Es el más alto pensador de una generación que es. a su vez, la más reflexiva quizá de la historia argentina hasta tiempos muy recientes. Su meditación no sólo se vuelca en la nutrida colección de sus escritos; se advierte en la Constitución que nos rige desde 1853, salvo el período en el que se interrumpió la continuidad de las instituciones democráticas de la República.
Nació el 29 de agosto de nuestro año glorioso -1810-. Hijo de un comerciante vizcaíno, don Salvador Alberdi. fervoroso admirador de Rousseau y amante de la música, a quien el Congreso de Tucumán otorgó la ciudadanía argentina. El general Belgrano frecuentaba su amistad y acarició y sentó sobre sus rodillas en algunas ocasiones al niño. La madre. doña Josefa Aráoz, perteneció a una conocida familia tucumana; sus mujeres eran famosas en la provincia por su belleza. La temprana muerte de la madre, y la del padre, cuando Juan Bautista contaba apenas diez años, al dejar en la soledad su infancia, envolvieron su vida en un halo de melancolía.
En 1824 el gobierno de Tucumán se acogió al sistema de becas instituido para las provincias por el de Buenos Aires, a iniciativa de Rivadavia. El niño, que había concurrido a la escuela de su ciudad nativa, se distinguió. en las aulas, mereciendo una recomendación del gobierno norteño por su «disposición para conseguir un aprovechamiento en cualquier ciencia a que se le destine». En agosto fue admitido en el Colegio de Ciencias Morales. Pero acostumbrado a la plácida existencia provinciana no soportó el régimen de internado y lo abandonó antes de concluir el año, no sin acreditar, durante ese breve intervalo, una fuerte inclinación por la música. Empezó entonces su aprendizaje comercial en la céntrica tienda de Maldes. La afición a la lectura le impulsó a reanudar los estudios en el referido Colegio, en cuyas aulas hizo amistad con Miguel Cané, quien le descubrió a Rosseau. El pensador francés lo apasionó lo mismo que a su padre. Posteriormente se fue a vivir en la casona de ese compañero cuando el Colegio, transformado en el de la Provincia de Buenos Aires, cerró sus puertas.
De acuerdo con un consejo médico tuvo que renunciar a trabajos intensos. Cultivó entonces la sociabilidad. En los salones porteños atraían su encanto personal, su distinción y aptitudes musicales. En el mundo de las letras se presentó en 1832 con «El espíritu de la música», el «Ensayo sobre un método nuevo para aprender a tocar el piano con la mayor facilidad» y su «Memoria descriptiva sobre Tucumán» (1834). Con su fraternal amigo Juan María Gutiérrez entró en relación con Esteban Echeverría, que les hizo conocer a los adalides del romanticismo europeo y las nuevas direcciones históricas. Teniendo a la vista tan vasto panorama trazó, en 1837, una de las más hondas tesis compuestas en tierras americanas: el Fragmento preliminar al estudio del Derecho».
En ese año Marcos Sastre fundó el Salón Literario; era su sede la Librería Argentina, instalada en la calle Victoria. 59. La nueva generación salía a escena entonces. Sastre la descubrió. En el acto de apertura habló Alberdi para subrayar los elementos filosóficos de la civilización aplicables a las condiciones peculiares del medio histórico argentino. A petición del público clausuró sus clases improvisando la figura consular de Vicente López. El Salón Literario desarrolló una labor intensa, aunque de corta duración. Alberdi publicó también un periódico. «La Moda»; su primer número (noviembre de 1837) está escrito con gracia y agilidad. El gobierno lo suprimió cuando empezó a propagar ideas políticas opositoras.
La generación opositora, convocada por Echeverría. fundó en junio de 1838 la sociedad secreta Asociación de la Joven Generación Argentina, que decidió darse un Credo enraizado en el ideario de Mayo. Para redactarlo designaron a Echeverría, Gutiérrez y Alberdi. Lo redactó el primero, La palabra simbólica (en la que se predica clarividentemente la necesidad de superar las violentas disputas entre unitarios y federales y de armonizarlas en una fórmula superior federal-unitaria) es la única que no redactó Echeverría. Fue Alberdi, que la reprodujo en las Bases, sirviendo de antecedente a la fórmula consagrada en la Constitución Nacional de 1853. En agosto de 1838 Alberdi viajó a Montevideo; llevó consigo el Credo aprobado por la entidad; lo publicó en el último número del Iniciador (1º de enero de 1839), bajo el título de Código, o declaración de principios que constituyen la creencia social de la República Argentina. Él no regresaría a su patria hasta cuarenta años después. Emigró espontáneamente, imponiéndose el más prolongado ostracismo de nuestra historia. Tampoco se graduó de abogado en Buenos Aires, pues no quiso prestar el juramento de fidelidad al Restaurador de las Leyes. Eligió, para graduarse, el libre clima de Montevideo, donde practicó la profesión con buen éxito. Allí colaboró en El Iniciador, orientado por Andrés Lamas y Miguel Cané. Asociado a estos dos amigos y a José Rivera Indarte. redactó El Nacional. Su pluma no descansaba; dio impulso a El Talismán, ¡Muera Rosas!, El Corsario y El Porvenir, en colaboración con Cané. En 1839, los dos publicaron La Revista del Plata, desde cuyas columnas crearon el ambiente para la lucha armada contra el tirano.
En varios de estos periódicos, alternando su campaña contra Rosas, Alberdi escribió ingeniosas páginas de costumbres, iniciadas en La Moda. Firma estas colaboraciones con el seudónimo de Figarillo, inspirándose sin duda en el gran cronista español Mariano José de Lana, pero su prosa es menos amarga, menos tétrica que la del malogrado escritor peninsular. Por esa época compone la animada e inconclusa crónica dramática La Revolución de Mayo, y en 1841 produce la pieza en un acto, de fondo satírico, El Gigante Amapolas.
Su dinamismo y su poderoso espíritu combativo, señalan un período especial en su vida. Defendió la intervención francesa en el Plata, convencido de que sólo se propone obtener concesiones comerciales que han de favorecer el desarrollo material y espiritual de estos países. Apoya la campaña de Fructuoso Rivera y de Lavalle contra Rosas, y, designado secretario de la expedición del segundo, colaboró con él activamente en todas sus gestiones. Redactó el Manifiesto de Rivera, firmado en el Durazno, en febrero de 1839 y el del general Lavalle dirigido a los habitantes de Entre Ríos. En el último se destacó la posición política de la generación joven, a la cual Lavalle no se opuso, como se verá: «Olvidados de nuestras opiniones de otros tiempos -expresa-, no queriendo más principios que los que profesa toda la República; dóciles a las voluntades victoriosas de los pueblos, nosotros venimos a someternos a ellas con honor, ya gritar si es necesario a la faz de la Nación: ¡Viva el Gobierno Republicano Representativo Federal». A pesar de que este Manifiesto iba dirigido a los habitantes de Entre Ríos, Alberdi se opuso a la idea de llevar la expedición a esa provincia convencido de que más al sur se contaría con mayor apoyo. La divergencia motivó su separación de la campaña. En diciembre de ese mismo año ofreció en una bella carta sus servicios al general Paz, saludándole como al futuro salvador de la patria.
Declarado el sitio de Montevideo resolvió (abril de 1843) viajar a Europa en compañía de Juan María Gutiérrez, en el bergantín «Edén». Muchos compatriotas interpretaron su actitud como deserción y se la recriminaron. No fueron de la misma opinión el general Garibaldi y la ilustre patricia Mariquita Sánchez, que era como una segunda madre de ambos, en particular de Gutiérrez. A bordo Alberdi escribió un poema en prosa, puesto en verso por Gutiérrez, «El Edén». En Europa. Alberdi estudió la organización jurídica de los estados sardos, revisó manuscritos de Colón, admiró los tesoros artísticos de Italia y recorrió la Francia de sus sueños juveniles. Conoció al general San Martín en su apacible retiro de Grand Bourg, encontrándolo joven y gallardo. Escribió al año siguiente, un folleto describiendo esta visita y transcribiendo la famosa carta de San Martín a Bolívar, del 29 de agosto de 1822, publicada a la sazón en el notable libro de viajes del capitán francés Lafond. Embarcó de vuelta al Nuevo Mundo en el Havre, en noviembre de 1843. Llegó a Río de Janeiro al promediar el mes de diciembre, hospedándose en un hotel de la coqueta calle Ouvidor. En la capital carioca estrecha vinculaciones con el poeta José Mármol y en dos ocasiones acude a la casa de Rivadavia sin conseguir entrevistarse con él, lo cual es una verdadera lástima, porque esa entrevista habría sido de tanta importancia, seguramente, como la que mantuvo en Francia con San Martín. En febrero de 1844 abandona la ciudad fluminense en la barca inglesa.«Benjamín Hort», de la cual es uno de los dos pasajeros que conduce. Cuando la embarcación navega frente a Buenos Aires. Alberdi se pregunta nostálgicamente si será él uno de esos proscritos que terminan sus días entre extraños, perspectiva que no le halaga.
Tras un viaje muy accidentado, arribó a Valparaíso en abril. Disfrutará en la hospitalaria tierra chilena de paz y tranquilidad.
En Santiago revalidó su título de abogado, escribiendo en seis días a ese efecto la Memoria sobre la conveniencia y objetos de un Congreso General Americano (1844). Trabajo breve, repleto de magníficas iniciativas, encaminadas a echar los fundamentos del Derecho internacional americano, proponiendo el arreglo pacífico de los pleitos de límites continentales y un conjunto de medidas económicas, jurídicas y culturales para la unidad y la prosperidad de las naciones del hemisferio occidental.
Instalado en Valparaíso, hermosa ciudad de más de sesenta mil habitantes, ganó rápida reputación profesional, siendo el abogado más requerido. Algunas de sus defensas se hicieron célebres. En 1845 publicó Veinte días en Génova; en 1846, la Biografía del general don Manuel Bulnes, presidente de la República de Chile, trabajo certero en el que expresa su admiración por el ilustre militar y hombre de gobierno en el año que será reelecto para desempeñar un nuevo período. De los estudios de esa época deben mencionarse Acción de la Europa en América (1845), compuesto a propósito de la intervención anglo-francesa en el Plata. y La República Argentina 37 años después de la Revolución de Mayo (1847), que suscitó protestas entre los emigrados a causa de la inesperada benignidad con que trataba a Rosas. esperando de él, todavía, un cambio de orientación. En 1851 publicó en Valparaíso «Tobías o la cárcel a la vela». Como en El Edén, se advierte en ella la poderosa influencia byroniana. Alberdi no es viajero poeta, sin embargo, ni viajero pintor, sino viajero sociólogo y filósofo. La imagen suavemente dibujada, el delicado color, revisten de gracia las más graves ideas.
La generación revolucionaria, desengañada de la ayuda europea, puso los ojos en lo concerniente a la campaña para derribar a la tiranía, en Urquiza. Echeverría publicó en Montevideo el Dogma Socialista y se lo envió al caudillo entrerriano, lo mismo que al general Joaquín Madariaga, pidiendo su adhesión al programa de la Asociación de Mayo. Alberdi aplaudió entusiastamente la idea de rodear a Urquiza, derribar a Rosas y proceder a la organización definitiva de la Argentina. Obtenida la memorable victoria de Caseros, escribió al correr de la pluma, su obra cumbre: «Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina». La primera edición vio la luz en mayo de 1852, y la segunda, ampliada y trayendo el proyecto de Constitución (de la que carece la edición príncipe), en julio de ese año. En la Argentina también se lanzaron varias ediciones. Diferentes periódicos la reprodujeron. Ese libro consagró a Alberdi. Es insustituible. Sarmiento lo saludó como a una «bandera de todos los hombres de corazón». Sus sabias inspiraciones fueron a la Convención Nacional de Santa Fe, Juan María Gutiérrez las hizo triunfar en el seno de la comisión redactora de nuestra Carta Fundamental, sancionada en 1853. Se la saludó como a la Constitución de Mayo, no sólo por datar de esa fecha, sino como alusión a la Asociación de Mayo, cuyos principios fueron su columna vertebral, Alberdi les dio forma constitucional, un hilo sutil une el Dogma Socialista de Echeverría a las Bases de Alberdi, dos expresiones formidables del mismo pensamiento central. En las Bases Alberdi levantó su propio monumento. El ilustre tucumano completó este aspecto de su labor publicando el Derecho Público Provincial {1853} y Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina según su Constitución de 1858 (1854}, que elevó su nombre a la altura de los economistas del más alto nivel en Hispanoamérica.
Alberdi se vio después obligado a entrar en polémica con su antiguo amigo Sarmiento. La desencadenó una dedicatoria provocativa que el luchador sanjuanino hizo de su «Campaña en el Ejército Grande», al autor de «Las Bases». Sarmiento había vuelto de esa campaña desilusionado de Urquiza y no deseaba ver a su camarada embelesado con la personalidad del ínclito caudillo. Alberdi le replicó en las «Cuatro cartas sobre la prensa y la política militante en la República Argentina», compuestas en Quillota (enero y febrero de 1853). Sarmiento respondió en las violentísimas «Ciento y Una». En esta tremenda controversia Alberdi llevó la mejor parte. Es la lucha del gladiador que esgrime la maza contra el agudo florentino que usa estilete y vierte en el vino sutiles venenos. Alberdi poseía más sutileza, Sarmiento más olfato político al presentir que la unión definitiva del país sólo podría realizarse bajo la égida de Buenos Aires.
En 1854 Alberdi aceptó la designación de enviado extraordinario de la Confederación Argentina en Francia e Inglaterra, ampliada posteriormente a Madrid y Roma. Al año siguiente partió hacia Europa; de paso visitó los Estados Unidos. Defendió la causa de la Confederación como diplomático y como publicista de fuste, en numerosos escritos. Atacó a menudo a los hombres y la política del Estado de Buenos Aires, especialmente a Sarmiento y Mitre. Cuando estalló la guerra del Paraguay fustigó la actitud argentina, considerándola equivocada, pues temía a la monarquía brasileña como heredera de la tendencia expansionista de Portugal. No meditó el hecho de que nuestro país fue llevado a esa contienda por el gobierno paraguayo. Tampoco estimó la posibilidad de que el Brasil podía entrar a breve plazo a integrar el cuadro de las grandes repúblicas del Nuevo Mundo. Distanciado de Mitre y de Sarmiento, que se suceden en el ejercicio de la primera magistratura de la Nación, y terminada su misión diplomática en Europa, prosiguió la lucha contra sus insignes adversarios. Vivió en Francia con la mente y el corazón en la Argentina, pero la larga ausencia le hacía daño impidiéndole admitir los hechos históricamente consumados, como los aceptó Urquiza.
En 1870 escribió uno de sus mejores libros, «El crimen de la guerra», publicado después de su muerte por Francisco Cruz. Es uno de los más notables alegatos en favor de la paz. Sostiene la necesidad del arbitraje obligatorio; predice el advenimiento de la Sociedad de las Naciones; demuestra cómo no habrá concordia en el mundo mientras el hábito pacifista no se arraigue en la sustancia moral de cada ser humano; exhibe el comercio internacional y el librecambio como poderosos agentes de paz; y reclama que los neutrales desempeñen una tarea activa en la prevención y represión de las contiendas armadas. La obra ha sido traducida al inglés. El nombre del autor merece figurar en la lista de los campeones de la paz mundial.
Después de una ausencia de más de cuatro décadas, regresó al suelo natal (1879) a ocupar la banca de diputado nacional ofrecida por sus comprovincianos. Sarmiento, ministro del Interior, lo mandó saludar en su nombre al puerto y luego lo recibió en su despacho con un abrazo. En mayo de 1880, Alberdi ocupó la tribuna de la Facultad de Derecho. Enrique García Méróu, supliendo su falta de voz, leyó su conferencia: La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual.
En los acontecimientos de 1880, Alberdi, inconsecuente con su propia prédica, se unió a los diputados destituidos, adversos a la política del presidente Avellaneda, firme en su afán de dar a la República su capital histórica nacionalizándola, como lo hizo Rivadavia en su hora. Alberdi reaccionó contra ese error dando a la estampa la postrera de sus publicaciones de alta jerarquía: Lo República Argentina consolidada en 1880.
No superados del todo los viejos resentimientos, más bien exacerbados como consecuencia de su nombramiento de ministro plenipotenciario en Europa y por la publicación de sus Obras, tarea que toma a su cargo el gobierno de la Nación, resolvió volver a su tranquilo retiro de Francia. Allí recibió la noticia de su nombramiento como ministro argentino en Chile. Desgraciadamente, su estado de salud le impidió cruzar de nuevo el océano. Para hacer frente a los gastos de su existencia, aceptó el cargo de Comisario de Inmigración, en reemplazo de Carlos Calvo. Su salud decaía visiblemente. Abandonó la granja de la villa de Saint André, en la que había pasado un largo tiempo y parecía encontrarse muy a gusto, para trasladarse a un triste hotelito parisiense, donde necesitaba residir para atender a las obligaciones de su cargo. El clima y los ajetreos de la gran ciudad precipitaron la crisis, y el 19 de junio de 1884, en una sórdida casa de sanidad de Neuilly, expiró este gran patriota, con el que desapareció uno de los más grandes escritores de América y un pensador político de los más eminentes de su época
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