Adam Smith, influido por Hume, entendía que el hombre era sociable y tenía una suerte de empatía que le llevaba a preocuparse por los demás de tal forma que los intereses individuales no colisionaran entre sí. Locke, por el contrario, consideraba que el hombre es egoísta y que la única forma de regular la convivencia social pasaba por que el Gobierno se limitara a proteger los derechos individuales. Según Locke, el Estado es una institución necesaria y voluntaria, puesto que surge de un "contrato social".
Hume no era de esa opinión. En Ensayos políticos discute la teoría del contrato social y explica por qué no cree que la ciencia política pueda ofrecer ideas abstractas y generales, ya que hay "pocas reglas que no admitan excepciones y que no puedan ser, a veces, superadas por razones y accidentes". De ahí que considere, contra la opinión de Locke, que la propiedad no es el único fundamento del Gobierno, "porque esto es llevar la cuestión demasiado lejos".
Hume también se plantea descubrir por qué es necesario el Gobierno y cuáles son sus fundamentos. A su juicio, éste es necesario para que los "hombres vivan en sociedad", porque "sin leyes, magistrados y jueces" no se podrían impedir "los abusos de los fuertes sobre los débiles, de los violentos sobre los justos y equitativos". Ahora bien, o el Gobierno surge pacíficamente y es la propia sociedad quien lo instituye, como señalaba Locke, o, por el contrario, es el resultado de la coacción de unos sobre otros.
Hume no concibe que, en algún tiempo pretérito, una sociedad firmara un contrato con algunos de sus miembros para que se constituyeran en Gobierno, porque si eso fuera así la obediencia de los ciudadanos dependería de la promesa dada. Sin embargo, esto no es realmente cierto, ya que "la razón de la obediencia (…) al gobierno" es la "subsistencia de la sociedad".
Aunque este análisis parezca prosaico, todavía tiene relevancia en la filosofía política. Por ejemplo, uno de los autores más influyentes en el PSOE, John Rawls, defendió que, mediante el contrato social, los hombres, si actuaran bajo un "velo de ignorancia" y no conocieran sus talentos ni sus rentas, apoyarían una política de redistribución gubernamental. Bajo la influencia de Hume, autores liberales como Anthony de Jasay han desmontado las ideas de Rawls. Ni cabe defender la existencia del Gobierno con parámetros contractualistas ni, menos aún, legitimar la redistribución de la renta si no es a costa del derecho de toda persona a buscar su felicidad con los medios de que dispone.
Nuestro autor no se limitó a poner en tela de juicio ideas como el contrato social o el origen divino del poder, también defendió la separación de poderes, la libertad de prensa y, especialmente, la libertad de comercio. Sobre esta última cuestión escribió alguno de los pasajes más brillantes que se hayan publicado jamás. Así, señaló que "el aumento de la riqueza y el comercio de una nación no sólo no perjudica sino que de ordinario fomenta el de sus vecinos", y que "es difícil que un país pueda alcanzar grandes progresos si los países que le rodean se hallan hundidos en la ignorancia, la indolencia y la barbarie".
Si Bob Dylan llegó a decir que en la música estaba todo inventado y que había que limitarse a escuchar a los "clásicos", podríamos parafrasearlo y recordar que siempre hay que volver a los "grandes" como Hume, para no sucumbir a la demagogia política.
David Hume, Ensayos políticos, Madrid, Unión Editorial, 2005, 199 páginas.
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