lunes, 23 de mayo de 2011

¿POR QUÉ SOY LIBERAL? El liberalismo y las formas de gobierno

En monarquía, en república, en colonia, puede haber liberalismo. La forma de gobierno es un accidente para las ideas. Se realizarán las teorías, la perfección en el régimen republicano. Pero como no se observe el principio de la virtud, encarecido por Montesquieu como indispensable pare la dichosa efectividad del gobierno de ese género, puede haber mayor liberalismo en monarquías como Inglaterra que en repúblicas como las nuestras. "El hombre superior, decia Faguet, no es cosa democrática". De ahí la abundancia de sesudas razones, en hombres como Maurras y Daudet, para suspirar por un rey, ofuscados quizá por el recuerdo de Luis XIV, en cuyo tiempo florecieron esplendorosamente las ciencias y las artes. Pero en eso también hay espejismo. Es el factor hombre el que domina todo. Un rey imbécil, un déspota, acaban con la teoria. Y la esperanza de redención, tan cercana en la república, se aleja. La democracia teórica es la perfección en materia de ambiente y de gobierno. La democracia vivida es una farsa, con su sufragio universal, su opinión publica, su prensa y sus dirigentes. Sobre todo se ha escrito pare mostrar los mil hilos del tinglado , las cortinas de humo , la imbecilidad parlamentaria, la fuerza oscura y sorda de la intriga, del engaño, de la versatilidad, de la envidia. Hay momentos de reacción, bellas iluminaciones revolucionarias, horas en que evidentemente se realiza el ideal de los buenos. Pero pasan.

Lo permanente es la intriga. Lo permanente es la farsa. En los partidos politicos es imposible evitar que la hiedra vaya ocultando los muros, como es imposible impedir que al pie de las encinas vayan surgiendo los hongos. Es un criterio de aprovechamiento y de combate el que predomina, por lo general, en cuantos se presentan ante el pueblo con las viejas frases sugestivas y sonoras. Pocos aceptan la definición del doctor Eastman, que trace de los partidos merecedores del nombre de simples asociaciones de individuos que se hallan de acuerdo en un propósito determinado, generalmente el de darle a la nación un buen gobierno, pero que no comprometen en dicha asociación la totalidad de su espíritu. Pero los partidos no se mueven por ideas sino por sentimiento, mejor dicho por pasiones. Para las labores ordinarias es suficiente el rótulo. "Liberal es el que se llama liberal" escribió el general Uribe. El error filosófico de tal definición es evidente, pero es evidente también su enorme acierto político. Para el desarrollo de los planes de los dirigentes, minoria más o menos selecta en todos los partidos y naciones, no se solicitan luces. Se solicitan votos. Y esos votos, en la mayor parte de los casos, los consiguen y consignan los sujetos más opacos a la influencia doctrinaria, conformes con el calificativo de hombres de acción y dispuestos ante todo a aniquilar al contrario.

Para muchos que se llaman liberales el ideal sería el desaparecimiento del partido conservador cuando el interés sociológico radica en su vida plena y ordenada. Si no existiera el partido conservador habría que inventarlo, porque la marcha próspera de la nación lo exige. Son necesarias la acción y la reacción, y son necesarias las fuerzas contrapuestas pare establecer el equilibrio. Lo mismo que una acémila, una nación necesita de freno y de acicate. Cuando el liberalismo ha enterrado la espuela, el conservatismo tiempIa las riendas, y así el paso es más seguro, elegante y sostenido. Días hay, horas hay, en que el interés de los partidos se confunden y en que los principios de ambos se entrecruzan. Al frente se levanta otro ideal, otro principio, otra gente, que representan algo nuevo, muchas veces contrario a los que aquellos sustentan. Para defender las fronteras, por ejemplo, coinciden liberalismo y conservatismo en la exaltación del ejército, representación armada de la patria, depósito de héroes, de hombres abnegados, listos a ofrendar la vida porque perdure la de la nación, en pugna con las tendencias y con la propaganda de los antimilitaristas cerrados. Lo mismo para defender la familia. Lo mismo para defender el derecho a lo que es producto genuino del trabajo.

Es torpe el anhelo de ver desaparecer a un partido que sirve de estímulo, de fiscal, de contrapeso. Aún con el peor de los criterios es deseable su existencia, como una fatalidad a la cual no puede sustraerse la voluntad colectiva. Aún en el simple individuo coexisten las fuerzas antagónicas. "Mezcle en el hombre, dijo el Dios de la Biblia, el ángel y la bestia". Qui veut faire l'ange, fait la bete, observó Pascal ante los frecuentes conflictos del espíritu y las contradicciones de la acción. Para la obra de la creación es necesario que los móviles se enfrenten. Puede la pasión política no reconocer ni siquiera la virtud mínima en el adversario. Aún así se impone su existencia. En la exasperación de la lucha sin cuartel podría equiparársele a la existencia del diablo.

Esta dicho que sin Satanás el mundo perecería. Edmond Fleg, en su vida de Moisés, refiere que el rabí Jochanan le llenó de plomo la jeta al diablo y lo encerró en un caldero. Agrega que desde ese momento todas las pasiones se detuvieron en el corazón de los hombres; ningun niño volvió a ser concebido, y las imágenes del Señor no volvieron a aparecer en el mundo. El rabí destapó entonces el caldero y dijo: "iQue Satanás sea libre pare la obra de Dios!". El diablo eonservador debe andar suelto para la obra de la república y para el robustecimiento de las ideas, que sin pugna languidecen y se extinguen. Y hablo en el peor de los casos, porque para mí el partido conservador no ha sido diabólico, aunque haya tenido actividades y épocas de horror, una vez que ha realizado también obras magnificas y que ha dado al país, para no hablar sino de Colombia, servidores ilustres.

Lo deplorable en la obra de los partidos es la insinceridad de los hombres. Ya O'Connell habia dicho: "` Los Whigs? Tories sin sueldo", cuando uno de nuestros repúblicos, creo que el doctor Carlos Martínez Silva, definió así, muy duramente, a las dos fracciones del partido conservador en su época: "Nacionalista es un histórico con sueldo e histórico es un nacionalista sin sueldo", lo que puede ampliarse y extender a la realidad de otros días, de esta manera: liberal es un conservador en la oposición y conservador es un liberal en el poder. Hay flujo y reflujo en las ideas y en las actividades de los hombres de partido, según sea la satisfacción que en gobiernos o en bandos hallen las propias conveniencias. El liberalismo, maravilloso como oposición, ha sido casi siempre odioso como gobierno en todas las naciones de la América española. La mejor librada es Colombia, que puede ofrecer el recuerdo y el ejemplo de austeras y levantadas figuras.

Lo propio puede decirse de la infame tirania de los partidos. Aquí la hemos sufrido en diversas épocas, pero menos que en otras partes. No ha faltado en las grandes ocasiones, especialmente entre nosotros, el hombre independiente y de suficiente firmeza que haya levantado la voz contra errores, aberraciones o delitos de los suyos. No hay servicio mejor a la bandera que el evitarle cubrir mercancia sucia. La disciplina es admirable y es deseable, porque la pretensión de tener siempre razón es dogmatica, antiliberal por lo mismo, y disolvente. Pero esa disciplina debe ser un acto de conformidad espiritual, para un fin noble, no para atropellar el derecho y la moral, ni pare perjudicar los grandes intereses del país a cambio de que el adversario sufra o se fastidie. Son muchas las ocasiones en que el liberalismo de Colombia ha excomulgado a algunos de los suyos por desacatar ineptas determinaciones. El resultado ha sido en varias de ellas, opuesto a los deseos de los inquisidores. A quien sufrió el anatema se le glorifica luego. Los romanos llevaban del capitolio a la roca Tarpeya, para desplomarlos, a quienes creían merecedores del castigo. Hoy de la roca Tarpeya se puede subir al capitolio. De ordinario ha sido difícil hacerles entender la razón a los partidos. A quien se sabe poner sobre las ambiciones, sobre las pasiones, sobre los conflictos, para predicar una unión de patriotas, tan necesaria en horas de amargura, se le vilipendia o se le deforma. Contra él van las saetas del odio o del ridículo. El goce no lo hallan los partidos en el triunfo sino en la sumisión del adversario.

Les es muy aplicable la anécdota del labriego que renuncia a la bendición del obispo para su sementera, prometedora de una buena cosecha, a cambio de que maldijera, para que la cosecha fuera mala, la sierra del vecino. Caro, Suárez, Vargas Vila, al pensar en Bogotá, hablaron de Envidiópolis. Triste concepto, en parte merecido, por una ciudad que se resarce con su infinita caridad y con la presentación de muchas figuras fundamentalmente nobles. Pero esa envidia, generadora de maldad y de rencor, no es exclusiva de Bogotá, ni de Colombia, ni de nuestros partidos. Es la naturaleza humana, no la zona ni el clima, aun cuando el clima influya, lo perverso. Escenas de barbarie han presenciado Roma y París, Washington y Berlín, lo mismo que entre nosotros Montería y Capitanejo. Envidia hay en los dos mundos, y partidos tiránicos, y apaches del entendimiento, y agentes que gozan con el mal ajeno. La psicología de las multitudes, genialmente analizada por Le Bon, no fue escrita para nosotros. Lo fue para las multitudes. De idéntica manera, cuando se refiera a los partidos puede ser, con variantes de detalle, considerado como universal. Multitud aquí, multitud allá, partido aquí, partido allá, todo es uno y lo mismo.

Entre nosotros las pugnas de partido, con las treguas que para gloria del país ha impuesto la cordura en ocasiones diversas, han sido casi feróces. En el liberalismo, o mejor, en su historia, hay un pegajoso líquen que se llama las sociedades democráticas. Fue el régimen de la estupidez y del zurriago, contra las instrucciones del gobierno y contra la protesta de los grandes dirigentes, a quienes también hicieron víctimas de su sarcasmo o de su encono. Pecó con las persecuciones, pecó con las prisiones, pecó con las argucias y trampas electorales. El conservatismo tiene un deber igualmente cargado. Ambos partidos tienen un haber de idealismo, de progreso, de amor a la república. Pero los conservadores han sido, acaso por la misma índole de sus doctrinas, mucho más absorbentes. "Los conservadores, decía don Fidel Cano, quieren gozar exclusivamente de cuanto puede dar la república: desde la ración burocrática hasta los honores póstumos".

Ahora han aprendido que la transmisión tranquila del mando es no solo posible sino venturosa y que a las coaliciones pacíficas, lo mismo que a la bélica del 54 para acabar con una dictadura, no hay que tenerles miedo.

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