La autoridad defiende al individuo y se defiende contra el individuo. Defiende a la sociedad, mejor dicho, el deseo de expresión individual, de creación, es el mayor factor de progreso en todas las naciones. Como lo dijo el presidente Hoover, no deben ponérseles barreras a los impulsos fundamentales del hombre. Pero hay que seguir con cuidado la marcha de esos impulsos. Del propio modo que la ausencia de gobierno es un ideal inalcanzable, la total soberanía del individuo es otro ideal al que se opone la naturaleza. Hay seres elegidos. "Quiero al hombre, dijo Vinet -y así esta grabado en el pedestal de su estatua en Ginebra-dueño de si mismo, a fin de que pueda ser mejor el servidor de todos". Ahí esta el ideal de servir, medida y prueba de caracteres magníficos. Pero no todos lo tienen. Y el individuo, dejado a su solo impulso, no se trace dueño de si mismo pare servir a los demás sino para explotarlos o dominarlos. La autoridad interviene.
Hay que saber los limites de esa intervención que es variable en el espacio y en el tiempo. Para todo es indispensable contemplar las necesidades de los individuos, su idiosincrasia, el rumbo y la intensidad de su cultura. Pero en líneas generales, contra lo que el individualismo debe luchar hasta rabiosamente, es contra la absorción de la persona en la especie. La igualdad esta bien en la fe, pero en la naturaleza no existe. "La verdadera democracia, decía don Santiago Pérez a sus discípulos, consiste en el reconocimiento y sanción de las desigualdades naturales". "Donde la igualdad no existe, la libertad es mentira", exclamaba Luis Blanc con toda su energía y toda su ofuscación de revolucionario del 48. El iba hacia esa absorción que tantos otros consideramos depresiva, inconveniente, perjudicial para la unidad y perjudicial para el grupo, porque suprime la fuerza del interés individual, que buena o mala actúa, y seguirá actuando, hasta cuando el hombre se haya modificado con el correr de los siglos. No hay otra solución que la del termino medio. Faguet, después de consideraciones dilatadas, de extraordinaria sagacidad, encontró en el lema de Francia la fórmula excelente: "Libertad e igualdad, dijo, son opuestas, pero la fraternidad las reúne". La fraternidad, la solidaridad, son, deben ser, el criterio social sano. La nivelación por lo bajo es una intolerable aspiración de la envidia. Acaso por eso dijo Camilo Desmoulins: "Licurgo hizo iguales a los lacedemonios como la tempestad hace iguales a los náufragos".
El individualismo marcha hacia la cooperación. En esta hay, pero libre, pero voluntaria, una fusión de igualdades. En la lucha impiadosa a que obligue el imperativo económico, el individuo aislado perece. Es su propio interés el que viene a aconsejarle la unión con otros individuos colocados en el mismo plano. Dentro de ese criterio, la competencia, en lo que tiene de feroz y de asesino, se acaba o se atenúa y, como decía un sindicalista, se forman grupos de capital y de trabajo por la solidaridad de antagonismos mutuos. En esas grandes asociaciones o en las fabricas dirigidas con alta inteligencia, donde los caminos que parecen trazados por el corazón son los mismos que recorre y amplía la conveniencia, se llega al mejoramiento de la clase obrera más aprisa que por el sistema de la agitación o de la marcha confusa hacia la dictadura del proletariado. Tenemos así la paradoja, hecha verdad sencilla, de que los altos salarios disminuyen el costo de producción. Lo ha demostrado Ford. Y tienden a comprobarlo en todos los sectores del mundo los grandes industriales.
No es que el costo de un objeto disminuya con la simple fijación de un salario alto. Nada habría mas absurdo. Es que el salario alto aumenta la potencia del obrero, con el mejoramiento de su ánimo, el aprovechamiento de las horas ociosas en el deporte, en la escuela, en el rato feliz que le deja contemplar la vida como un premio y no como un castigo. Es que lo convierte en una mejor unidad económica, que a tiempo que se aprovecha de las ventajas de una retribución suficiente, compensa con una producción mayor o mejor el aumento que el fabricante o la asociación hayan tenido en el desembolso. Son las bien entendidas conveniencias del industrial las que han procurado el paulatino acercamiento al ideal cristiano. Y se confundirá con el ideal económico de la propiedad colectiva, sin expropiación, sin confiscación, sin lucha de clases, cuando el trabajador, como ya esta ocurriendo, se vaya haciendo accionista de la misma empresa en donde desarrolla sus actividades.
Procedieran todos los industriales de ese modo, la cuestión social iría desapareciendo. Se iría disolviendo en la armonía, en el provecho de las grandes masas. No serían ya los hombres buenos y sacrificados, los esclavos del taller y del campo, sino los agitadores de profesión y de especulación, los que seguirían soñando con la tarde roja. La violencia como solución iría cediendo terreno, hasta rendirse y entregarlo, a las huestes de la inteligencia. Por desgracia no todos lo comprenden, porque no todos poseen la capacidad o la sensibilidad necesarias. En la industria existe también el imperator. Contra su opresión, en guarda de la libertad individual, de la justicia, debe intervenir el Estado. Como debe intervenir cuando las fusiones de capitales, en la banca, en la industria, en el comercio, conspiran contra la ajena libertad y tratan de establecer monopolios crueles y absorbentes.
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