Lo demás es ilusión. Podemos de consiguiente aceptar hasta la superstición, siempre que no vaya acompañada de proselitismo. La tendencia a la uniformidad, uno de los defectos de la democracia y una de las imposiciones de los credos positivos, es antiliberal . Lo grande, lo deseable, es el libre vuelo del espíritu, que no se opone a la aceptación de los dogmas, cuando los encuentra conforme con la razón, con la experiencia o con el instinto, pero que se trace tiránico cuando pretende que otros los acepten. La salvación es obra individual. La única excomunión vitanda es la de uno mismo. Pueden algunos pensar, y el pensamiento es respetable, que aquella salvación y esta excomunión no tienen trascendencia sin la intervención de los pontífices. j Allá ellos! Quien lleva al pontífice en el corazón se conduce como si obedeciera a órdenes tremendas, aunque nadie las dicta, porque tiene conciencia de que el "yo" excomulga y de que esa excomunión corta las alas del espíritu.
El libre pensador puede ser un hombre religioso. Lo es de hecho cuando está doblado de un sentimental. Así, por la costumbre de mirar al cielo, adquirida en la primera edad, continuara con ella "aunque lo sepa vacío". Así con la oración, "las plegarias del niño, que suele a veces olvidar el hombre", persistente en quien adquirio el pliegue que no deshace la vida. Cambiará la invocación, cambiará las palabras. El movimiento es el mismo. En el sufrimiento y en el goce hay necesidad de Dios, si el alma espera y si es agradecida. Ante la cuna del recién nacido, ante la muerte del hijo, los dos extremos de la humana felicidad y de la humana desventura, uno se sorprende, y yo me he sorprendido, de pronto, como si maquinalmente lo hiciera, diciendo una oración. Tengo un Cristo de marfil, una divina obra de arte, ante el cual ví muchas veces santiguarse a mi padre. Yo quiero ese Cristo, sin sacerdote, sin el horror de las frases que se les dicen a los agonizantes, sin la farsa de una absolución que nadie solicita en estado comatoso, para la hora de la muerte. En las horas de llanto, cuando la vida me ha herido llevándose al misterio a alguno de los míos, y en las horas de plenitud, cuando el hogar, que es mi paraiso, se ha embellecido con la llegada de un nuevo huesped diminuto, concresión del amor, poema de came sonrosada, visita de Dios que me ha dejado tembloroso de agradecimiento, de ventura y de pasmo, yo he besado sin saber por qué los pies del Crucifijo.
Macaulay hizo la observación de que en algunos hombres muchas ideas que se excluyen viven superpuestas. No se han tomado el trabajo de confrontarlas, y rien, cuando lo hacen, de esa carencia de lógica. Pero la vida no es lógica, ni el hombre tiene en todo tiempo necesidad de serlo. "Eres contradictorio, eres sincero", escribió Cherbuliez. Con silogismos puede llegarse a la demostración de que ideas enemigas no deben vivir juntas. Pero viven. El hecho es más poderoso que el razonamiento. Y por otra parte no hay obligación de someter la mente a una pauta de principios armónicos. No debe acercársele un ratón a un gato si se desea que ambos conserven la existencia. Sin embargo, ha habido sujetos curiosos y pacientes que han logrado establecer amistad duradera entre ejemplares de esas especies, que parecen destinadas por la naturaleza para que la una sea devorada por la otra. A un fumador le puede probar un médico que el cigarrillo le mine la salud. Y continúa fumando. Así con las ideas. La una puede ser el gato para el ratón que es la otra, puede ser el humo que intoxica. No importa. Siguen conviviendo, en la misma celda cerebral, sin destrozarse. Entre mil casos curiosos, cito el del doctor Francisco Eustaquio Alvarez, uno de nuestros mayores incrédu los , que, según lo reveló en un lindo artículo monseñor Carrasquilla, tenía, yo no diré que el culto, pero si el cariño de la Bordadita. ¿Capricho, debilidad, asociación de ideas con algo muy distante de la religión y de la devoción a la Virgen, pero dulce pare él? Quizá. Lo que apunto es el hecho.
De tantas divagaciones, de tantas citas que se me atropellan, en las que mezclo personas tan diversas, sin sujeción a tediosos preceptos normalianos, con saltos de un siglo a otro, de un país a otro, mezclados filósofos y novelistas, historiadores y poetas, gente ilustre y gente de aquí a la vuelta, como en una conversación, corriendo por donde quiere la pluma, por donde ordena la imaginación, que es caprichosa, y no gusta en mi del mismo paisaje ni del mismo tono, yo quiero sacar sencillamente el principio de la tolerancia respecto de todas las ideas y el deseo de respeto profundo por la Iglesia, que desempeña una labor social de la mayor trascendencia y es refugio para muchos dolores del espíritu que allá encuentran su bálsamo. Soy sensible a la belleza de sus ceremonias. No las frecuento, pero les se la poesía. Gusto del olor del incienso, del sonido del órgano, de las bellas imágenes. Cuando el matrimonio de algún amigo o la muerte de otro me llevan a un templo, repaso generalmente las horas de la infancia. Recuerdo con delicia las misas de gallo, las fiestas de semana santa, el canto de los villancicos. Y sin poderlo remediar me enternezco.
Para Marcel Proust las fiestas religiosas eran las únicas perfectas. Comprendo todo lo profundo que quiso decir, pero con cierta socarronería, agregó: eso depende. Me asalta un recuerdo que no quiero dejar ir. Entra aquí en danza el defecto que me gusta, el que me han criticado amigos muy queridos, de establecer una solución de continuidad en el tono y producir una desarmonia con un pequeño gracejo, fácilmente evitable, pero que en mí es deliberado, porque tengo terror a lo demasiado solemne, a lo trascendental y me gusta romperlo, para volver a ver al niño que fui y que no quiero dejar de ser, en algunas manifestaciones destinadas a quitarme importancia. Luis Cano me dio una vez una lección encantadora. Hablabamos gravemente de cualquier problema político y social. Yo filosofaba. De pronto, recordando a Renan, exclame con timbre de voz medio triste y medio sentencioso: "',Que le puede importar todo esto a Sirio?"... Sonriendo alegremente, me interrumpió Luis Cano: ''¿Y Sirio que nos puede importer a nosotros?"... Ese era el aire. Yo soy enemigo nato del énfasis, del estiramiento, de la gravedad, del rostro de cartón, del dogmatismo. No he pensado dedicar mis obras al tiempo, como Esquilo. Escribo pare el die que pasa. Me parece suficiente dejar el recuerdo del tenor, del pájaro-mosca, o, si la auto-complacencia apura, de la flor: llegó, gustó, murió, o se marchitó. La tapa del ataúd es lo demás. Se inicia la dicha del olvido. Si la verdadera existencia, según Renan, es la que empieza en el corazón de los que nos amen, la prolongación viene a ser corta, porque esos que realmente nos aman ya se hen muerto cincuenta o sesenta años después de ser polvo nosotros…
Pero el recuerdo alegre, acerca de la perfección que hallaba Proust en las fiestas religiosas, no debe escapárseme. Es algo que me refirió ese glorioso artista que lleva el cetro de la inteligencia en Colombia. Guillermo Valencia me contaba que en la suntuosa fiesta con que se conmemoró en la catedral de Lima el centenario de Ayacucho quedó él al lado del embaiador de la China. Cuando había pasado una hora, el embajador volvió el rostro y le dijo al poeta en francés: "Muy interesante esto, pero yo no soy católico". Ocupó después el púlpito el orador sagrado. Cuando habia pasado otra hora, volvió de nuevo el rostro el embajador y susurró: "Muy interesante esto, pero no hablo español". Continuaron las venias de los padres, la elevación, el incensario, el órgano. Había pasado otra hora cuando el embajador volvió por tercera vez el rostro triste, boyacense, y dijo: "Muy interesante esto, pero yo no me he desayunado". Asi, con perdón de Proust y de los lectores de estas páginas, una fiesta religiosa no resulta perfecta.
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