo de los apotegmas del déspota pequinés. ¡Qué alivio experimenté, el año siguiente, cuando salió la obra liberadora de Simón Leys, Les habits neufs du président Mao[70] (Los trajes nuevos del presidente Mao), al darme cuenta de que no estaba solo con mis opiniones! Pero, ¿quién nos explicará nunca cómo decenas de millones de intelectuales en todo el mundo, estudiantes y profesores que constituyen la élite de la enseñanza superior en las sociedades democráticas, han podido, durante cinco o seis años, meditar con devoción ese tejido de necedades pretenciosas? ¿Podían ellos admirarlo si no era colocando totalmente fuera de circuito su inteligencia y su cultura? Y se trataba de intelectuales del mundo libre, a los que nada coaccionaba para una tal abdicación del espíritu. Tenían la idiotez voluntaria y desinteresada al mismo tiempo, a la manera de sus grandes antepasados de la época estaliniana, a menudo espíritus eminentes ellos también, aparte de su estalinismo. «¿Qué decir -escribía Boris Souvarine en 1937- de un Romain Rolland, de un Langevin, de un Malraux, que admiran y aprueban el régimen llamado soviético sin estar obligados a ello por el hambre o por la tortura?» Y Souvarine observaba que la redacción de L'Humanité -el diario del Partido Comunista francés- «no tiene nada que envidiar a la de la Pravda en servilismo y en bajeza, sin tener la excusa de hallarse entre las tenazas de una dictadura totalitaria». Jonathan Chaves cuenta en su artículo de Chronicles que conoce personalmente a investigadores, especialistas de la civilización china, que dejaban de dirigir la palabra a un colega si éste había dicho algo favorable a las Ombres chinoises[70] (Sombras chinescas) de Simón Leys.

El fenómeno del que acabamos de ver una nueva muestra es, pues, el paradójico de profesionales de la vida intelectual impulsados en sus juicios y en sus comportamientos por toda clase de fuerzas, salvo por las de la inteligencia. A semejanza de los sinólogos, los sovietólogos caen también fácilmente en el defecto que consiste en profesar que, para ser digno de estudiar un país, hay que aprobar, tanto a sus dirigentes como a los menores aspectos de sus costumbres. ¡Otra vez ese criterio! Solamente los esclavistas convencidos debieran estar autorizados a estudiar la historia griega o romana, sólo los pronazis la historia de Hitler y sólo los incendiarios, quemadores de cuadros y de libros, la biografía de Savonarola. En los Estados Unidos, un gran número de sovietólogos, no todos afortunadamente, son a tal punto adoradores de su tema que, como Stephen Cohen, han tenido el honor, científicamente dudoso, de ver sus libros traducidos al ruso y difundidos en la Unión Soviética, hasta tal extremo coincidían sus trabajos con las tesis oficiales. Síntoma del aniquilamiento del espíritu crítico por la pasión, esta frase de Moshe Lewin, en el prólogo de su proestalinista Formación del sistema soviético, en el que denuncia con irritación lo que él llama «la moda antisoviética reciente en la intelligentsia francesa».[70] De un manotazo, Lewin descarta desdeñosamente ese fenómeno antisoviético como un nubarrón efímero del «parisiensismo», una chifladura fútil y mundana. He aquí cómo un historiador, cegado por la ideología, deja de comportarse como tal y rehúsa identificar un acontecimiento cultural que, contrariamente a lo que él pretende, es de capital importancia. Desde 1917, los intelectuales franceses se han enredado en el marxismo-leninismo y la Unión Soviética, en las querellas en torno al estalinismo, el «socialismo de rostro humano», la teoría marxista del conocimiento y el materialismo dialéctico. Favorables u hostiles, todos se definen en relación a ese conjunto de teorías y realidades. Pero resulta que después de setenta años este debate se queda sin sustancia, es un debate muerto, la cuestión soviética está cerrada, por lo menos en el antiguo sentido, la causa está vista, el marxismo ya no interesa a nadie, o sólo interesa como una doctrina filosófica entre las demás. Es un momento crucial histórico considerable, tanto como pudo serlo en otros siglos el último suspiro de la escolástica medieval. ¡Y alguno que pretende ser historiador no comprende esto!

La presión ideológica sobre la ciencia se ejercía con fuerza y por la fuerza en la época de los Copérnico, Giordano Bruno o Galileo. En nuestros días, ya casi es posible sólo en las ciencias históricas y en la sociología, y únicamente hasta cierto punto, y nada o casi nada en las ciencias más rigurosas. No obstante, hay físicos que no dudan en explotar abusivamente su prestigio de sabios para librar batallas ideológicas fuera del campo de su competencia o sobre cuestiones que no tienen con su competencia más que una relación aparente. Tal fue, tal es todavía a menudo, el caso de físicos que, hostiles al armamento nuclear de su propio país, por razones políticas o por adhesión a un pacifismo unilateral, alegan su prestigio de sabios para impresionar al público y asestarle, en nombre de la ciencia, juicios categóricos dictados en realidad por móviles no científicos.

Contrariamente a la mayor parte de los demás intelectuales, los investigadores científicos, por lo menos los que se dedican a las ciencias cuyo método y objeto hacen imposibles o difíciles las afirmaciones que no se puedan comprobar, sufren coacciones demostrativas inherentes a su disciplina. Pero fuera de esa disciplina, pueden liberarse de esa coacción si su carácter los incita a ello o si la pasión ideológica los impulsa a hacerlo. El rigor al que se ven obligados en la práctica de su ciencia, y sin el cual tal práctica no podría, simplemente, existir, no es transportable fuera del campo de su investigación y de su objeto específico. Los más grandes científicos dejan a menudo de serlo cuando se alejan de su especialidad. Pueden llegar a ser capaces de las peores incoherencias y de las más necias extravagancias cuando se apartan de su esfera. Dicho de otro modo, su inteligencia puede no admitir por sí misma, cuando se aplica a un sujeto profano, los parapetos que le impone, por sus mismas leyes constitutivas, el trabajo científico, cuando se consagran a él. Durante ese trabajo no tienen opción. Lo toman o lo dejan: se hace dentro de las reglas o no se hace. Pero, fuera de ese trabajo, la imaginación puede desquitarse. La falta sectaria de probidad, la debilidad del razonamiento, el rechazo o incluso la falsificación de los hechos, el peso de los resentimientos personales, pueden alterar el funcionamiento de espíritus que, de vuelta al redil de la ciencia, o a condición de no salirse de él, se cuentan entre los mejores. Las declaraciones falsas, odiosas, embusteras que han podido proferir un Frédéric Joliot-Curie, un Albert Einstein, un Bertrand Russell cuando se aventuraban fuera de la física o de la lógica matemática constituyen un florilegio en el cual me permito, o me permitiré más adelante, detenerme de vez en cuando para animar este libro.

Nadie piensa, por supuesto, en discutir a estos grandes hombres, ni tampoco a todos los científicos, el derecho a profesar todas las opiniones que les plazca en todas las esferas que les interesen, si confinarse en su especialidad. Tienen la misma libertad de hacerlo que los demás seres humanos. Pero la impostura comienza cuando imprimen el sello de su prestigio científico a tomas de posición que parecen derivar de su competencia, cuando en realidad no se derivan en absoluto. Que un sabio conocido proclame sus simpatías por un partido político no es más que una venial operación de propaganda, como la cometen igualmente los escritores, los actores, los pintores, todos los que ponen un nombre célebre al servido de una causa, aunque ésta apele a cualidades de juicio sin relación con las que los hacen destacar en su actividad principal. No obstante, ese ligero abuso de confianza reviste una gravedad imperdonable cuando el interesado pretende que entre sus conocimientos de sabio y sus posiciones políticas hay un lazo interno y propiamente científico, de lo cual el gran publico no tiene evidentemente medios para comprobar la realidad. Tal fue el caso, por ejemplo, a principios de los años cincuenta, cuando un Joliot-Curie explotó el prestigio de su premio Nobel de Física para proclamar nociva la bomba atómica norteamericana y saludable hasta el mas alto punto la bomba atómica soviética.

Alguien puede muy bien ser un autentico sabio atómico y formular, sin embargo, afirmaciones desprovistas de seriedad sobre los aspectos de los problemas nucleares que no dependen de la investigación fundamental, por ejemplo, los problemas de estrategia nuclear. No obstante, el publico creerá, por yuxtaposición y contigüidad, que las opiniones de mi físico nuclear en materia de estrategia nuclear son mas fundadas que las de un comerciante o un agricultor. Pero no es así. La segunda disciplina, a despecho de la homonimia, es tan distinta de la primera como la dirección de una empresa industrial lo es de la teoría macroeconómica. Un premio Nobel de Economía no se convertiría necesariamente en un buen presidente de compañía internacional, ni siquiera en un buen tendero. Como observa irónicamente el general Pierre Gallois «desde su fundación (inmediatamente después de la segunda guerra mundial), el Boletín de los científicos del átomo anuncia cada mes la inminencia de la catástrofe».[71] La razón de este error indefinidamente repetido es que se puede conocer la estructura del átomo y las maneras de liberar la energía intraatómica sin, por ello, conocer nada de estrategia. Si quiere evaluar los riesgos de conflicto nuclear, o incluso convencional, el físico atómico, por muy laureado del Nobel que sea, debe cumplir las mismas condiciones que el profano: tiene que estudiar la relación de las fuerzas políticas, militares, económicas, ideológicas entre las grandes potencias afectadas, sus sistemas de alianzas, sus percepciones de amenazas, el nivel y la naturaleza de las tensiones, tanto en las relaciones bilaterales como en las implicaciones multilaterales de esas relaciones, en los enfrentamientos indirectos, por interposición del Tercer Mundo, y en los conflictos regionales. La competencia en geoestrategia no se desprende de la que se posee en física teórica, como tampoco hace mil años un herrero estaba más cualificado que un pastor para juzgar de política y estrategia, so pretexto de que la guerra se hacía entonces con espadas y que era él quien las fabricaba. Un buen constructor de aviones no posee ningún título para convertirse ipso facto en jefe del estado Mayor del Ejército del Aire o ministro de Defensa, ni un ingeniero do automóviles en piloto de fórmula uno. The Bulletin of Atomic Scientists publica, en cambio, bajo la autoridad de la ciencia, numerosos artículos puramente políticos. Yo comprobé personalmente la experiencia cuando en l972 el excelente físico Rabinovitch publicó en ese boletín una crítica de mi libro Ni Marx ni Jesús.[72] Le llamó principalmente la atención y la atacó violentamente mi tesis de que los listados Unidos no eran ni una sociedad fascista ni una sociedad que se encaminaba hacia el fascismo.

En aquella época, efectivamente, esta tesis había dejado estupefactos tanto a la izquierda europea corno a los «liberales» norteamericanos, ampliamente mayoritarios en la comunidad científica del país. A causa de la guerra de Vietnam, y, evidentemente, sin la menor percepción del peligro totalitario representado en el Sudeste asiático por Hanoi, era un postulado, en el curso de esos años, entre los intelectuales norteamericanos, que los Estados Unidos se dirigían hacia una especie de prenazismo. Recuerdo haber sido invitado, o, mejor dicho, inmolado en el curso de un debate en noviembre de 1971, en Nueva York, en una especie de círculo intelectual, una «oficina de espíritus» (como diría Voltaire) llamado "Theater for Ideas". La sala rebosaba de profesores de las grandes universidades de la Costa Este. El elenco se componía de John Kenneth Galbraith, moderador, de Wassily Leontief (futuro premio Nobel de Economía) y de Eugene McCarthy, aureolado por su gloria de vencedor del presidente Johnson, primero como senador, por su oposición tenaz a la guerra de Vietnam, luego como candidato a la investidura demócrata, durante un brillante recorrido en las elecciones primarias en 1968. En particular, el número inesperado de votos de Eugene McCarthy en las primarias de New Hampshire, cuyo valor como portador de suerte o de mala suerte en la superstición electoral estadounidense es conocido, desmoralizó a Johnson e influyó mucho en su decisión de no volverse a presentar. Dicho sea entre paréntesis, esa famosa proeza del senador McCarthy en New Hampshire constituye un buen ejemplo de la formación y de la indestructibilidad de las falsas ideas preconcebidas. En efecto, la prensa «liberal» presentó ruidosamente el resultado como una victoria de McCarthy. Sin ninguna duda fue una victoria moral, y políticamente significativa. Pero aritméticamente el senador sólo llegó segundo, detrás de Johnson, vencedor por consiguiente en las urnas. La sorpresa había sido causada por una diferencia menor que la prevista entre los dos candidatos demócratas, en un sistema en el que es tradicional que un presidente que pasa de un primer a un segundo mandato no encuentre ningún rival serio en su propio partido. Pero la prensa orquestó tan bien el asunto que pronto se convirtió en una noción admitida que McCarthy había «vencido» a Johnson en las primarias de New Hampshire 1968. Todos hablaban de ello como si fuera una verdad histórica y yo mismo me lo creí. El mismo Eugene McCarthy me sacó del error, en esa reunión en el Theater for Ideas.

Fue, por otra parle, la única revelación interesante que me hizo, en el terreno de los hechos, por lo menos. Porque en el de las alucinaciones, quedé bien servido. En resumen, Eugene McCarthy, seguido por la mayoría de la sala y la totalidad del elenco, incluido el moderador, que moderaba muy poco, me acusó de haber cometido una mala acción al hacer circular la fábula de que los Estados Unidos no marchaban hacia el totalitarismo. Era el tiempo en que la fórmula del doctor Benjamín Spock: «América ha entrado en el fascismo de manera democrática», pasaba por ser lo más fino de la sabiduría política. Curiosamente, yo tenía más bien la impresión de haber escrito un libro a la gloria de la izquierda norteamericana (en la medida en que el libro tenía por protagonista a los Estados Unidos lo que no era más que parcialmente cierto, al ser mi principal objetivo estudiar un tipo inédito de mutación social). ¿Acaso no había hecho observar la originalidad de la «revolución cultural», en el sentido literal, puesto que había salido de las universidades, la de la revolución racial y la revolución de los medios de comunicación, que habían comenzado en América, para desplegarse, mucho más tarde, a partir de 1968, en Europa? ¿No había insistido sobre la novedad de que una opinión pública tenía por primera vez, en jaque a su propio gobierno en la esfera hasta entonces «reservada» de la política extranjera, y ello por razones esencialmente éticas, surgidas de la guerra de Vietnam (con razón o sin ella, es otra cuestión a la que el futuro debía responder)? De hecho, cuando lo reconsidero hoy, mi libro estaba marcado por un optimismo de izquierdas demasiado acentuado. Si, más o menos, acertaba en lo que se refería a las transformaciones internas, subestimaba los desastres que el nuevo estado de espíritu nos preparaba en política extranjera... que son tal vez inevitables por la misma estructura de la democracia. Pero lo que yo decía en 1970, era que la izquierda norteamericana había ganado, política y culturalmente. A mis ojos, era un hecho de civilización más profundo y de más consecuencias que lo que pudiera suceder en el nivel del poder ejecutivo. Pero, igual que la izquierda europea, la izquierda norteamericana no lo veía así. Necesitaba, como nosotros, su América «fascista», especie de espantapájaros necesario para su comodidad intelectual. A ambos lados del Atlántico, la izquierda no podía interpretar mi discrepancia, ni siquiera enunciada desde un punto de vista izquierdista, más que reduciéndolo a un «viraje hacia la derecha».

El agrio Rabinovitch, al que encontré en casa de unos amigos, unos meses más tarde, en Washington, me analizaba también en su artículo y lo demostró en nuestra conversación. Me miraba constantemente, durante nuestra breve conversación, con esa conmiseración ambigua que se reserva a un criminal que se está muriendo de cáncer. Compasivo hacia el moribundo, pero permaneciendo severo hacia el asesino, su mirada me atravesaba con su láser psíquico, mientras su voz me aseguraba una estima de principio por los restos residuales de Homo sapiens que subsistían en mí, a pesar de todo y a pesar de mí mismo.

Para volver al fondo de la cuestión, no hay, decía yo, más que una semitrampa cuando se reviste una opinión subjetiva de la autoridad adquirida cerca del público gracias a trabajos científicos sin relación con esa opinión. En cambio, y no me cansaré de insistir en ello, la impostura se agrava desmesuradamente cuando se introduce la misma ciencia en el centro de un prejuicio político, dando apariencias de demostración a datos falsos y a inducciones fantásticas. Aquí, el sabio no se limita a desempeñar el papel de su celebridad para propagar un tópico ideológico distinto de su especialidad. Engaña al público presentando como emanada de la ciencia una tesis que en realidad no procede de ella, que le ha sido dictada por motivos sin relación con sus competencias, pero que él disfraza con las marcas exteriores de la gestión científica, sabiendo que la mayor parte de la gente que va a recibir el mensaje es incapaz de comprobar, ni siquiera de dudar de la seriedad de los argumentos aducidos.

Es una maniobra de ese tipo que numerosos científicos han aportado su concurso, por ejemplo, elaborando y difundiendo la fábula del «invierno nuclear». Esta expresión significa que cualquier utilización de armas atómicas envolvería la Tierra en una pantalla de polvos radiactivos, los cuales, impidiendo durante un período de tiempo bastante largo que la energía solar llegara hasta nosotros, harían desaparecer de nuestro planeta la vida y, en todo caso, la especie humana. Esa visión aterradora hizo su aparición en 1982; primero bajo la forma de una novela de terror sin base científica, en la revista ecologista sueca Ambio, inspirada para el caso, según su mismo editor, por el Instituto Internacional para la Investigación de la Paz, de Estocolmo (el SIPRI: Stockholm International Peace Research Institute). En un principio, pues, la imagen del invierno nuclear sale de los ambientes de las organizaciones pacifistas, que lo utilizan como un espantapájaros para impulsar al desarme unilateral de las democracias y, en particular, impedir en aquella época el despliegue de los euromisiles occidentales. Grupos de científicos partidarios de ese desarme unilateral acuden entonces en ayuda, como los Physicians for Social Responsability, la Federation of American Scientists y la muy célebre e inquieta Union of Concerned Scientists (que se podría traducir por: «Unión de Científicos Responsables», aunque concerned pueda significar también «preocupados», «ansiosos», incluso «comprometidos»). Estas organizaciones recolectan fondos de una multitud de fundaciones solícitas, con objeto de encargar a un equipo de investigadores, dirigidos por el astrofísico y astro de los medios de comunicación Carl Sagan, un informe sobre el peligro. La costumbre prescribe que un artículo, sobre todo sobre un problema tan sujeto a controversia, antes de aparecer en cualquier revista científica, sea sometido a lo que se llama la «evaluación» previa de los «iguales» (por lo menos, tres) del autor o de los autores. Pero el informe del equipo de Sagan[73] escapó curiosamente a tal formalidad. Apareció sin obstáculos en la revista Parade, cuyo director, un tal Carl Sagan, no formuló ninguna objeción contra sí mismo. Pero negligencia mas inquietante aún -volvió a aparecer poco después (23 de diciembre de 1983) ligeramente retocado, y asimismo sin las evaluaciones usuales, en la prestigiosa revista Science. Luego, otro artículo de Carl Sagan sobre el mismo tema, «Nuclear War and Climatic Catastrophe», figuró unos días más tarde en el sumario de la más venerable de las revistas norteamericanas de ciencias políticas, Foreign Affaires (invierno de 1983-1984).

A finales de octubre, para que coincidiera con la aparición del número especial de Parade, tuvo lugar en Washington un coloquio sobre el tema: «El mundo después de la guerra nuclear.» Se compilaron muy pronto las actas de este coloquio en un volumen titulado The Cold and the Dark (Frío y tinieblas), lo que se llama tener el pudor de no recurrir a los títulos hipnotizantes y a los groseros procedimientos de aporreamiento de los nervios del publico que utiliza la prensa sensacionalista, por otra parte tan despreciada por los intelectuales «liberales». Antes, incluso de toda publicación científica, y antes de toda posibilidad de que sabios no «comprometidos» escrutaran atentamente el informe, la Fundación Kendall había entregado 80 000 dólares a la firma de relaciones públicas Porter-Novelli Associates, de Washington, para que lanzara al público los eslogans más simplistas y aterradores que se pudieran inventar partiendo del informe, simples afirmaciones perentorias, despojadas de toda argumentación racional. Por supuesto, huérfana de todo control científico, pero orquestada en nombre de la ciencia, la campaña de los medios de comunicación se desarrolló en forma de numerosos videoclips y de varias películas, la más conocida de las cuales, The Day After, dio la vuelta al mundo. En todas partes, además, el «invierno nuclear» se impuso como una verdad demostrada, limitándose la prensa, casi siempre, a explotar el material de los medios de comunicación y los sumarios informes preparados con vistas a consultas rápidas, que habían sido puestos a su disposición antes de la publicación del informe íntegro y, a fortiori, antes de las reacciones críticas que muy pronto se produjeron, a pesar de todo, en el seno de la comunidad científica.

Estas reacciones críticas, a decir verdad, fueron al principio de una discreción inspirada a sus autores, sin duda, por el temor a hacerse acusar de simpatía por la guerra nuclear. Es conocida la elegancia moral y la honradez intelectual que puede manifestar el espíritu sectario en este tipo de debate, incluso y sobre todo en los ambientes universitarios. Si rápidamente se impuso la convicción, en los alfombrados salones de la National Academy of Sciences, de que el modelo climatológico del invierno nuclear era lo que se llama, en general, en lenguaje familiar, una «tontería», además de un fraude (humbug), pocas voces osaban proclamarlo, pues, para utilizar el lenguaje directo y colorista empleado en 1984 por Freeman Dyson, premio Nobel de física, «el informe TTAPS es un monstruo absoluto como muestra de literatura científica. Pero he renunciado a toda esperanza de rectificar la versión que se ha extendido entre el público. Creo que voy a abstenerme prudentemente de manifestarme sobre esta patraña. ¿Conocen a muchos que deseen ser acusados de ser partidarios de la guerra atómica?»[74] A pesar del miedo natural a los golpes, del que el envoltorio carnal de los grandes espíritus no está exento, el informe Sagan y la obra The Cold and the Dark (que un crítico del San Francisco Chronicle no había dudado en designar como «el libro más importante jamás publicado», «the most important book ever published») cayeron en un descrédito total a los ojos de la comunidad científica, al cabo de unos dos años. Las bocas se abrieron al fin y las revistas publicaron refutaciones.

Presa del remordimiento, el director de Foreign Affairs acogió en su número del verano de 1986 un artículo de dos hombres de ciencia pertenecientes al Centro Nacional de la Investigación Atmosférica (National Center for Atmospheric Research) que demolía el artículo de Carl Sagan aparecido tres años antes. Los autores escribían particularmente: «A juzgar por sus fundamentos científicos, las conclusiones globalmente apocalípticas de la hipótesis inicial del invierno nuclear pueden, ahora, reducirse a un nivel de probabilidad tan bajo que se avecina al de la inexistencia.»[75] Otros artículos igualmente severos fueron apareciendo en Nature, Science e incluso Ambio, que, unidos los unos a los otros, no dejaron en pie ni una piedra del imaginario edificio construido en derredor del invierno nuclear. Pero el término ha quedado como eslogan y continúa produciendo en el mundo entero el efecto deseado por las organizaciones pacifistas que lo lanzaron. Los estudios despiadados aparecidos en las revistas sabias no conseguirán borrar jamás las impresiones producidas por la campaña de los medios de comunicación y cinematográficos inicialmente, y tanto menos cuanto que la prensa escrita, que se había hecho ampliamente eco de esta última, no se interesó gran cosa en las reevaluaciones críticas hechas a continuación.

Se ve, pues, cómo una estafa intelectual puede recibir el sello de la ciencia y convertirse en una verdad del evangelio para millones de hombres. «... ¡Qué podemos ver -escribe Pierre Bayle- de lo que ocurre en el espíritu de los hombres cuando escogen una opinión! Estoy seguro de que si pudiéramos verlo bien, reduciríamos el sufragio de una infinidad de gentes a la autoridad de dos o tres personas, que, habiendo recitado una doctrina que se suponía que habían estudiado a fondo, han persuadido de ella a muchos más por el prejuicio de su mérito y éstos a otros varios que han preferido, por pereza natural, creer de una vez lo que se les proponía que examinaran cuidadosamente.

De manera que al aumentar de día en día el número de los sectarios crédulos y perezosos ello ha constituido un nuevo compromiso para otros hombres de dispensarse del trabajo de examinar una opinión que veían tan general y que estaban convencidos de que había llegado a serlo por la solidez de las razones de las que se habían utilizado en primer lugar para establecerla; y finalmente se han visto reducidos a la necesidad de creer lo que todo el mundo creía, por miedo a pasar por un faccioso que quiere saber, él solo, más que todos los demás.» No conservemos, pues, esperanza alguna de verdad: incluso refutada, la visión del invierno nuclear sobrevivirá en la imaginación de los hombres. En su número del 23 de enero de 1986, Nature, la primera revista científica británica y una de las primeras del mundo, deploraba la creciente decadencia de la objetividad en la manipulación de los datos científicos y la desenvoltura alarmante de varios investigadores en la afirmación de teorías desprovistas de bases sólidas. «En ninguna parte -proseguía Nature- esta tendencia es más evidente que en la reciente literatura sobre el invierno nuclear, investigación que ha llegado a ser tristemente célebre por su falta de probidad científica.»[76] Pero según el desengañado comentario de Russell Seitz en el citado artículo, esas rectificaciones tardías de publicaciones serias no alcanzaron a las masas. El mal en la opinión mundial ya estaba hecho y no tenía remedio. Apenas algunos meses después de la refutación de Nature, el New York Times publicaba un artículo en el cual Frederick Warner, de SCOPE[77] preveía que los efectos del invierno nuclear sobre el medio ambiente causarían... cuatro mil millones de muertos. Un año antes, en septiembre de 1985, SCOPE, en el Washington Post, se contentaba con dos mil quinientos millones...

¿Se trata de una «mentira útil» que podría excusarse en la medida en que sirviera a la causa del desarme y de la paz? Si tal fuera el caso, deberíamos preguntarnos si los sabios tienen licencia para falsear datos, incluso con buenas intenciones. ¿Decimos que sí? Entonces les concedemos licencia para falsearlos igualmente con intención vituperable. Nadie niega a Carl Sagan el derecho, como ciudadano, de profesar opiniones pacifistas y de propagarlas. Su impostura consiste en presentarlas prevaliéndose de su calidad de sabio y como derivadas de descubrimientos científicos debidamente comprobados. Cada hombre se inclina a pensar que su causa, política, religiosa o ideológica, justifica moralmente todos los engaños. Pero utilizar la ciencia para esa estafa, abusando de la ignorancia de la mayoría, es aniquilar la autoridad del único procedimiento que el hombre ha inventado hasta hoy para someterse a sí mismo a criterios de verdad independientes de sus preferencias subjetivas.

O más bien, las imposturas de ese género, más frecuentes de lo que se piensa, prueban que, en los mismos sabios, la pasión ideológica se impone a la conciencia profesional, cuando la incertidumbre y la complejidad de los datos introducen en un debate bástanle confusión para poder disfrazar de verdad científica una mentira ideológica.

Además, la causa por la cual los autores de la pamplina del invierno nuclear han traicionado a la ciencia está lejos de ser pura. Luchaban, en realidad, no por el desarme universal, sino por el único desarme occidental. Su campaña tendía a combatir a los programas militares norteamericanos, que dependían de votos de créditos por el Congreso, en 1983 y en 1984, y a estimular el antiamericanismo en el Tercer Mundo, así como a respaldar a los pacifistas europeos hostiles al despliegue de los euromisiles. Llevaba, en toda hipótesis, no a la retirada, sino al desequilibrio de armamentos en detrimento de los occidentales y en provecho de la Unión Soviética. Ésta, por su parte, lo vio claro, e interpretó en todos sus conciertos la partitura del invierno nuclear compuesta en Occidente. Suprema ironía: la Academia de Ciencias de la Unión Soviética, igual que los sabios soviéticos que asistieron, en agosto de 1984, en Sicilia, a la IV Conferencia Internacional sobre la Guerra Nuclear, emitieron serias reservas, en un primer momento, sobre el fundamento de la muy aventurada hipótesis de sus colegas norteamericanos. Sus escrúpulos fueron inmediatamente barridos y sus voces reducidas al silencio por sus propios servicios de propaganda dirigidos por Boris Ponomorev. ¿Acaso el arte de esos servicios soviéticos no consistía, según una técnica de demostrada eficacia, en apoyarse en trabajos occidentales para propagar las tesis hostiles a Occidente? Invocan, por ejemplo, a Paul Ehrlich, uno de los grandes «viajantes de comercio» del invierno nuclear, biólogo ya conocido por una primera fabricación seudocientífica, lanzada en 1968 en su libro The Population Bomb, de la que volveré a hablar. En un artículo publicado en 1984 por las Noticias de Moscú, y difundido luego en forma de folleto por los servicios de documentación de... la UNESCO (¡ya lo podíamos esperar!), el nombre de Ehrlich sirve para cubrir un nuevo hallazgo: ¡después del invierno nuclear, la humanidad sufriría un verano nuclear! Congelados, luego descongelados, finalmente seríamos asados y cegados por los rayos ultravioletas.

Si los sabios culpables de abusar así del prestigio de la ciencia y de la credulidad de sus semejantes se preocuparan sinceramente de la paz, no trabajarían para crear un estado de opinión que condujera al desequilibrio de armas nucleares en favor de los soviéticos. Pues esa corriente tiene por resultado que son sólo las naciones occidentales las que presionan a sus gobiernos para que reduzcan sus armamentos. Sin embargo, el verdadero riesgo de guerra es el desarme unilateral. Estudiando con imparcialidad la experiencia adquirida, si fueran honrados, se darían cuenta de que, desde 1945, todas las zonas del planeta que han caído bajo la dependencia de la disuasión nuclear mutua y equilibrada han sido por primera vez en un período tan largo en la historia humana zonas de paz. Y anotarían, en cambio, los casi ciento cincuenta conflictos convencionales que sólo pudieron ocurrir porque escapaban al área de la disuasión nuclear, y han causado, como mínimo, sesenta millones de víctimas en cuarenta años, tantas como la secunda guerra mundial, y tal vez más.

Ciertamente, lo ideal no es que la paz se mantenga sólo por el miedo a una segura destrucción mutua, la humanidad debe hacer todo lo posible para no perpetuar esta situación, que no constituye más que un mal menor. Pero la manera de salir de ella no es hostigar únicamente al campo democrático, para incitarlo a desarmarse de manera unilateral, lo que no puede hacer más que dejar el campo libre al imperialismo totalitario. Por lo menos se hace honestamente cuando se preconiza el desarme unilateral como simple ciudadano que tiene derecho a profesar una opinión que otros ciudadanos tienen también derecho a considerar falsa y peligrosa. En cambio, no es una conducta honesta fingir respaldar esta opinión apoyándose en la ciencia o en la religión (este caso también se da). Los sabios «responsables» que aplaudieron la firma del acuerdo soviético-norteamericano sobre la retirada de los misiles de alcance intermedio, en diciembre de 1987, en Washington, ¿han pensado que este acuerdo no se habría logrado jamás si se les hubiera escuchado cinco años antes, es decir, si la OTAN no hubiese desplegado los euromisiles, lo que hubiera privado a los listados Unidos de una moneda de cambio? ¿Y, sobre todo, que no habría tenido siquiera razón de ser si la Unión Soviética hubiese en 1982 aceptado retirar sus SS20 a cambio de la no instalación de los Pershing 2?

Que la ideología pesa más que la ciencia en muchos juicios científicos halla otra confirmación en la reacción de la comunidad científica norteamericana ante la Iniciativa de Defensa Estratégica, la IDS, popularizada bajo la denominación de «guerra de las galaxias». Dada la inveterada hostilidad de esta comunidad a las armas atómicas, hubiera debido esperarse que acogiese con favor y examinara benévolamente la eventualidad del paso a una estrategia centrada en la defensa activa, es decir, constituida por un «escudo» espacial. La disuasión pura se basa en la posesión por los dos antagonistas de las únicas armas ofensivas que, ante la perspectiva de una segura destrucción mutua, se supone que se paralizan las unas a las otras. Es la seguridad fundada en la reciprocidad de lo peor. Había sido siempre condenada por los sabios norteamericanos y también por los obispos; en primer lugar, a causa de su inmoralidad, porque no es posible acomodarse a una seguridad que reposa en una permanente y mutua amenaza de muerte, y luego a causa de los peligros del desencadenamiento accidental de un intercambio de «golpes» nucleares. Ésta catástrofe fortuita había sido escenificada a menudo en la ficción, en particular por Stanley Kubrick en su película clásica ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Doctor Strangelove), en 1964. Pues bien, apenas el programa de investigación IDS había sido anunciado, en 1983, por el presidente Reagan, la comunidad científica norteamericana se cambiaba de camisa con una velocidad de transformación digna del gran Leopoldo Fregoli, de quien los historiadores del teatro nos dicen que podía interpretar en una misma obra sesenta papeles diferentes.

¡Súbitamente, se metamorfosea en feroz partidaria de las armas ofensivas y en crítica sin reservas de la defensa activa! «El Bulletin of Atomic Scientists de mayo de 1985 comenta irónicamente Pierre Gallois-[78] canta las alabanzas de- la doctrina de la destrucción mutua segura (MAD) después de haberla condenado desde el mismo momento en que se enunció... Se ha evolucionado al otro lado del Atlántico, hasta el punto de elogiar una política militar que, antaño, había sido duramente criticada.» Y, en efecto, bastó que Reagan expusiera su plan de defensa activa para que la doctrina MAD, hasta entonces la bestia negra de la Union of Concerned Scientists, de los Physicians for Social Responsability y de la Federation of American Scientists, se convirtiera, a los ojos de estas mismas asociaciones de eminencias intelectuales y de sabios «preocupados» en el último refugio del humanitarismo pacifista y de la virtud filantrópica. Los «Doctores Strangelove» se reclutaban entonces entre los premios Nobel, que podían cantar a coro el subtítulo de la película: «How I learned to stop worrying and to love the bomb» («Cómo aprendí a no preocuparme más y a amar la bomba»).

¡Oh! Por supuesto, los científicos «responsables» continuaban preocupándose, pero ahora a propósito de la IDS. Parece que lo que le hace merecer a una doctrina militar una condenación no es el conjunto de las características intrínsecas que la constituyen; es el hecho de que sea la doctrina de la Administración estadounidense. Cuando deja de serlo, se convierte en buena; la que viene a continuación se convierte, a su vez, automáticamente, en mala.

Los sabios que trataron de la Iniciativa de Defensa Estratégica en el Bulletin of Atomic Scientists se empeñaron en demostrar, por una parte, que era irrealizable y no podía ser eficaz; por otra, que era a tal punto temible que induciría a los soviéticos a fabricar nuevas armas más potentes, con objeto de atravesar el escudo espacial. Esos hombres de ciencia no parecían notar la contradicción entre esos dos argumentos ni prever su segura destrucción mutua, en el terreno de la lógica. Si la «militarización del espacio», para adoptar la expresión tendenciosa de la prensa comunista y de ciertos gobiernos de Europa occidental, corre el riesgo de acelerar la carrera de armamentos, ello significa que es mucho más que un sueño. De otro modo, ¿por qué los soviéticos se esforzarían, desde hace tantos años, en intentar que los Estados Unidos abandonen el programa IDS? Por el contrario, deberían alegrarse de ver a los norteamericanos comprometerse en un camino que los conduce a la reducción de sus armas ofensivas por exceso de confianza en una protección ilusoria. La Unión Soviética hubiera debido aprovechar esa ganga. Pero no fue eso lo que hizo, muy al contrario. Además, los hombres de ciencia norteamericanos parecían no saber o no querían saber que los mismos soviéticos trabajaban, desde hacía mucho tiempo, y en violación flagrante del tratado ABM de 1972, en su propio programa de defensa activa, lo que Mijaíl Gorbachov ha terminado por reconocer oficialmente en una conferencia de prensa, en el curso de la cumbre de Washington, en diciembre de I987, y que ninguno de los que sermonean tan agriamente a Occidente sobre su estrategia tenía derecho a ignorar. ¿Cómo no seguir a Zbigniew Brzezinski cuando escribe: «Si la defensa activa en el espacio es técnicamente irrealizable, financieramente ruinosa y militarmente sencilla de contrarrestar, no se comprende muy bien por qué sería desestabilizante, ni porqué los soviéticos tratan tan encarnizadamente de impedir a América embarcarse en una empresa tan calamitosa. Y todavía menos por qué ellos mismos quisieran reproducir por su propia cuenta un sistema tan manifiestamente desprovisto de todo interés.»?[79]

En cuanto a la parte técnica del trabajo de la Union of Concerned Scientists (UCS) tendente a demostrar, en 1984, la inanidad práctica de la IDS, me guardaré, mucho de entrar en el detalle de una discusión que sobrepasa mis competencias. Pero pronto se tuvo la impresión de que no era muy seria, al observar simplemente que fue atacada sin tardar por sabios de renombre igual al de los que eran sus autores. El profesor Lowell Wood, por ejemplo, del Lawrence Livermore National Laboratory, encontró en el informe del UCS groseros errores de cálculo. En una ponencia en el coloquio de Erice, en Sicilia, el 20 de agosto de 1984, Wood demostró cómo esos errores demolían el conjunto de la demostración. Robert Jastrow, profesor de ciencias físicas en Dartmouth, criticó igualmente las cifras enunciadas por el UCS y puso en evidencia las enormes debilidades del informe.[80] Los autores de éste replicaron a estas refutaciones modificando y alterando, hasta hacerlas irreconocibles, las aserciones de su primera versión. El más incompetente de los no especialistas sabía lo suficiente, en todo caso, para comprender, ante ese espectáculo, que las certezas científicas estaban muy divididas en un debate en el que los mismos físicos, al repasar sus cálculos, debían hacer rectificaciones que iban del simple al doble, ¡o incluso de uno a cincuenta! Además, tales rectificaciones eran inmediatamente contestadas por sus colegas. Es ciertamente bello asistir a un despliegue tal de emulación intelectual entre investigadores, pero no era honrado por su parle, para empezar, asestar al público como verdades absolutas hipótesis dudosas, e incluso especulaciones falaces.

A pesar de esas lamentables desventuras, el dogmatismo político estratégico de los físicos no cedió un ápice de su mordiente ni de su soberbia. En 1987, un grupo de: trabajo perteneciente a la American Physical Society publica un informe de 424 páginas sobre las armas de energía dirigida, es decir la defensa activa. Incluso antes de que los comentaristas cualificados hubieran tenido tiempo de analizar atentamente ese informe, la prensa y los medios de comunicación se precipitaban para anunciar que su conclusión ante la IDS era muy negativa. «Los más grandes nombres de la física moderna tienen dudas sobre la guerra de las estrellas. Un gran retraso en perspectiva», titula por ejemplo el New York Times del 25 de abril: «Physicists Express Star Wars Doubt; Long Delays Seen.» ¿Puede clasificarse de científica una cultura en la que se comunican al público en forma de afirmaciones perentorias conclusiones hipotéticas de investigaciones dudosas, y nunca los argumentos que han conducido a las mismas ni las objeciones a esos argumentos? Lo que los periódicos y las televisiones no pensaron en decir, además, a los norteamericanos, es que los autores del informe, aunque todos ellos científicos eminentes, no contaban con un solo especialista de armas de energía dirigida, ni siquiera Charles Townes, que, aun siendo uno de los inventores del láser, no tenía ninguna experiencia sobre la práctica de las armas estudiadas. Ese «amateurismo» relativo explica sin duda ciertas fluctuaciones desconcertantes de la demostración. Así, en un pasaje leemos, por ejemplo, que el motor de los cohetes de largo alcance tarda entre tres y seis minutos en arder; en otro pasaje, se lee que tarda entre dos y tres minutos.[81] Sin embargo, desde el punto de vista de la posibilidad de interceptar esos cohetes en el espacio, ese punto capital no permite ninguna aproximación. Y, desde el punto de vista del papel que desempeña la ciencia en nuestra civilización, en la época de la comunicación de masas, es obligado constatar que las convicciones de la humanidad en su conjunto no se derivan en absoluto de un acceso más amplio al razonamiento científico, ni de una superior comprensión de los elementos del debate, ni de una participación en el saber, es decir, de una democratización del conocimiento, por sumaria que fuera. El público no tiene acceso más que a las conclusiones groseramente simplificadas y no a los razonamientos que las apoyan, incluso cuando se trata de problemas (el del SIDA, por ejemplo) relativamente simples de exponer. El público moderno continúa viviendo, igual que su predecesor de la Edad Media, bajo el régimen del argumento de autoridad: «Es verdad porque Fulano, premio Nobel, lo ha dicho.»

Por ejemplo, para presentar tanto la pura disuasión como la defensa activa de tal modo que cree ansiedad hay, entre otros muchos, un mito eternamente propagado que es el de la «carrera ilimitada» de armamentos. ¿Porqué -se dice- aumentar un stock de armas ya capaz de «destruir varias veces el planeta»? Nada menos exacto que esa imagen. Justamente porque las armas han ganado en precisión, han perdido en capacidad destructiva: no hay necesidad de devastarlo todo en mil kilómetros a la redonda, cuando se puede alcanzar el objetivo con un error eventual de apenas unos metros. Las armas nucleares modernas ya no tienen por objetivo «superdestruir» a las poblaciones civiles. Ya no apuntan a ciudades, sino a otras armas nucleares: los silos, las bases de submarinos y de bombarderos. Toda la tecnología actual se basa en la capacidad de destruir objetivos precisos sin devastar las zonas habitadas. Esto es todavía más cierto para las armas tácticas. Las víctimas civiles, e incluso militares, serían de un número muy interior al de las pérdidas provocadas por una guerra convencional tal que la carnicería irano-iraquí, la guerra afgana o las guerras civiles de América Central. ¡Lejos de mí la idea de que no hubiera que evitarlas a toda costa! Precisamente la disuasión y el equilibrio de fuerzas persiguen ese objetivo así como el IDS. Pero, a pesar de todas las afirmaciones corrientes, el stock nuclear norteamericano no ha cesado de declinar. En número de cabezas nucleares, alcanzó su punto culminante en l967. En número de megatones, la medida más apropiada para evaluar la capacidad de destrucción de masa, ese stock conoció su nivel más elevado en 1960. Contaba entonces cuatro veces más megatones que hoy, porque, una vez más, la precisión ha permitido reducir la potencia de cada artefacto.

Los hombres de ciencia[83] forman parle de los intelectuales. Los intelectuales norteamericanos, y sobre todo los universitarios, se colocan mucho más a la izquierda que la media del país, si, por lo menos, estar en la «izquierda» consiste en querer ofrecer la superioridad estratégica a los regímenes totalitarios, lo que yo impugno, pero no se puede hacer nada, en el vocabulario, contra el uso. Los intelectuales norteamericanos tienden a considerar que el único peligro de guerra es el que emana de su propio gobierno, sea cual fuere el sistema de seguridad que éste adopte. Lo mejor, para ellos, sería que no tuviera ninguno. Su odio natural hacia el gobierno de los Estados Unidos se encontraba además multiplicado durante el asunto del IDS, por el hecho de que a la cabeza del gobierno estaba Ronald Reagan. Yo no tengo, por mi parte, ninguna certeza absoluta en lo que se refiere a la factibilidad del IDS, aunque me inclino por seguir a ciertos especialistas de las cuestiones estratégicas, cuya argumentación favorable a la defensa espacial me parece seria, en particular Albert Wohlstetter.[83] De lo que estoy seguro, en cambio, es de que en la comunidad científica norteamericana se ha debatido este programa ante todo bajo el ascendiente de violentas pasiones políticas e ideológicas. Esta adulteración del debate científico es posible cada vez que una cuestión, por otra parte cargada de ideología, conlleva aún muy pocas certezas científicas para cerrar la puerta a la influencia de prejuicios ajenos a la ciencia. Cuando tal es el caso, el único freno a la falsificación es la probidad estrictamente personal de los sabios. Y en tanto falte una sujeción metodológica coercitiva, esta probidad está tan extendida entre ellos como entre los demás seres humanos, es decir, muy poco.

El poderío de la ideología encuentra su mantillo en la falta de curiosidad humana por los hechos. Cuando nos llega una información nueva, reaccionamos ante ella empezando por preguntarnos si va a reforzar o a debilitar nuestro sistema habitual de pensamiento, pero esa preponderancia de la ideología no tendría explicación si la necesidad de conocer, de descubrir, de explorar lo verdadero animara tanto como se dice nuestra organización psíquica. La necesidad de tranquilidad y de seguridad mentales parece más fuerte. Las ideas que más nos interesan no son las ideas nuevas. El florecimiento de la ciencia, desde el siglo XVII, nos incita a presuponer en la naturaleza humana un congénito apetito de conocimientos y una insaciable curiosidad por los hechos. Pero, como nos enseña la historia, si el hombre despliega, en efecto, una intensa curiosidad intelectual, es para construir vastos sistemas explicativos tan verbales como ingeniosos, que le proporcionan la tranquilidad de espíritu en la ilusión de una comprensión global, más que para explorar humildemente las realidades y abrirse a informaciones desconocidas. La ciencia, para nacer y desarrollarse, ha debido y debe aún luchar contra esa tendencia primordial, en torno a ella y en su propio seno: la indiferencia al saber. La tendencia contraria, por razones que todavía se nos escapan, no pertenece más que a una minoría ínfima de hombres, y, además, en ciertas secuencias de su comportamiento y no en todas.

Éste es el motivo por el cual el rechazo de una información nueva, o incluso vieja, pero que tiene el defecto de ser exacta, y la negativa a examinarla se manifiestan a menudo en ausencia de toda motivación ideológica. Ante un conocimiento inopinado que se presente ante él, el hombre, fuera de todo prejuicio, es capaz de una falta de interés debida únicamente a la inercia del espíritu.

¿Qué hay más inofensivo que la asiriología? ¿De qué disciplina puede un intelectual esperar menos, en los tiempos modernos, el poder de dominar a sus semejantes y de poner a una ideología al servicio de su carrera? Se debe, pues, poder suponer que ése es el último terreno en el que la «comunidad científica», como se dice por antífrasis, no corre el menor riesgo de experimentar el deseo de rechazar un conocimiento nuevo.

¿Qué motivación, qué ambición ajena a la ciencia podrían impulsarle a ello? Y, no obstante, ha sucedido. La simple negativa a aprender fue el único mal espíritu que se inclinó sobre la cuna de esta disciplina. Se puede comprender que ciertos campos históricos sean celosamente vigilados por los ideólogos, por ejemplo la Revolución francesa, territorio que continúa cubierto de desechos ideológicos todavía radiactivos, y en el que penetramos como en un castillo encantado por el que circulan fantasmas ávidos de enrolarse a título póstumo en batallas contemporáneas. Sólo el deseo de ignorancia, la libido ignorandi, explica sus laboriosos principios. En efecto, cuando en 1802, un joven latinista alemán, Georg Friedrich Grotefend, informó a la Real Sociedad de Ciencias de la universidad de Gotinga, que creía haber encontrado la clave de las «inscripciones persepolitanas llamadas cuneiformes», lo que era verdad, encontró a dicha sociedad en un estado de completa indiferencia. Y, sin embargo, escribe un asiriólogo actual, Jean Bottéro,[84] fue Grotefend quien «avanzó primero por ese camino, que duró medio siglo, al cabo del cual se debía finalmente dominar el triple secreto formidable que había protegido durante dos mil años las inscripciones asirías y babilonias».[85] Desanimado por la indiferencia de la sociedad real, el joven latinista abandonó sus investigaciones. Esta reacción de apatía ante la información es el hecho básico que debemos tener en cuenta, en primer lugar, si queremos comprender los infortunios de la comunicación y de la comprensión. Precede a toda entrada en escena de la ideología. Ésta, en cuanto interviene, decuplica la impotencia natural del único conocimiento puro en retener nuestra atención: no la crea del todo.

En la minoría donde subsiste la anomalía de la curiosidad intelectual, del gusto por los hechos y del interés por la verdad, el descubridor resulta ser, a veces, un aficionado. Tal era el estatuto del latinista alemán: también lo era del hombre que prosiguió sus trabajos y consiguió descifrar las escrituras mesopotámicas, H. C. Rawlinson, simple funcionario de la Compañía de las Indias Orientales. Rawlinson, nos dice Bottéro, era un investigador «cuya inteligencia, tesón y genio debían constituir, después de Grotefend, el nombre más grande en la naciente historia del Cercano Oriente antiguo». En el siglo XX, fue también un aficionado -un arquitecto, Michael Ventris- quien descifró en 1952 la escritura llamada «lineal B» de la Creta minoica. Los helenistas tampoco acogieron con mucho calor este adelanto decisivo. Prologando la traducción francesa del libro de John Chadwick, El desciframiento del Lineal B, Pierre Vidal-Naquet, eminente helenista francés, escribió en 1972:[86] «Se verá a continuación cómo fue acogido el sensacional descubrimiento de Ventris. Con diecinueve años de retroceso, es lícito pensar que, después de todo, las cosas no fueron tan mal, y que el helenismo contemporáneo, disciplina no obstante eminentemente conservadora, en conjunto, acogió bastante rápidamente la novedad.» (El subrayado es mío.) «Esto no impide -prosigue Vidal-Naquet- que la historia de las reticencias sea altamente instructiva.» A pesar de todos estos púdicos eufemismos se puede ver sin dificultad el despliegue de necedad y de mala voluntad que debió soportar el desventurado Ventris. Lejos de mí la absurda idea de que la ciencia sólo progresa gracias a los aficionados. Tal excepción no puede realizarse casi más que en los comienzos. Por otra parte, los descubridores como Ventris o Rawlinson, si se situaban, por su actividad principal, fuera del mundo universitario, no eran en absoluto unos aficionados. Sólo lo eran nominalmente. Muy preparados, se habían impuesto una formación tanto o más exhaustiva que la de los profesionales de su disciplina. Si su estatuto merece atención, es porque un aficionado, por definición, no goza de ningún poder, de ninguna red de alianzas en el ambiente social de los sabios y en la burocracia universitaria. La acogida hecha a su descubrimiento no puede, pues, emanar más que de una percepción eminentemente científica, de una única apreciación de sus méritos. Estos ejemplos raros son, pues, un buen patrón para medir la fuerza de los impulsos puramente intelectuales de los hombres en general y de los investigadores en particular. Pero no hay que preocuparse: entre profesionales patentados, los odios y la mala fe son casi tan poderosos y determinantes.

La ideología no hace más que agravar y enconar ese temor natural a los hechos. El mecanismo de conjuración del sovietólogo norteamericano Moshe Lewin, antes mencionado, proporciona un divertido ejemplo de esa animosidad. La conjuración -práctica de magia destinada a exorcizar las influencias nefastas- consiste en tachar mentalmente de nulidad un hecho que molesta, proclamando que es menor y ridículo. Puesto en presencia del reciente antisovietismo de la intelligentsia francesa, como he dicho antes, Lewin hace de ello, en primer lugar, un fenómeno «parisiense», luego mundano, una moda superficial y un poco estúpida: el miedo, dice él, a la idea pueril de que los carros soviéticos podrían llegar al canal de la Mancha en cualquier momento. Sin duda, una emisión de televisión consagrada, en 1985, a lo que sería un conflicto de ese tipo en Europa, y presentada por Yves Montand, había llamado la atención a realidades estratégicas que, en este caso, aunque no le guste al señor Lewin, plácidamente instalado a seis mil kilómetros de nuestras playas, no se relacionan, para los europeos, con la pura mitología. No obstante, el temor a un ataque frontal, del que se burla Lewin, no ha sido el factor decisivo en el cambio ideológico que tanto le preocupa. Ese factor decisivo ha sido más bien la toma de conciencia de la originalidad específica de la realidad totalitaria, así como el riesgo de finlandización sin guerra de Europa occidental. Así, cuando Lewin ironiza[87] sobre las «fobias», según él sin fundamento, de la «clase intelectual parisiense», que «se interesa antes que nada en sí misma»... porque se ha separado de la ideología prosoviética, no se comporta como un científico analizando un dato histórico, sino como un político enfrentándose a los abucheos desde el fondo de la sala. La sinceridad de los demás le parece una cosa imposible. Sin criticarle por un rasgo tan humano, observo en él indiferencia ante la información y repugnancia a tomar nota de un indicio nuevo, defectos que normalmente debieran haber sido eliminados por una buena formación de historiador. Lewin no consigue llegar a absorber un hecho cultural como es la evolución ideológica europea (y no solamente francesa o «parisiense»), porque ese hecho coge a contrapelo su postulado inicial: a saber que, según él, la supresión de la libertad no constituye un componente ideológico del sistema soviético.

«La historia sería una cosa excelente, si fuera verdadera.» Esta ocurrencia de Tolstói es más profunda de lo que parece. Ciertamente, soñar en una historia totalmente verdadera constituye una sinrazón epistemológica. Los filósofos de la historia, en particular Max Weber y, tras él, Raymond Aron, lo han demostrado claramente: el punto de vista del historiador es relativo. Esto deriva del hecho de que él mismo opera a partir de un momento de la historia, de la que forma parte integrante, en la que está inmerso, para observar otro momento de la historia. Pero yo no me refiero aquí a estas consideraciones filosóficas, o, más bien, las doy por sabidas y evidentes. Me refiero a las transgresiones brutales de la verdad, a las que el historiador tiene medios de evitar perfectamente. La cuestión no estriba en saber si el historiador puede alcanzar la verdad absoluta, sino en -si se esfuerza en ello- saber si el historiador puede conocer todos los hechos, si tiene en cuenta todos los hechos que conoce o si trata verdaderamente de conocer todos los que son cognoscibles. Pero no es así, o, por lo menos, es la excepción. En el interior de la relatividad inherente a la posición del observador, simple perogrullada epistemológica, existe o debiera siempre existir una mezcla de objetividad metodológica y de probidad personal que se llama la imparcialidad. Para aproximarse a ese rigor, el conjunto de cualidades requeridas en el historiador parece casi imposible de reunir y se encuentra, en efecto, muy raramente reunido. Ciertos viejos historiadores lo poseen, incluso aunque su documentación esté «pasada de moda», y muchos historiadores actuales están desprovistos de él, aun cuando tengan a su disposición mejores medios de investigación.

El procedimiento que comprobamos demasiado a menudo, incluso en historiadores de alto nivel científico (no hablo de libros de pura propaganda embustera, en los que la falsificación no respeta siquiera las apariencias de la imparcialidad), se basa en la selección de pruebas, que trata los hechos como una colección de ejemplos de entre los que se toman los que convienen para la ilustración de una teoría escondiendo lo mejor posible a los demás. Dejando aparte la que han practicado, cada uno con los recursos de su época, una minoría de espíritus ansiosos de conocer, la historia es casi siempre utilizada como el instrumento de un combate ideológico, sea político, religioso, nacionalista, incluso humanitario y hasta... científico, es decir, condicionado por la defensa de las teorías y prejuicios de una escuela histórica particular.

Puede explicarse fácilmente ese peso de la ideología, y es casi excusable, cuando el historiador toma por objeto un fenómeno aún en curso: por ejemplo, el comunismo, la Unión Soviética, el socialismo, el totalitarismo, el Tercer Mundo. Puede explicarse, aun cuando, precisamente, lo que tendríamos derecho a esperar del investigador científico sería que nos permitiera escapar un poco de los extravíos de la polémica cotidiana, en vez de añadir todavía más. No obstante, concedámoslo, la indiferencia se logra ahí con menos facilidad que cuando se trata de un lejano pasado. Los trastornos incesantes de la actualidad, las revelaciones importunas o inoportunas interfieren entonces, sin cesar, con la construcción del modelo explicativo en el cual trabaja el historiador. Son, a menudo, los mismos sucesores de los dirigentes soviéticos o chinos quienes rompen los modelos de los sovietólogos o de los sinólogos occidentales. ¡Qué amargura debe punzar el corazón de un Moshe Lewin, de un Stephen Cohen, cuando leen en la Literatournaya Gazeta del 30 de septiembre de 1987 que el número de las víctimas del hambre y del terror durante los años treinta y durante la guerra superan con mucho, según los demógrafos soviéticos, súbitamente locuaces, las más despiadadas evaluaciones de la historiografía anticomunista. En 1940, la población de la Unión Soviética era de 194,1 millones de habitantes y se reducía hasta 167 millones en 1946. Como la guerra costó la vida a veinte millones de soviéticos, la diferencia, siete millones, se debe, pues, a la represión. Peor aún: esta diferencia se amplía todavía más si se toma como base de cálculo no una población estática, puro absurdo demográfico, sino la población de 1940 aumentada en su crecimiento previsible durante los seis años siguientes. Prolongando la tasa de crecimiento de los años treinta, ya particularmente baja en razón de la anormal mortalidad debida al hambre y al terror, se llega a la cifra de 213 millones de habitantes que hubiera debido ser la de la Unión Soviética en 1946. Son pues 46 millones los ciudadanos que han desaparecido, o sea 26 millones de muertos de hambre o de la represión.[88] Una cifra tal invita a pensar que muchas cosas insospechables se nos escapan todavía en la historia del comunismo. Pero, ¿cómo iban nuestros historiadores occidentales a hacer el esfuerzo de tratar de descubrir el misterio, cuando apenas si tienen en cuenta las cosas fáciles de conocer? Pensemos que antes de la deflagración en Occidente del Archipiélago Gulag, que despertó muy provisionalmente a nuestros sovietólogos de su sueño dogmático, más de sesenta libros sobre los campos soviéticos habían sido publicados solamente en Francia, todos catalogados en los ficheros de la Biblioteca Nacional, entre 1920 y 1974.[89] Muchos historiadores esperan, para levantar acta de las atrocidades comunistas, que sean los mismos dirigentes comunistas quienes las denuncien... pero siempre las de sus predecesores, por supuesto.

Estos reconocimientos oficiales dan lugar, por otra parte, a una divertida y ágil recuperación: se descubre en ellos la prueba de que el régimen está bien de salud y continúa su camino, puesto que su franqueza le muestra consciente de sus errores y aún más alerta en su camino hacia el progreso. Así es cómo los regímenes comunistas no son jamás en Occidente objeto de un culto más ferviente que cuando proclaman que todos sus súbditos vegetan o se volatilizan. Cuando Gorbachov clama, el 17 de octubre de 1987, que en la Unión Soviética «el problema de la alimentación aún no está resuelto, sobre todo en las zonas rurales», recoge en Occidente una ovación entusiasta. En la Unión Soviética, en China, en Polonia, en Vietnam, reconocer los errores y los crímenes parece un título suplementario para ejercer el poder. Imaginemos las siguientes cinco columnas en la primera plana de un periódico francés en agosto de 1944: «Las evoluciones positivas del régimen. Una revolución ideológica: el gobierno de Vichy reconoce las aberraciones de la colaboración. Su posición sale reforzada.» ¡Cuántos historiadores y comentaristas cuando adoptan, coaccionados y forzados, posiciones que antes combatieron, se las arreglan para que no parezca que cambian de opinión!

Todas estas turbulencias intelectuales se explican fácilmente, como decía, por el hecho de que, en el ejemplo escogido, el pasado y la actualidad, el debate histórico y el debate político se entremezclan y se influencian. ¿Acaso tal historiador del comunismo no es, al mismo tiempo, un editorialista político al cual la gran prensa pide periódicamente que diagnostique el sentido de los últimos acontecimientos acaecidos y recomiende una línea de conducta? El compromiso directo con el presente aumenta inevitablemente la dificultad de ser imparcial en el pasado. En cambio, cuando el pasado está resuelto, la serenidad debería predominar. Pero, sin embargo, tampoco es así. Nada lo demuestra mejor que la historiografía de la Revolución francesa. Los especialistas han aprovechado a menudo el alejamiento de una inaccesible Unión Soviética para describirla, no tal como era, sino tal como debiera haber sido. Creaban así, como con la China maoísta, un ideal ficticio, una diversión ideológica. Pero junto a la diversión en el espacio existe la diversión en el tiempo.

La incurable controversia sobre la Revolución francesa nos interesa aquí menos por las divergencias de interpretación entre historiadores que ella revela, manifestaciones normales de una investigación viva, que por las prohibiciones ajenas a la ciencia que la atraviesan y la hacen recobrar actualidad. Esas prohibiciones conciernen, por otra parte, y en primer lugar, a los hechos, antes de concernir a las interpretaciones. Los seguidores del jacobinismo odian más a un investigador que desentierra o confirma hechos desagradables para la versión jacobina que a los contrarrevolucionarios de principios, un Edmund Burke, un Joseph de Maistre, un Charles Maurras, que constituyen, por así decirlo, sus propios contrapesos ideológicos, en un consanguíneo y cómplice antagonismo. Entre doctrinarios opuestos se deleitan en las batallas sostenidas a golpes de afirmaciones, y se temen mucho más los nuevos conocimientos que cortan los corvejones de los mismos caballos de batalla. Ésta es la razón por la cual la historiografía de la Revolución, especialmente la historiografía universitaria y escolar nacida bajo la Tercera República, ha consistido más en seleccionar las pruebas que en buscarlas, y en proteger las tesis que en establecerlas. El imperativo ideológico, político, militante, domina la exigencia científica, de manera tanto más pérfida cuanto que adopta a menudo las apariencias de la ciencia, servido por grandes nombres de la historia universitaria, Albert Mathiez o Alphonse Aulard, y por los manuales escolares de Ernest Lavisse o de Malet e Isaac. La falta de curiosidad por las fuentes comienza muy pronto. Michelet, en primer lugar, se preocupa, a mediados del siglo XIX, de examinar los archivos, seguido por Tocqueville que incluso examina los archivos provinciales. No es un azar que esos dos grandes espíritus sean precisamente de los que no se creen capaces de extraer la verdad histórica del pozo único de su pensamiento. Antes de ellos, el conservador Adolphe Thiers y el socialista Louis Blanc, ambos autores de una Historia de la Revolución, o Lamartine en su Historia de los girondinos, de un sentimentalismo revolucionario muy conformista, trabajan de segunda mano, contentándose con documentos y memorias ya publicados y con la tradición oral. Ha habido que esperar casi dos siglos, 1986, para que se esbozara una evaluación seria de las víctimas de la represión en Vendée, merced a investigaciones en los archivos de los pueblos, o un inventario del número de indigentes bajo la Revolución, comparado con el de los necesitados bajo el Antiguo Régimen, o un balance económico global del nuevo régimen. Y aun estas apreciaciones numéricas fueron acogidas con indecibles convulsiones por los detentores del «catecismo revolucionario».

La dureza de este catecismo intriga sobre todo a los espíritus razonables, incluso a François Guizot, cuyo padre había sido guillotinado en el período del Terror, los cuales juzgaron irreversibles las experiencias políticas y sociales de la Revolución. Además, el sectarismo de los «catecismos» aumenta con el tiempo y se aguza a medida de que el peligro de una restauración del Antiguo Régimen o incluso de una monarquía constitucional moderna se sumerge cada vez más en la nada de los fantasmas irrealizables. La momificación de una imagen mítica de la Revolución respondía, pues, en los republicanos, a una necesidad que no era contrarrestar una amenaza política que cada día era menos plausible. Si los monárquicos, con la Acción Francesa, ocupaban todavía en Francia, antes de 1939, un lugar innegable en el debate público francés, nunca creyeron en su propio éxito. La democracia ha debido, ciertamente, en el siglo XX, defenderse tanto a su derecha como a su izquierda, pero contra ataques desencadenados por los totalitarismos modernos, frutos de una escuela de pensamiento muy diferente de la de esos tradicionalistas. Por otra parte, precisamente, el secreto de la vigilancia puntillosa y del miedo a los hechos propios a los sumos sacerdotes del culto revolucionario ¿no reside, acaso, en el equívoco primordial de la Revolución, esa Revolución madre, a la vez, de la democracia y de los adversarios de la democracia? La desconfiada susceptibilidad y el insaciable apetito de censura de los catequistas, calmados por un tiempo por la oficialización de una enseñanza universitaria acorde con sus deseos, ¿no proceden, acaso, de la profunda ambigüedad de su tarea? Deben proteger el primitivo núcleo jacobino del que surge enteramente la innovación política capital de nuestro tiempo; la propagación de la servidumbre resguardada tras la defensa de la libertad. De los dos enemigos mortales, de los dos sistemas irreconciliables, nacidos el uno y el otro de la Revolución, el liberalismo y el totalitarismo, o, en términos más actuales, la democracia y el comunismo, los herederos puros del jacobinismo trabajan para promover el segundo, mientras se pretenden guardianes del primero. De ahí su exhortación: debéis aceptar el Terror en nombre de la libertad. Porque «la Revolución es un bloque» y «no se hacen tortillas sin romper huevos». Resulta que reescribir la historia de la Revolución francesa, rectificarla, expurgarla, idealizarla, sacralizarla, absorberla, recomenzarla se deriva, a doscientos años de distancia, de la misma necesidad ideológica que las constantes alteraciones y disimulaciones de la historia reciente y contemporánea por la Unión Soviética. Pero lo que hace más interesante la longevidad del catecismo revolucionario es que florece en nombre de la ciencia, en una cultura libre, sin coacción política directa, sin amenaza para la seguridad de las personas, sino para su carrera.

El envite es la justificación o el rechace de lo que se llamará en el siglo XX la dictadura totalitaria, y no sólo de la Revolución, sustituyendo al Antiguo Régimen en tanto que democracia. Este debate -insisto en ello- se produce entre autores que aprueban, todos, en lo esencial la Revolución, pero unos consideran que tenía el derecho, e incluso el deber, para sobrevivir, de recurrir al Terror, mientras que otros mantienen que se traicionó y se destruyó a sí misma al practicarlo. La escuela admiradora del Terror comprende, en el siglo XIX a Adolphe Thiers, hombre de derechas por excelencia, el que aplastará sangrientamente la Comuna de París en 1871; Lamartine, el oportunista, y los historiadores socialistas. Comprende, notablemente, en el siglo XX a Alphonse Aulard, Albert Mathiez y Albert Soboul. Ya en 1796, Gracchus Babeuf había proporcionado a esta escuela su divisa: «El robespierrismo es la democracia.» La escuela liberal, que ve, por el contrario, en el Terror el signo del fracaso de la democracia y lo juzga tan injustificado como inaceptable, cuenta con los nombres de Michelet, Tocqueville, Edgar Quinet, Taine. A pesar de la enorme superioridad de sus talentos literarios y de su consciencia científica, esta segunda escuela, la de la democracia liberal, ha sido siempre batida por la primera.

Doy fe de que pude, un poco antes de la mitad de nuestro siglo, preparar el bachillerato, luego el concurso de entrada en la Escuela Normal Superior, teniendo, para ambos, la Revolución en el programa, sin que, jamás, mis profesores, por cierto excelentes, mencionaran ni una sola vez en sus cursos El Antiguo Régimen y La Revolución de Alexis de Tocqueville. En cambio, los tres pequeños tomos de La Revolución Francesa de Albert Mathiez debían saberse prácticamente de memoria. El retorno a Tocqueville en la enseñanza universitaria sólo se esbozó hacia 1960. Si la izquierda siempre ha incluido a Michelet en su patrimonio, no presta mucha atención a su severidad hacia el Terror. La polémica suscitada por La Revolución de Edgar Quinet, en 1865, traza el bosquejo del melodrama ideológico reemprendido y puesto en escena hasta la saciedad luego, incluso en la superproducción de las conmemoraciones de 1989. Según un escenario que no cesará de repetirse, y no solamente a propósito, de la Revolución, no se trata en absoluto en esta discusión de saber si lo que el autor ha dicho es verdadero o falso, sino para qué sirve y a quién sirve o perjudica.

Los detractores más violentos de Quinet, y en primer término Louis Blanc, le acusan de debilitar al movimiento democrático y de traicionarlo. No olvidemos que el «traidor», en ese caso, escogió el exilio para no vivir bajo el régimen de Napoleón III, igual que su fiscal, por cierto. Así, ya, una parte de la izquierda quiere imponer a la otra el deber de mentir sobre el pasado con el pretexto de salvaguardar la cohesión del presente.

¿Qué pasado? Quinet parte de una realidad desesperante, escondida por la izquierda con una vigilancia tan minuciosa como clamorosa: la Revolución ha sido un fracaso. Comenzada para establecer la libertad política, condujo en primer lugar al Terror y luego a la dictadura militar de Napoleón I. Sus reformas sociales no se pueden discutir. Pero, como ya había dicho Tocqueville, desde ese punto de vista la Revolución ya se hallaba en curso, si no incluso hecha en sus tres cuartas partes, cuando empezó. Su verdadero éxito habría sido implantar en Francia un sistema duradero y pacífico de libertad política. Pero lo que consiguió sobre todo fue abrir paso a formas agravadas de tiranía. Mucho peor: la «reconquista» de 1848, también ella, engendró una República incapaz de gobernar, para terminar de nuevo con un golpe de Estado y con una segunda confiscación de la soberanía por un régimen autoritario.

¡Qué serie de fracasos! Cualquier otra familia política no necesitaría tantos para que la izquierda francesa se interrogara sobre la validez de sus ideas. Y la primera idea a cuestionar, dice Edgar Quinet, es la de la legitimidad del Terror. En una página de pasmosa modernidad, Quinet desmenuza lo que se convertirá en un gran sofisma del siglo XX: «Igualdad sin libertad -escribe- fuera de la libertad, tal es, pues, la quimera suprema que nuestros teorizantes nos hacen perseguir en el curso de toda nuestra historia: es el cebo que nos tiene en vilo... Aplazo la búsqueda de las garantías políticas hasta el tiempo en que el nivel social habrá sido alcanzado... Supongamos que la quimera sea alcanzada... ¿Quién juzgará que lo ha sido, en efecto?... He aquí la libertad nuevamente aplazada; hubiera sido mejor decir desde el principio que se aplazaría eternamente.»

En cuanto a Jules Michelet, sus reservas acerca de Quinet se refieren menos al mismo Terror, condenado con idéntica severidad por los dos historiadores, que a la manera de explicarlo. Mientras Quinet ve en 1793 una simple recaída en el absolutismo antiguo, Michelet capta muy bien que el fenómeno constituye una especie de primera representación histórica, un inédito mental. François Furet[90] llama la atención sobre un aspecto desconocido (o tal vez voluntariamente descuidado) del análisis del jacobinismo en Michelet. Para el autor de la Historia de la Revolución Francesa, las 3 000 sociedades y los 40 000 comités del club de los jacobinos someten a Francia, anticipadamente, al régimen del partido único y del «centralismo democrático», como se dice en nuestros días.

De esta técnica de dominio del club, nosotros, en el siglo XX, conocemos bien los ingredientes. Furet, traduciendo a Michelet a nuestro vocabulario, los detalla así: «Manejo de una ortodoxia ideológica, disciplina de un aparato militante centralizado, depuración sistemática de los adversarios y de los amigos, manipulaciones autoritarias de las instituciones elegidas.» Michelet tenía razón: esta nueva técnica de poder era de una «naturaleza» diferente que la del Antiguo Régimen.

En 1869, Michelet enriquece su Historia con un amargo prólogo, titulado «El Tirano»: «Bajo su forma tan turbia -dice él sobre el Terror-, ese tiempo fue una dictadura.» Esa dictadura condujo más tarde a la de Bonaparte. «El tirano charlatán, jacobino, ocasiona al militar. Y el tirano militar ocasiona al jacobino.» Michelet nos enseña aquí que dictadura y democracia constituyen realidades primarias, originales, que se encuentran en cualquier condición socioeconómica. Compartimos su sorpresa, cuando pregunta: «¿En virtud de qué obstinación una cosa tan clara se pone siempre en duda?»

Se observará que las consideraciones de Michelet sobre el encasillamiento y el control de Francia por las secciones de los clubs (hoy diríamos las células del partido) prefiguran los análisis de Augustin Cochin, ese historiador muerto en el frente durante la primera guerra mundial antes de haber acabado su obra y ser redescubierto cincuenta años más tarde por François Furet. La originalidad de Cochin consiste en haber, identificado en el jacobinismo el fenómeno totalitario en estado puro, fenómeno autónomo, especie de dictadura de la palabra embustera, que no tiene nada que ver con los autoritarismos antiguos, ni con los dominios de clase ni con el cesarismo populista. Publicados, sobre todo, después de su muerte, los trabajos de Cochin fueron destrozados por el eterno Alphonse Aulard, con esa dulce deshonestidad que consiste en criticar un libro sin decir ni una palabra de lo que contiene, e incluso atribuyéndole lo que no contiene. Así, en ese caso, Aulard pretende que Cochin se limitó a resucitar la vieja tesis del abate Barruel, según la cual la Revolución habría surgido de las logias masónicas. Pero esto no aparece en Cochin, y en cambio se pueden leer muchas otras cosas, omitidas por Aulard en su crítica. Ese método disuasivo no dejó de producir sus frutos: Cochin volvió a caer en el olvido. Por haberle sacado de él, Furet se atrajo severas reprimendas episcopales de los inquisidores del catecismo jacobino, siempre activos. Su moral es clara: la cuestión no estriba en saber si se deben estudiar o no los textos de Cochin para refutarlos eventualmente; lo mejor es que no existan, que permanezcan en el olvido, imposibles de encontrar.[91] Hacer desaparecer, tal es el argumento soberano de su pensamiento.

Esto es, justamente, lo que la escuela del Terror había conseguido hacer en el caso de Taine, innoblemente ejecutado por el incansable Aulard a principios de siglo y, coincidencia extraña, Taine había sido defendido con brío y pertinencia por Augustin Cochin en 1908 en su Crise de l'histoire révolutionnaire.

Cuando Taine publicó las partes de sus Orígenes de la Francia contemporánea consagrados a la Revolución, a la conquista jacobina del poder y al Terror, los «republicanos» se movilizaron con el fin de organizar una contraofensiva. Charles Seignobos y Alphonse Aulard (titular de la cátedra de historia de la Revolución francesa creada en la Sorbona expresamente para él) se esforzaron en demostrar que Taine no era competente como historiador. Aulard examina minuciosamente a Taine tratando de encontrar errores de referencia. Tras la muerte de Taine, Augustin Cochin contraataca; establece que, sobre una muestra de 140 páginas,, comprendiendo 550 referencias, el porcentaje de errores de Taine era del orden del 3 %, mientras que el de los errores de Aulard criticando a Taine era del 38 %. Sin embargo, Taine, el gran espíritu, fue el vencido a título póstumo de una batalla en la que Aulard, el mediocre, fue el vencedor. Después de haber conocido un gran éxito de librería a finales del siglo XIX, los Orígenes dejaron, poco a poco, de ser reeditados.

¿Por qué? El ensayo de Taine había sido tachado con el estatuto infame de máquina de guerra contrarrevolucionaria. Pero esto era, me parece, un error, por una doble razón. La primera: si es cierto que el alegato antijacobino de Taine es de una gran violencia de tono, y a veces incluso de una exageración desagradable, no es más abrumador que los juicios vertidos antes que él sobre el Terror por varios historiadores homologados en la izquierda, como lo era el mismo Taine antes de los Orígenes. La segunda: los Orígenes de la Francia contemporánea, como su título indica, no se refieren únicamente a la Revolución. Antes de ella, el Antiguo Régimen agonizante, después de ella, lo que Taine llama el «Régimen moderno», desde el principio del sistema napoleónico hasta 1880, ocupan un amplio espacio.

Además, no se puede calificar a Taine de reaccionario en el sentido de que abogara por una Restauración o siquiera por una rehabilitación del Antiguo Régimen. Su descripción de las últimas décadas de la vieja Francia, que comprende, por otra parte, algunas de las páginas más cautivadoras del libro, es mucho más severa que la de los historiadores del siglo XIX más favorables que él a la Revolución. Según él, el Antiguo Régimen ya no era viable ni reformable. La miseria era demasiado grande, las clases dirigentes, incapaces; el sistema político en un estado de putrefacción y de parálisis incurable. El trabajo de Taine no tiene, pues, nada que ver con la causa que defenderá más tarde la historiografía de derechas, con un Pierre Gaxotte, por ejemplo.

Mientras fingía defender la democracia, cuando de hecho todos sus enemigos son partidarios de la democracia, la escuela admiradora del Terror busca en la Revolución la argumentación justificativa del totalitarismo. Esto se ve con toda claridad después del golpe de Estado bolchevique de 1917, cuando las vedettes de la historiografía revolucionaria se hacen abogados de la dictadura leninista en nombre del 93 y del Comité de Salvación Pública. En una Investigación sobre la situación en Rusia publicada en 1919 por la Liga de los Derechos del Hombre, se puede leer esto:[92] «La Revolución francesa también fue llevada a cabo por una minoría dictatorial -sostiene el profesor Aulard -. No ha consistido en las hazañas de vuestra duma en Versalles, sino que se ha desarrollado bajo la forma de los soviets. Los comités municipales de 1789, y luego los comités revolucionarios, en ambos países emplearon procedimientos que convirtieron en bandidos a los franceses a los ojos de Europa y del mundo entero. Vencimos de este modo. Todas las revoluciones son la obra de una minoría». Y Aulard dice estas palabras: «Cuando me dicen que una minoría está aterrorizando Rusia, lo que yo comprendo es lo siguiente: Rusia está en plena revolución.» ¡Alentadora definición de la revolución! «No sé lo que sucede -añade Aulard-, pero me asombra que durante nuestra Revolución francesa tuviéramos que combatir, como vosotros, una intervención armada y que, como vosotros, tuviéramos emigrantes. Me pregunto entonces si estas circunstancias no otorgaron a nuestra Revolución el carácter violento que revistió. Si, por aquel entonces, la reacción no hubiese intervenido de la forma que todos conocéis, tal vez no hubiésemos derramado tanta sangre. La Revolución francesa lo destruyó todo, porque algunos quisieron impedir su desarrollo.»

Ahí se reconoce el sistema de excusas que servirá de pasaporte a tantos sistemas totalitarios del siglo XX, a poco que se reclamen del socialismo, incluso los más sanguinarios y los más opresores. Después de una estancia en Etiopía, en los peores momentos de la represión llevada a cabo por el régimen comunista, en 1977, el notable dirigente comunista italiano Giancarlo Pajetta declaró que el clima social de Addis-Abeba recordaba, en el fondo, el de París durante la Revolución francesa. «Igual que en París en 1792 y 1793, uno puede enterarse al mediodía -bromeaba Pajetta- de que el hombre con quien cenó la noche anterior acaba de ser ejecutado.» Estos imprevistos forman parte, según Pajetta, del encanto de esa clase de situación, al cual la evocación de la vida parisiense bajo Robespierre aporta, a la vez, una respetabilidad histórica y la poesía del folklore. Si «el robespierrismo es la democracia», entonces poco importan las matanzas, el hambre, los campos de concentración y los boat-people. Khmers rojos y sandinistas, Fidel Castro y los amos de Hanoi tienen la razón histórica y la moral socialista con ellos. Ya no se les puede objetar ni sus violaciones de los derechos humanos ni su incapacidad para alimentar al pueblo. Eso son críticas superficiales, lamentaciones de primer grado, vulgarmente empíricas, cuando toda revolución se inscribe en una dialéctica a largo plazo o, más precisamente, cuyo último plazo no llegará jamás. Las circunstancias en que vive un régimen revolucionario son siempre excepcionales y desfavorables, lo que impide juzgarlo por sus actos, al mismo tiempo que se aprueban éstos.

Esta fórmula mágica, que permite rehusar perpetuamente el control de la realidad, es el servicio rendido a la izquierda por la escuela jacobina. Albert Mathiez, mucho más inteligente que Aulard, piensa, sin embargo, en los mismos términos que él, porque la ideología nivela a los intelectuales: «Jacobinismo y bolchevismo son, al mismo título, dos dictaduras nacidas de la guerra civil y de la guerra extranjera, dos dictaduras de clase, operando con los mismos medios, el Terror, las requisas y los impuestos, y proponiéndose, en última instancia, un objetivo parecido, la transformación de la sociedad, y no solamente de la sociedad rusa o de la sociedad francesa, sino de la sociedad universal.»[93] En ese paralelo, Mathiez no se limita a describir, debo precisarlo: él lo aprueba.

Pero, ¡curioso y contradictorio comportamiento!, la ciencia histórica así extraviada, mientras glorifica el Terror como camino único hacia la «transformación de la sociedad universal», se empeña en disimular cuanto puede sus elevadas realizaciones. ¿Por qué? Si el Terror es un instrumento de salvación para la humanidad, lo que debiera recomendarse sería su extensión. ¿Qué objetivo tiene disminuir la escala en que se practicó por los grandes antepasados, para nuestro bienestar colectivo? ¿Por qué clase de timidez, disimular, por ejemplo, la amplitud de las matanzas de la guerra de la Vendée, si eran indispensables al bien de la patria y de la humanidad? Y, sin embargo, ¡qué escándalo cuando apareció, firmado por un nuevo gladiador predestinado a la guillotina ideológica, en 1986, un libro portador de documentos inéditos y adornado por un título del que no discutiré su carácter provocador: Le génocide franco-français (El genocidio franco-francés).[94]

Es algo muy francés que esta tesis de Estado, golpe maestro de un historiador de treinta años, haya suscitado ante todo una querella de vocabulario. ¿Lo primero que se hizo fue evaluar el interés de los archivos descubiertos tras dos siglos de desván? ¿Medir la amplitud de las nuevas informaciones recibidas? ¿Evaluar el progreso realizado en la comprensión de los hechos? ¡No! Abandonando todo lo demás, los doctores se pelearon por la cuestión de saber si el autor tenía derecho a usar en su título el término «genocidio».

Forjado en el siglo XX, se objeta, el vocablo es anacrónico en el contexto de 1793. ¿Y por qué? Se tiene derecho, me parece, a recurrir a la noción de genocidio en presencia de circunstancias y en función de criterios que no tienen nada de vago, a saber:
cuando la violencia ejercida contra los enemigos o rebeldes tiende, de manera patente y a veces proclamada, no sólo a someterlos, sino a exterminarlos;
cuando este exterminio se extiende a toda la población, combatiente o no, de todo sexo y edad, según un plan premeditado, más allá de las operaciones militares;
cuando, con esa misma intención, son destruidos sistemáticamente los medios de existencia y de subsistencia de la población civil, sus domicilios, sus campos, talleres, herramientas, ganado, de manera deliberada, y no sólo a consecuencia de las rapiñas incontroladas de la soldadesca;
cuando las matanzas organizadas, imputables a un plan y no a la anarquía, continúan después del restablecimiento del orden y con el adversario reducido a la impotencia.

Es incontestable que estos cuatro aspectos se encuentran a menudo reunidos en la guerra de Vendée, y lo están bajo el impulso de una política decidida en el más alto nivel. La Convención, directamente o a través de sus representantes en el terreno, proclama en diversas ocasiones su firme propósito de «exterminar a los tunantes de la Vendée», de «purgar enteramente el suelo de la libertad de esta raza maldita», de «despoblar la Vendée». Las matanzas de prisioneros, de mujeres, incluso encintas, de niños y de ancianos cumplen ese programa al pie de la letra. La destrucción de bienes lo completa: «No se ha incendiado bastante en la Vendée; es preciso que durante un año, ningún hombre, ningún animal, encuentre subsistencia en ese suelo», escribe la Convención al Comité de Salvación Pública. Quiere borrar de la memoria de los hombres hasta el nombre de Vendée, y un convencional proponer sustituirlo, en la lista de departamentos, por «Vengé». El «departamento vengado» (de ahí el subtítulo del libro de Secher).

En cuanto a la continuación de las matanzas más allá de los objetivos del mantenimiento del orden, desbordamiento que hace palpable la intención de acabar con esa población rebelde, indignaba ya a un historiador tan poco monárquico como Edgar Quinet, que escribe, en 1865: «Los grandes ahogamientos de Nantes son de diciembre de 1793. ¿Cómo iban los ahogamientos a salvar a Nantes, ya salvada en junio, es decir, cinco meses antes? Carrier continúa los exterminios después de la derrota de los vendeanos en Le Manes. ¿Fue Carrier o Marceau quien decidió ese desastre? Así es cómo el Gran Terror actuó, casi en todas partes, después de las victorias.»

Los puristas del léxico de la sangría arguyen, sin embargo, contra Secher que genocidio «sólo es aplicable a asesinatos que afectan a una población extranjera». En ese caso, ¿lo que hemos visto en Camboya en tiempos de Pol Pot no sería, pues, un genocidio? ¿La «dekulakización» de los años treinta en la Unión Soviética no sería un genocidio? ¿Los 200 000 ugandeses muertos, desde 1982 hasta 1985, por los soldados del presidente Obote tampoco sería un genocidio? ¿Acaso los armenios asesinados en 1915 no eran ciudadanos turcos? ¿Los hombres de la Comuna fusilados en masa después de su completa derrota no eran franceses? Verdaderamente, el distingo es débil. En cuanto al criterio cuantitativo, ¿cómo precisarlo? Ciertos historiadores se permiten un mohín ante las matanzas vendeanas, encontrando el botín algo limitado. Siempre se puede mejorar, ciertamente: pero entonces habría que fijar el grado a partir del cual la depuración en masa merece el grado de genocidio.

Que la represión en Vendée superó de manera desagradable los límites de lo que la situación requería, es tan cierto que la enseñanza republicana, tanto a nivel de manuales escolares como al de historia universitaria, ha escamoteado ruinmente, desde hace un siglo, su amplitud y sus atroces detalles. La Vendée ha sido recluida en las catacumbas de los manuales de historia de inspiración monárquica y clerical. Pero véase la paradoja: es Reynald Secher, relegado por la simple elección de su tema a la «perrera» de los contrarrevolucionarios, quién rectifica, a causa de la seriedad de su investigación, la información en un sentido en que ningún historiador republicano habría nunca soñado. Establece con imparcialidad que las pérdidas de Vendée son, en definitiva, muy inferiores a lo que siempre se había creído.

Hoche, que durante algún tiempo mandaba, sobre el terreno, el ejército republicano, estimaba en 600 000 el número de muertos, Luego, hasta nuestros días, incluso los historiadores que juzgan esta cifra excesiva no bajan nunca de los 300 000. Sin embargo, Secher concluye, según fuentes minuciosamente consultadas que, de los 815 029 habitantes con que contaba en 1792 la Vendée, 117 257 murieron en los combates o en las matanzas, es decir, el 15 % de la población. Lo que es menos de lo que se creía, pero que es, por supuesto, mucho. Pensemos que relacionado con la población francesa actual ese porcentaje equivaldría a siete millones y medio de víctimas. Los exterminios y las destrucciones están evidentemente repartidas de desigual manera según las comunas. Algunas pierden hasta la mitad de sus habitantes y de sus casas; otras, menos del 5 %.

Ciertamente, el poder central no podía tolerar la insurrección vendeana, sobre todo en el momento en que se recrudecía la guerra extranjera. Pero la transformación de la represión en genocidio es de fuente ideológica y no estratégica. Otros actos de salvajismo lo verifican, además, en otros puntos del territorio nacional, donde no latía ninguna guerra civil. Así, el minúsculo pueblecito de Bédoin, en Vaucluse, es castigado por haber permitido que se talara, una noche, su árbol de la libertad. Como el delegado de la Convención no logra descubrir al culpable, aplica el castigo colectivo: 63 habitantes son guillotinados o fusilados, los demás expulsados, el pueblo es enteramente quemado: «No existe en esta comuna ni una chispa de civismo», comenta con virtuosa placidez en su informe el delegado para esa misión.

Igual que todos los poderes que basan su legitimidad en una ideología, el Comité de Salvación Pública parece incapaz de preguntarse por qué le resiste el pueblo, activa o pasivamente. A sus ojos, el pueblo auténtico es él mismo. Pueblo absoluto, abstracto, monolítico, no puede ni tomar en consideración que el pueblo concreto, viviente, tornadizo y diverso tenga motivos sinceros y reales de descontento. Lo más curioso es que las regiones del Oeste, antes de la Revolución, eran de izquierdas, como se diría hoy. Ha hecho falta el sectarismo jacobino para impulsarlas a la derecha, donde han permanecido de manera permanente en la historia electoral francesa.

El hombre de espíritu que era Clemenceau profirió la asnada de su vida el día en que lanzó el famoso: «¡La Revolución es un bloque!» No. Nada de lo que es humano es un bloque. Son los tiranos quienes razonan en términos de bloque. Uno puede sentirse heredero de la Francia de 1789 sin por ello considerar un deber el justificar la Vendée, Bédoin y el Terror.

Toda la investigación científica se inscribe en un marco trazado por su época, un «paradigma», para utilizar el término de Thomas Kuhn en su Estructura de las revoluciones científicas. Obras como el Almagesto de Tolomeo, los Principios de Newton, la Química de Lavoisier, la Teoría general de Keynes han fijado, durante una década, un siglo o un milenio los términos en los cuales se planteaban los problemas en un terreno determinado de la investigación. En este sentido, todo pensamiento está condicionado por un segundo plano ideológico. Pero sería vano sacar de ello un argumento, como han podido hacer un Michel Foucault o un Louis Althusser, para tratar de negar toda diferencia entre conocimiento e ideología y de afirmar que la única realidad intelectual es, de hecho, la ideología. Esta posición conduce al escepticismo, al hacer del conocimiento una simple sucesión de interpretaciones ideológicas, o, más bien, engendra, al contrario, un dogmatismo de la ideología considerada como el único conocimiento verdadero. En ambos casos, la tesis peca por la confusión de dos fenómenos bien distintos. El paradigma, en el sentido de Kuhn, posee tal vez los caracteres y las propiedades de un lienzo de fondo general que, sin saberlo el investigador, predetermina su actividad. Pero se trata de una representación científica, interior y debida a la ciencia, no de una ideología sino, muy exactamente, de lo que se llama una teoría, proyección coherente de un momento del conocimiento, y en el seno de la cual el investigador trabaja según unos criterios que continúan siendo científicos. De muy diferente naturaleza es la penetración, de la que ya he dado varios ejemplos, de una ideología no científica en el mismo corazón de la ciencia; o, para ser más precisos, la falsificación, la corrupción, la mutilación de la ciencia en beneficio de una ideología. Sin ninguna duda, este engaño es cada vez más difícil a medida que los dominios en que quisiera actuar ganan en rigor. Pero en muchas disciplinas flota aún la suficiente incertidumbre para infiltrar en ellas tendenciosas manipulaciones, tendentes a influenciar menos a los ambientes científicos que a un público desprovisto de medios de control y muy dispuesto a creer bajo palabra a sabios de renombre. El investigador que opera en el interior del paradigma kuhniano lo hace con una honradez total. No es consciente de que sufre el condicionamiento del sustrato epistemológico de su tiempo, a partir del cual respeta la objetividad. Tal no es el caso cuando un sovietólogo norteamericano «revisionista», como por ejemplo un cierto Getty, afirma, en un coloquio, en Boston, en 1987, que el número de víctimas de la colectivización y de las purgas estalinistas en los años treinta no sobrepasó los... 35 000.[95] Cifra manifiestamente ridícula, incluso relacionándola con las más bajas hipótesis de los soviéticos, y que no refleja más que la torpeza del propagandista. Pero que el señor Getty lo haya podido decir en una reunión universitaria de alto nivel sin que se le intime a abandonar en el acto sus funciones, demuestra cuan escasa es, a menudo, la preocupación por los hechos en la pretendida «investigación».

En lo que concierne a la Revolución francesa, nos encontramos más bien ante una lucha entre dos paradigmas, para no mencionar más que los autores que la suponen benéfica. Según el primero, sirvió de transición entre la monarquía absoluta y la democracia liberal, fue acompañada por algunas «torpezas» lamentables, habría probablemente podido llevarse a cabo a un menor costo económico y humano, pero, en fin, realizó o selló el paso inevitable del antiguo mundo a la sociedad política moderna, fundada sobre la igualdad de las condiciones, la ley idéntica para todos, la elección popular de los dirigentes, la libertad de cultura y de información, la inviolabilidad de los derechos individuales. Según el segundo paradigma, la Revolución francesa prefigura y santifica anticipadamente la sociedad socialista sin clases, la dictadura del proletariado, el régimen del partido único, el Estado omnipotente. A partir de entonces, las «torpezas» dejan de serlo. Lejos de constituir desfallecimientos o perversas recaídas, eran necesarias para desenmascarar los complots contrarrevolucionarios, interiores y exteriores. Pero lo que es sorprendente, es que los defensores de esta versión, igual que los abogados contemporáneos de los sistemas totalitarios, proclaman la necesidad, la legitimidad de un Terror cuya extensión y crueldad niegan y camuflan, al mismo tiempo, tanto como pueden. El hambre y la represión, el fracaso económico, dentro de lo posible, igualmente disimulados, edulcorados, en todo caso disociados de la responsabilidad de los gobernantes. También oiremos en el siglo XX a Stalin imputar el hambre a los kulaks, a Hanoi echar la culpa a la «burguesía "compradore"» o al régimen de Kabul explicar la resistencia popular únicamente por las «injerencias imperialistas». Negar y justificar los hechos a la vez procede, pues, de una razón vital: evitar el abandono del paradigma. Todos los partidarios de este paradigma no defienden a todos los regímenes totalitarios actuales; simplemente hacen una elección entre ellos. Algunos se servirán del modelo jacobino, más o menos conscientemente, para alabar a los sandinistas pero no a los khmers rojos, que han exagerado un poco. Sobre la realidad del régimen sandinista cerrarán los ojos, la vieja dialéctica entrará en juego, la abstracción prescindirá de los casos concretos que van en contra de la tesis global. Ante otros regímenes, esto no sucederá del mismo modo. A menudo se incrustan en nosotros, como capas geológicas, lo que Léon Brunschvicg llamaba «edades de la inteligencia». Las más arcaicas de esas edades no recobran actividad más que a intermitencias. En otros momentos se callan y dejan hablar a las edades más curiosas de conocimientos auténticos, o de un conocimiento sólo a medias cortado de amor a la ignorancia.

Corte indispensable, por otra parte, ya que el paradigma jacobino, como toda ideología totalitaria, vocea y esconde a la vez su secreto. A saber: que toda revolución llevada a cabo según el modelo jacobino, en nombre de la libertad, acrecienta de hecho el poder del Estado y destruye la libertad de la sociedad civil. Antes incluso que Lenin a Mao, Mirabeau lo había visto muy bien, apoyándose en esta constatación para tratar de «vender» la Revolución que empezaba a Luis XVI, a quien escribe, en uno de sus memorándums confidenciales: «Comparad el nuevo estado de cosas con el Antiguo Régimen; es ahí donde nacen los consuelos y las esperanzas. Una parte de las actas de la asamblea nacional, y la más considerable, es evidentemente favorable al gobierno monárquico. ¿Acaso no es nada estar sin parlamento, sin país de estados, sin cuerpo del clero, de privilegiados, de nobleza? La idea de no formar más que una sola clase de ciudadanos habría gustado a Richelieu: esa superficie igual facilita el ejercicio del poder. Varios reinados de un gobierno absoluto no habrían hecho tanto como este único año de revolución por la autoridad real.»[96] Este pasaje constituye uno de los más antiguos análisis sobre lo esencial de la famosa distinción entre régimen autoritario y régimen totalitario, que los totalitarios rechazan porque apunta a la más significativa de las líneas de demarcación entre los regímenes políticos. Al rey que se aferra al viejo tipo autoritario, Mirabeau opone, alabándolos, los méritos muy superiores, desde el punto de vista del Estado, de la «modernidad» totalitaria.

Se comprueba así, en la historiografía de la Revolución, con una agudeza muy particular la exactitud del aforismo, o más bien digamos la perogrullada de Benedetto Croce, según el cual «la historia es, siempre, historia contemporánea»[97] en el sentido de que forma parte de la cultura del momento. Pero ese relativismo involuntario de la visión no debe ser confundido con la voluntariedad de la falsificación. El primero no excluye en absoluto la probidad científica; el segundo se excluye a sí mismo de la ciencia.

Se trate de historia o de cuestiones contemporáneas, daré después otros ejemplos de falsificaciones o de extrapolaciones aberrantes de datos: por ejemplo, sobre la «explosión» demográfica del Tercer Mundo, sobre la igualdad de oportunidades en las sociedades democráticas, sobre la relación entre desarrollo y subdesarrollo. Pero la subordinación del conocimiento a la ideología procede de causas diversas. En lo cotidiano, el descaro con los hechos y con los argumentos se arrastra, a menudo, a un nivel muy bajo. Un rudimentario oportunismo sirve de pensamiento, bastante corrientemente, a los que se califica, eufemísticamente, de «responsables» políticos. Así, después de haber tocado a rebato contra el «peligro fascista» en Francia, el Partido Comunista se dedica súbitamente a explicarnos[98] que «sería erróneo hacer creer que nos encontramos ante una amenaza fascista en este país». ¿Por qué este cambio? Muy simple: la tradición de la izquierda requiere que en caso de peligro fascista, el Partido Comunista se alíe con los socialistas y otros «republicanos» contra el peligro supremo. En 1934, pasa de la táctica «clase contra clase» y «fuego contra la social democracia» al Comité de Intelectuales Antifascistas y al Frente Popular. Sin embargo, en 1987, el PCF ha escogido la táctica de la hostilidad al Partido Socialista, el «agente de la derecha en la política de austeridad». No conviene, pues, que haya entendimiento con los socialistas, ergo que haya «peligro fascista». Ni en 1984 ni en 1987 la realidad política del Frente Nacional de Le Pen por sí misma y en sí misma. En 1984, convenía exagerar el «peligro fascista» para poder acusar a los liberales de haberlo hecho nacer. En 1987 convenía que desapareciera para poder acabar de desembarazarse de la Unión de la Izquierda.

Durante las dictaduras militares, en Argentina y en Uruguay, los comunistas, en cambio, pedían la unión de todos los demócratas contra el fascismo. ¿Había que deducir de ello que después del retorno de la democracia en sus países aceptarían por fin el pluralismo y defenderían el «socialismo de rostro humano» en los países comunistas? Creerlo habría sido ignorar lo que es el auténtico oportunismo ideológico o, si se prefiere, la imperturbable fijación ideológica.

En Uruguay, para mencionar un solo episodio preciso y bien concreto, durante el proceso de restauración de la democracia tiene lugar, el domingo 27 de noviembre de 1983, por la tarde, una multitudinaria reunión popular en un parque de Montevideo. Se ha colocado el estrado al pie del obelisco erigido en homenaje a los constituyentes de 1830 (fecha de la primera constitución uruguaya). Se hallan presentes representantes, militantes y simpatizantes de todas las corrientes políticas del país. La multitud es inmensa. Es la mayor manifestación que ha tenido lugar en Uruguay desde hace mucho tiempo. Ante el estrado, a la derecha, las primeras filas de público están compuestas, como por azar, de apretadas hileras de militantes del muy minoritario partido comunista. La reunión es abierta con la lectura solemne, en la tribuna, de innumerables mensajes de felicitación, de simpatía, de apoyo y de aliento llegados del mundo entero para festejar el renacimiento de la democracia en Uruguay. Cada mensaje es ritualmente acogido con aclamaciones, ovaciones y vítores. Llega el momento en que el lector de los mensajes, cogiéndolos, uno tras otro, de un cesto que tiene ante sí, coge uno y se pone a leer el telegrama de amistad que, en nombre de Solidarnosc, envía Lech Walesa al pueblo uruguayo «liberado del fascismo». Inmediatamente, las primeras filas del público empiezan a gritar, a silbar, a patalear, a abuchear contra Solidarnosc aullando: «¡Abajo Walesa! ¡Abajo el imperialismo americano!»

A un grado superior, encontramos el prejuicio involuntario, en general prejuicio de toda una época, cruzado solamente por una fracción de mala fe personal. Jules Ferry, el hombre que luchó contra el Segundo Imperio y proclamó la República en París el 4 de septiembre de 1870, que fue el padre fundador de la izquierda republicana, el ministro a quien Francia debe las grandes leyes democráticas sobre la libertad de prensa, el derecho de reunión, la enseñanza primaria gratuita, laica y obligatoria, exclamaba, el 28 de julio de 1885, en la tribuna de la Cámara de Diputados: «¡Señores, hay que hablar más alto y proclamar la verdad! ¡Hay que decir abiertamente que las razas superiores tienen un derecho ante las razas inferiores! Repito que hay un derecho para las razas superiores, porque hay un deber para ellas. Tienen el deber de civilizar a las razas inferiores.» Hoy se cree que el racismo proviene sólo de la derecha. Se olvida que en el siglo XIX la desigualdad de las razas humanas parecía una evidencia tanto a la derecha como a la izquierda. En 1890, dos años antes de su fallecimiento, en su prólogo a L'Avenir de la Science («El porvenir de la ciencia»), considerando el balance de este libro escrito cincuenta años antes, E. Renán se reprocha cuanto sigue: «En aquella época, no tenía una idea suficientemente clara de la desigualdad de las razas.» Puede verse cómo una de las mentes más críticas del siglo puede tener tranquilamente por demostrada una tesis que no lo está en absoluto, y cómo un humanista tolerante puede adherirse a un postulado lleno de temibles consecuencias para los derechos del hombre y la tolerancia. La palabra «raza», por otra parte, era a menudo tomada en una acepción por lo menos tan cultural como biológica. El error de los hombres del siglo XIX consistía en atribuir a la «raza» comportamientos económicos, sociales o políticos que ellos juzgaban con severidad. El nuestro consiste en absolver, en las culturas que no son occidentales -por miedo de incurrir en la acusación de racismo-, actitudes condenables, incluyendo actitudes racistas. Cuando en las islas Fidji, en mayo de 1987, el coronel Sitiveni Rabuka derriba un gobierno regularmente elegido porque es de predominio indio y el coronel quiere reservar el poder a los melanesios, entonces, en Occidente, son muy escasas las voces que critican la creación de ese nuevo régimen fundado en un principio explícitamente racista. Sin embargo, una mayoría de ciudadanos de origen indio, pero nacidos en las islas Fidji, así como varios miembros de otras etnias, se ven privados de sus derechos políticos en razón de su raza. Sin duda el régimen de Rabuka fue excluido de la Commonwealth, pero las protestas contra este nuevo apartheid se apagaron muy pronto y no turbaron mucho al planeta. Después de haber procedido a un segundo golpe de Estado, el 25 de septiembre de 1987, y haberse autoascendido a general, Rabuka debió entregar el poder a los civiles el 5 de diciembre. Un gobierno provisional, dirigido por el primer ministro en funciones antes de las elecciones de abril de 1987, es decir, rechazando de todas maneras el resultado de tales elecciones, asumió la misión de preparar una nueva constitución y nuevas elecciones.[99] Cuando, a principios de septiembre, el coronel Jean-Baptiste Bagaza, jefe de Burundi -por aquel entonces invitado en la cumbre de la Francofonía en Montreal, a pesar del régimen de dominación netamente racista de su país-, resulta derrocado por el capitán Pierre Buyoya, el Vaticano se congratula de que este último anuncie la interrupción de las vejaciones de su predecesor contra la Iglesia. Pero Roma no exige la modificación de las relaciones étnicas que perpetúan el poder de los tutsis sobre los hutus, de que he hablado antes, y que habían provocado las matanzas que sabemos en 1972. El capitán-presidente, en efecto, ha querido precisar que no modificaría nada del statu quo, es decir, que la discriminación tribal, el apartheid negro se mantendría, con la bendición de las autoridades religiosas y de la comunidad internacional. Cuando el 15 de octubre de ese mismo año de 1987, en Burkina-Fasso (antiguo Alto-Volta), el capitán Blaise Compaoré procede a la alternancia gubernamental asesinando, para ocupar su lugar, al capitán Thomas Sankara y a algunas decenas de colaboradores suyos, los defensores de los derechos del hombre y de la democracia en Occidente no se ponen más nerviosos que cuando en 1983, en la isla de Granada, la oficina política del partido marxista-leninista New-JEWEL (¡miembro, por otra parte, de la Internacional Socialista!) consideró que debía matar, entre otras 150 personas, a su jefe Maurice Bishop, que, por su parte, había también tomado el poder mediante un golpe de Estado en 1979. Era un clan aún más prosoviético que el que había liquidado a este último, pero los «liberales» norteamericanos habían guardado sus reservas de indignación para el desembarco norteamericano en Granada, un poco más tarde.

Ante estas curiosas costumbres políticas, aunque sólo fuera por el número increíblemente elevado de militares que gobiernan en esos países (pues una dictadura militar no parece constituir una infracción a la democracia más que si el dictador se llama Pinochet o Stroessner), el mutismo de los occidentales se explica por la simple inversión del filtro ideológico cuyo efecto, cien años antes, habría sido hacer atribuir estos extravíos a la incapacidad de las «razas inferiores» para gobernarse. En un caso es el prejuicio racista, en otro es el tabú antirracista los que impiden analizar estos fenómenos como se merecen, es decir, como un conjunto de hechos políticos, sociales, económicos, religiosos y culturales que deben ser estudiados, como cualquier otro hecho del mismo género, y de las mismas eventuales apreciaciones morales. Cuando el líder comunista italiano Giancarlo Pajetta evoca, bromeando, lo pintoresco que hace muy «París 1793» de Addis-Abeba en 1977, se declara conquistado por el encanto de la capital etíope, en momentos en que alberga a más de 100 000 presos políticos y se fusilan incluso niños menores de doce años. (Por encima de esa edad, uno es fusilable en Etiopía, gracias a Dios, pero ya no se es un niño para el registro civil.) Es preciso, pues, para que pueda existir tal reacción, que la ideología y el culto revolucionarios cubran a Pajetta con una sólida campana de protección.

Contemplemos, pues, nuevamente, la cuádruple función de la ideología: es un instrumento de poder; un mecanismo de defensa contra la información; un pretexto para sustraerse a la moral haciendo el mal o aprobándolo con una buena conciencia; y también es un medio para prescindir del criterio de la experiencia, es decir, de eliminar completamente o de aplazar indefinidamente los criterios de éxito o de fracaso.

El centinela que hace guardia ante esa fortaleza psíquica efectúa la selección de informaciones únicamente en función de su capacidad para reforzar o debilitar la ideología. Un antiguo corresponsal permanente de Newsweek en Moscú, Andrew Nagorski, en un libro de memorias, por otra parte edificante desde todos los puntos de vista, Reluctant Farewell (Despedidas involuntarias, Nueva York, 1985), describe las reacciones que encuentra, en Occidente, cuando vuelve de vacaciones, en el momento más encarnizado de la llamada querella de los «euromisiles», hacia 1982. La cuestión estribaba en saber si se había que desplegar, o no, los Pershing II y los misiles de crucero en Europa occidental, para compensar los cohetes SS-20 soviéticos. «Durante mi breve viaje a Occidente -escribe Nagorski- descubrí que, por regla general, las opiniones sobre tales problemas ya estaban petrificadas. Las gentes que apoyaban la decisión de la OTAN de desplegar los nuevos misiles acogían favorablemente mis observaciones sobre las concepciones del Kremlin, como confirmación de lo que ellos pensaban. Las gentes que eran hostiles al despliegue rechazaban lo que yo decía sobre la manera en que los soviéticos concebían a Occidente, considerándolo como desprovisto de interés para el caso. Fue para mí una fuente de intenso malestar el comprobar que en toda discusión sobre esa materia yo era inmediatamente clasificado. Lo que estaba en juego era escoger un campo en un debate de política interior. Cuáles eran realmente, en todo este asunto, las intenciones de los soviéticos parecía no tener más que una importancia absolutamente secundaria.»[100]

¿Será el hombre un ser inteligente que no es dirigido por la inteligencia? Sin prejuzgar de sus otras propiedades, la inteligencia sirve para economizar una experiencia desagradable, permitiéndonos, cada vez que sea posible, analizar los componentes de una situación para prever, o por lo menos conjeturar, las consecuencias de una acción. En suma, es una facultad de anticipación y de simulación de la acción, gracias a la cual podemos guiarnos sin tener que poner necesariamente en práctica, para ver qué dan de sí, ensayos demasiado peligrosos. No obstante, no sólo utilizamos raramente esta facultad, sino que, colocados en una situación idéntica, reproducimos a menudo comportamientos que ya fracasaron.
Jean-François Revel
en El conocimiento inútil, Cap. 9 La necesidad de ideología (1988)
Notas
[58] Pensées diverses, CLV
[59] El Antiguo Régimen y la Revolución, libro 1º, capítulo III.
[60] Véase el excelente libro (antología de textos, relato, bibliografía y comentarios) de Éric Vibart, Tahiti, naissance d'unparadis au siècle des Lumières, 1767-1797, Bruselas, Éditions Complexe, 1987.
[61] Estas dos obras han sido reagrupadas parcialmente y traducidas al francés bajo el título Moeurs et sexualité en Océanie, 1963.
[62] «Saudi Justice Looks Savage to Us, but it Works», Washington Post, 19 de enero de 1987.
[63] «So they cut off a few hands of guilty people and avoid horrors like rape and murder. Can you really say that makes them barbarie and us civilized?» Es admirable que esas opiniones sean profesadas por intelectuales que, en su país, consideran un atentado a los derechos del hombre que la policía proceda a controles de identidad... de una identidad «no cultural», es cierto.
[64] «... a society that believes in the sanctity of the family, a religious, moral people.»
[65] Bernard Lewis, «The State of Middle-Eastern Studies», The American Scholar, verano de 1979, y «The Question of Orientalism», The New York Review of Books, 24 de junio de 1982. Estos dos textos han sido traducidos al francés en Le Retour de l'Islam, Gallimard, 1985, compendio de estudios y de conferencias del autor.
[66] Hermann editor de la edición original francesa, 1984; en inglés The Buming Forest, Essays on Chínese Culture and Politics, Holt, Rinehart and Winston, 1987.
[67] En la revista mensual Chronicles, julio de 1987.
[68] París, Éditions Champ Libre.
[69] Obra de Simón Leys aparecida en 1974. Nuevas ediciones aumentadas: Robert Laffont, 1976 y 1978.
[70] The Making of the Soviet System, Nueva York, Pantheon Books, 1985; traducción francesa, Gallimard, 1987.
[71] Pierre Gallois, La Guerre des cent seondes. París. Fayard, 1985.
[72] París, 1970; traducción inglesa, Without Marx or Jesús, 1971.
[73] Habitualmente designado con las siglas TTAPS, iniciales de sus cinco autores: Turco, Toon, Ackerman, Pollack, Sagan.
[74] «It's (TTAPS) an absolutely atrocious piece ofscience, but I quite despair to set the public record straight. I think 1 am going to chicken out on this one: who wants to be accused of being in favor of nuclear war?» Citado por Russell Seitz, «In from the Cold», The National Interest, otoño de 1986.
[75] «On scientific grounds the global apocalyptic conclusions of the initial nuclear winter hypothesis can now be relegated to a vanishingly low level of probability.»
[76] «Nowhere is this more evident than in the recent literature on Nuclear Winter, research which has become notorious for its lack of scientific integrity.»
[77] Scientific Committee on Problems of the Environment.
[78] La Guerre de cent secondes, op. cit.
[79] Game Plan, a Geostrategic Framework for the Conduct of the US-Soviet Contest. The Atlantic Monthly Press, 1986. «If the initiative is technically unfeasible, economically ruinous and militarily easy to counter, it is unclear why the SDI would still be destabilizing and why the Soviets should object to America's embarking on such a self-defeating enterprise; and even less clear why the Soviets would then follow suit in reproducing such an undesirable thing for themselves.»
[80] «The War against Star Wars», Commentary, diciembre de 1984.
[81] Véase Angelo M. Codevilla, «How Eminent Physicists Have Lent their Names to a Politicized Report on Strategic Defense», Commentary, septiembre de 1987.
[82] Hoy está de moda en Francia no emplear la palabra «sabio», que, según parece, resulta anticuada. Se emplea, pues «hombre de ciencia» o «científico». La dificultad consiste en que así se renuncia a diferenciar el sustantivo del adjetivo, lo que crea un inconveniente tanto para la claridad como para la eufonía. Curiosa manera de defender la lengua francesa, que consiste en no desperdiciar nunca una ocasión de empobrecerla. El inglés, por su parte, conserva la distinción entre el nombre (scientist) y el adjetivo (scientific).
83] Wohlstetter ha escrito numerosos estudios criticando la disuasión pura. Se encontrará, particularmente, un buen enfoque de sus tesis en «Swords without Shields», The National Interest, verano de 1987.
[84] Mésopotamie, París, Gallimard, 1987.
[85] «Triple secreto», porque el cuneiforme servía de escritura a tres lenguas, tal como se descubrió paulatinamente: el antiguo persa, el elamita y el acadio.
[86] Gallimard. La edición original inglesa es de 1958.
[87] La Formation du système soviétique, op. cit., introducción.
[88] El texto de la Literaturnaya Gazeta, un debate entre un historiador y un filósofo, ha sido resumido por Le Monde del 2 de octubre de 1987.
[89] Inventarío hecho por Christian Jelen y Thierry Wolton en L'Occident des dissidents, París, Stock, 1979.
[90] La Gauche et la Révolution francaise au milieu du XIXe siécle, Hachette, 1986.
[91] Pero lo trágico, para los inquisidores, es que tras el estudio que les consagró Furet, fueron reeditados. Augustin Cochin, L'Esprit du jacobinisme, París, PUF, 1979, prefacio de Jean Baechler.
[92] Citado por Christian Jelen, L'Aveuglement, les socialistes et la naissance du mythe Soviétique, París, Flammarion, 1984, p. 56. Edición española: La ceguera voluntaria. Los socialistas y el nacimiento del mito soviético, Barcelona, Planeta, 1985, p. 50.
[93] Le Bolchevisme et le Jacobinisme, París, Librería de «L'Humanité», 1920.
[94] Reynald Secher, Le Génocide franco-frangais, la Vendée «vengé», París, PUF, 1986.
[95] Esta anécdota es referida por uno de los participantes en el coloquio, Jacques Rupnik, «Glasnost: Gorbatchev's Profs; a New Generation of American Academics is Re-writing Soviet History», The New Republic, 7 de diciembre de 1987.
[96] Citado por Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, libro I, capítulo II.
[97] En La Storia come pensiero e come azione, 1938 (La Historia como pensamiento y como acción).
[98] L'Humanité, 10 de septiembre de 1987.
[99] Los fidjianos étnicos representaban el 43 % de la población. En la fecha en que repaso mi texto (junio de 1988), todavía no se han celebrado elecciones.
[100] «On my short excursión to the West, I found that, as a rule minds were already made up on these issues. People who endorsed the NATO decisión to deploy new missiles welcomed my observations about Kremlin thinking as ammunition for their team, while opponents dismissed what I had to say about Soviet perceptions ofthe West as irrelevant: I felt distinctly uneasy with how quickly I was categorized in any discussion of this subject. It was a matter of choosing up sides in a domestic political debate, and what relation all this bore to Soviet intentions hardly seemed to matter.»

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