Por Alberto Medina Méndez
Sin lugar a dudas, el populismo ha crecido geométricamente en estas últimas décadas. No solo se ha multiplicado sino que se ha diseminado por todo el planeta sin disimulo. En el presente existen desde versiones folklóricas con personajes pintorescos hasta otras de las más refinadas, lideradas por eruditos o sujetos cultos con notable formación académica.
Como fenómeno político mundial, habrá que decir que hace tiempo que dejaron de ser un patrimonio exclusivo de los países subdesarrollados. Su onda expansiva ha alcanzado a penetrar en las democracias más modernas, en los países más desarrollados, con mucha contundencia, al punto que sus discursos actuales están plagados de citas que solo muestran como ha crecido esa visión de la actividad política sin importar demasiado la orientación ideológica coyuntural.
Es que en la esencia del populismo, está presente una de las claves que apalanca la perpetuidad tan ansiada por tantos líderes actuales. El populismo demagógico de este tiempo encontró en esa mirada pragmática, casi mágicamente, los medios para distribuir lo ajeno quitando sistemáticamente a unos y dando a otros, para hacer regalos a cambio de favores entregando dádivas, subsidiando a los ineficientes de siempre con argumentos aparentemente simpáticos y razonables, para someter a las corporaciones, amedrentar a los díscolos, acallar a la prensa. Pero lo más importante, le permite seducir a los más, mecanismo imprescindible para que en la próxima compulsa electoral puedan contar nuevamente con la aprobación mayoritaria de la sociedad, esa que les renueva los mandatos y les permite seguir su derrotero sin escollos. De ese modo, se explota, con una astucia inmoral, una de las tantas grietas que ofrece el sistema democrático.
Pero la pregunta del millón, es ¿Cómo termina esta historieta? O si lo queremos ver de otra manera, tal vez la inquietud sería ¿Culmina alguna vez o se trata de un fenómeno eterno?
Algunos creen que el sistema se puede retroalimentar hasta el infinito, que es probable repartir lo de los demás y que esto no se acabará jamás como si fuera una fuente inagotable de recursos, que los saqueados seguirán trabajando para todos y que algún extraño mecanismo hará que sigan haciéndolo sin saber porqué, aunque se sientan esquilmados de por vida.
Pero no hace falta ser demasiado inteligente para darse cuenta que si el populismo se entusiasma y sigue apretando el acelerador como hasta ahora, para seguir con la fiesta, haciendo trabajar a algunos para otros, humillándolos públicamente, atacándolos para colocarlos como los máximos enemigos de la sociedad, el desenlace resulta esperable, evidente, y de ninguna manera podrá ser una sorpresa.
Habrá que entender que es muy difícil creer que siempre habrá algo para repartir, que los vientos favorables soplarán indefinidamente, que los expropiados aceptarán sumisamente su condición, y que pese al permanente desaliento al trabajo, a la inversión, a la producción, al desarrollo económico y la acumulación de riquezas, seguirá habiendo gente dispuesta a servirle incondicionalmente al mandamás de turno, para que siga haciendo de las suyas.
Es posible que esto pueda sostenerse durante algún tiempo, pero no resiste mucho análisis creer que los perjudicados de este juego, seguirán siendo “contribuyentes mansos” de esta parodia que pretende mostrar al saqueador como el héroe y al generador de riqueza como el villano.
Como en casi todos los procesos históricos, algunos creen haber encontrado la fórmula del éxito, aquella con la que sueñan muchos, la que dispone de inagotables recursos sin esfuerzo alguno. Hay que decir que se trata de una fantasía, de una construcción intelectual falaz, que solo puede encontrar explicaciones verdaderas en fenómenos complejos, lejos del entendimiento de estos improvisados, donde muchos de los ingredientes son ignorados solo porque no coinciden con la percepción ideológica de los pseudo intelectuales que rodean al circunstancial demagogo.
Los adversarios del populismo demagógico tienen en realidad dos caminos para derrotar legítimamente a la inexorable inviabilidad de su oponente. Una posibilidad es intentar ponerle freno de la mano de atenuantes que aminoren el impacto, proponiendo medidas que pongan paños fríos a tanto descalabro, como muestra la historia reciente de cada país, invitando a la reflexión ciudadana y a recapacitar sobre el rumbo que estamos transitando. Es probable que estas acciones brinden cierta satisfacción de corto plazo, pero también es altamente posible que la agonía resulte demasiado prolongada y que el sufrimiento de la sociedad sea tremendo, o bien que el daño moral sea irreparable con secuelas que demandarán generaciones para revertir la historia.
La otra variante es, en una versión cuasi trotskista, permitir que el sistema evolucione, que se perfeccione, que sus contradicciones se presenten naturalmente, acelerando incluso su proceso para que, al tocar fondo, y crisis mediante, esa que de todas maneras será inevitable, podamos dar vuelta la página de una vez, al encontrarse el sistema con su propio limite porque no pueda sostener sus propias falencias.
Es difícil saber cuál es el punto de inflexión, cuando hará contacto con su punto más bajo para buscar el camino hacia la racionalidad. Elegir el momento adecuado, quedará en manos de aquellos que disfrutan del arte de la táctica política.
La fiesta no durará eternamente, tendrá costos, habrá que pagarlos y lamentablemente los que hoy defienden esas banderas saben que ellos no las pagarán, en todo caso lo harán sus hijos, las generaciones que vienen, lo que demuestra la profunda perversidad que los describe. Pero de algo podemos estar seguros, de lo inevitable del desenlace del populismo.
Por Alberto Medina Méndez
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