Ocurre con ello lo que con las drogas. Quien debió su curación a alguna, la recomienda, sin ser médico, a quien sufre de algo análogo a lo que él sufría. En el nuevo paciente puede producir el mismo efecto, pero puede no producirlo. Es cuestión de organismos. Lo que a unos cure a otros mate, según su constitución y sus lesiones, sus costumbres, su herencia, el funcionamiento de sus órganos.
Las mentes también funcionan de diferente manera, la sensibilidad es proteica, la capacidad es variable. Para unos es indispensable el encarnizado análisis de la vida, la meditacidn acerca del destino, la contemplación del universo, en la búsqueda afanosa de una pequeña verdad consoladora. Para otros eso mismo se alcanza nada más que con decirle sus cuitas a un confesor o con encender una vela ante la imagen de un santo. ¿Por qué combatir esto? Es pueril para quien no tiene la fe. Es santificante pare quien la tiene. La sociedad, en ambos casos, repito, no ha de tomar en cuenta sino la conducta.
Los mitos son necesarios y son inofensivos. Su refracción en algunas mentes puede ser defectuosa. En otros es nítida y de un multiplicado poder en la iluminación, hacia adentro y hacia afuera, es decir, en los pensamientos y en los actos. No hay necesidad de que uno sólo sea el mito, como no hay necesidad de que la religión sea una sola. En donde existen verdadera libertad y verdadera tolerancia, la multiplicación de religiones, como la multiplicación de partidos, síntomas son de preocupación, de investigación, de trabajo mental. A Lamennais, en su época de ultramontanismo, no le preocupaba como grave el error sino la indiferencia. "El siglo más enfermo no es el que se apasiona por el error sino el que descuida o desdeña la verdad". Dice mucho, en favor de un país, de una conciencia, el debate acerca de los grandes temas espirituales, por cuanto demuestra el interés que inspiran. En donde esos puntos no se tratan, la resultante es de materialismo vulgar, de desvinculación con aquello desconocido y presente a que el instinto nos ata. Es mucho mejor el error que sale con el calor de la verdad, con el deseo de serla, que la entrega del espíritu al desdén, en donde se suman y compendian las naturalezas sin fuego.
Es semejante el impulso que lleva a los unos a la capilla, a los otros a la mezquita, a los otros a la sinagoga. Elación del espíritu, comunión con el principio creador del universo, ansia de purificación, suplica del corazón, necesidad de equilibrio, de consuelo: el móvil es el mismo. Como es el mismo el lenguaje de las lágrimas, y el del dolor que se revela en convulsiones, en gravedad, en la palidez del que, herido mortalmente, sintió que iba perdiendo algo mejor que la sangre. O es el lenguaje del jubilo, de la acción de gracias, del ex-voto que se lleva pare atestiguar que una merced fue concedida, de la lámpara encendida por la fe y alimentada por ese aceite que lo suaviza todo y que mane de una fuente llamada la esperanza. ¿Qué importa entonces que la invocación sea a la Virgen, a Mahoma, a Buda o a Bachue? Uno mismo es el proceso en los devotos de los diversos credos, y nadie es responsable por la ignorancia de mitos y de ritos que en un pueblo cualquiera se estiman como únicos.
La necesidad de creer es tan tiránica que de la misma increencia resulta el fanatismo. El mito científico es una modalidad de esa actitud de la mente. Clemenceau, tan lúcido en sodas las consideraciones que hace en el libro, Au soir de la pensée, balance de sus ideas, sorprendente recopilación de datos, admirable demostración de la capacidad de comprender y del ansia de saber, de un hombre que a los ochenta años todavía le hacia guiños de don Juan, a la ciencia, falla, sin embargo, cuando ríe del sentimiento religioso y ridiculiza sus afirmaciones y sus símbolos. Más hacen reír los sustitutos. La verdad científica fuera la verdad, quizá podría aceptarse su imposición o el deseo de su aceptación como cuestión definitiva. Pero cambia. "Se necesita más fe, decía William Jennings Bryan en un famoso discurso, para aceptar las demostraciones científicas del materialismo que para cualquiera de las religiones que conozco".
No hay verdadero hombre de investigación y de laboratorio, no hay filósofo entregado a la meditación de las primeras causas, que no haya reconocido, en ciencia, la ley de evolución y el carácter provisional de sus afirmaciones. El verdadero spenceriano, es decir aquel en quien se transfundió el espíritu no el que aprendió las lecciones, pensaría hoy contra algunas de las enseñanzas de Spencer. Nietzsche consideró verdadero discípulo al que traiciona al maestro, no en el sentido moral, sino en el que representa el abandono de nociones que sucesivas teorías han hecho viejas. En nuestros días el joven Krishnamurti enseña la doctrina de la liberación, es decir el rompimiento de las cadenas representadas en la ética, en la tradición, en la creencia y en la increencia, de donde el ocultista Fernand Divoire concluye, interpretando con fidelidad el pensamiento del joven misterioso, que el mejor discípulo es el que se liberta de él también, es decir el que no sigue la linea mental de Krishnamurti.
¿En el frontón de cuantas ciencias no habrá de escribir el hombre veraz y reflexivo, en perpetual renovación y exploración, palabras como estas que encontré en el prólogo puesto por Gregorio Marañón en uno de sus libros capitales? "La verdad biológica es rara vez una verdad completa y estable, sino fragmentaria y provisional. Da casi siempre la impresión de un trozo del objeto enterrado, que el arqueólogo va extrayendo de la sierra". Lo mismo ha de ocurrir a los exploradores del alma. Es tanto lo que actualmente se investiga a este respecto y somos todos, como acres, tan mudables, que el porvenir no ha de tardar en hacer la división, que quería Proust, del análisis en psicología plana y psicología del espacio, para ahondar en el problema de por qué cada uno de nosotros no es siempre el mismo individuo, por qué a las intermitencias del corazón se agregan las fallas de la memoria y los misterios del universo subyacente que, como en el símil de Marañón, después de descubierto por el buzo va recorriendo el arqueólogo. Todos los días, para el hombre de estudio, han de ser de avance en el terreno de las adquisiciones. No hay detención jamás, es decir no hay verdad única. Lo que ayer fue cierto, hoy es error; lo que fue presentimiento, hoy es recuerdo.
Debemos sentir respeto por la verdad ajena. No importa que sea mentira a nuestros ojos o que este destinada a serlo. Mientras haga oficio de verdad pare quien la sostiene, verdad es, y así merece llamarse, aunque parezca tonta, aunque produzca risa. Otro día seremos nosotros el objeto de la risa. Lo que es odioso es el desprecio científico, simple incomprensión, o petulancia, de los que dicen sentir lástima por los que creen. ¡Cuánto más capacitados o más autorizados no han de sentirse estos, felices en la certidumbre, para compadecer a los que van en la escala vacilante en que pasamos de un error a otro error, según lo expresa Núñez! El mito de los incrédulos se acerca más al fetiche que el trozo de madera de colores, con tallados grotescos, en torno del cual danzan su zarabanda los indios... Pero las conquistas que trace y la manera como apaga el ideal o el sentimiento, en seres para quienes el corazón es apenas una válvula o un centro distribuidor de sangre, hace recordar la imprecación: "De esa ciencia, asesina de la oración y del canto y del arte y de toda la lira", que lanzó Verlaine en su famoso soneto al rey Luis de Baviera.
Se ha querido confundir en algunas partes al liberalismo con el jacobinismo. Es verdad que han dado pretexto para semejante abuso algunos de sus secuaces. El liberalismo que se convierte en toro, pare embestirle a la sotana, no es liberalismo. Debe aceptarse como permitida y conveniente la campaña de liberación del espíritu que tienda a arrebatarles presas a los sacerdotes. Pero yo entiendo que la labor ha de ser doctrinaria, calmada, sin ataque a las personas, mientras no den motivo justificable pare ello, capaz el buen criterio de reconocer las excelencias de algunas y listo a inclinarse ante la santidad del ideal que predican. Los verdaderos liberales fuimos lujosamente representados por Rodó en la polémica que tuvo con el doctor Pedro Díaz, para protestar contra la supresión del crucifijo en las escuelas, y debemos hacer propias estas nobles palabras:
"El libre pensamiento, tal como yo lo considero y lo practico, es, en su más intima esencia, la tolerancia, y la tolerancia fecunda no ha de ser sólo pasiva sino activa también; no ha de ser sólo actitud apática, consentimiento desdeñoso, fría lenidad, sino cambio de estímulos y de enseñanzas , relaciones de amor, poder de simpatía que penetre en los abismos de la conciencia ajena con la intuición de que nunca será capaz el corazón indiferente"
El anticlerical, es decir el que odia a los ministros de determinado credo, no puede ser liberal. Es un hombre sin amplitud, limitado por la aberración que hace ver en quien ataca a los clérigos a un ser emancipado. Es más explicable, más justificable, el fanatismo clerical, porque hunde sus raíces en sentimientos y aspiraciones de que este carece. El primero tiene una idea equivocada de Dios, pero la tiene. Basado en una teoría especial sobre la vida eterna, creyente en la condenación de las almas, impresionado con la maldad que supone a los que niegan lo que él afirma y a él lo tranquiliza, no puede ver en estos sino réprobos. El libre pensador que corresponde con aversión y con persecución, es el mismo fanático, pero ya sin excusa. Siente un odio más feo y esta más sujeto al dogma, a un dogma sin moral, sin más allá, sin alegría, que el hombre a quien combate.
Una cosa es atacar al clero en sus actos y otra es condenarlo en su misión. El libre pensador no les reconoce a sus miembros el carácter sagrado sino en un sentido humano, de bienestar social, de admiración por la virtud, de respeto por la bella labor que desarrollan. Uno de los espectáculos mas nobles de la sierra es un sacerdote sencillo, benévolo, lleno de unción, iluminado por la luz de lo alto. En la ficción tenemos a monseñor Bienvenido de Víctor Hugo, al abate Constantino de Hallevy, a ciento más. En la realidad de Colombia, entre muchos, porque a ese respecto el país ha rodado con fortuna, baste citar al padre Almanza. Ante ellos se rinde el corazón. Hay ocasiones en que su misma ingenuidad hace llenar de pasmo la inteligencia. El que nada les reconoce, por aversión al hábito que llevan, es un jacobino. De esa clase era el benemérito general Quintero Calderón, quien me decía: "El mejor cura es el peor porque le da influencia a la casta". Y a él le cupo en suerte, por uno de tantos contrasentidos de la vida, estar siempre, sin creencias positivas, del lado de la Iglesia.
Es fácil y útil atacar a cuantos, contrariando su misión, se convierten en elementos de escándalo. Lo han dado muchos de los nuestros. Quizá no hay un colombiano que se haya enfrentado al clero con mayor decisión y con mayor frecuencia que el autor de estas líneas. No estoy arrepentido. He sabido distinguir al sacerdote que es apóstol de paz, del hipócrita que busca causar daño y del ser intrigante o iracundo que lleva bajo la sotana la espada del caudillo. Aun en estos mismos he sabido distinguir las luces de las sombras.
El que un día ha merecido mi condenación por actividades malsanas de político, otro día me ha arrancado una alabanza. Contemplaba otra faz: la del hombre de progreso, o de caridad, o de patriotismo encendido. Nadie hay perfecto, pero nadie hay completamente malo. Condenarlo en su totalidad es indicio de ofuscación, comprobante de un espíritu limitado o chiquito.
Yo no he podido con las persecuciones. Se que gobiernos llamados liberales, de todos los tiempos y de todos los países, han despojado a los sacerdotes de sus bienes , los han desterrado , los han reducido a prisión, los han condenado a muerte. Todo es o es antiliberal, por lo mismo que es infame. Así el destierro del arzobispo Mosquera. No hubo principio liberal que no se violara con ese castigo injusto, aunque infligido por hombres llamados liberales. Y la pugna de Méjico, para hablar de algo reciente, avergüenza no solamente al que se titula o considera gobierno liberal de esa nación sino a la especie humana.
¿Cómo no sentir indignación ante el atropello, para no contemplar sino el aspecto más odioso, por menos necesario dentro de los fines de la persecución, de que fueron víctimas las escuelas en aquel país, cuando se las obligó a esconder o destruir las imágenes? Es el mismo problema que hizo levantar la voz poderosa de Rodó en el Uruguay, cuando fanáticos que usurpaban el nombre liberal quisieron desterrar a Cristo de los salones de clase. ¿Qué figura más pura, más inspiradora, abstracción hecha de toda consideración religiosa, puede ofrecerse a la admiración de los niños? ¿Será Sócrates, será Platón, será Buda? La historia puede repasarse. No ha dado la humanidad, ni volverá a darlo, nada más atractivo. Es toda la virtud, la conocida y la imaginada, hecha came. Es la fuente de aguas vivas en que no solamente los cristianos sino todos los seres de la sierra, de cualquier religión, de cualquier raza, podrán calmar la sed, con la seguridad, ofrecida a la samaritana, de no volverla a sentir nunca. "El alma humana es naturalmente cristiana", dijo Tertuliano. ¡Y es esa luz, es ese manantial, es ese abrigo, los que se les querían quitar a las escuelas!
El propósito acaso no fue sino el de herir, en el propio corazón, a las gentes adversarias. Fue también el de probarles el imperio de la autoridad, de una ruin autoridad, el de ejercer un caprichoso dominio.
Pero así como es irrazonable considerar cristiano al que profesionalmente robe, calumnia y asesina, lo es denominar liberal al que, con tan absoluto desconocimiento de los derechos individuales, hostiliza y persigue. La Inquisición es una de las más crueles demostraciones que haya dado el hombre de su incapacidad de comprender, de su dificultad de sentir, de su voluntad de mandar.
Pero la Inquisición tiene excusa. Originada en una aberración, convencida de la imperiosa necesidad de la fe, quería imponerla. Dejó de lado las inspiraciones políticas. Pero el liberalismo perseguidor es un contrasentido. Es un cuadrado redondo. Es un triángulo que tiene los lados paralelos. La culpa no es suya, sin embargo. La filosofía liberal condena los desmanes. Los que se cometen, culpa son del hombre, no de los principios. Hay que ser justos, para librarlo del cargo. ¿A quién se le ha ocurrido que tiene algo que ver la Inquisición con Jesucristo?. . . ¿Y quién no repite a trechos con el gran poeta: "Culpas fueron del tiempo y no de España"?.
En el fenómeno, ya mucho más complejo, de las relaciones con la Iglesia, que no se reduce al respeto por la independencia mental, sino que contempla una multitud de problemas de más variado orden es mucho más visible la disparidad de criterios. Para Faguet, en este preciso punto se halla la piedra de toque del liberalismo. No es verdadero liberal sino el que acepta y proclama la separación absoluta del Estado y de la Iglesia. Por razones contrarias, pero que confluyen al mismo punto, el jesuita Mateo Liberatore decía en un libro viejo:
"El santo y seña, como si dijéramos, del liberalismo de nuestros días (1875), es la emancipación del Estado de la autoridad de la Iglesia".
Claro, aunque la Iglesia se oponga, porque su autoridad debe ser espiritual y no política. La fórmula de Montalembert, que Cavour hizo popular en Italia y en el mundo, "la Iglesia libre en el Estado libre", es la única que da satisfacción a cuantos reconocen el derecho de la creencia, el derecho al error, esencia misma de la libertad, y anhelan, con título igual al que conceder, ser respetados en sus ideas y en sus prácticas.
A los liberales de Colombia que libertaron a la Iglesia del régimen del patronato, heredado de la colonia española, se les ha tildado de ilusos y de candorosos. Muchas escenas deplorables de los tiempos recientes se hubieran evitado con la sujeción de la Iglesia a un Estado que, respetando lo espiritual, tuviera a sueldo a los ministros del culto y pudiera disponer de la influencia de que estos gozan entre las multitudes. Eso es verdad. También lo es que sucesos de mayor monta y tristeza han podido presentarse bajo ese mismo yugo. No hay duda de que desde el punto de vista político es mejor el patronato. Pero ese no es el punto. Aquí recuerdo al sujeto que exclamaba: "El mejor gobierno es el de la tiranía, siendo uno amigo del tirano".
No se trata, empero, de un oportunismo acomodaticio y fugaz, sino de una doctrina, a la cual no comprometan las veleidades humanas. El patronato de hoy, excelente para el liberalismo, habría sido funesto ayer con el conservatismo, y volvería a serlo después si este partido llegara a recobrar el mando. Hablo como hablaría un político, o sea un oportunista. Habría que hacer una doctrina para cada caso. Y eso es lo inadmisible.
Puente entre las dos doctrinas, régimen de acomodo, como un tratado de comercio entre el libre cambio y el proteccionismo, resulta el concordato. En él pueden conciliarse las opuestas tendencias, de caucho como es pare que, según los tiempos, se hagan las reformas. Garantizada toda la libertad que la Iglesia debe tener para su misión evangélica y docente, deben reconocérsele a las otras religiones y a las otras tendencias, aun las irreligiosas, sus naturales fueros, para una propaganda dirigida a la razón, que no ha de provocar choques en sociedades bien organizadas. El régimen de la libertad bien entendida debe ser el anhelado por cuantos tengan convicciones arraigadas y la honda persuasión de que sus doctrinas resistirán la comparación con todas las que se les enfrenten. Mientras no haya esa seguridad, es humano que la Iglesia no quiera andar sin muletas. Lo esencial es que no aspire a dar golpes con ellas como suelen darlos los señores obispos con el báculo.
Hay que dejar en libertad al corazón para que se entienda con Dios como a bien tenga. No siempre los grandes caracteres y los grandes espíritus se encuentran en las religiones . Los hay, y del mayor fulgor, pero también se pueden hallar en otras partes. "No hay hombre más religioso, escribió Faguet, que el hombre sin religión apasionado de la moral". No hay hombre tan moral como el que, a semejanza de Guyau, la concibe sin obligación ni sanción. Pero no se pueden establecer reglas universales sacadas de un ejemplo. Son innumerables las gentes que necesitan de freno y de andaderas. Esta bien que los consigan. Lo que se pide es que no traten de imponerlos a quienes no los solicitan. Lo mismo con los ritos, lo mismo con los sacramentos. ¡Obsérvenlos y frecuéntenlos cuantos en ellos hallen dulzura, consuelo, diques morales, y una explicación de la vida, cuyo encanto, y cuya angustia también, por extraña paradoja, se hallan en la ignorancia de su objeto! ¡Pero no se vilipendie ni reprima a quien penetra en lo desconocido sin esa lámpara y sin esa brújula! A lo sumo puede ser para los creyentes un objeto de lástima.
Hay un misticismo embrujador al margen de las religiones. Puede ser una síntesis de todas ellas o simplemente impregnación de alguna. Pero está fuera de las reglas que los místicos reconocidos siguen para sus vuelos fantásticos. Cada cual puede hallar las llaves del castillo interior y cada cual, en una ofrenda cabal de su espíritu al Creador, puede llegar al éxtasis y al arrobamiento.
Es imprescindible, en quien tiene cierta preparación mental y no ha encontrado en la vida la absorción de una de esas ciencias que se convierten en investigación, en profesión y en culto, inquietarse por el universo. ¿De dónde venimos y a dónde vamos? es pregunta que algunos se formulan con afán, hasta llegar al susto de Pascal, aterrado con el silencio de los espacios infinitos. ¡Sombrero a tierra ante todos los aquejados con la idea del más allá, sea cual fuere la conclusión que propongan o a que lleguen, porque todos son espíritus superiores, que aun en el caso de haber tomado muy de veras el vivir, como decía Gracián y de haberse enfrentado al destino como gladiadores dispuestos a parar todos los golpes, lleven en el semblante la melancólica distinción que da el frecuente contacto con las sombras!
Nos movemos todos en la oscuridad, aun cuando los creyentes proyectan sobre el camino la luz que llevan dentro. Nada sabemos y nada sabremos de la esencia de las cosas, de nuestra terrena misión, simple relámpago entre dos eternidades, del alma que aspire a conservar su individualidad una vez salida de la cárcel del cuerpo. Creen algunos en la revelación. Otros se entregan al espiritismo.
El absurdo nos rodea, y sobre semejante nube levantamos nuestras construcciones. Jactanciosamente pensamos que aprisionamos a Dios en nuestra lógica. El Moisés del Talmud, no el de la Biblia, expresó el temor de que las aguas no se abrieran, para el paso de su pueblo en el Mar Rojo, por ser algo contrario a lo observado desde el amanecer de la vida. Y Dios le dijo: ''Sabes tú si no hice desde el principio del mundo un pacto con el mar para que hoy te diera paso? ¿Piensas que la creación ha terminado y que el hombre, si yo lo consiento, no podrá cambiarle nada ? Uno de mis profetas detendrá el sol, al que he ordenado girar; otro detendrá la lluvia, a la que he ordenado caer; otro detendrá la muerte, a la que he ordenado matar". Lo que llamamos milagro resulta así posible. Dios no deroga sus leyes, sino las que el hombre, pretensiosamente, cree haber descubierto como tales. De nuevo nos perdemos en el caos.
Por eso dijo Maeterlinck: "Debemos adquirir poco a poco la costumbre de no comprender nada". Quien llegue a la sabiduría de la perfecta ignorancia es sin duda alguna el metafísico perfecto.
en http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/politica/pensa/pensa30.htm
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