martes, 5 de julio de 2011

No somos todos keynesianos

PARIS.- La mayor amenaza contra la recuperación económica es tener poca memoria. Si el presidente Obama o Sarkozy actúan como si la ciencia económica no existiera, o como si no hubiéramos aprendido nada desde 1930, la economía mundial se hundirá más.

Existe un riesgo real de que el nuevo presidente de los EE.UU. sea influido por una vociferante turba de ideólogos estatistas y keynesianos resurgentes. Parece como si los espectros del New Deal se hubieran apoderado del debate político en los EE.UU. Hablan como si su exilio de principios de los 80 se hubiera producido por simples razones partidarias. Pero no fue así. El estatismo y el keynesianismo fueron descartados en todo el mundo simplemente porque habían fracasado.

La expansión económica por medio de la privatización, la desregulación y el libre comercio -un proceso que se inició en 1979 en el Reino Unido durante el gobierno de Margaret Thatcher, siguió en los Estados Unidos durante la presidencia de Ronald Reagan, y finalmente se extendió en todo el mundo tras la desaparición de la Unión Soviética- no tuvo origen ideológico. Esta nueva economía global y libre, inspirada por los así llamados partidarios de la oferta y monetaristas, fue una respuesta racional a la crisis de 1974-79, engendrada por estatistas y keynesianos. La política de regulación de precios y de "estímulo" económico de la administración Carter habían conducido a los EE.UU. a una depresión. En realidad, Nixon fue quien la inició, con su famosa declaración: "Ahora todos somos keynesianos". Una teoría que generó lo que se llama estanflación, inflación y recesión al mismo tiempo; la herencia del keynesianismo en acción.

El fracaso simultáneo de las políticas keynesianas en los EE.UU., Europa y Japón no sorprendió a los economistas de libre mercado. La defectuosa premisa keynesiana de revivir la economía por medio de la creación artificial de la demanda de consumo ("estímulo") ya había sido puesta en evidencia y cuestionada por los economistas del libre mercado, desde conservadores como Milton Friedman hasta liberales como Edmund Phelps, antes de que esas políticas se aplicaran. Los economistas de libre mercado ya habían explicado que el crecimiento provenía de la oferta. El empresario, mediante el uso de la innovación, crea nuevos mercados, y luego se origina la demanda. No se puede estimular la demanda con subsidios públicos a productos y servicios que primero deben inventarse: no le corresponde al gobierno crear riqueza; sólo puede redistribuir la riqueza existente usando lo que paga un contribuyente para dárselo a otro. Por medio de la inflación, aumentando los salarios nominales, el gobierno también puede crear la ilusión de ayudar a la gente; sin embargo, este regalo muy pronto será pagado con un aumento de precios.

¿Por qué, entonces, el keynesianismo ha demostrado ser tan popular entre los líderes políticos? Por algo que no tiene nada que ver con la economía: el estímulo simplemente le da buen nombre al gobierno, al menos a corto plazo. No obstante, hay que conceder que la intervención estatal puede justificarse por razones morales, por ejemplo, en nombre de la justicia social, o para restablecer la estructura de la sociedad. Pero no puede considerársela fuente de crecimiento.

La política de la oferta, la reducción de impuestos, la desregulación, la competencia, el libre comercio y la globalización han ofrecido al mundo alta tecnología (extraordinario desarrollo de Internet, teléfonos celulares) y una vida mejor.

Esto no implica negar que nos encontremos en medio de una crisis económica. Pero esta crisis debe enfrentarse con los principios de la economía moderna. ¿La crisis actual es la consecuencia de los excesos del libre mercado, de la ceguera ideológica y de la falta de regulación estatal? ¿Cómo explicamos entonces los 25 años anteriores de prosperidad económica? Casi todos los economistas partidarios del libre mercado coinciden ahora en que los mercados sólo funcionan bien dentro de los límites impuestos por instituciones sólidas y predecibles; cuando no es así, el crecimiento es lento o aparecen las burbujas especulativas. Por otro lado, la economía conductista acepta que los individuos no siempre actúan racionalmente; las pasiones nos llevan a hacer elecciones económicas absurdas. Pero reconocer la necesidad de instituciones y tener en cuenta las impredecibles acciones de los individuos no significa que el control estatal sea indispensable. Los gobiernos tienden a ser aún más impredecibles que los mercados, y tampoco son menos proclives a dejarse llevar por las pasiones. Los gobiernos eligen ir a la guerra, por ejemplo, y los individuos, no.

Paul Krugman ganó un Premio Nobel por sus primeros trabajos sobre el libre comercio, pero ha empezado a argumentar que los EE.UU. deberían reemplazar una economía guiada por la codicia (léase: el mercado) por una economía basada en la moralidad (léase: el gobierno). Pero desde David Hume se ha demostrado una y otra vez que una sociedad moral se basa en la libertad individual. Concederle al gobierno autoridad para imponer moralidad es malo desde lo económico y niega las premisas básicas de todas las sociedades libres.

Los bancos hipotecarios estadounidenses Fannie Mae y Freddie Mac, instituciones que regulaban el mercado inmobiliario estadounidense, que no eran públicos ni privados (el peor caso posible, ya que la responsabilidad no queda en claro), eran impredecibles y poco confiables. La pasión contribuyó a crear una burbuja mundial debido al contagio de la mala información: los precios de la vivienda sólo podían subir, se decía. Así, para reparar el mercado, lo que hoy se necesita no es una mayor regulación, sino un mercado mejor gracias a la transparencia. No se debería permitir ninguna transacción inmobiliaria en la que el comprador no dispusiera de toda la información y de asesoramiento financiero acerca de las consecuencias de su compra.


Una autoridad que evalúe la seguridad financiera de los productos debería imponer criterios informativos estándares similares a los que rigen la información de las etiquetas de los alimentos envasados. En teoría el camino más corto hacia la recuperación sería dejar que el mercado mismo se ajustara, pero en una democracia, donde la opinión pública pesa, mantenerse a un lado no es una solución legítima. Las consecuencias sociales de adoptar una actitud de laissez-faire radical podrían hacer que gran parte de la nación se volviera en contra del capitalismo.


Por lo tanto, el deber del gobierno es salvar al capitalismo, la mejor herramienta económica que tenemos, incluso por medio de medidas no capitalistas: Keynes ya lo sabía en la década de 1930. Nunca pretendió destruir el capitalismo, sino salvarlo de los capitalistas dando participación al gobierno. Pero reaccionar excesivamente ante una crisis puede ser tan peligroso como no hacer nada. La nueva cultura del rescate podría estimular el riesgo moral y socavar el espíritu emprendedor, tal como lo hizo la sindicalización en los 30. Parece menos destructivo rescatar a los individuos en mala situación, los que corren peligro de perder su vivienda o su empleo, que rescatar a industrias enteras.


Al escuchar las promesas de Barack Obama, y teniendo en cuenta la codicia de sus aliados keynesianos, sólo podemos esperar que el presidente electo rechace sus peores consejos. Los errores y desequilibrios no podrán evitarse absolutamente, pero la economía se recuperará si se preservan los verdaderos motores del crecimiento futuro: el espíritu emprendedor, la innovación, la solidez de las instituciones públicas, la libre circulación de la información y el libre comercio. Si la economía de Obama no impide que los innovadores accedan al mercado, las nuevas tecnologías y productos que aún no conocemos y que en este momento están en proceso de creación y que son el Microsoft del mañana, y no las viejas industrias rescatadas, como la de los autos, darán forma a nuestro futuro.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1087732
por Guy Sorman para diario La Nación, traducción de Mirta Rosenberg

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