Pero con la revolución se adueñó del poder público la burguesía y aplicó al Estado sus innegables virtudes, y en poco más de una generación creó un Estado poderoso, que acabó con las revoluciones. Desde 1848, es decir, desde que comienza la segunda generación de gobiernos burgueses, no hay en Europa verdaderas revoluciones.
Y no ciertamente porque no hubiese motivos para ellas, sino porque no había medios. Se niveló el poder público con el poder social. ¡Adiós revoluciones para siempre! . Ya no cabe en Europa más que lo contrario: el golpe de Estado. Y todo lo que con posterioridad pudo darse aires de revolución no fue más que un golpe de Estado con máscara.
En nuestro tiempo, el Estado ha llegado a ser una máquina formidable que funciona prodigiosamente, de una maravillosa eficiencia por la cantidad y precisión de sus medios. Plantada en medio de la sociedad, basta tocar un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social.
El Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización. Y es muy interesante, es revelador, percatarse de la actitud que ante él adopta el hombre-masa. Este lo ve, lo admira, sabe que está ahí, asegurando su vida; pero no tiene conciencia de que es una creación humana inventada por ciertos hombres y sostenida por ciertas virtudes y supuestos que hubo ayer en los hombres y que pueden evaporarse mañana. Por otra parte, el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo y como él se siente a sí mismo anónimo-vulgo, cree que el Estado es una cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país cualquier dificultad, conflicto o problema: el hombre-masa tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directamente de resolver con sus gigantescos e incontrastables medios.
Este es el mayor peligro que hoy amenaza la civilización: la estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos. Cuando la masa siente alguna desventura, o simplemente algún fuerte apetito, es una gran tentación para ella esa permanente y segura posibilidad de conseguirlo todo sin esfuerzo, lucha, duda ni riesgo, sin más que tocar el resorte y hacer funcionar la portentosa máquina. La masa se dice: "El Estado soy yo", lo cual es un perfecto error. El Estado es la masa sólo en el sentido en que puede decirse de dos hombres que son idénticos por que ninguno de los dos se llama Juan. Estado contemporáneo y masa coinciden sólo en ser anónimos, pero el caso es que el hombre-masa cree, en efecto, que él es el Estado, y tenderá cada vez más a hacerlo funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con él toda minoría creadora que lo perturbe- que lo perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industrias.
El resultado de esa tendencia será fatal. La espontaneidad vital quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado, ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la máquina de Gobierno. Y como a la postre no es sino una máquina cuya existencia y mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético, muerto con esa muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del organismo vivo.
José Ortega y Gasset
fragmento de "La Rebelión de las Masas"
fragmento de "La Rebelión de las Masas"
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